La Tapera del Cuervo

Javier de Viana


Cuento



A Julio Abellá y Escobar.

I

En la linde del camino, ancho y plano, sobre robusto pedestal de cal y canto, una lápida cuadrangular, de granito tallado, indica el límite uruguayo-brasileño. Diez metros más al norte, sobre diminuta meseta que forma como un balcón de la sierra mirando a la hondonada donde se retuerce el regato, afirma un caserón, bajo de techos, recio de muros y rico en hierros que guarnecen las exiguas ventanas. Es una venda riograndense.

El comercio, propiamente, lo forma una sala reducida y obscura, en cuya añeja anaquelería fraternizan los artículos más heterogéneos, dando pobre idea de la importancia del negocio; pero luego, en salas y galpones adjuntos, las pilas de charque y cueros, los grandes zarzos soportando miles de quesos de todas formas y tamaños, y la profusión de bultos cuidadosamente embalados, denuncian la casa fuerte, rica a la manera de los hormigueros. Las cinco carretas que se asolean junto al guardapatio, contribuyen a robustecer esa opinión.

Yo había llegado esa tarde y debía permanecer allí varios días para la realización de un negocio ganadero. Y había tragado en la jornada una docena de esas leguas brasileñas que se estiran como perro al sol, y estaba harto de trote por caminos en cuyos frecuentes atoladeros era menester tirar as botas para vadearlos. La fatiga y el sueño me rendían; y haciendo poco honor a la feijoada y al arroz hervido de la cena, gané con gusto el cuartejo donde me habían preparado alojamiento, teniendo por cama un catre de guascas, por cobijas mi poncho, por dosel un zarzo lleno de quesos y por compañía, las ratas y ratones que formaban, al parecer, enjambre. Habituado a hospitalidades semejantes, me acosté filosóficamente y el catre crujió con el peso de la fatiga acumulada en diez horas de trote por caminos brasileños.

Dormí. No sé cuanto tiempo dormí, pero dormí. Al despertarme, más por la comenzón que en mi cuerpo producían huéspedes incómodos, que por saciedad, me encontré a oscuras. A tientas quise abrir la puerta y la encontré cerrada por fuera. Encendí un fósforo, miré el reloj y ví que era poco más de la mía. Entonces intenté dormir de nuevo, pero un ruido extraño, que había ya oído entre sueños, me mantuvo despierto. Llegaban hasta mí las voces de varias personas que hablaban quedo, y oía al mismo tiempo golpes sordos hacia el lado del guardapatio. Intrigado con semejante actividad inusitada, estuve largo rato despierto, hasta que el sueño me rindió otra vez.

Pasó la noche y el sol entraba a chorros por las grandes hendijas de la puerta, cuando torné a despertar. Me vestí, moví la aldabilla, y notando que la puerta estaba abierta esta vez, atravesé el patio y fuí al almacén, donde se hallaban el dueño de casa y varias personas más. Mientras tomábamos mate traté de inquirir la causa del movimiento nocturno; pero a las primeras palabras el patrón me detuvo, diciéndome en tono que no admitía réplica:

—Antes de las nueve, todos dormían en la casa; el señor ha soñado con duendes.

Guardé silencio, y poco después ensillábamos los caballos para dar un paseo por el campo que el ventero poseía en territorio uruguayo. Atravesamos la línea, y mientras trotábamos por el ancho camino fronterizo, fuí observando a mi acompañante, que empezaba a presentárseme como un personaje algo misterioso. Llamábase Maneca Philippe Figueredo y era hombre como de cincuenta años, grueso, fornido, ventripotente y de una plácida fisonomía rubicunda. Sonreía frecuentemente bajo los bigotes rubios, y sus ojos azules tenían una mirada buena y mansa. En mangas de camisa, bien recto el busto sobre el tordillo andador, apoyado sobre el basto el arreador plateado, contábame anécdotas mientras yo le observaba casi en silencio. Franco, jovial, comunicativo, su charla destruyó mi anterior suposición de que fuera un sujeto taimado y misterioso. Hasta gustaba de la literatura y me citó en su verba caprichosa, versos de Abreu y de Gonzálvez Díaz. Fruto de su afición poética eran los nombres dados a sus hijas: la mayor llamábase Mimosa, la segunda, Luceola, la menor, Iracema,—que en guaraní significa labios de miel,—y su único varón Pery (junco silvestre), como el indio de la famosa novela de José de Alencar.

