La Carta de la Suicida

Javier de Viana


Cuento


Corridos todos los trámites, enterrada la difunta, el juez de paz entregó a Torcuato la carta que ella había dejado escrita para él, su prometido.

Torcuato recibió el pliego, le dió vuelta entre sus dedos callosos, lo miró, tornó a darle vueltas y concluyó por doblarlo al medio y guardarlo cuidadosamente en el bolsillo interior de la chaqueta.

A pesar de que estaba obscureciendo, de que no había almorzado y de que sus ranchos quedaban lejos y atrásmano, montó a su caballo y se dirigió al trote, rumbo a la pulpería de don Manuel.

Allí, a solas con ei dueño de la casa, sacó la carta, se la presentó y dijo con súplica solemne:

—Vengo pa que me lea esto.

Don Manuel, —un gallego petizo, grueso, hinchado con los cuatro o cinco miles de pesos que congestionaban sus arterias de labriego,— se caló las antiparras, rasgó el sobre escrito y tras un momento de afanoso estudio,confesó con rabia:

—¡No entiendo estus jarabatus!

Torcuato, resignado, guardó la carta, montó a caballo y trotó hasta su rancho, distante, muy distante. La noche era obscura pero Torcuato y su overo sabían rumbiar con los ojos cerrados. La noche era fría; pero Torcuato y su overo tenían la piel curtida, resistente a todos los rigores del clima; helada, sol, lluvia, granizo... ¿que les iban a contar de nuevo?

El paisano llegó a su rancho, que con ser chico le pareció inmenso esa noche. Tiró el puncho sobre el catre, se acostó sin desvestirse. Como no había cerrado la puerta se quedó mirando hacia afuera, hacia lo negro sin término, abiertos los ojos que el sueño no quería cerrar.

Cuando la aurora echó un resoplido purpúreo en el interior del rancho, el paisano se enderezó en la cama. Al recojer el poncho lo encontró destrozado, como si hubiese estado escarbando una alimaña uñosa.

¿Fueron las rodajas de sus espuelas en convulsión nerviosa o fué algún bicho malo que penetrara en la noche, al amparo de las sombras y aprovechando la puerta abierta de par en par?

No lo sabía, no intentaba saberlo, incapaz de raciocinos en la semi-inconciencia en que le había sumergido el trágico acontecimiento de la víspera, y en la ansiedad que le atenaceaba, porsaber lo que decían las palabras sin voz de la muerta, guardadas allí, bajo un sobre, junto a su corazón, en un pliego arrugado.

Salió, se sentó en las raíces del ombú, tomó la carta y la estuvo contemplando largamente, estudiando con minuciosidad extrema cada uno de aquellos signos, para él misteriosos, indescifrables, incomprensibles.

El sol iba subiendo, iluminando, calentando. El casal de barcinos rabones y reyunos, daba vueltas, en silencio, olfateando, mirando al amo con miradas que parecían decir:

—«¿Hoy tampoco carneamos, patrón»?

Y el overo, atado a soga, extrañando que no se le largase aún, giraba alrededor de la estaca, se detenía, miraba fijámente al dueño, con las orejas inclinadas, con la cabeza baja, como presintiendo una desgracia.

En el intervalo, Torcuato leía, si, leía; las cifras misteriosas se aclaraban, formando palabras, formando oraciones. Por intervención de una fuerza misteriosa él, que no conocía la O por redonda descifraba la carta de la novia muerta.

Al principio dudó, creyéndose presa del delirio; pero, allí estaba el rancho, el ombú, los perros a su lado, el overo en la soga, el campo, las lecheras en el bajo, las ovejas en la loma...; hallábase bien despierto.

Leía. Y leía lo siguiente:

«Queridito mío: Esta que te escribo es pa desiarte salú, que la mía era güeña, a Dios gracias... hasta aura que...

Aquí había algo confuso, muy confuso, un borrón tal vez. Y seguia:

«Y yo te quiero mucho y a vos sólo y como no me dejan casar con vos yo me...»

En este sitio negreaba otro borrón; era claro: «yo me mato... Y adiosito mi queridito de mi alma y perdóname que te haga sufrir y rezá por el ánima de tu pobrecita.— Petrona.»

Eso es; así era la carta. Torcuato no sabía leer, pero adivinaba. Su cariño hacía un milagro.

Ladraron los perros. El paisano levantó ia cabeza. Su vecino don Jerónimo llegó hasta él.

