La Trenza

Javier de Viana


Cuento


Sobre la loma, el pequeño escuadrón estaba tendido en batalla. Amanecía recién, y la semiclaridad del alba iluminaba los rostros color bronce de los soldados criollos, sus largas melenas negras y rígidas y sus trajes extraños: chiripaes desgarrados por la uña de ñapindá, sombreros deformados por la lluvia y descoloridos por el sol ardiente de las cuchillas; una que otra camisa de lienzo, una que otra camiseta de merino; mucha bota de potro, mucho pie desnudo; alguna bombacha, alguna casaquilla con vivos azules.

En cuanto á armamento, unas pocas, muy pocas, pistolas antiguas, y luego, la lanza tradicional, la caña de tacuara y la moharra de hoja de tijera de esquilar.

Los caballos, impacientes, tascaban el freno, golpeaban la tierra húmeda con sus cascos pequeños y resistentes, ansiaban partir, sintiendo oprimidos sus flancos por la recia pantorrilla calzada con bota de potro —la recia pantorrilla que de tiempo en tiempo era recorrida por un estremecimiento nervioso, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela domadora.

Nadie hablaba. Los musculosos brazos velludos se contraían sosteniendo en posición horizontal la lanza que los dedos oprimían con fuerza. Aquellos hombres incansables, engendrados en el fragor de la lucha, nacidos guerreros desde el vientre de la china marimacho, avezados al peligro que amaban como elemento indispensable á su vida aventurera, estaban pálidos, el entrecejo fruncido, la mirada brillante, el labio trémulo.

En la antecámara de la eternidad, no sintiendo aún la efervescencia del combate, la tensión especial de las células nerviosas en los momentos de entusiasmo, experimentaban algo así como el frío del miedo recorriendo su cuerpo. Por eso la recia pantorrilla se estremecía de tiempo en tiempo, produciendo un imponente runrún al agitar la gran rodaja de la espuela nazarena.

Al frente de la fuerza, el jefe —un gran indio de crin larga, ruda y lacia, sujeta por la vincha, de rostro cobrizo, flaco, con grandes pómulos y mentón cuadrado, donde lucía escasa y rígida barba, de ojos muy chicos, muy hundidos y muy negros— paseaba la mirada dura, examinando su gente y balanceando nerviosamente su brazo hercúleo y su robusta mano armada de larga lanza con doble media luna, recia moharra y vistosa bandolera azul y blanca.

La gran ala del gacho verdinegro caía sobre su frente, resaltando sobre el castor descolorido la blanca divisa con un lema injurioso bordado en letras de oro.

Pasada la revista en silencio, el indio hizo caracolear su moro, enristró la lanza, y con voz ruda y vibrante dió la siguiente voz de mando:

—¡Aura, muchachos!

El escuadrón partió á escape. Algo semejante á un huracán pasó por el llano: el estrépito infernal, el griterío salvaje de las indomables caballerías gauchas, cuyas picas habían hecho detener á dos reinos y un imperio. Vióse un instante un torbellino de polvo, del cual brotaba una baraúnda infernal: choques de sables, ruido de espuelas y alaridos salvajes.

Después, sólo un momento, se divisó en la loma la avalancha iracunda, en filas bien cerradas, el caballo á escape, la lanza en ristre y el sombrero flotando sobre la espalda, sujeto al cuello por el barboquejo. Así ganaron el declive, y más veloces, más siniestros, cayeron, como tropa de fieras, sobre la infantería enemiga, que, de pie, el arma pronta, esperó el choque severa y silenciosa.

Los infantes eran el arrecife, los gauchos la ola: el mar y la tierra iban á librar batalla.

Al frente de la caballería, tendido sobre el moro y semejante á la figura de un cazador salvaje brotado de un bajorrelieve de bronce, el indio jefe fué el primero en llegar y el primero en tender el brazo nervudo, hundir la lanza y salpicarse el rostro con la sangre tibia que manaba de la ancha herida abierta por su arma espantosa.