Bajando una rápida pendiente rocallosa, entramos en un vallecito donde pacía una majada ruin; y al escalar de nuevo la colina, ví en la cuesta, un gran edificio ruinoso, señoreándose sobre los áridos peñascales.

—La tapera del Cuervo,—me indicó Maneca.

Era una sólida construcción cuadrangular encerrada en hermético valladar salvaje de cinacina, talas y membrillos. Las paredes, mostraban en partes el rojo lívido de los ladrillos, y en partes las manchas verde-obscuro de los musgos que mordían el revoco; las maderas de las ventanas estaban sustituidas por trozos de hojalata herrumbrosa y la única puerta del frente, tapiada con piezas de hierro galvanizado, que gruesos clavos sujetaban al quicial. En lo alto verdeaban las hierbas parietarias, invadiendo todo el derruído torrejón que defendía el ángulo oriental de la azotea. Al pie de ese torreón, donde aún se ven las aspilleras, se eleva majestuoso un viraró centenario, pardo, desgreñado, y que erguido y altivo en medio de su sordidez, parecía representar el sereno agotamiento de una raza imperiosa. El pasto y los yuyos avanzaban hasta los muros, indicando que nadie frecuentaba la misteriosa tapera, negra, en medio de la opulenta luz de la mañana, silenciosa y huraña en la riente extensión del despoblado. Y para acrecentar su aspecto fatídico, un cuervo familiar bostezaba en la cúspide del torrejón, mustias las alas, rígidos los zancos blanquecinos y abatida la cabeza calva: a la distancia, su inmovilidad le hubiera hecho tomar por un detalle ornamental del edificio.

Como yo me detuviera demostrando deseos de acercarme a la ruina, mi acompañante me increpó ásperamente.

—Vamos, vamos; no trae suerte arrimarse a la tapera.

Obedecí a disgusto y cuando estuvimos a respetable distancia, Maneca Philippe me dijo, todavía con voz áspera:

—La tapera del Cuervo: e uma casa enfeitada.

—¿El qué?—dije.

—Una casa asombrada. Es una historia—y luego, dado que los brasileños, aún aquellos que como mi acompañante, hablen correctamente el castellano, necesitan recurrir a su idioma para las expresiones superlativas,—agregó:

—Uma historia terrivel, assustadora!—y alargó las últimas dos sílabas en un imponente ahuecamiento de la voz. En seguida, y sin necesidad de exigencias de mi parte, se dispuso a narrarme la terrible aventura, que él había oído, me dijo de los propios labios de Lanzaseca, el único sobreviviente de la catástrofe.

La historia era más o menos así:

II

Treinta años atrás fué famoso en los pagos fronterizos, Pantaleón Escobar, el malevo de las crines doradas y de los ojos azules. Contrabandista, jugador, había hecho derramar muchas lágrimas en los ranchos humildes de la sierra, y había hecho nacer muchas cruces entre el pasto opulento de los llanos.

Era soberbio, era insolente; más le gustaban los hombres cuanto más potros, y para la mujer tenía la lástima desdeñosa que el gaucho guarda para las yeguas. El delito era un amigo que le acompañaba sin reproches, ajustada la conducta a esta su máxima favorita: "Si la daga tiene filo, es para cortar". Y, como él decía, el mundo es un gran rodeo, donde hay gordo y hay flaco, donde hay duro y hay tierno: tanto peor para el maturrango que aparta la res cansada y come pulpa espumosa... Las vacas,—solía agregar sonriendo,—fueron inventadas por Dios, y las marcas por los hombres: mi facón es mi marca y mi boleto de propiedad.

Se le temía mucho a Pantaleón Escobar, pero se le estimaba también, porque al fin y al cabo, si mataba, no mataba con veneno, como las víboras y los manates, ni con artimañas, como el zorro y la mujer. Era un macho, Pantaleón Escobar.

Un día desapareció. La comarca no ganó nada con su ausencia: cuando el águila se va, vienen los caranchos y los corderos son devorados lo mismo.

Transcurrió mucho tiempo. Un día cayó al pago un viejo de cabellera ruana y de rostro malo, que imponía con la mirada dura de su único ojo. Compró la estancia del Yaguary, levantó en la cumbre del cerro más alto la fortaleza que le había de servir de nido. Se hacía llamar Pedro Denis, y aunque muchos hallaron en su rostro estropeado rasgos que coincidían con los del famoso malevo de las crines doradas y de los ojos azules, nadie se atrevió a mentarlo en su presencia. A través de los años el recuerdo del gaucho de rostro suave como hoja de camalote y de alma dura como piedra de afilar, vivía en las imaginaciones comarcanas encendiendo pesadillas.

