La Comarca Embrujada

Javier de Viana


Cuento


En las más de doscientas leguas de perímetro de la sección existían tres puntos de referencia que ningún comarcano ignoraba: los “Ombuses del Alto Grande”, la “Azotea Embrujada” y la “Madriguera de los Acosta”.

Los dos primeros constituyen evocaciones de leyendas.

Los “Ombuses del Alto Grande” son siete y son enormes: tam enormes que no obstante mediar más de diez metros entre uno y otro, las gruesas raíces superficiales se entrelazan formando como un ovillo de monstruosas culebras; y arriba, en muchas partes, se mezclan las ramazones. Observado de cierta distancia el grupo aparece como un árbol solo, un ombú de dimensiones fabulosas, acaso milenario, que domina la altura con su mole imponente, siempre verde y siempre inmóvil.

Unos metros al norte de los ombúes, veíanse vestigios de cimientos de piedra, de un edificio que debió ser igualmente enorme y cuya desaparición databa de tantos años, que ni los abuelos de los actuales abuelos conservaban de él otro recuerdo que el de los ombúes y los fundamentos graníticos.

¿Quién fué el morador de aquella formidable vivienda con tantas habitaciones y tan complicada distribución, que sugería la idea de un monasterio fortificado?

La fantasía de los viejos comarcanos, herederos de las leyendas —¡quién sabe cuántas veces deformadas y complicadas!— de sus lejanos ascendientes, sólo coincidían en que fué aquél el nido recio, áspero, inexpugnable, de un señor, cacique o caudillo, anterior o posterior —probablemente anterior—, a la conquista, de un poderío, de una soberbia y de una crueldad como no existió otro, en tiempo alguno, sobre tierra americana.

De cualquier modo que sea, lo cierto es que los paisanos, impotentes para despojarse de lasuperstición heredada, tratan de pasar siempre a distancia prudencial de aquel sitio de misterio, y ni aún en las ardencias de los mediodías asoleados se atreven a buscar el reposo de la sombra sin igual de los “Ombuses del Alto Grande”...

Siguiendo hacia el este, a una distancia —unánimemente reconocida en el pago— de siete leguas cabales, en medio de una prolongada llanura, se conservan aún firmes, resistentes a los vendavales y toda la acción destructora del tiempo, los cuatro muros de la “Azotea Embrujada”.

Dichos muros, que no miden menos de sesenta centímetros de espesor, están construídos con grandes bloques de piedra bruta asentados en barro.

Las paredes que miran al norte, sur y este, presentan cada una la correspondiente abertura de ventanas estrechas y que por las dimensiones y la altura a que están colocadas, más que ventanas semejan mechinales y las tres se encuentran herméticamente tapiadas por las zarzas hirsutas crecidas en los quicios.

Al oeste se abre la única puerta exterior, en gran parte obstruída por un grueso, torcido y espinoso tala.

De la techumbre ya ni rastros quedan y en el interior de la sombría morada crecen con injuriosa lozanía los yuyos malos...

Ocurre con respecto a esta recia tapera, seguramente centenaria, algo parecido con el origen y la historia de la presunta fortaleza del “Alto Grande”.

Nadie sabe quiénes la edificaron, ni cómo vivieron, ni por qué maleficio llegaron a desaparecer sin dejar ni vestigios de su existencia real, que debió ser satánica y perversa, entregada a las malas artes y devoradas hasta en el recuerdo, por la justicia divina.

Lo que sí saben positivamente todos los moradores del pago, es que la azotea está embrujada.

Se cuentan por centenares las personas que pueden dar testimonio de las cosas extrañas, amedrentadoras, que pasan, de tiempo en tiempo, dentro de aquellos muros fatídicos.

En ciertas épocas del año, principalmente en invierno y si en la gestación de una tormenta coinciden el sábado y el día 7 de un mes, las manifestaciones satánicas adquieren allí magnitud aterradora.

Luces verdosas brotaban del interior de la tapera y detonaban en el espacio con marcado olor a azufre.

Merced a esas luces, fugitivas como relámpagos, veíanse numerosos ñacurutús, cinco veces más corpulentos que los comunes, de pie e inmóviles en lo alto de los muros.

