Después de haber volcado sobre el suelo la fuente de latón con las sobras de comida, Valeria quedóse negligentemente recostada en el marco de la puerta del gallinero, observando la glotonería con que las aves se disputaban los trozos de carne y de legumbres, arrebatándoselos del pico turno a turno, con un egoísmo, una envidia y una imbecilidad dignos de humanos.
Y aún después de haberse dispersado las gallinas, terminada la merienda, la paisanita permaneció en el mismo sitio, cambiando sólo de actitud para mirar al cielo, en vez de la tierra.
Hallábase tan preocupada que Farías pudo acercarse hasta dos metros de ella sin ser advertido. Él también se inmovilizó observándola con embeleso.
¡Está linda, la gurisa!... ¡Linda y atrayente!
De escasa estatura, pero bien conformado, su cuerpo tenía el encanto de una robusta juventud. Los brazos torneados parecían querer reventar la tela endeble de la bata de zaraza; y el seno, quizá demasiado fuerte para su edad, amenazaba hacer saltar los botones en la expansión de cada sístole.
Las cejas muy negras y pobladas daban expresión enérgica al rostro redondeado, levemente trigueño, corrigiendo la suavidad de la mirada y el sensualismo denunciado por los gruesos labios y arregazada nariz.
—¿En qué santo está pensando la reinita del pago?—habló Farías.
Valeria volvió la cabeza sin demostrar sorpresa, pues estaba habituada a la tenaz persecución del mozo. Y sonrió respondiendo con desenvoltura:
—No estaba pensando en ninguno, pero si así fuera no sería en usté.
—¡Gracias por la franqueza!...
—Es elogio.
—No lo veo.
—Tendrá la vista turbia... ¿Quiere que haga un cocimiento 'e malvas?... ¿No sabe que llamarle a usté santo sería ofenderlo?
—Llámeme demonio, pero piense en mí.
—Yo miraba el cielo y en el cielo no hay demonios.
—¿Y qué miraba?
—El cielo: vea que lindo está.
El cielo ofrecía, efectivamente, un aspecto extraño y hermoso. Casi a ras de la tierra veíanse como lagunetas de un verde clarísimo, de cuyos bordes emergían pequeñas crestas, de un verde más obscuro, semejando apretada vegetación de estero; arriba, ancha franja violeta, con estrías de plata, y después una inmensidad parda, una colosal cortina con múltiples desgarraduras, a través de las cuales se advertía el radioso azul cobáltico del fondo del firmamento.
—El cielo es como las mujeres: cambea a cada momento.
—Entonces usté debía ser mujer,—respondió Valeria, disponiéndose a partir.
—¡No se juya!,—rogó el mozo; y ella respondió riendo:
—No juyo, me voy; a pesar de sus largas mentas yo no le tengo miedo... No tengo miedo a ningún hombre...
Con visible emoción, Farías tentó aún vencer sus desdenes:
—A qué precio tendré que comprar su cariño?
—Mi cariño no está en venta. Adiosito, joven cazador de palomas...
Y riendo con estrépito se marchó a paso apresurado, dejando al mozo estremecido por el despecho. Y acreció su rabia al notar que desde la puerta del galpón, donde estaba sobando a mordaza una lonja de yegua, Porfirio observábalo con sonrisa befante. Fué hacia él y expresó con agriedad:
—Parece que te has dedicado espiarme, pa burlarte de mí!...
—Nunca juí polecía y no me podés culpar por que tenga güena vista y güenos oídos. Si t'enojás es al cuete...
—No m'enojo, hermano,—dijo Farías cambiando de tono;—es que ando con un entripao de mil demonios!...
Porfirio lo observó un instante y preguntó con simpatía:
—¿Vos conoces el aguará?
—¿Un bicho del monte, que parece un perro grande?
—Sí.
—¿Que tiene crines como potrillo?
—Asina.
—Y cola parecida a la e'vaca?
—El mesmo. ¿Lo conocés?
—No; no lo conozco; nunca lo vide; pa mí qu'es cuento, como los lobinzones. Sé un verso que dice:
«¡Pobrecito el aguará,
que anda de cerro en cerro!
Al cabo de tanto juir,
lo destriparon los perros!»...
—Asina dice el compuesto; pero no jué desa suerte que mataron al
aguará... A juerza de arisquearle a los perros y burlarse de ellos jué a
cáir zonzamente en una trampa pa zorros.
—¿Es pa mi carreta esa estaca?
—Dejuramente que si.
Sonriendo con desdén, replicó Farías:
—Vos sos güen gaucho y camarada e' verdá, me podías endilgar pu'ande está la trampa pa cuerpiarla y no meter la pata.
—No está lejos de aquí, es tuito lo que puedo decir.
Volvió a sonreír el mozo y respondió con altanería:
—Si te has encargao de procurador de Valeria, no vas a ganar ni pa papel sellao... ¡Que quiera o que no quiera, ella será más tarde o más temprano, otro fleco pa mi poncho... y nada más!...
—¡Ta güeno, tá güeno!... ¡Pero no te olvides de la suerte 'el aguará!...
* * *
Seis meses después, el picaflor del pago era el legítimo esposo,
con intervención del juez y del cura, de la moza ladina, cumpliéndose
así la predicción de Porfirio.