Lo que pasaba dentro del caserón era un misterio. La fortaleza permanecía cerrada como una lechiguana y la curiosidad circunvecina deteníase al pie de los cercos espinosos. Al patrón le juzgaban una especie de fiera que la prudencia aconsejaba rehuir y los cuatro peones del establecimiento,—hombres desconocidos, venidos de lejos,—tenían cara de pocos amigos y se mostraban ariscos como aguarases y duros como cogote de toro.

Nunca nadie supo nada de lo que ocurría en la estancia del Yaguary. Nunca nadie supo donde compraba ni donde vendía Pedro Denis. No pedía ni daba rodeo y su hacienda era un entrevero de marcas extrañas desconocidas para todos. Y ésa ignorancia hacía nacer, naturalmente; las leyendas más absurdas, las suposiciones más ridículas, que se narraban a media voz en la penumbra de los fogones.

Sin embargo, la vida en el Caserón transcurría sosegada y sin pizca de extraordinario.

Todas las noches, concluido el trabajo, los moradores se reunían en la gran cocina, amargueando mientras se doraba el asado.

Eran cinco. El patrón, una chicuela, tres peones,—todos hombres de garra,—y Matuco, un negro. Matuco ya era viejo pero grande y fuerte y de expresión terrible entre sus terribles compañeros de retiro. Todos hablaban poco y él hablaba menos, y cuando hablaba no se podía decir que hablaba, sino qué gruñía. Sentado sobre un tronco de ceibo; junto al fogón, las piernas cruzadas en número cuatro, arqueado el torso, inmovilizado en una actitud de fiera en reposo, imponía. Las llamaradas del hogar hacían aparecer más rojos sus ojillos sanguinolentos y más temible su pequeña cabeza motuda y su frente estrecha y más formidable, su formidable mandíbula de gran carnicero. Era siniestro Matuco. Los demás eran, no cabía duda, hombres malos; pero Matuco era triste también, y cuando un hombre malo es triste, es dos veces malo.

Mientras los tres peones hablaban recordando aventuras, Matuco parecía meterse dentro de sí mismo, evocando los recuerdos de su juventud lejana, allá por las sierras desgreñadas de Santa María da Roca do Monte, donde el sol entorna los ojos para mirar el terciopelo verde de los bajíos y hacen alto los huracanes ante los escuadrones de molles, de talas, de coronillas y guayubiras. Cuando el patrón está allí, Matuco se muestra sosegado, libre de una gran responsabilidad, y se olvida hasta de emocionarse con sus recuerdos juveniles, en el tiempo en que cazaba perdices con cimbra y combatía a facón con los pumas en la sombra de la maraña, o cuerpeaba los yacarés entre los camalotes de las arboladas márgenes del Piray. Entonces una sonrisa casi buena hacía ondular de manera apenas perceptible, sus grandes labios cárdenos. Pero cuando el tuerto se iba a habitaciones interiores, Matuco tornábase violento y concluía por levantarse y seguirlo.

Allá adentro se encontraban y se chocaban, sin herirse, porque las dos eran de acero bien templado, la mirada del ojo azul del amo y la mirada de los ojos negros del liberto. Esas miradas se habían encontrado cien veces, diciéndose siempre la misma cosa. Mientras Denis permanecía en las piezas interiores, Matuco andaba por allí, acomodando un mueble, tanteando una puerta, pero siempre con un ojo fijo en el patrón y el otro ojo en Jacinta.

III

Y toca ahora hablar del quinto morador del caserón: Jacinta. Era una chiquilina. Doce años a lo sumo, pero linda, ¡oh, linda! como la flor más linda del monte. Un poco baja, algo gruesa, pero muy rubia, muy rubia y blanca como cuajada, y los ojos azules y los labios como un nidito y una nariz de mulata, y... una linda chiquilina, linda, linda!...

Matuco solía pensar algunas veces. Y cuando pensaba se decía: "Vamos a ver, ¿pa qué?" Justo: ¿para qué?... Evitarlo, como lo iba a evitar, y además, ¿qué le importaba a él, á Matuco, qué otro comiera una fruta qué él no había de comer, que no le tentaba siquiera... Pensando eso, Matuco se encontraba estúpido y le daba rabia.

