La Recaída

Javier de Viana


Cuento


Don Silvestre era un cuarentón fornido, un tanto obeso y de rostro constantemente congestionado. Hijo de una de las más distinguidas y opulentas familias entrerrianas, cursó sus estudios secundarios en Concepción del Uruguay, y adquirió luego su título de ingeniero en la Universidad de Buenos Aires.

Joven, rico, lleno de prestigios, abiertas delante suyo todas las puertas y expeditos todos los caminos, su vida se cristalizó en el alfa del abecedario sentimental. Amó con la diáfana sinceridad de las almas simples y buenas, y fué,—como infaliblemente corresponde a ese caso,—víctima del engaño y del escarnio.

No buscó desquite. Era sabiamente prudente, como todos los hombres gordos. Se fué a la estancia, renunciando a la lucha dentro de su medio—le echó llave y cerrojo al corazón, buscando la felicidad en las satisfacciones del sensualismo animal, sin ninguna intervención cerebral ni sentimental.

Buena cocina, buena bodega, el mayor confort posible; y en aquella vida sedentaria, despreocupada, huérfana de ideales, empezó a engordar. Y como la grasa es el mejor sedativo para los nervios, llegó a ser, a los cuarenta y siete años, un hombre casi completamente feliz.

Ninguna preocupación pecuniaria: su vasto establecimiento ganadero, manejado por sus mayordomos y sus capataces, le producía una renta que dejaba todos los años un superavit en su presupuesto.

Ninguna ambición política, ni social, ni intelectual. Sentíase completamente feliz, porque en la limitación de sus aspiraciones, le era dable satisfacer todos sus caprichos.

Su alma, un tanto femenina, le hizo apasionarse por las plantas, los pájaros, los perros y los gatos.

Su parque de eucaliptus y su bosque de naranjos, se enriquecían todos los años con centenares de ejemplares. Sus jardines eran inmensos. En verano, las rosas y los claveles ardían en ramas rojas por todas partes, quemando con su aliento amoroso a las pálidas camelias, a los tímidos lirios y a los congestionados tulpanes; mientras en amplias pajareras, con sus finos muros de alambre tapizados con madreselvas, jazmines y gladiolas, vibraban en sones doscordantes, cual de una orquesta de locos, los cantos del sabiá y la calandria, el cardenal y mirlo, el chingolo y el jilguero, el suave canario y la melancólica viudita.

Muy rara vez, y sólo por compromiso, y siempre a disgusto, abandonaba su casa, que era cueva y nido a la vez, digna de él, que gustaba clasificarse como ave troglodita.

Y le llegó uno de esos sacrificios. Se casaba Berta, su ahijada, único vástago de su amigo el doctor Castillendo, hacendado vecino, y otro misántropo como él, quien había exigido al novio, un abogadito porteño, que la boda se celebrase en la estancia, con la prodigalidad de un gran señor gaucho, pero sin maneas de etiqueta cortesana.

Silvestre tuvo que ir; y fué resignado a aburrirse durante dos o tres días.

—No será tanto, patrón,—observó el capataz;—en la estancia del doctor siempre hay, pa'esta época, señoras y muchachas de la capital, que le harán pasar lindamente el tiempo.

—Ese es el tropiezo. He perdido el hábito de los salones y tú no te imaginas cómo resulta penoso tener que sonreir y tratar de ser espiritual cuando las mujeres con quienes hablamos nos son del todo indiferentes y cuando estamos echando de menos la buena siesta, sobre el catre pelado, en el silencio de la estancia...

* * *

Dos horas después de haber llegado a la casa de su compadre, Silvestre sintióse transformado. Parecía que le hubieran sacado de encima los veinte años de vida semianimal, desierta de emociones y de ideales, transcurridos desde la fecha de su desastre amoroso. En un repentino reverdecimiento de todo su ser, su corazón se expandía en mágica florescencia.