Ruidos terribles “como de una tropa de carretas que cargadas con fierros bajara al trote por la falda de un cerro pedregoso”, pretendiendo inútilmente ahogar los desgarrantes quejidos femeninos que escapaban del antro infernal...

Entre los Ombúes y la Azotea, en punto perfectamente equidistante, estaba situada la “Madriguera de los Acosta”, ranchería que aunque poblada por seres de carne y hueso y perfectamente conocidos, no escapaban al ambiente macabro que expandían por el contorno las ruinas mencionadas.

El primer rancho lo edificó, con menos prolijidad que un hornero su cúpula de barro, Camilo Acosta, mocetón fornido y malencarado que un día cayó al pago, donde nadie le conocía, acompañado de una joven y linda morocha.

Nadie trató de inquirir con qué título poblaba, ni el hecho causó sorpresa, por cuanto aquel extenso predio pasaba por bien mostrenco, dado que nunca se le conoció dueño; y si antes que Acosta ningún audaz se atrevió a tomar posesión del campo, fué sólo por falta de suficiente audacia para afrontar la vecindad fatídica de las dos taperas.

Acosta, que no había llevado más hacienda que una tropilla de caballos flor y tres lecheras, vivía misteriosamente, sin trato alguno con sus comarcanos. A menudo desaparecían él y su mujer, permaneciendo ausentes por largos meses.

Esto ocurrió hasta el día en que Isasia, la pastora salvaje, alumbró mellizos; desde entonces ella no volvió a seguir a su hombre en las misteriosas desapariciones.

Al año siguiente Isasia tornó a tener mellizos; y al precedente igual. Los seis cachorros cerriles, todos varones, crecieron aislados en aquella cueva de leones, donde rarísima vez llegaba algún forastero extraviado, quien ante el aspecto huraño e inhospitalario del rancho y sus moradores, apresurábase a continuar el viaje.

La prole fué creciendo y a medida que crecían iban acompañando al padre en sus misteriosas ausencias. Al regreso de una de ellas, Alodio, uno de los mellizos primogénitos, se puso a edificar un rancho frente y cercano al paterno. Poco después montó a caballo una noche y a la noche del tercer día regresaba con una china en ancas.

El mismo hecho fuese repitiendo a intervalos casi regulares: cada uno de los varones edificaba su morada y traía su compañera, elegidas no se sabe dónde. Ninguno de esos ayuntamientos fué celebrado con ceremonia ni fiesta de clase alguna; y otro tanto ocurría con los nacimientos que se producían atestiguando una común prolificidad.

Los siete ranchos, diseminados sin orden entre las talas que salpicaban el montículo pedregoso, desbordaban en pergenios que crecían juntos, confundidos, y al terminar la lactancia, ni ellos reconocían a sus madres ni sus madres los reconocían a ellos: lo mismo que en las majadas los corderos con las ovejas.

Nunca hubo en la madriguera, sin embargo, reyertas de importancia: la indiferencia animal y el común desamor en que vivían, excluían susceptibilidades, pujos de preminencia y escozor de agravios. Sociedad basada en individualismo feroz, cada cual tenía lo que sus fuerzas le daban y sus voluntades no tenían más valla que la voluntad de otro más fuerte.


* * *


Un acontecimiento imprevisto fué a turbar la paz feliz de la madriguera.

Al alba de una noche de horrenda tormenta, Isasia se dirigió como de costumbre al corral de las lecheras. Reinaba aún densa obscuridad, pero los ojos felinos de la vieja advirtieron que estaban allí, tiritando de frío, echadas sobre el suelo de fango estercoloso, la “barcina reyuna”, la “yaguanesa renga”, la “bragada mocha” y la mora en calostros... Pero había, además, una vaca ajena y desconocida, una vaca grandísima, blanca como escarcha, armada de imponente cornamenta y que la miraba con enormes ojos rojos como brasas de ñandubay.

—Esta la ha traido el temporal, pero si tiene ubre la viá ordeñar lo mesmo —musitó Isasia.