—Si en pudese!... murmuraba.

Pero no podía. En su gruesa piel paquidérmica, tenía aún los costurones del látigo del amo imponiéndole una voluntad pretérita. Él no era bueno ¡ah, no! él no era bueno. Ni aún en medio de la indigestión producida por un asado muy gordo comido sin fariña, le había atormentado el recuerdo de sus innumerables crímenes. No era bueno, pero...

¡Animal curioso, el hombre!... Las gentes que habían asesinado y robado, el Matuco, en compañía de Escobar—¡no! Escobar era antes—de Denis y su cuadrilla! Una vez en la Abra Honda; cayó entre los muertos una mujer en cinta: Lanzaseca le abrió el vientre y sacó vivó el bacaray y se lo tiró á Matuco diciendo:

—Tomá una achura, retinto.

Y Matuco lo barajó en el facón respondiendo:

—¡Clavao y venga a prata!

Y después, arrojando la pitralfa ensangrentada:

—Tapichy sim mojo não presta—dijo.

Y se limpió el facón en la bota.

No, no era bueno. Él mismo no sabía por qué estuvo a punto de pelear con los camaradas porque no matasen a la pequeña Jacinta en el asalto de la estancia dos Caraguatás; ni por qué la había llevado consigo, envuelta en su poncho para preservarla del frío de la noche; ni por qué la había sostenido en su brazo mientras nadaba, cortando la impetuosa corriente del Ituzaingó, bajo una lluvia de balas de los policianos bagenses.

Él la salvó, él la crió, él se tomó trabajo con ella en las continuas correrías, y la quería, no precisamente como a una hija—¡una hija de Matuco! ¡Matuco! ¡Matuco con una hija!—sino como a una cosa suya, como a sus espuelas de fierro, por ejemplo, que eran fieras, y le lastimaban, pero que eran suyas y las quería por eso.

El jefe se enojó al principio.

—¿Matreriar con potrillo?—dijo.—Lo mesmo, que acostarse a dormir junto a una cueva e'lechuza.

Matuco porfió y Jacinta creció con ellos, comiendo asado gordo todos los días y cada día de un rodeo distinto.

Al cabo de tanto andar, en lucha continua, el jefe reunió un buen día a su gente y le dijo:

—Yo tengo mi campo en Yaguary; ya nos estamos poniendo viejos, y es juerza buscar un arrimo. El que quiera venir que me siga y los demás que vuelvan p'ande quieran: el cielo es grande y no tiene alambraos!

Todos meditaron mi rato. Tres, que eran jóvenes aun, se despidieron, montaron a caballo y partieron, pensando que las quebradas riograndenses ofrecíanles todavía mucho campo en que ilustrar sus nombres. Otros tres dijeron por la boca de Lanzaseca, que era el más ladino.

—¿Pa la banda oriental?

—Sí.

—¿Y la polecía?

—¿Qué le va a decir la policía a un hombre dueño de cuatro suertes de estancia y de seis mil vacunos?

—Es una razón.

Los tres hombres asintieron y entonces habló Matuco.

—¿Y yo?—dijo.

—De vos no hablo, porque si se menta un lazo, dejuro ha de tener argolla, y vos sos pa mí como la argolla'el lazo.

—¿Y la chiquilina?

—Traila tamién. Mi casa es grande como nido'e chimango y ande hay sitio pal sombrero, hay sitio pa los piojos.

Y todo se fueron a ocupar el caserón construido sobre el cerro más alto de aquella agreste región.

Tres años pasaron en apacible conformidad. Patrón y peones se entendían a maravilla y la vida era buena, en la quietud y en la opulencia, después de las fatigas pasadas, no siempre sin peligros. El comisario cuando llegaba allí, sentíase un poco avergonzado, porque tenía la conciencia de su inferioridad, a pesar de todo, pero, como al fin y al cabo estaba entre colegas, se conformaba.

Aquella existencia paradisíaca vino a ser interrumpida por un acontecimiento, previsto de largo tiempo atrás, indiferentes para todos menos para Matuco.

El jefe de bandoleros, que a pesar de los años, se conservaba mujeriego, había resuelto criar a Jacinta. Esta palabra tiene una terrible acepción entre las gentes semibárbaras de la campaña. "Criar una moza", es dejarla crecer, bajo severa vigilancia y controlar prolijo, para "comerla cuando esté madura, bien a punto, ni verdiona ni pasada". Es un refinamiento del vicio que sólo cabe en las siniestras lobregueces de un alma de bandido.

