La Casa de los Guachos

Javier de Viana


Cuento


Al oriental chaqueño Nicolás Sifredi.


—¿Qué es aquello?—pregunté á mi guía, indicándole un numeroso grupo de jinetes que, á lo lejos, se veía avanzar lentamente por el camino real.

—Debe ser un entierro—respondió; y en seguida:—Sí, pues; el entierro del finao don Tiburcio Morales... ¿No ve aquello que blanquea d’este lao del cerrillo?... Es el pantión de la estancia.

—Don Tiburcio Morales ¿no era un estanciero muy rico, muy querido en el pago?...

—El mesmo... Luego vamo á pasar por su casa... la «Casa ’e los Guachos»..como le dicen...

Al final de un cuarto de hora de trote llegamos al «cementerio», donde resolvimos esperar la fúnebre comitiva, observando la sencilla necrópolis gaucha. Diez varas de terreno cercado por cuatro hilos de alambre; emergiendo de la hierba alta y copiosa, varias cruces de hierro enmohecidas, inclinadas, como si ellas también ansiaran acostarse ó dormir junto á los muertos, cuyos nombres recuerdan en los corazones enclavados entre sus brazos. Al frente, sobre la orilla misma del camino, se alzaba el «panteón»: cuatro paredes ruinosas, verdes de musgo, una puerta descalabrada y un techo de hierro, comido por el orín... Poco confortable la morada, pero... ¿qué más necesitan las osamentas de quienes pasaron la vida desafiando el rigor de todas las intemperies?...

La comitiva llegaba. Delante, en un carrito de dos ruedas, llevado á la cincha, iba el modesto ataúd, la caja idéntica para todos los muertos, pobres y ricos, de la campaña: cuatro tablas de pino forradas de merino negro, y en la tapa una cruz blanca, hecha con cinta de hilera. Seguían luego, en formación de á cuatro, unas cinco docenas de personas. Iban viejos, iban jóvenes é iban niños, y todos guardaban el mismo respetuoso silencio, idéntica actitud de condolencia.

Hicieron alto. Un par de peones, tomando las palas que llevaban en el carrito, abrieron rápidamente un hoyo, no muy hondo, porque «los dijuntos no se juyen». En seguida, siempre en silencio, se efectuó la inhumación.

Los acompañantes volvieron á ponerse los sombreros—que desde la llegada al cementerio habían mantenido en la mano,—y montando á caballo, empezaron á despedirse y á partir en distintas direcciones.

Quedó un grupo de treinta y tantos hombres, la mayor parte vestidos de luto, Las bombachas de merino y la golilla de seda, llevadas con gallardía gaucha, amenguaban lo ridículo de los chambergos, demasiado nuevos y lustrosos, y de los sacos, groseras confecciones, llenas de arrugas, que iban pregonando su reciente salida de los baúles de la pulpería.

Mi acompañante me presentó al hombre que encabezaba el grupo, Julio Morales, el hijo mayor del finado Morales. Era persona de unos cuarenta años, la barba ya canosa, la fisonomía severa y franca.

—¿Va pa Los Laureles?... Queda en camino: haga el mediodía en casa, y en la tarde le sobra tiempo pa llegar con luz á la Quebrada.

Echamos á andar, cambiando en el trayecto unas pocas frases indiferentes, y un par de horas más tarde desmontábamos en el galpón de la estancia. Todos los del grupo desensillaron, largaron los caballos, «acomodaron sus aperos»: gente de la casa.

Nos invitaron á «pasar p’adentro»; y como hacía calor nos instalamos en el patio, bajo un viejo parral, para «matear» á la espera del almuerzo. Por aquel patio, enorme como una plaza de armas, cruzaban, rápidas y silenciosas, muchachas grandes y chicas, todas vestidas de luto, todas con la cara oculta bajo el negro pañolón. Y al pasar y repasar, no producían la menor inquietud en la numerosa población del patio. Á más de las gallinas que picoteaban por todas partes, de los pavos que dormitaban al sol, colgante el largo moco cárdeno, y de los patos que paseaban balanceándose grotescamente, como viejas chinas gordas veíanse allí dos chajás, una cigüeña, cinco ó seis corderos guachos, un carpincho, una nutria y multitud de pájaros —cardenales, sabias, calandrias, urracas,—que tan pronto brincaban entre las patas de las aves como se posaban familiarmente sobre ia cabeza de un perro dormido.

Aprovechando un momento en que quedamos solos, manifesté á mi guía la extrañeza que me causaba semejante arca de Noé, donde, por otra parte, parecía reinar la más completa armonía. Sonrió el gaucho viejo y respondióme:

—Ya le dije que ésta era la «Casa ’e los Guachos»... Bicho que los peones encuentran sin madre en el campo, se lo traen á la patrona, que en seguida los cría guachos... Al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos... ó guachos.

—¡Cómo!—exclamé extrañado:—¿no tiene hijos?... ¿Y toda esa mozada que hemos visto en el entierro y aquí?

Volvió á sonreír el gaucho.

—Esos son los guachos del finao. Él tamién tenía la mesma debilidá, y como le conocían el lao ñaco, se le iban arrimando, haciendo alusiones, dando á entender... ¿compriende?...

—Comprendo; y el viejo se dejaba engañar...

—Vea, el decía: «pueda ser que no sean hijos míos... pero tamién pueda ser que lo sean... y de cualquier laya sería una canallada dejarlos andar rodando por ahí!... De tuitos modos, la casa es grande, y á Dios gracias, carne pa pulpiar no falta!»...

—¿Y cuántos son sus... hijos?

—Vivos, trainta y tantos...—y el viejo concluyó filosóficamente:—¡Dios lo haya perdonao, pero era un bruto el finao Morales!...

—Sin duda—asentí,—un bruto. Lástima que no abunden los brutos de ese pelo y de esa marca!...


Publicado el 22 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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