Ubre tenía, la vaca blanca; una ubre enorme y repleta. La vieja observó, sin asombro ni miedo, que la lechera estaba sólidamente maneada por una culebra de extraordinarias dimensiones. Como el ofidio no hizo ningún movimiento a su aproximación, la mujer sonrió y dijo:

——Güeno: una ayuda no se le despresea a naides.

Y se puso a ordeñar tranquilamente. Llenó un balde y luego un jarro, que pensaba bebérselo “de una sentada”; pero en el momento en que iba a levantarse, la culebra metió en el recipiente su grande, chata y repugnante cabeza.

—Güeno —tornó a decir Isasia—; tuito trabajo carece recompensa.

Y la dejó beber tranquilamente; luego apuró el resto del contenido...

Al año siguiente se produjo el insólito acontecimiento a que hemos hecho referencia más arriba; Isasia, que a la sazón traspasaba los cincuenta, alumbró de un séptimo varón.

En tanto sus hermanos habían venido al mundo robustos y sanos, éste nació enclenque y disforme.

Tenía las piernas cortas y endebles, casi juntas las rodillas, muy separados los pies, anchos | y palmeados como de murciélago. Sobre un tronco raquítico, encorvado, casi jubiloso, descansaba la desproporcionada cabeza, de tamaño anormal, poblada de abundante cabellera roja. El rostro, ancho en la base, se afinaba para concluir en un mentón puntiagudo; los ojos grandes, denegridos, un tanto oblicuos y situados muy próximos uno de otro, al par que la nariz pequeña y fina y la boca extensa, con labios sin relieve, le daban una expresión bestial.

Llamáronle Gelasio y fué creciendo entre la repulsión de todos sus parientes, incluso los padres. Su inesperada venida al mundo y su deformidad evocaban la misteriosa lechera blanca, de ojos de fuego, maneada por la serpiente y desaparecida con las luces del día. En aquel ambiente de leyendas y supersticiones, la intervención de lo sobrenatural era aceptada sin dificultad y era para todos certidumbre que el monstruo había sido engendrado por el demonio transmutado en la serpiente que bebió la mitad del vaso de leche de la vaca blanca.

La caterva de la madriguera llegó a cobrarle miedo, y el miedo se convirtió en “lobinzón”.

En las noches obscuras, en efecto, el mozo desaparecía del ranchaje sin que nunca nadie haya podido verlo partir. Y cuando grandes y chicos estaban entregados al sueño, despertaban de súbito azorados por un lúgubre aullar lejano que provenía de la cerrillada breñosa interpuesta entre la madriguera y la Azotea embrujada.

Ese aullido conturbador que obligaba a la vigilia, iba intensificándose y acercándose a medida que transcurrían las horas, larguísimas horas de insomnio medroso, poblado de inquietudes, de visiones abracadabrantes productoras de espasmos. Recién en las proximidades de la aurora cesaba el aullar. Sentíase entonces en la puerta de algunos de los ranchos, furioso arañar y cuando la puerta se abría, Gelasio recuperaba su forma humana, pero abatido, exhausto, mortalmente pálido, penetraba, agachándose con la humildad de un perro que se siente culpable, e iba a echarse en un rincón de la pieza, donde, de inmediato, inmovilizábase en un sueño letárgico...

Así fué durante aleunos años.

Los comarcanos, al tener conocimiento de aquel nuevo engendro maléfico, esquivaron más que nunca aproximarse a la zona endemoniada. La impresión llegó hasta la policía, que tuvo veleidades de olfatear la madriguera en averiguación de cómo vivían aquellas gentes sin bienes ni ocupación conocida.

Mas, en esta vida efímera, todo, hasta las leyendas, tiene marcado un término. Y ocurrió que el día menos esperado, los moradores de la madriguera fueron sorprendidos por la visita de un agrimensor a quien acompañaban dos ayudantes, el Juez de Paz, el Comisario y tres guardías civiles.

El viejo Acosta recibió a los visitantes con la expresión más dura y recelosa de su rostro siempre adusto.

El agrimensor explicó el objeto de la visita:

—Como terminación de un larguísimo pleito, los Tribunales acaban de reconocer legítimos propietarios de estos campos a los hermanos Andrés, Julio y Lindolfo Benítez, y yo vengo a proceder a su mensura y proceder al desalojo de los intrusos.

