Durante tres días, Servando Jupes había viajado serena, tranquilamente, a trote metódico que le rendía quince leguas por jornada, sin cansancio para él ni para su rosillo.
Por el contrario, nunca como en el transcurso de esos tres días sintióse, física y moralmente, mejor: desaparecidos sus crueles dolores en la espalda y muy raros los desgarradores accesos de tos, y ausente la fiebre, hasta entonces inevitable y atroz compañero de lecho.
Su alma disfrutaba de igual bienestar. No pensaba. Cuando de improvisto resolvió aquel viaje de regreso al pago, a los veintiún años justos, ni un día más ni un día menos de la partida, no hubo en su cerebro la trama de ningún razonamiento que explicara su decisión; preparó las maletas, ensilló el caballo y partió, de la misma manera inconsciente con que se sacan los avíos, se arma, se enciende y se fuma un cigarrillo.
Una razón y una causa, y un objeto hay siempre, es claro; pero no teniendo conciencia de ellos, no hay esperanza, y no habiendo esperanza no hay duda y no habiendo duda no hay pena.
Él emprendió el viaje sin saber por qué ni para qué; y en lo largo de las cuarenta y cinco leguas andadas no lo fastidió el mangangá de ningún recuerdo, ni de ninguna aspiración de futuro. El mayor encanto de los viajes está en eso, en que mientras el cuerpo se traslada, cambiando de regiones, el alma permanece inmóvil, adormecida en el tibio nido de un paréntesis.
Pero si se pudiera vivir siempre esa vida estátitica, la vida seria linda; y nadie ha pensado seguramente en que la vida sea linda. «Parirás con dolor tu hijo...» y el libro no dice, porque era innecesario decirlo: «Y trasmitirás con tu sangre a tus hijos el dolor de tu parto; y malaventurados quienes no tengan fortaleza para soportar el dolor».
Y fué así que cuando en el crepúsculo de la tercera jornada de su viaje se encontró frente a frente con las arenas del paso real del Jucarí, su alma y su cuerpo despertaron, agotado el poder del analgésico. A la otra vera de ese río estaba su pago, el sitio donde nació, donde amó, donde debió envejecer y morir, y del cual, sin embargo, había huido de noche, a prisa ocultándose como un criminal, justamente, veinte años y tres días atrás...
Volvió a pensar, tornó a sufrir, tosió de nuevo, otra vez el dolor le atenaceó la espalda.
Los recuerdos le inundaron el alma en borbollones rugientes.
—¡Pa qué haber pegao la güelta, —exclamó,— si entuavía llevo clavada la espina y en tuavía supura la herida!...
Una legua más allá del paso real del Jucarí estaba, —estubo, por lo menos,— el ranchito prolijo donde tan intensamente amó a su mujercita y a sus hijitos, Juana y Luís... Y el recuerdo, inclemente, mordía, resucitando los días mortales de los celos que habían comenzado a experimentar, tres años después de casados...
Y volvía a ver a Rosa, llorando y negando, único reproche a sus insultos, que algunas veces llegaban a la agresión brutal.
Un día, totalmente envenenado por la duda y furioso por no conseguir la confesión de la falta ni la prueba del delito y sintiendo revelarse su conciencia contra el impulso de matarla así, por simple sospecha, sin poder hundirle junto con la daga la comprobación de su infamia, y no podiendo tampoco soportar por más tiempo el diario martirio de los celos, resolvió marcharse, y se marchó, en silencio.
Se fué lejos, muy lejos, abandonando todo, hasta su nombre. Servando Jopes, fué José Díaz durante veinte años pasados entre extraños, trabajando furiosamente sin encontrar alivio para su mal, .sin poder matar su amor ni la culebra de la duda.
Allá lejos, sólo, desconocido, debió morir. Sin embargo, una fuerza misteriosa lo obligó a marcharse en busca de la querencia para aspirar por vez postrera el perfume de los pastitos del pago...
Aún estaba distante el mediodía cuando llegó al que fué su rancho... Estaba casi igual; algo raleada la paja del techo: algo más blancos, por la acción de las lluvias, los muros de terrón; un poco más corpulento el ombú y mucho más grandes las higueras; en vez de uno, dos nidos de horneros en los postes del guardapatio; y en medio del patio, tan limpio como antes, tres perros picazos que eran la misma pinta de «Urubú», su perro picazo, grande y bueno, muerto sin duda tiempo hacía, porque los perros tienen la dicha de no vivir tando como los hombres...
Lo recibió una muchacha bella y fuerte que estaba en el galponcíto prensando un queso, mientras que a su lado, un muchacho que se le parecía cual si fuera su mellizo, afilaba la reja de un arado.
Lo atendió solícitamente. Servando los observó y no demoró en cerciorarse de que eran sus hijos.
—Dígame moza, —preguntó con voz trémula— ¿su tata no está?...
—¿Mi tata? —preguntó a su vez la muchacha, con extrañeza;— no; mi tata, según dice mama, está preso; hace muchos años que está preso, el pobrecito, por un falso que le levantaron.
—¿Quién dijo eso? —interrogó el forastero.
—Lo dice mama que todas las noches nos acompaña a rezar por él para que lo larguen.
—¡Jue pucha!... si algún día yo llego a saber quien jue el que levantó el falso!...—intervino el mocito enarbolando la reja del arado y relampagueantes los ojos.
Tras un acceso de tos, Servando inquirió:
—¿Y su mama?
—Está en la chacra arando; ella ara de mañana, yo de tarde, —respondió sencillamente el mozo.
Servando, pálido como un cadáver, exhauto, apenas tuvo fuerzas para tartamudear:
—¿Y... no hay... más hombres aquí?...
—¿Más hombres?... ¿Pa qué?..., mama supo criarnos a nosotros con su trabajo y hace tiempo que nosotros la ayudamos a mama pa que cuando güelva tata encuentre de pie su rancho...
Servando quiso hablar. Un violento acceso de tos lo ahogó. Al fin pudo exclamar amargamente:
—¡Soy un canalla!... ¡Soy un canalla!...
Y un desgraciado... ¡un desgraciado perverso...!
De nuevo lo sacudió la tos; púsose cárdeno el rostro, brotó de sus labios un cuajaron de sangre y cayó al suelo, ante el espanto de los dos muchachos y el asombro de los tres perros picazos que, por causa inexplicable, no lo habían hostilizado a su llegada.