La Última Tropa

Javier de Viana


Cuento


Al maestro don Juan Antonio Cavestany.


Física y moralmente, don Pantaleón Quesada era el arquetipo del gaucho, del gaucho originario, de la subraza motivada sin cruzamiento de ninguna especie, por el medio ambiente.

Era alto, era ancho, era recio. Tenía cabeza pequeña y la cara grande, como la mayoría de los uruguayos, como los aborígenes charrúas.

Espesa melena poblaba su cráneo; la faz arábiga, de fuerte nariz curvilínea, de grandes ojos pardos, de cejas copiosas, de labios espesos, estaba encerrada en un corral de barba densa y larga.

Era gaucho de una pieza don Pantaleón. De joven, anduvo en la guerra; después, se enamoró de María, la hija del puestero López; y como López no lo quiso por yerno, la robó. Hubo huidas, hubo tiros; pero al fin, las cosas se arreglaron. En una estancia amiga, le dieron población. No tenía plata, pero tenía crédito, el crédito que los gauchos ricos abrían á los gauchos honrados en la época bruta en que no existían, ni remotamente siquiera, los bancos ni los agiotistas.

Se hizo tropero. Llevó ganado al Brasil y realizó buen negocio. Fué tropero mucho tiempo, ganando mucha plata. Compró campo—una suerte—y lo pobló con reses escogidas; pero siguió tropeando y siguió comprando campo á los linderos y llenándolos de novillada y de vacaje flor.

A los cincuenta años, estaba muy rico y hubiera podido descansar, entregado al cultivo de su numerosa hacienda, entre el cariño de su vieja y de sus dos hijos, Lauro y Antonio; pero para él, tropear era una pasión. Los soles, las lluvias, los días sin comer, las noches sin dormir, las rondas azarosas, las tormentas temibles, las disparadas trágicas, la constante perspectiva de perder una fortuna y de perder la vida defendiéndola, constituían el placer intenso del jugador, aumentado con la gaucha satisfacción de afrontar peligros y vencer dificultades. De ese modo, lo que en un principio fué medio de ganarse la vida, concluyó por ser un deporte. Para acarreos vulgares no había que contar con él. Su tiempo de aparte eran los días bravos de agosto; su costumbre, amontonar centenares de reses, y su predilección, adquirir novillada chúcara, cerril, ligera de pies y fuerte en cornamenta, pronta para clavar la uña al primer relámpago y potente para reventar el lazo del maturrango que no sabe aflojar y sentarse á tiempo...

En cincuenta leguas á la redonda, su estancia era conocida por la Estancia del Tropero Viejo.

físte tropero viejo frisaba entonces en los sesenta. Los reumatismos le habían anulado el brazo derecho, impidiéndole enlazar, y sabido es que cuando un gaucho se ve impedido de poder enlazar, yo no se le tiene en el concepto de gaucho.

Se resignó á cuidar la hacienda en compañía de sus dos hijos, Lauro y Antonio.

Ese año, hubo peste, langosta, isoca y sequía; la mortandad fué enorme. El viejo tenía en su baúl, muchas onzas acumuladas; compró haciendas para repoblar el campo. Pero en seguimiento de la tristeza, vino la aftosa... y las reses, contaminadas por el flagelo, murieron, murieron miserablemente.

Don Pantaleón vió su gran campo casi desierto, improductivo; pero un campo siempre vale plata; hipotecó y compró ganado ovino, ovejas, muchas ovejas, treinta mil ovejas.

El saguaipé se las concluyó antes de la esquila

Nuevamente, recurrió á la hipoteca; adquirió novillos de invernada, muchos, y se dispuso á pelearla por el desquite.

Y vino la guerra civil. Los colorados, que lo suponían blanco, le carnearon la mitad de la haclenda; los blancos, como contribución partidaria, le carnearon la otra mitad, y en un combate cercano de las casas, sus dos hijos, llevados á la fuerza al teatro de la lucha, dejaron la osamenta en una loma, agujereados á balazos.

Fué el derrumbe. Dos años después, el viejo tropero no poseía nada, nada más que su vieja, y la vieja murió una noche, de cansancio, de tristeza, de aburrimiento...

Vino la liquidación, y en una radiante mañana de enero, don Pantaleón, cabalgando un petizo matiado y bichoco, abandonó su casa, arriando su tropa, constituida por media docena de cerdos, quince gansos y cinco corderos guachos.

Iba rumbo al pueblo, y cuando alguien le preguntó qué hacía, respondió con voz grave y serena:

—Hago mi última tropa, amigo... Voy á vender estos animalitos, para de, ese modo, poder pagar el cajón con que me han de enterrar. Y asina seguiré siendo hasta la fin, el tropero viejo!...


Publicado el 24 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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