—Ta bien —replicó secamente el viejo gaucho.

—Le advierto —continuó el forastero—, que tienen ustedes tres meses improrrogables para levantar sus ranchos y desalojar el Campo.

—Ta bien —tornó a decir Acosta sin demostrar emoción alguna.

La bandada de muchachos harapientos rodeó a la comitiva, observando en silencio y con expresión admirativa aquellas gentes en quienes, instintivamente, presentían enemigos.

—Así es que —prosiguió el agrimensor— nosotros vamos a instalarnos para empezar mañana la tarea.

—Disculpará, pero yo no tengo dónde darles cobijo.

—No se preocupe; yo traigo una carpa y todo lo necesario para instalarnos.

—Carne tampoco puedo darles...

—La compraremos.

—No puedo vender; semos pobres y las pocas ovejitas que tengo a gatas alcanzan pal consumo e Casa: hay muchas barrigas qu'enllenar...

—Ya lo veo —respondió sonriendo el forastero—; y todos están gordos.

—Pa eso comemos —contestó con rudeza el viejo...


* * *


Sin más explicaciones la comitiva partió. A media legua de la ranchería, a la orilla de un arroyuelo de márgenes ralamente pobladas por molles y talas, los peones del agrimensor habían armado ya la gran carpa y establecido el campamento con la prolijidad de profesionales.

El Comisario, al despedirse en compañía del Juez, advirtió:

—Tenga mucho ojo, amigo; esta gente de la madriguera es mala gente y los creo capaces de todo... Por las dudas le viá dejar un melico y si algo le acontece mandemé un chasque qu'estoy pronto pa servirlo.

—Gracias, Comisario —contestó el técnico—; yo estoy acostumbrado a tratar con esta clase de fieras y no les tengo miedo.

—Güeno, pero conviene no descuidarse, y no se olvide —continuó el Comisario con forzada sonrisa— de la tapera de los Ombuses, la Azotea Embrujada y el lobinzón.

—Vaya tranquilo; yo no creo en brujas ni les temo a los difuntos.

La noche transcurrió sin novedades y a la madrugada siguiente don Lindoro Gómez, el agrimensor, acompañado de sus ayudantes y del policiano, decidió visitar la famosa tapera de los Ombuses del Alto Grande.

Después de una prolija inspección de los vestigios de la presunta fortaleza, Gómez echó a reir y dijo:

—Ya tenemos explicado uno de los misterios: si aquí existió alguna vez una población, como parece indicarlo el grupo de ombúes, ella no estuvo jamás edificada sobre estas rocas; nunca fueron cimientos de ninguna casa sino simples estrías graníticas, como vamos a verlo.

Hizo cavar la tierra en varios sitios y apareció, a menos de un palmo de hondura, la compacta masa rocosa.

—No demoráremos en descubrir los otros misterios de la comarca —agregó el agrimensor—, y como el sol comienza a picar, aprovechemos la preciosa sombra de los ombúes para asar los churrascos del desayuno y tomar unos verdes.

Aunque con manifiesto recelo el policiano se sometió a la prueba.

Ese mismo día comenzaron los trabajos de mensura y la semana transcurrió sin novedades.

Pero al lunes siguiente se desencadenó repentinamente una tormenta formidable que obligó al equipo a permanecer bajo la carpa. El Comisario, que había concurrido a visitar al huésped e inquirir si algo se le ofrecía, cediendo a las instancias de aquél accedió a cenar y pernoctar en su compañía. Dos milicos acompañaban al funcionario policial, llevando consigo, entre las abundantes provisiones solicitadas por el agrimensor, un hermoso capón de “cola chata” y una damajuana de vino, de modo que la cena se convirtió en banquete.

