El auto avanzaba velozmente por la hermosa carretera bordeada de altos y ramosos eucaliptus, que en partes formaban finas cejas del camino y en partes se espesaban en tupidos bosques.
De trecho en trecho abríanse como puertas en la arboleda, permitiendo observar hacia la izquierda, los grandes rectángulos verdes cubiertos de alfalfa, de cebada y de hortalizas; los hornos ladrilleros, los plantíos de frutales, las alegres casitas blancas, de techo de hierro y amparadas por acacias y paraísos. En otros sitios los arados mecánicos roturaban, desmenuzándola, la tierra negra y gorda. Todo, hasta los prolijos cercos de alambre tejido que limitan los pequeños predios, pregona el avance del trabajo civilizado.
A la derecha vense bosquecillos de jóvenes pinares, regeneradores del suelo, encargados de detener el avance de las estériles arenas del mar... Más hacia el sur, los médanos, ya casi vencidos, adustos, muestran sus lomos bayos sobre los cuales reverbera el intenso sol otoñal; y más allá todavía, brilla, como un espejo etrusco, la inmensa lámina azul de acero del río-mar...
El auto vuela, entre nubes de polvo, por la nueva carretera, y aquí se ve un chalet moderno, rodeado de jardines, y luego un tambo modelo, y después una huerta y más lejos una fábrica, cuya negra humaza desaparece en la diafanidad de la atmósfera apenas salida de la garganta de las chimeneas; y en seguida otras tierras labrantías y más eucaliptos y más pinos, y de lejos en lejos, como único testimonio del pasado semibárbaro, uno que otro añoso ombú, milagrosamente respetado por un resto de piedad nativa.
El amigo que nos conduce a su auto,—un santanderino acriollado,—me dice,—descuidando el volante para dibujar en el aire un gran gesto entusiasta:
—¡Esto es progreso! ¡Esto es grandeza!... ¡Esto es hermosura!
Mi compañero, Lucho, contrae los labios en mueca desdeñosa y responde:
—¡Bah!... Aquí no hay más que dos cosas bellas: esos últimos restos de la tribu famosa de los ombúes,—y que han perdido mucho de su majestad primitiva porque están vencidos, porque saben que perduran por misericordia humillante,—y el mar, que todavía sabe amedrentar con sus rugidos a los que escarban la tierra robándole el aumento a los caballos y a las vacas para dárselo a las zanahorias y los repollos, y que voltean los árboles criollos para suplantarlos por árboles gringos, como el pino y el eucalipto... ¡Bah!...
—¡Sin embargo, la civilización!...
—¡La civilización no tiene ningún parentesco con el arte!—gritó Lucho enardecido.—¿Me va usted a comparar las poesías de Píndaro, de Virgilio y de Horacio con la de los metrificadores ladrilleros de ahora?... ¿Me va a comparar a Cervantes en la novela y a Shakespeare en el drama, con los Jorge Ohnet y los saineteros del día... Y en fin ¿me va usted a comparar un incunable... ¡qué digo un incunable!... un elzevir del siglo XVI, con los libros modernos, salidos de linotipos y rotativas?... ¡Salga de ahí!...
—¡Mira eso!—le interrumpí, señalándole un terreno que se presentaba repentinamente a nuestra izquierda.
—¡Eso es lindo!... ¡Sofrene el pingo, amigo!—dijo dirigiéndose al santanderino conductor.
A nuestra izquierda, formando chocante contraste con las manifestaciones de vida activa y progresista, enclavado entre un amplio alfalfar verdegueante y un frondoso bosque de eucaliptos, había un terreno de un par de hectáreas, cercado por una alambrada ruinosa.
Cerca de la carretera y bajo la custodia de los ombúes macilentos languidecían tres ranchos «sillones», pardas y agrietadas las paredes de adobe, negra y rala la techumbre pajiza.
En la puerta del rancho, indolentemente recostado al marco, estaba un hombre viejo, de larga melena gris, de rostro enjuto cubierto de barbas ásperas, de aquilina nariz y de grandes ojos negros de imperativa mirada. Su vestimenta era de sorprendente anacronismo: aludo chambergo con el barboquejo caído por debajo de la nariz; blusa de merino negro, chiripá listado, sujeto por un tirador de herraje; calzoncillo de criba, bota de potro y en el talón formidables nazarenas con la midad de los clavos quebrados, semejaban la dentadura de un bravo viejo mastín.
Pasando por sobre el alambrado, nos acercamos, bajo la mirada adusta del dueño de casa, sorprendido e irritado ante aquella violación de sus dominios. Pero cuando yo dije, golpeando las palmas de las manos:
—Ave María purísima...—el viejo modificó la áspera expresión de su semblante y respondióme con efusiva solicitud:
—Sin pecado concebida... Apéense...
—Usted es...
—Tiburcio Pastoral... pa servirlo... Tomen asiento... Yo soy de Tacuarembó, donde supe tener un guen establecimiento... Dispués la suerte se me voleó como taba fulera y aura sólo cuento con este piacito'e campo y estos animalitos...
Y al decir esto tendía la encallecida y flaca mano, señalando la misérrima chacra donde pacían con pereza, arrancado con esfuerzos las yerbas ruines ralamente sembradas en la tierra arenosa,—tres matungos escuálidos, una docena de avejunos que, conmovidos por la sarna, iban arrastrando los girones del poncho, y una vieja vaca lechera con los cuadriles como peñascos puntiagudos y los costillares como cerco de duelas.
Luego, empujando con la punta del pie dos cráneos de vaca y un trozo de ceibo, agregó coa la proverbial hospitalidad gaucha:
—Siéntense y tomarán un cimarrón.
Y hablaba, hablaba, en un lenguaje y con gestos arcaicos. Antojábasame un Quijote gaucho en cuya deshilachada sesera persistía la visión del pasado, dentro del cual continuaba viviendo, cerrados los ojos a la realidad del presente, a semejanza del inmortal manchego.
Aquel mísero retazo de tierra y aquellas ruines bestias, eran para él la Estancia, donde habían de perdurar los hábitos de la Estancia de varias leguas de campo, pobladas por millares, de vacunos y de ovinos y por grandes cuadrillas de yeguas ariscas y potros bravíos.
Interrumpiendo un momento sus relatos rememorativos, tendió la vista al horizonte donde un toldo parduzco se iba extendiendo sobre el azul del río, y ordenó:
—¡Pedro!... Ensilla y anda repuntar la majada porque la tormenta se viene tranquiando largo!...
Obedeció el mozo, ensillando pausada y concienzudamente, poniendo en la operación doble tiempo del que hubiera necesitado para ir a arrear, a pie, las pocas ovejas que pastaban a veinticinco varas de las casas.
Siguió charlando el viejo. Nos ofertó un cigarrillo de «naco», «picado sobre el dedo» y liado en chala, y luego nos alcanzó un tizón para encenderlo. A poco, y mientras Pedro repuntaba lentamente las ovejas, ordenó a su otro hijo:
—¡Pomuceno!... Ya es hora de recoger las tamberas y atar los terneros.
Ensilló el mozo con idéntica prolijidad que su hermano, montó y fué en busca de «las tamberas», la escuálida vaca yaguané que rumiaba a diez pasos del sitio donde estábamos sentados.
Haciendo esfuerzo por contener la risa, pregunté:
—¿Mucho trabajo?
Y él, siempre serio, solemne, respondió:
—En una estancia nunca falta trabajo; siempre hay algo que hacer!...