La aurora del milagro fué la pequeña Lisa, sobrinita del doctor Castillendo, que pasaba las vacaciones en la estancia. Desde el primer momento le atrajo con su mirada y su voz acariciadoras.

—¿Por qué está usted siempre triste?—le preguntó, fijándole los ojos con ternura, mientras paseaba del brazo por el parque.

El sonrió:

—Yo no estoy triste; es que no soy alegre.

—¿Escolástica?...—musitó ella.

—No; franca verdad. Muchas veces, para muchas personas, se presenta un estado de estática anímica... ¡perdón por el pedantismo!...—en el cual no hay razón para estar alegre ni para estar triste; se es...

—¿Indiferente?... ¡Muchas gracias!...

Fingiendo enojo, bajó la cabeza y anduvo un trecho en silencio, marchando lentamente, levantando las piedrecillas del camino con la punta del pie. El, presa de extraña emoción, no atinaba a hablar. Lisa se irguió bruscamente. Sus rubios y desordenados cabellos rozaron el rostro de Silvestre y los labios incitantes de la muchacha se inmovilizaron a un centímetro de sus propios labios...

¡Oh, aquel beso!... Y luego las ininterrumpidas ternuras, las delicadas atenciones, las atrevidas ostentaciones de su encariñamiento, trastornaron por completo al pobre solterón que se vanagloriaba de haber cerrado con doble llave y cerrojo la puerta del amor.

Esa noche fué para él de delicioso insomnio. Sentía el cuerpo y el alma impregnados del perfume de Lisa y en sus labios persistía la quemante sensación del primer beso.

—¿Podría ser?... ¡Y por qué no!...

Y al amparo de esta duda, aureolada de esperanzas, se durmió al fin en un dulce sueño.

A pesar de las pocas horas de sueño, las ansias de volver a ver a Lisa le hicieron despertar relativamente temprano. Mientras se hacía una prolija y coqueta toilette, monologaba:

—Yo tengo cuarenta y siete años; ella tiene veinte... ¡Es mucha la diferencia!... Bueno, pero yo de mis cuarenta y siete, veinte no los he vivido, no los he gastado, de modo... no hay duda que ella me ama, o por lo menos, que simpatiza conmigo.

Se dirigió al jardín, ganó el parque y echó a andar, a andar, tratando de enhebrar ideas que se le enredaban a cada momento. Varias veces sacó un cigarrillo, pero al ir a encenderlo, lo estrujaba y lo arrojaba; daba por seguro volver a besar los divinos labios de Lisa y no quería ofenderlos con el sabor acre del tabaco.

Anduvo mucho tiempo. Al fin, fatigado, regresó y se dejó caer sobre un banco rústico, junto a un bosquecillo de palmas índicas. De inmediato le sorprendió una charla femenina que partía del lado opuesto del boscaje y reconoció las voces de Berta y de Lisa.

—Eres una perversa,—decía Berta.

—¿Por qué?—arguía Lisa.—Apostamos a que yo era capaz de enamorar a tu viejo solterón de padrino, y lo he conseguido.

—¡Demasiado!... Es una maldad tuya, porque de seguro no lo quieres y dentro de un par de días todo habrá concluido.

Lisa rió alegremente.

—¿Dentro de un par de días?... ¡No!... Desde anoche. Hoy tengo que consagrarme a Fernando...

—¡Te repito que eres una perversa!

—¡Que no!... Yo le he proporcionado a don Silvestre varias horas de una felicidad que nunca soñó... Le he hecho un gran servicio y debe agradecérmelo!...

Don Silvestre no pudo soportar más. Muy pálido, pero sereno, la sonrisa en los labios, se presentó ante las jóvenes, saludó afablemente y dijo:

—Y se lo agradezco, señorita. Me ha hecho usted, en efecto, un enorme servicio, demostrándome que si enamorarse a los veinte años es una tontería, enamorarse cuando se está por cumplir medio siglo, es una imbecilidad. ¡Mil gracias!...


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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