A las nueve de la noche, sin embargo, cediendo al hábito, los peones y los policías dormían a pierna suelta. Gómez, su ayudante y el Comisario prolongaron la velada, “cimarroneando”, ahuyentando el frío con tragos de buen coñac y el sueño con amenas pláticas. Como forzosamente tenía que ocurrir, saltó el tema de los embrujamientos de la comarca. El Comisario aceptó la explicación del misterio de la tapera de los Ombúes, pero cuando el agrimensor aseguró que lo de la Azotea Encantada era otra superstición idéntica, manifestó sus dudas diciendo:

—Disculpemé, yo soy un paisano bruto, pero no me llevo de cuentos ni me sé asustar muy fácil... Una noche me resolví a ver por mis ojos y oir por mis oídos las cosas fantásticas que me contaron cuando recién llegué al pago.

—¿Y fué?

—Fuí. Era una noche asina como esta, de tormenta, de truenos y tan escura que uno iba marchando y no vía ni las orejas del mancarrón... Nos apiamos bajo unas talas que hay como a veinte varas de la tapera... y esperamos... Pasó cuasi como una hora y en un redepente nos solprendió un estampido como si hubiese reventao un cajón de municiones. Una gran llamarada se alzó d'entro las ruinas. A lo primero las llamas eran rojas pero dispués s'hicieron verdes y largaban un jedor de fólforo que nos volteaba... Luego siguió un ruido de fierro que ensordecía y cuando concluyó el ruido escuchamos unos lamentos desgarradores de mujer; unos lamentos que hacían poner los pelos de punta...

Gómez, que había escuchado en silencio el largo relato del Comisario, encendió un cigarrillo, echó una humada y preguntó con indiferencia:

—¿Y ustedes no entraron en la tapera?

El Comisario enrojeció, tosió, bajó la vista y al fin dijo con heroica sinceridad:

—No; confieso que tuve miedo...

—¿Y se marcharon?

—No, señor; quedamos hasta que vino el día; y dispués nos retiramos al bajo, sin perder de vista la tapera...

—¿No vieron salir a nadie de allí?

—A nadie.

—¡Es claro!

—¿Es claro qué?

—Nada; es una reflexión que me hacía... ¿Otra copita de coñac, Comisario?...

—Si se empeña...

Bebieron, y el agrimensor, siempre calmoso, interrogó:

—¿Qué clase de gentes son esas de la madriguera?

—Con verdá no podría responderle. Hace muchísimos años que viven aquí y son unos salvajes que no se dan con naides,

—¿De qué viven?

—Tienen hacienda. Y asigún dicen tropean pal Brasil y ganan plata. Acá naides les ha inculpao nunca ningún delito...

Apenas había terminado su frase el Comisario, cuando un estampido formidable lo hizo saltar de su silla, pálido y azorado.

—Ya encomienza.

—Me alegro —contestó sonriendo Gómez—; me alegro. Lo presentía y exprofeso dejé mi caballo atado del cabresto. Voy a ensillar; espéreme aquí.

—Si quiere lo acompaño, pero mire, le aconsejo...

—Espéreme aquí, Comisario. Me conviene ir solo, para descubrir este otro misterio, que ya casi lo tengo descubierto.

Y sin decir más, verificó si el revólver estaba bien cargado, cogió su wínchester y salió de la carpa.


* * *


Cuando regresó era ya día claro.

El Comisario, que había dormitado vestido, le esperaba con el mate pronto.

—¿Descubrió algo? —fué su primera pregunta.

—Todo —respondió complacido el agrimensor— y hoy mismo tendrá usted oportunidad de comprobar en qué consiste y qué objeto tiene el misterio... Le ruego se traiga hoy mismo el Juez y un par de vecinos para efectuar un registro en la Azotea Embrujada.

Aunque no del todo convencido, el Comisario no podía desoir el pedido sin faltar a sus deberes y sin dejar traslucir su recelo; y poco después de mediodía regresaba al campamento con la comitiva solicitada.

Gómez, acompañado por su ayudante y dos peones, se les unió, emprendiendo inmediatamente la marcha hacia la fatídica tapera.

Al ir acercándose, el primero hizo observar unas huellas de cabalgadura, bien visibles en el suelo ablandado por las lluvias.

—Por lo visto —exclamó—, los demonios modernos viajan a caballo.

