La Domadora

Javier de Viana


Cuento


—Yo quiero ir a aquella laguna grande, donde hay muchas mojarritas... Lo que a mí me gusta pescar, son mojarritas; los bagres me dan aseo y las tarariras me dan miedo... —ordenó Clota, mientras avanzaban, al tranco, por una senda bastante ancha del monte del arroyo Manzanares.

—Iremos a la laguna de las mojarritas; iremos donde usted quiera —respondió complacientemente Silverio.

De estatura algo menos que mediana, de cara pequeña y flacucha, con sus manos de dedos descarnados y sus muñecas demasiado finas, con sus tobillos salientes y el arranque asaz magro de las pantozrillas, Clotilde —Clota en el diminutivo familiar—, era lo que los franceses llaman una “fausse maigre”.

El busto era amplio, el seno opulento, las caderas recias, los muslos gruesos y firmes; un tipo —frecuente, por otra parte—anatómicamente anormal; y, por lógica correlación, moralmente anormal también.

Bajo un casco de cabellos color oro muerto, había una frente recta, blanca y tersa, no afeada por el surco que dejan inevitablemente las ideas hondas y los sentimientos cálidos. Y sirviendo de arquitrabe a esa cornisa marmórea, sobresalían las cejas, anchas, obscuras, unidas, formando una barra enérgica, protectora de los ojos de un azul glauco, húmedos, sin brillo, sin calor, semejantes a una bella ova marina.

La boca era pequeña, de labios finos y exangües, que al sonreir —y sonreían de continuo—, hacían valer la azulada blancura de unos dientes poqueños, pero irregulares en la forma y en la alineación, signo evidente de las degeneraciones aristocráticas.

Así era Clota, incitante más que bella, flor humana que al aliciente de su forma, graciosamente asimétrica —como una orquídea—, unía el atractivo de su perfume caprichoso al de las coloraciones barrocas.

Y para completar el ilogismo de aquella extraña criatura, su voz era áspera, abaritonada, de una masculinidad que contrastaba con su cuerpo pequeño y de apariencia menudo.

Llegados a un sitio en que la senda era demasiado estrecha, en plena oquedad, y donde las enmarañadas ramazones formaban bóveda de verduras agresivas, Silverio se adelantó, e iba levantando las ramas con la mano para facilitar el pasaje sin obstáculos a su amiga.

La vereda era larga y tortuosa y semiobscura. Las hierbas húmedas del suelo y las hojas del domo arbóreo, torturadas por el fuego estival, mezclaban sus hálitos, produciendo un aroma enervador. Al llegar a un sitio donde la senda formaba como una ampolla, en una hoz del río, Clota detuvo el caballo, desmontó rápidamente y se dejó caer sobre la blanda alfombra del gramillal, al pie de un ceibo, que, todo cubierto de flores de un rojo de fuego, parecía como incendiado.

—Quedemos aquí —ordenó Clota—. ¡Delicioso rincón!... Parece una jaula que incita a cantar y parece una cripta que convida a dormirse por siempre...

Y al decir esto, semicerrados los párpados, dejando brillar sólo una fina franja de sus pupilas felinas, entreabría los frescos labios y los acariciaba: lascivamente con la fina lengua de ofidio, lanceolada y rósea.

Extendida con voluptuoso abandono sobre el perfumado césped, la cabeza apoyada en el tronco del ceibo, ofrecía, en el crepúsculo tibio de aquel cenador silvestre, la apariencia de una driade que, conforme a la leyenda, iba a morir abrazada al árbol familiar, que sucumbía devorado por las llamas de sus propias flores.

Silverio sintió flaquear su voluntad —que siempre consideró de bien templado acero—, ante las incitaciones de aquella extraña flor femenina que de día en día y de hora en hora, cambiaba de aspecto, de colores y de perfume.

Desde tres meses atrás, desde el mismo día en que llegó a la estancia, ella había dado comienzo a su acción fascinadora, Al principio, considerándolo un flirt sin trascendencia, pasatiempo agradable en las bochornosas y aburridoras tardes del veraneo campesino, se dejó ir, deleitándose en aquella especie de torneo retórico que le provocaba Clota, mutuamente fingiéndose amores en frases atildadas, de una galantería perfectamente — luisquincesca, exquisita en su forma, más que libre en el concepto.

