La Libertad del Cimarrón

Javier de Viana


Cuento


Floro Niz regresaba a su ranchito en la tibiedad adorable de un sereno crepúsculo otoñal.

Su ranchito de paja y totora, semioculto entre un grupo de talas espinosos, a orillas de un plácido arroyuelo, ostentaba al frente un gran ceibo que en las primaveras tendían sobre la puertecita de entrada, regio cortinado escarlata.

Era un nido agreste, digna morada de Floro Niz, el gauchito trovero, calandria humana que iba de pago en pago y de rancho en rancho desgranando las notas sentimentales de sus cantos.

Mientras él afectaba sus giras triunfales de rapsoda ablandando hasta los pechos de pedernal con las lágrimas cálidas de sus canciones, cuidaba el nido Bebé, su linda compañera, de piel de bronce, de cabellera negro-azulada como el plumaje del morajú, de ojos más oscuros que el fondo de una cachimba, de labios que parecían teñidos con la sangre del fruto del ñangapiré, de dientes menudos y blancos como el nácar de las escamas de las mojarras.

Era Bebé una estatuita tallada en cerno de coronilla; y su alma era buena como la torcaz, sensible como la caicobé, y al mismo tiempo altiva como el cardenal de la selva y el chaja de los esteros.

Era tan buena que hasta los yuyos la querían: alrededor de la casita, el trébol y la gramilla se emulaban en formar una mullida alfombra y se estremecían de gozo cuando al alba, los piececitos desnudos de la morocha, más que hollarlos, les producían la voluptuosa sensación de una caricia...

Era en un encantador atardecer de otoño. Al descender del caballo, Floro fué recibido en los brazos de su amada, quien lo besó frenéticamente en la boca y en los ojos.

—¿Te jué bien, mi pajarito?

—Me jué lindo, mi chingola...

Penetraron en el rancho. El puso sobre la mesa sus maletas y empezó a vaciarlas.

—Mirá, prenda: te truje este corte 'e vestido... ¿Te gusta? ...

—¡Es precioso!... ¿Sabés lo que parece?... Las flores del camalote reflejadas en la laguna... ¡Qué lindo!... ¡Dame un beso, pajarito!

—Tomá.

—¡Dame otro!...

—Tomá...

—¡Dame un montón tuitos juntos!

—¡Estás pedigüeña!

—Dejuro... ¡hace más de un mes que no como almibara!...

—Chupá, que tuito el camuatí es tuyo...

—Contame cómo te jué.

—Lindazo... Mejor que nunca. Fijate que anoche, cuando estaba cantando en la pulpería de Fernández aquel estilo que a vos te gusta tanto: «Será muy linda la Uropa,—será muy sabia su gente»… un paisano viejo, con los ojos llenitos de agua, se abrió cancha entre el genterío pa venir a abrazarme, tuvo la disgracia de darle un pisotón al sargento, y el sargento le acomodó un mangazo por la cabeza y lo largó contra el suelo.

—¡Qué bruto!...

—Eso mismo dije yo y le sumí la daga en la panza del indino.

—¡Ay, Floro, lo que has hecho!...

—Una güena asión.

—¡Pero te van a prender!

—¿Por qué? Yo no tengo delito. ¡Sería güeno que lo metiesen en la cárcel a quien apuñalea un perro que lo agarra a tarascones a un pobre viejo!... ¿Hice mal?...

—¡Hiciste bien!—exclamó ella colgándose del cuello.—¡Dame un beso!...

—¡Tomá tuitos los que quieras, mi Bebé querida!... Pa vos, mi boca es un manantial de besos y no tengás miedo de que se agote…...

En ese momento, y como asociándose al banquete amoroso, un «cimarrón», encerrado en pequeñísima jaula, rompió en un redoble orgulloso.

—¡Mi Chichí!—exclamó conmovido el trovador.—Traemeló, prenda... Tanto te quiero a vos que me olvidé del pajarito a quien quiero tanto!...

La cena iniciada alegremente fué interrumpida por la llegada bulliciosa de la policía…...

* * *

Con cuatro años de cárcel tuvo que pagar Floro su noble gesto de justiciero. Al regreso encontró que todo estaba igual: el nido, los claveles del aire que vivían en los talas y los fraganciosos claveles que Bebé cuidaba con esmero en los tiestos, bajo el alero del rancho.

Todo estaba igual, hasta Bebé, idéntica en su cariño, aunque algo ofendida la tersura del rostro y el brillo de los ojos, por tanto sufrir y tanto llorar.

Todo estaba igual; el cimarroncito, dorado como una pepita de oro, rompió a cantar, más armonioso y sentido, cual si en la ausencia del buen amo se hubiese empeñado en perfeccionar su arte.

—¡Mi pobrecito amigo!—exclamó el trovador, sacando de la jaula diminuta a su émulo. Lo besó en la cabecita, en los ojos inteligentes, en el piquito sonoro, y luego, abriendo la mano exclamó:

—¡Andate, queridito, andate!... ¡Yo he probado la cárcel con menos delito que tú, y las amarguras sufridas me hacen comprender las tuyas!... ¡Andate, pajarito querido! ¡Andate, recupera tu libertad!...


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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