La recelosa aprehensión que dominaba más o menos a los comarcanos de la comitiva se acentuó llegado el momento de penetrar en el sitio infernal. Sin embargo, la actitud resuelta de Gómez hizo que, de Comisario abajo, todos le siguieran.

Como antes dijimos, un gran tala medio obstruía la única entrada a la tapera; venía de inmediato un yuyal tan espeso y alto que parecía invadirlo todo, no dejando ver ni rastros del paso de un hombre. Sin embargo, Gómez advirtió que a la entrada, contra el muro de la izquierda había un montón de ramas si no secas, bastante marchitas. Quitadas éstas apareció, siempre contra la pared, una senda bastante ancha y trillada.

El misterio empezaba a desvanecerse.

La senda llegaba hasta algo menos de la mitad del local, y allí también concluía la lujuriosa vegetación herbácea, cuyo objeto evidente era establecer espesa cortina entre el laboratorio demoníaco y algún presunto curioso.

El espacio libre de yuyos estaba casi atestado con pilas de cueros vacunos y lanares, sacos de café, fardos de tabaco y otras mercaderías, todas protegidas por unas planchas de zinc.

En un rincón había una gruesa cadena de hierro que debía tener cinco o seis metros de longitud. Cerca, un cajón, cuya tapa levantó Gómez cerciorándose de que estaba casi lleno de azufre en polvo; próximo un tronco de coronilla horadado en forma de mortero...

El agrimensor lanzó una carcajada y señalando los tres objetos mencionados, exclamó:

—El utilaje de estos diablos o brujos, no es, como pueden verlo, muy complicado, El mortero, el azufre, unas libras de pólvora y un fósforo bastan para producir las formidables explosiones y las humazas verdes; las cadenas, sacudidas por un par de hombres vigorosos, imitan muy bien los ruidos infernales; y en lo tocante a los lamentos y los quejidos desesperados, los sabe simular perfectamente cualquier mujer sin necesidad de muchos ensayos... Ahí tienen explicado el pavoroso misterio; y en cuanto a su objeto lo está diciendo claramente la mercadería acumulada.

Y luego, dirigiéndose al Comisario:

—Ahora, sólo le falta echarle el guante a los habilidosos contrabandistas, que, estoy casi seguro, han de ser al mismo tiempo, unos famosos cuatreros.

En la madrugada del día siguiente, el Comisario, en compañía de un sargento y cuatro policianos armados de sable y carabina —precauciones justificadas—, rodeó la madriguera.

No encontraron allí más hombres que el viejo Camilo y el contrahecho Gelasio...

El viejo recibió a los visitantes sin demostrar extrañeza ni temor. Al preguntar el Comisario por los hijos y los nietos Mayores, respondió impasible:

—¡Qué sé yo!... Tuitos son grandes pa que yo los gobierne.

El minúcioso registro efectuado en la ranchería no descubrió nada sospechoso, y la policía se retiró dirigiéndose a la “Azotea Embrujada” para incautarse de los contrabandos descubiertos, y grande fué la sorpresa de todos al ver que no quedaba allí nada más que la cadena de hierro, el mortero y el cajón de azufre: los cueros, los sacos de café y los fardos de tabaco habían desaparecido como por arte de encantamiento...

Dos semanas después el Comisario llevó a cabo una segunda investigación en la madriguera, y grande fué su asombro al encontrarse con la ranchería desierta.

Artera, sigilosamente, a estilo de los rapaces que saben descubierto el nido, la tribu de los Acosta desapareció sin dejar rastros.

¿Dónde fueron?...

Nadie nunca lo supo; pero es justicia decir que tampoco nadie hizo mayor esfuerzo para averiguarlo. El agrimensor Gómez demostró que la fantástica fortaleza del Alto Grande no había existido nunca y que la sombra de sus ombúes no tenía nada de maléfica; puso en evidencia el origen y el objeto de las terroríficas sesiones infernales de la “Azotea Encantada”, que no volvieron a conturbar el espíritu comarcano, como no volvieron a oirse los aullidos del lobinzón... pero las supersticiones, hijas de la ignorancia, tienen raíces centenarias que sólo un instrumento puede extirpar: La Escuela.


Publicado el 3 de octubre de 2025 por Edu Robsy.
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