La Cerrazón

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Carlos Travieso, fraternalmente.


Atardecer de Junio.

Fresco sin frío.

Un cielo barroso. Un sol con pereza,—como trashoguero tapado por la ceniza: no calienta, no alumbra, pero arde...

Las cosas se iban borrando con el polvo gris de la neblina, en virtud de cuya exageración andaluza, los postes de alambrados parecían eucaliptos, bosque sombrío el cardal misérrimo, avestruces las perdices que presurosamente corrían en busca del nido, y mastodontes las ñacas lecheras que ambulaban por el camino real buscando una hierba que triscar antes de echarse á dormir...

Quien ha visto una cerrazón campera sabrá que se asemeja á los celos. Lo agranda y lo deforma todo. Desorienta y desconcierta. Tiene caprichos y perfidias de mujer. La sombra oculta; la niebla engaña.

¡La cerrazón!

En la noche toldada, negra, sin una baliza estelar, solitario en la inmensidad del campo, el campero medita, olfatea, escucha, cierra los ojos inútiles en el caso.... y «rumbea».

Hay lógica, hay ciencia, en su decisión. En el diccionario de la lengua no existe el verbo «rumbiar», debido probablemente á que en la academia española no hay ningún gaucho; y es lástima.

Cuando las tinieblas caen como llovizna de cisco, y lo borran todo, el llano, la colina, el monte y el arroyo, la tapera y la estancia, el yuyal y la huerta; cuando el viajero sorprendido en la infinita soledad del despoblado no alcanza á ver ni las orejas del caballo que monta,—cuando no se ve ni lo que se conversa,—se despreocupa del terreno, pasa revista al mapa que lleva impreso en la mente, «toma rumbo»... y es raro que se pierda y no llegue á su destino.

Pero cuando la cerrazón cubre el campo con su poncho gris, ya no hay baqueano posible. Es una hada que trueca las formas de los objetos; se ven, pero no se reconocen; los parajes más familiares parecen extraños, nunca vistos... Una vaca que rumia echada al borde del camino, figura roca enorme que nunca existió en aquel paraje; más allá un «tacurú» adquiere proporciones de rancho, un cardo es un ombú y un caraguatá, un álamo...

Así era la noche que sorprendió á Julio Sánchez en viaje de regreso á su casa tras varios días de parranda, de carreras, de taba, de naipe y beberaje. Al salir de la pulpería llevaba más carga en el cerebro que en las maletas. Sus insomnios, las emociones del juego y el exceso de alcohol llenaban de neblina su espíritu. La conciencia de su falta, la perspectiva de la escena desagradable que le esperaba al llegar al rancho, con los mudos, pero elocuentes reproches de su mujercita y de la pequeña hacienda abandonada, el remordimiento de su mala acción, de su cobardía, de su egoísmo, le habían hecho perder el rumbo moral.

Apresurando el trote por el camino reseco y solitario, hacía vanos esfuerzos por orientarse, buscando una explicación lógica y una atenuación aceptable. Y no las encontraba. La cerrazón, envolviendo su espíritu, le había hecho perder el rumbo...

Y cuando marchaba así, despreocupado del camino, confiado en su pericia y su conocimiento del pago, se le ocurrió mirar y se encontró perdido.

¿Dónde estaba?... A su izquierda negreaba un monte... ¿Qué monte?... El único arroyo que existía en el trayecto, corría á su derecha... Más adelante vió tres ranchos... Los ranchos del negro Pío, á legua y media de su casa, eran dos, solamente... ¿Y aquellos?...

Con rabia, con mucha rabia, gritó:

¡Lo que me faltaba! ¡perderme á la puerta ’e mi casa!...

Desmontó, púsose en cuclillas y observó... A corta distancia brillaba el agua de un arroyo.. ¿Un arroyo por delante?... No podía ser... ¿El Quebracho Chico?... Pero si el Quebracho Chico iba al costado y no tenía que atravesarlo para ir á sus ranchos...

—¿Lo habré vandiáo sin albertirlo?—exclamó; y montando de nuevo continuó la marcha. Encontró un arroyo; lo vadeó; siguió andando, al azar, sin conciencia, sin dirección.

Trotaba, trotaba y el tiempo parecíale inmóvil. Su casa debía estar allí cerquita, allí no más... y no llegaba nunca.

Sofrenó el caballo. Hizo inauditos esfuerzos por orientarse. Vanos esfuerzos... Recordó que llevaba un frasco de ginebra en la caña de la bota. Bebió. Bebió varios tragos seguidos, y continuó trotando.

Anduvo mucho tiempo. De cerca en cerca bebía. Y las dos cerrazones, la de su espíritu y la de la atmósfera, seguían espesándose.

De pronto sintió un lejano ladrido de perro. Reconfortado apuró la marcha. Donde hay perros hay poblaciones y él ansiaba llegar á una, cualquiera que fuese, para terminar el viaje y la pesadilla atroz.

¿Qué rancho era aquel?...

Uno muy miserable. Él lo reconoció y tuvo deseos de volver á montar á caballo y echarse íí vagar de nuevo por el campo... Pero su voluntad estaba mustia, floja, inservible...

Fué á la ventana y golpeó, diciendo:

—¡Filomena!

—¿Quién es?—respondió una voz soñolienta.

—Soy yo, Julio... ¡Abrime Filomena!

A poco, la ventana se abrió.

—¡Vos!—exclamó asombrada la china!...

...Y pasaron los días, las semanas, los meses, y Julio Sánchez reconquistado por su antigua amante no volvió al rancho donde su mujercíta lloraba, cuidando al pequeñuelo y cuidando la hacienda abandonada como ella.


Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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