En sereno raciocinio no podía admitir que aquella chicuela, de diez y ocho años, hubiera reventado en súbita explosión amorosa por él, que casi la doblaba en edad, que no poseía atractivos físicos, ni era rico, ni era célebre, ni ocupaba ninguna situación política; que no tenía nada capaz de halagar la vanidad femenina.

Tampoco —y mucho menos— podía admitir en ella una impulsión viciosa incompatible con su edad, con su educación, con su raza y con su medio.

Sin embargo, cuando quiso andar, se encontró ligado por una pasión frenética, y, es claro, desde ese instante, la razón cerró los ojos y los oídos, porque para el amor no rigen los principios de la lógica.

El se creía fuerte y experimentado en lides amorosas, pero a él, como a todos los hombres, se le podía aplicar la frase de Diderot:

“II comnait tous les sentiers du cour: mais il ignore la grande route”.

Y fué así que en aquel momento, olvidando hasta las más elementales imposiciones del honor, se dejó caer de rodillas sobre la grama, junto a Clota, que permanecía inmóvil, en actitud provocadora.

Le tomó la mano izquierda, que ella abandonó sin resistencia, y la besó febrilmente.

—¡Te amo, Clota! —exclamó con voz ahogada—; es estúpido, yo quisiera decírtelo de otro modo, expresarme de otra manera, pero no puedo, y me doy cuenta de que no puedo porque te amo!...

Una casi impereeptible sonrisa animó los labios de Clota, y Silverio, tendiendo el brazo, la atrajo suavemente hasta hacer reclinar sobre su pecho la rubia cabeza que cedía sin resistencia, siempre entornados los párpados, siempre entreabiertos los labios, rojos y húmedos...

Suavemente, en una caricia fugitiva, él la besó. Ella continuó inmóvil y silenciosa, cerrados por completo los ojos. Y entonces, oprimiéndola entre sus brazos tornó a besarla, pero esta vez, larga, intensa, frenéticamente...

Puesta en pie de un brinco felino y agitando en la diestra la fusta, Clota lo rechazó con violencia, con grosería, gritando con voz áspera, casi gutural:

—¡No! ¡no!...

Desconcertado, Silverio interrogó con voz quejumbrosa, que era ruego mendicante:

—¿No me amas, entonces?

—¡No!

—¿Nada?

—¡Nada!

—¡Pero me amarás!...

—¡Nunca!...

Silverio, herido en su orgullo, sintióse hecho todo fuego; un fuego que fundió en un segundo el engarce de oro educacional dejando a descubierto la piedra, el animal, el instinto. Sin respetos ya, sin consideraciones, se abalanzó para cogerla entre sus brazos. Clota, esquivándose en un brinco de gato, le cruzó la cara de un latigazo feroz.

El mozo se detuvo, lagrimeando de dolor y de vergüenza. Su sangre, su sangre de tres generaciones de gauchos, su sangre impetuosa, apenas suavizada con el pasaje por las aulas universitarias y el trato social en las grandes ciudades, reventó en borbotones de ira. Tras el primer instante de estupor, hizo ademán de abalanzarse, brutal, implacable, dispuesto a destrozar a zarpazos aquella frágil, insolente estatuilla femenina.

Pero ella, bajando el brazo armado de la fusta, le detuvo, latiguéandole con una palabra pronunciada con el más rudo acento de desprecio y desafío:

—¡Cobarde!...

Silverio sintióse sohornado por aquella palabra. Consideró a la joven: la reflexión volvió a funcionar en su mente. Serenándose de súbito, mediante extraordinario esfuerzo de voluntad, retuvo su gesto y dijo con voz fría, pausada:

—Se está haciendo tarde... ¿Quiere que regresemos?

Ella, abandonando su actitud de fierecilla enfurecida, bajó la frente, dejó caer los brazos, se acercó a paso lento, y respondió con entonación afectuosa:

—Como usted quiera...

Montaron a caballo y emprendieron el regreso, a galope, en silencio. Ya cerca de las casas, él interrogó, volviendo a tutearla involuntariamente:

—¿Por qué has hecho eso?

Y ella, mirándolo con su rostro de absoluta inocencia, sonriendo con los labios y con los ojos, respondió:

—¿Qué he hecho yo?...

Y como él hiciese un gesto violento, ella le lanzó al rostro una sonora, cristalina carcajada, y dijo luego con voz lánguida, voluptuosa, acariciadora:

—Me gusta domar hombres, por puro sport... Tengo instintos de domadora.


Publicado el 18 de agosto de 2025 por Edu Robsy.
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