Matuco conocía las intenciones del jefe, como las conocían todos, incluso la presunta víctima, en el caserón del Yaguary. Lo sabía y no albergaba dudas ni creía posible ningún esfuerzo capaz de torcer la decisión del destino e impedir la iniquidad. Muchas veces, presa de inquietudes que le irritaban por considerarlas estúpidas en razón de su manifiesta improductividad, se había preguntado: "¿Cuándo llegue el momento me opondré yo?" Y la respuesta invariable, dictada por su hábito de obediencia a quien la dominaba en valor, en ardides, en crueldad y en poderío, era negativa.

No; él no se opondría; él no podría oponerse; el crimen debía fatalmente consumarse. En tanto vivía en angustia perpetua esperando el terrible desenlace.

Este debía llegar en un día de radiosa primavera, en que, los brotes de los árboles y las corolas de las flores parecían echar al aire tibio incitantes perfumes de cuerpos de mujer.

Cuando el sol, rojeando tras las crestas azules de los cerros iba disminuyendo lentamente la luz en el toldo acerado y en el verde victorioso de las lomas, Pedro Denis volteaba, junto a las tapias del guardapatio, la vaquillona más gorda de su rodeo.

Era para "carnear con pelo", y los cuchillos filosos y diestros arrancaron en un santiamén las "picanas", los "sobrecostillares" y la "degolladura". Antes—y cuando el animal se agitaba aún en los estertores de la agonía.—Lanzaseca le había extraído la lengua a la que tenía derecho, según la tradición gaucha, por haber desgañotado la res.

—¿Y las achuras, patrón?—dijo uno.

—Agarranselás.

—Pa mí los chinchulines.

—Y la tripa gorda pa mí.

—Yo me le apunto a los ríñones.

Sólo Matuco no pidió nada, dando lugar a que el amo le increpase:

—¿Y vos, no elegís, retinto?

—El tongory—respondió el negro.

Lanzaseca replicó con sorna:

—El tongory es duro, carece güenos dientes y vos tenes las carretillas más peladas que un camino!

Entonces Matuco, con una entonación siniestra que hizo pasar frío por todas aquellas almas endurecidas,

—No es pa comer—dijo—es pa mango 'e mi cuchillo.

Adentro, en mitad del patio, ardían los troneos de coronilla preparando las brasas y lanzando hacia arriba rojas llamaradas que parecían desafiar a las llamaradas escarlatas del sol que se escondía tras las crestas agrisadas de la sierra.

El patrón estaba alegre y saltarín como cordero en una mañana de sol, manso como caballo de mujer y generoso como un señor de la vieja estirpe ganadera. Cuando le preguntaron:

—¿Y las pulpas, patrón?

—Las pulpas pa los perros—respondió—que hoy es día de fiesta y quiero que hasta los perros queden panzones!...

En tres hogueras distintas chisporroteaban los leños, formando lechos de ascuas, a cuyo calor se doraban los asados, en tanto circulaba el amargo a manera de aperitivo, y se sorbía, de rato en rato, un trago de caña para mantener el regocijo decretado por el patrón en la noche en que iba a celebrar sus nupcias infames.

IV

El festín se efectuó en una gran sala del pabellón del frente, un comedor de gaucho rico: gran mesa de pino blanco, dos largos y toscos escaños y un armarito, de pino también, en un rincón.

Sobre la mesa, vestida con un mantel de algodón a grandes flores amarillas, verdes y rojas, blanqueaba el servicio: una pila de platos de latón, cucharas y tenedores de estaño; cuchillos no había, porque cada comensal llevaba el suyo en la cintura. En medio de la mesa, una fuente ovalada rebosando de fariña cruda; al lado, en un candelero de lata, una vela de sebo, escuálida, negra y que esparcía por la estancia, junto a una luz escasa, un abundante tufo apestoso.

Los hombres estaban ya instalados; Matuco, que tenía a su lado, en el suelo, la damajuana de diez y ocho litros, cargada de vino carlón hasta el gollete, sirvió un gran jarro de lata, y bebió sin cumplimientos, y lo pasó a su vecino; era el segundo aperitivo.

En ese momento entró Jacinta, sosteniendo con ambas manos un fuentón repleto de gallinas guisadas en arroz.