—Buenos dias, amigo.

—Buenos; bajesé.

—Supe que andaba batiao en una ala y vine para ofertarme... sirvo... en lo que mande.

—¿Sabe leer, don Jerónimo?

—Sí, sé leer.

—Tome, lea.

Y alargando la carta, agregó no sin cierta expresión de orgullo;

—¡Vea lo que me dice la chiquilina!

El vecino leyó, meneó la cabeza y dijo:

—Qué le vamos a hacer, amigo, las mujeres son así.

—¿Cómo así? —replicó violentamente el mozo.

—Así, pues, sucias como un peso papel y falsas como botas de pulpería.

El rostro de Torcuato quedó, al oír estas palabras, tan blanco y tan rígido, como un campo cubierto por la escarcha. Su mano, que temblaba, se posó sobre el brazo del amigo y con una voz que vanamente intentaba aparentar serena, interrogó:

—¿Usted lió?

—¡Natural!

—¿Me quiere hacer el servicio ’e lerla juerte?...

—¡Si se empeña!...

—«Queridito mío...

—¡Ansina!... ¡ansina es!...

—«Queridito mío: Esta que te escribo es pa desiarte salú, que la mía era güeña, a Dios gracias hasta aura que...

—¡Clavao!... Lo mismo que yo lí.. ¡Siga, compañero!

—...«me tengo que matar..

—¿Nu hay un borrón ahí?

—Sí, grande.

—¡Es eso, el borrón!... ¡pobrecita!...

—«...me tengo que matar porque...

—Vea, eso es lo que más interesa, lea despacito, no se apriesure...

—«...porque... sabes, mi queridito... yo tuve una disgracia con Sinforoso, el sargento, y no se quiere casar conmigo y dice que si yo me caso con vos te va a contar todo, mi queridito querido...»

Torcuato pegó un brinco, asió violentamente de un brazo a su amigo y le dijo:

—¡Eso es mentira, eso no puede ser.. ansina!... Güelva a ler, por favor!...

Don Jerónimo tornó a leer el párrafo, y el paisanito tornó a increparle:

—¿Pero dice bien ansina?... Mire... la letra es fiera, puede que se equivoque!...

—No, m’ hijo, es asi! .. Pacencia!

—...Siga.

—«Como yo sé que el sargento Sinforoso es un desalmao, y yo sé que vos, mi queridito querido, sos muy bueno, te recomiendo antes de morirme, que me voy a matar, que cuidés de la criaturita que la tiene ña Pancha la del Rincón del Espinillo. Y te manda un beso tu fiel — Petrona.»

Frió, súbitamente serenado, Torcuato dijo:

—¿Concluyó?

—Sí, amigo.

—Y... ¿está bien seguro de qu'ella dice eso, que yo... me haga cargo... ’el gaucho?

—Sí, sí, lo dice.

—Güeno, amigo, gracias.

—¿No precisa nada?

—Nada.

—Adiosito entonces, y ser juerte.

—¡Vaya, amigo, vaya!... ¡Yo no he nacido a la orilla, el agua onde se crían mimbres y sarandises; yo he nacido tierra adentro, en la pampa, donde viven los ñandubaises duros y con espinas... ¡Adiós, paisano!...

Se estrecharon la mano, don Jerónimo montó y partió.

El overo seguía dando vueltas alrededor de la estaca, impaciente. Los perros remolinaban gruñendo con gruñidos que querían decir: «¿No carneamos hoy tampoco?»

Torcuato, tras un momento de meditación se dirigió hacia el sitio en que estaba atado su caballo. Quiso desatar el maneador y no pudo; intentó arrancar la estaca y no lo consiguió: sacó el cuchillo, cortó la guasca, quedó libre el overo. Siempre seguido por los perros, llegó hasta la cocina. De un garfio colgaba un pernil de oveja, negro, seco. Lo descolgó y lo arrojó a los barcinos. Más de cinco minutos permaneció inmóvil, la vista en el suelo, el cuchillo en la mano. Luego dijo en voz alta:

—Hembra... pasto ’e bañao que no alimenta, sol de otoño que no da calor... hembra!... El guacho queda a mi cargo... ¡Güeno!

Y silbando una vidalita muy triste, se puso a afilar el cuchillo en la piedra que estaba junto al fogón. Probó después el filo en el dedo, lo encontró a gusto, y dijo simplemente:

—Güeno.


Publicado el 6 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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