Aunque muchos habían caído bajo la primera descarga de la infantería, los otros luchaban con desesperado valor. Los infantes eran el arrecife, los gauchos la ola: la ola pasó sobre el escollo...

¡Eran valientes aquellos infantes!...

Pero, ¡ay! cuando el brucón hincha sus quijadas y lanza su resoplido feroz, los guayabos más altos y las talas más gruesas inclinan sus cabezas melenudas. Nada resiste á la falange gaucha, nada detiene á ese río desbordado. Jinetes de hierro sobre corceles de acero, pasaron sobre el cuadro abatiendo la selva de bayonetas.

Pero no pudo sostenerse: hubo de retroceder; y al tentar la retirada, el escuadrón se vio rodeado por una fuerza de caballería que le ganaba la retaguardia. Sintiéronse perdidos y esperaron la muerte, el exterminio completo, sin misericordia, sin perdón, como era ley entonces, empapándose en sangre, extasiándose en los cuadros de agonía sin oir lamentos, sin atender súplicas!...

Ya todo iba á concluir; ya los gauchos disponíanse á morir entre el fuego y el hierro, disputando su cuello al cuchillo, cuando algo como un fantasma apareció en la escena. El indio jefe, perdido un instante en aquel vórtice espantoso, revolviéndose como monstruo de cien brazos, invulnerable, inaccesible á la muerte y al cansancio, mostróse de nuevo al frente de su fuerza, y, echando espumarajos por la boca, levantada en alto la mano armada con un resto de lanza,

—¡Coraje, maulas! —les gritó.

Los infantes vieron agitarse ante ellos un torrente irresistible, á cuyo frente volaba un ser monstruoso, mezcla de hombre y fiera, con una cabellera como crin de caballo bravío y algo así como un rostro humano, rojo en sangre y cruzado por una cuchillada feroz.

Sintióse una descarga de fusilería, una nube de humo envolvió á los gauchos, y cuando el estruendo se apagó y se disipó la nube, ya el escuadrón había roto el cuadro y salvado la barrera.

La mitad cayó; la otra mitad huyó á toda brida.

Delante, el llano extenso, la dilatada planicie se prolongaba sin quebradas salvadoras, sin montes cercanos. La res había burlado la celada; pero la jauría la seguía de cerca. El exterminio, la venganza inclemente, soplaba ya en sus espaldas como un viento gélido, y la noche, el único amparo posible, tardaba en llegar; en el cielo azul, el sol, muy alto todavía, brillaba como pupila de fuego.

Ya los perseguidores mejor montados se acercaban á los fugitivos; ya los brazos blandían las lanzas para herir por detrás, golpe tras golpe, como jaguaraté en majada que huye, cuando el indio, acosado por la sed de sangre, presa de la locura homicida, despierto su instinto de charrúa indomable, cansado y avergonzado de huir, se apartó de la columna, sofrenó su caballo y dio frente al enemigo.

Los perseguidores apuraron la marcha al ver al temible y audaz caudillejo que los retaba á un duelo á muerte. Un oficial joven, un mocito rubio y endeble, fué el primero que llegó y obtuvo el honor de cruzar su arma con el indio, que lo esperaba sonriendo.

Fué cuestión de un momento: el joven cayó en tierra atravesado de un lanzazo. En seguida un grupo de lanceros rodeó al gaucho embistiéndolo por todas partes, amenazándolo por todos lados; y él, sublime á pesar de su fealdad espantosa —por esa fealdad misma, quizá— con un ojo cerrado por la inflamación y los coágulos de sangre, esquivaba los golpes, hería á destajo, y semejaba, ya un cíclope de la leyenda mitológica, ya un ser apocalíptico, fuerte como Anteo, invulnerable como Aquiles, sin que le alcanzaran las balas que le disparaban á boca de jarro, ni las hojas de las lanzas que revoloteaban á su alrededor como insectos brillantes.