Las miradas de los gauchos fueron, primeramente, al humeante manjar, luego, llenos de curiosidad y malicia, a la muchacha.

Esta, encerrado el cuerpo en un batón de zaraza de colores vivos, rígido con el exceso de almidón, los pequeños pies calzados con alpargatas de lona, bochornosamente enaceitada su encantadora melena rubia, se sentó y empezó a servir, seria, callada, en una perfecta indiferencia de esclava. No había en sus claros ojos azules ni una sombra de temor, de vergüenza o de curiosidad. No comprendía o fingía no comprender las groseras alusiones de los gauchos que se excitaban con la comida y con el vino.

Todos estaban alegres y decidores; hasta Matuco, el torvo y gruñidor Matuco, parecía transformado, contento con sü cometido de escanciador de vino: apenas vaciado el jarro, lo tomaba, lo llenaba y lo pasaba al vecino, insistiendo, obligando a todos a beber. Algunos protestaron debidamente.

—¡Despacio, qui hay aujeros, Matuco!—dijo uno—y Lanzaseca agregó:

—¡Nu apure... güeyes flacos en cuestarriba!

A lo que respondió el negro intentando una sonrisa:

—¡Pucha! Vucedes son frojos como fumo de pueblero!...

Y para probar que no eran flojos, todos y cada uno se le durmieron al jarro, que Matuco hubo de llenar de nuevo para concluir la vuelta.

El guisado de gallina terminó en medio de una extrema alegría y sin que nadie hiciera ya caso de Jacinta, quien, por su parte, no desplegaba los labios. Cuando se levantó para recoger los platos, Matuco se ofreció para ir a cortar los asados y salió sin ser advertido por los demás comensales, que medios borrachos ya, reían y gritaban recordando y discutiendo la parte de gloria que le había cabido a cada uno en las sangrientas aventuras de la vida pasada.

Volvió Matuco al rato, al mucho rato, trayendo una fuente más grande que la anterior. Los bandidos miraron golosamente los dorados trozos de carne y no pudieron advertir la extraña expresión de alegría feroz dibujada en el rostro del negro, ni se dieron cuenta de la amenaza encerrada en esta frase que lanzó sonriendo:

—¡A noite está preñada como pra parir rayos!...

Casi todos estaban ebrios ya; y mientras comían el asado, concluyeron de emborracharse. Matuco no cesaba de escanciar el vino con actividad inusitada, que en otros momentos hubiera sorprendido a sus compañeros, quienes lo sabían perezoso como perro viejo y pontífice del egoísmo.

El patrón y Jacinta se retiraron; Lanzaseca había cogido la guitarra y cantaba con voz enronquecida, décimas uruguayas y modinhas brasileñas.

—¡Dame vino, retinto!

—¡Gostoso!—replicó Matuco llenando el jarro; y como el cantor dijese:

—Jacinta te pagará el servicio;—él contestó tarareando con entonación casi tétrica:


Dos homes aceito a paga,
das mocas nao quero nada!...


Y arrebatando la guitarra la hizo vibrar de insólita manera. Las cuerdas parecían lanzar quejidos y amenazas, en unas armonías que tan pronto semejaban el silbar del huracán en las ramosas quebradas de la sierra, como el sordo y lejano rugido del puma cuando penetra entre las pajas del estero. Los dedos negros y gruesos y nudosos, corrían con vertiginosa celeridad, produciendo compases extraños, agudos como colmillo de cruleva, o roncos como la voz del trueno en la montaña; ásperos lo mismo que hojas de caraguatai, amenazante cual los crepúsculos rojizos del seritao, briosos cual los potros libres de la sierra. De pronto, ante el asombro de los espectadores, Matuco empezó a cantar:


Oh vinho é sangue de Christo,
E' alma de Satanás:
E' sangue quando ell é pouco,
E' alma quando é demais!


Uno de los bandidos, cuya cabeza se inclinaba sobre la mesa y cuyos ojos sanguinolentos se mantenían en continuo parpadeo, gritó con voz estropajosa:

—¡Veen... ga... viii... no!

—¡Vino! dijo el otro.

—¡Vino! confirmó Lanzaseca.

—¡Não hay mais vinho!—declaró el negro.—¡Agora vein a cachaza!

Y pasó la botella de caña que sus amigos recibieron con alegría, apurando cada uno cuatro o cinco sorbos seguidos. El nuevo licor llevó la embriaguez al paroxismo y eran tales los gritos, los cantos desconcertados, las risas sin objeto y los juramentos sin motivo, que Matuco volvió a decir, con la misma entonación solemne de poco antes:

—¡A noite está preñada como pra parir rayos!

