La Salvadora

Javier de Viana


Cuento


Todos los días, unas veces de mañana, otras veces de tarde, Virgilio partía de su casa, a galope casi frenético, como un poseído, sin rumbo y sin objeto.

Interpuestas veinte o treinta cuadras entre su persona y su casa, sus nervios se aplacaban un poco, moderaba la marcha y se afanaba en razonar sobre lo ilógico de su caso.

En ocasiones, la impotencia humedecía con lágrimas de rabia sus ojos varoniles, inclinándose a admitir la intervención, en su daño, de las misteriosas fuerzas sobrenaturales.

—¡Arterías de Mandinga, deben de ser!...

Experimentaba, indefectiblemente, el deseo de volver grupas, regresar a su rancho y sorprender con amoroso beso reparador los estragos causados en el alma de su esposa, a quien estaba seguro de encontrar entregada heroicamente a las lidias domésticas, con los ojos anegados en lágrimas y el pecho destrozado por aquella diaria escena del más cruel y del más injusto repudio.

Pero, su voluntad cedía ante una fuerza extraña que lo obligaba a proseguir la marcha hacia la pulpería.

—Dejuro debo tener una gusanera en el alma!...

En el negocio, la charla con los amigos, varias partidas de truco y un par de copas de caña, disipaban transitoriamente las sombras de su espíritu.

Y era probable —aún cuando Virgilio no lo hubiese advertido—, que mucho interviniera en la transformación la presencia de Sara, la cuñadita de Bermúdez, el pulpero, que cebaba mate y alegraba la tertulia con la alegría de sus veinte años, la provocante morbidez de su cuerpo, la perpetua incitación de sus ojos y de sus labios.

Pero él no la codiciaba. Tan es así que, calmados los nervios, no partía nunca sin llevarle algo a su mujercita; un corte de vestido, un pañuelo bordado, un paquete de golosinas, las pobres golosinas del medio: pasas de higo, orejones, caramelos o galletitas.

Y al regresar, en el fresco de los crepúsculos, iba monologando:

—La verdá que no tengo razón p'hacerle tragar juego a la pobre Petrona... Dende diez años que semos casao, siempre jué buena, lial, trabajadora, deshaciéndose por complacerme... Y no es que se haya güelto fea; no... Muchas veces, al mirarla, siento como si de adentro alguno soplara el fogón del cariño y me pongo a acariciarla, como cuando era antes... Pero en cuanto ella deja de estar triste y me sonríe y responde a mis caricias se me regüelve adentro 'e las entrañas una cosa fiera, como un arañazo, como un desparramo de yel... y ya m'enojo, y ya me repuna, y ya tengo que juirle!...

Virgilio sacudía la cabeza con rabia y apuraba el caballo, con ansias de llegar:

—Pueda qu'esta noche se acomode el recao... ¡No!... ¡Y hay que acomodarlo!... A la fin, yo la quiero, ella es una santa, no tengo ninguna queja, y p'hacerle pasar la vida que l'estoy haciendo pasar, más lial es sumirle el cuchillo en el tragadero!...

Y esa noche fué como siempre. Cuando la pobre víctima, vencido por el amor su orgullo de mujer, hizo lucir en sus ojos una luz de afecto, de perdón, de esperanza, el demonio que Virgilio llevaba anidado en el alma, le clavó la uñas, imponiéndole la repulsión. Bastó un pretexto.

—Estás demasiao zalamera, hoy.

—Zalamera, no, cariñosa... No sabés cómo te quiero...

Ella le había echado los brazos al cuello, y se abandonaba en infinitas ansias de reconquistarlo. Él sintió imperioso deseo de estrecharla entre sus brazos, de volcarle en los labios todo el amor concentrado en un año de torpe rebeldía, pero se detuvo de pronto, la rechazó y exclamó con voz glacial:

—¿Qu'es ese moretón que tenés en el pescuezo?...

Petrona enrojeció primero, empalideció después, comprendiendo el alcance de la injuriosa sospecha; pero, buenamente, cariñosamente, explicó:

—Me quemé con la plancha, probándola pa que saliera bien el planchao de tu golilla blanca, que m'encargaste esta mañana... ¡Aquí'stá!...

Él se separó, hosco y frío. Sacó la tabaquera, hizo un cigarrillo, echó humo y dijo con una intención tanto más penosa, cuanto que no sentía la más mínima sospecha:

—¿Estuvo el comisario esta tarde?... ¡Tiene fama de mordedor el comisario Isasmendi!...


* * *


Virgilio no demoró en saber en qué consistía su mal, la artería de Mandinga que le envenenaba el alma, la gusanera que le roía el corazón. Su plácido, honesto amor de esposo, había sido derivado arteramente por las coqueterías de Sara.

Abandonó casi su hogar y se entregó frenéticamente al amor encendido por la chica coqueta, hasta que se produjo lo irremediable. Sara, después de haberlo enloquecido con sus semipromesas, aprovechó la ocasión de unas “carreras grandes?” para embaucar a un muchacho bobote, hijo de un estanciero muy rico, con quien se casó tres meses después.

En los ranchos del Coronilla, la felicidad triunfa. Virgilio consagra todo el día al cuidado de su modesta hacienda y al atardecer, durante la cena, casi no cena, por mirar, por acariciar, por besar a su Petrona, bella, fresca, rejuvenecida en diez años con aquel reverdecimiento amoroso de su marido, que otra vez había vuelto a ser todo suyo y por siempre.

En una tormentosa noche de invierno, cuando Virgilio y Petrona, terminada la cena, se disponían a ganar su aposento, ladraron los perros.

—Patrón, es una familia que viene en carretón y pide posada.

—Hacelos apiar.

Cuando los forasteros penetraron en el comedor de Virgilio y se reconocieron, todos quedaron cohibidos. El dueño de casa fué el primero en reaccionar, y dirigiéndose a sus huéspedes, exclamó con la habitual hospitalidad gaucha:

—Hay poca comodidá en casa, pero toda la casa es de ustedes.

Y mientras Virgilio iba con el marido de Sara a prepararles alojamiento, ésta, emocionada, dijo a Petrona:

—Señora, usté me debe odiar...

Y ella, con admirable sinceridad:

—No, —respondió— usté es mi salvadora; usté con su perversidá, con sus falsías, con sus engaños, me ha devuelto el cariño de mi marido y no temo que me lo vuelva a robar: ¡ha sufrido tanto!...


Publicado el 28 de septiembre de 2025 por Edu Robsy.
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