Pero al fin, acosado por el número, no sabiendo á quién atender, se movió desesperado, perdió la guardia, y una reluciente moharra entró desgarrándole el pecho. Entonces, furioso, terrible, como si la herida acrecentara sus fuerzas, hizo remolinear el chuzo, se abalanzó sobre el grupo de jinetes, que retrocedieron espantados, y aprovechando su confusión, dio media vuelta y se lanzó á escape por el llano, golpeándose la boca y dejando flotar sobre la espalda el sombrero, en cuya copa lucía la divisa blanca ornada con un lema sangriento.

El indio indomable, el heredero del charrúa, cuya sangre llevaba mezclada con la del tupamaro de fresco renombre, huía ahora, huía sin descanso. Agotadas las fuerzas, sintióse perdido y pidió á su moro un último servicio para escapar al cuchillo que deshonra. ¿Ser degollado él?...¡La puta que los parió!...

Siempre á galope, con la mano izquierda apoyada sobre el pecho para evitar la hemorragia, solo, extraviado de sus compañeros, marchaba por el llano, el extenso llano verde, cuajado de margaritas, de márcelas, de macachines y de otras muchas florecitas hermosas y humildes, nacidas en la tierra gorda al beso fecundante del sol de primavera. Tenía el entrecejo fruncido, y con la dura mirada de su ojo único investigaba el horizonte.

No profería una queja, no lanzaba un ¡ay!, y cuando las visceras destrozadas le hacían experimentar un dolor demasiado intenso, sus gruesos labios negruzcos, deformados por la cuchillada del rostro, se despegaban para articular una blasfemia, siniestra y bronca como rugido de puma agonizante.

El enemigo había quedado lejos; podía moderar la marcha, detenerse un instante para tomar aliento y refrescar el caballo; pero firme, imperturbable, y como si obedeciera á una determinación tomada de antemano, continuó al galope, al sereno galope de su moro infatigable.

Así anduvo largas horas y ya llegaba la tarde, ya se divisaba á lo lejos, cortando el horizonte siempre azul, la línea negra del monte salvador —el monte, la madre cariñosa del gaucho vagabundo; el bosque que el indio ansiaba para ocultarse entre sarandíes y totoras y morir allí, como jaguar herido, al borde del arroyo, en el silencio inmenso de la selva y á la sombra protectora del frondoso guaviyú. Pero sus fuerzas se debilitaban por momentos y la vida íbase escapando poco á poco por la negra boca de la herida.

Había llegado á un llano —un estrecho valle que se prestaba dignamente para servir de tumba á aquel gigante, y estuvo á punto de dejarse caer. Pero, sea por instinto de escapar aún, sea por un sentimiento de orgullo de morir en la altura para que sus huesos fueran lavados por la lluvia y blanqueados por el sol, hizo un esfuerzo supremo, sostuvo entre sus rodillas al bruto bamboleante, y anduvo todavía. Cruzó el llano, al paso, lentamente, y ganó la cuchilla. Allí soltó las riendas, dejó caer la lanza y se deslizó hasta el suelo, sosteniéndose de la crin para que la caída fuese menos brusca.

Ya en tierra, el indio dobló la cabeza, y entreabriendo los ojos en una postrera mirada para abarcar el campo inmenso, triste y solemne en las agonías de la tarde, vio una cosa negra manchada de sangre apareciendo por la rasgadura que la lanza produjo en la camisa al destrozarle el pecho.

Hizo un esfuerzo supremo, espantó la muerte por un momento, extendió el brazo y sacó aquel despojo sangriento. Era la trenza que, en el momento de partir, le había dado la china para llevarla como amoroso recuerdo y precioso amuleto. Volvió á recoger el brazo, posó sus labios moribundos en el cabello ensangrentado; y al mismo tiempo que depositaba en él un beso frío, una lágrima, acaso la primera, rodó por su mejilla bronceada; y murmurando:

—¡Pobre china! —se acostó para siempre sobre la grama verde y blanda de aquella loma desierta.


Publicado el 22 de noviembre de 2023 por Edu Robsy.
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