—¡Miente!—respondió uno.

Y entonces el negro, que a veces hablaba en portugués, a veces en portugués y español mezclados y en español a veces, destrozando siempre ambos idiomas, dijo con voz helada:

—Aos meninos e a os velhos, tein que se acreditar sempre, porque os meninos ainda não saben mentir, e os velhos ja não saben.

Lanzaseca, que era el menos borracho de todos, y que desde largo tiempo había estado observando con recelo la actitud extraña de Matuco, quedóse absorto al escuchar su última y sentenciosa frase. Jamás Matuco había pronunciado tantas palabras seguidas, y aquella intempestiva elocuencia, junto a sus anteriores observaciones, le dio a cavilar. Lanzaseca era, a la vez que uno de los más feroces, el más maula de la banda, y por ello, el más prudente y avisado. Sin saber por qué tuvo miedo; sintió instintivamente un peligro, y como era su hábito en análogas circunstancias, pidió a la astucia lo que no podía darle el valor. El miedo había casi disipado su borrachera, pero encontrando oportuno no demostrar la lucidez de su espíritu se afanó, al contrario, en exagerar la embriaguez.

Un profundo silencio había sucedido a la algazara de momentos antes. Dos de los peones dormían profundamente, los brazos apoyados sobre la mesa grasienta, y sobre los brazos la cabeza inmovilizada por el alcohol. Lanzaseca hizo como los otros y fingió dormir.

V

Unos minutos transcurrieron. Cerciorado Matuco de que todos estaban agarrotados por la embriaguez, salió sigilosamente para volver a entrar trayendo dos tarros de kerosene que empezó a desparramar por el suelo. Concluidos, tornó a salir y volvió a entrar con dos tarros más.

Lanzaseca observaba al negro con el rabillo del ojo. Jamás le había parecido tan diabólica la figura del viejo bandolero. Sus ojillos sanguinolentos tenían una expresión aterradora; sus gruesos labios amoratados se contraían en una terrible sonrisa, y temblaban las pulpas de su desparramada nariz, cual si estuvieran gozando del perfume de un asado apetitoso.

No contento en bañar con petróleo el suelo, las puertas y los muebles, Matuco levantó la lata y roció con el líquido infecto, las ropas de los bandoleros dormidos. Al sentir Lanzaseca que caía sobre su cuerpo el aceite, siniestro en aquellas circunstancias, tuvo un involuntario estremecimiento, y le vinieron tentaciones de gritar y abalanzarse sobre el negro. Pero fué sólo una ráfaga de coraje, desvanecida inmediatamente después de observada la torva y amenazante fisonomía del liberto.

Las dos velas de sebo, ya casi concluidas lanzaban una claridad mortecina en el recinto dqnde sólo se oían los ronquidos de los facinerosos dormidos. Con gran cautela, Matuco fué hasta la ventana enrejada, y la abrió. Echó en seguida una mirada investigadora, meditó un momento y tornó a salir apresuradamente. Su obra no estaba completa aún: algo fallaba para rematar dignamente la fiesta nupcial del amo.

Volvió a entrar a poco trayendo un gran brazado de leña seca, que fué a poner junto a la puerta, ya cerrada, que daba comunicación a las piezas ocupadas por el amo. La idea le entusiasmó y sonriendo lúgubremente, fué en busca de más leña, que, esta vez, amontonó alrededor de la mesa. Hizo varios viajes y los bandidos fueron casi tapados con las ramas, que formaban una enorme pila en mitad de la pieza.

Hecho esto, Matuco meditó de nuevo, de nuevo sonrió de manera diabólica, y partió.

Lanzaseca entonces, temblando, castañeteándole los dientes, pálido como un muerto, salió cautelosamente de entre la ramazón y se escabulló yendo a ocultarse entre los espinillos, cinacinas y membrillares del cerco. Desde allí vio al negro que volvía a entrar llevando otras dos latas de kerosene. Arrastrándose contra el muro de la casa, pudo observar como Matuco desparramaba el contenido de las latas sobre los montones de leña, y como, luego, tomaba el resto de vela y les prendía fuego.

Hecho esto, Matuco retrocedió, cerró la puerta, la atrancó sólidamente por afuera, reatándola con lazos, sobeos y alambres. No sospechó todavía, arrimó un carrito que había en el patio; echó encima el barril del agua; luego un arado, después palas, picos, ladrillos, cuanto encontraba a mano, a fin de tapiar en absoluto la puerta.

Lanzaseca, oculto nuevamente entre las ramas del cerco, miraba estos preparativos mudo de terror, asombrándose de que pasara el tiempo y no se produjese ninguna novedad adentro. En la semioscuridad de una noche de tormenta, el caserón blanqueaba, recio, sereno, silencioso.

En tanto, Matuco, infatigable, corría de un lado a otro, amontonando objetos en la única puerta, que ya casi desaparecía ante la barricada. Nada le parecía bastante al negro para hacer imposible la salvación de sus víctimas. Mientras buscaba en el patio y en el galpón, vio en un ángulo de éste, una pila de rollos de alambre. Lanzó un grito de alegría salvaje y, corriendo, empezó a hacerlos rodar; uno tras otro, apilándolos junto a la puerta. No le pareció bastante aún; la pila de leña era grande: hacía poco que se había monteado. Fué allá y con esfuerzos prodigiosos, empezó a cargar y transportar gruesos troneos de coronilla, de espinillo y de guayabo. En seguida arrojó por encima de todo varias brazadas de ramas secas, y prendió fuego a todo. ¡Por allí no saldrían!...

De pronto, en el solemne silencio de la ¡loche, se oyeron varios gritos angustiosos que salían del interior del edificio; y poco después, un rugido largo, agudo, terrible, en el que Lanzaseca reconoció la voz del amo.

Completamente enloquecido por el miedo, saltó el cerco y echó a correr en dirección al cerro inmediato, que trepó con agilidades de cabra. Cuando estuvo en lo más alto, se dejó caer sobre una reja y volvió los ojos azorados hacia el caserón de la estancia.

Entonces, un espectáculo asombroso se presentó a su vista, haciéndole dudar de si estaba despierto o si era víctima de una horrible pesadilla engendrada por el alcohol absorbido, en el festín.

La estancia era una hoguera inmensa. De segundo en segundo, furiosas llamaradas brotaban de la entraña del edificio y culebreaban, entre la humaza, que ascendía velozmente, y empujada por el viento, se desparramaba, rumbo al Brasil, para ir a contarles a las famosas serranías el trágico fin de los que fueron sus trágicos señores. Era aquello como un horno colosal, de donde brotaba un borbollón de fuego, y Lanzaseca se imaginaba a sus compañeros, sorprendidos en la estupidez anonadadora de sus borracheras, por una muerte horrorosa; y se imaginaba sobre todo, al jefe, el rubio feroz, al tuerto terrible, bramando como fiera en su impotencia, revolviéndose en medio del brasero, loco de rabia y de coraje. Se lo imaginaba, primero durmiendo plácidamente tras la satisfacción de sus apetitos infames; se lo imaginaba después, de verse aprisionado en su propia cueva, escarbando el suelo como toro enfurecido, dominando el fragor del incendio con sus blasfemias espantosas, con sus imprecaciones de cíclope vencido...

Y en tanto las llamas, salían y se elevaban, remolineando ante la vista asombrada del viejo y sórdido viraró, cuyos gajos duros y torcidos había soportado el ultraje de centenares de borrascas.

Y lo que concluyó por desconcertar enteramente a Lanzaseca, fué el distinguir, al resplandor de las llamas, envuelto en ellas, negro como las pavesas del incendio, siniestro como un demonio, a Matuco, de pie sobre el torrejón que dominaba el ángulo oriental de la azotea. El bandido agregaba que, desde la cúspide del cerro, y merced a la intensa claridad, pudo ver al negro, inmóvil, dibujadas en los gruesos labios cárdenos, una diabólica sonrisa triunfal. Y no pudo ver más: porque medio enloquecido, echó a correr en dirección al Brasil; traspuso la línea fronteriza y se internó en las serranías, sin volver la vista atrás, sin detenerse un instante, cual si le fueran persiguiendo las lenguas de fuego del incendio y la rabiosa voz del jefe que se estremecía iracundo en su prisión de llamas.


* * *


Eso cuenta la leyenda; y agrega que el cuervo familiar que bosteza eternamente sobre el derruído torrejón, es el mismo Matuco, quien perdurará por los siglos de los siglos, para dar testimonio de su terrible venganza.


Publicado el 28 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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