Cuando el inmenso transatlántico enfrentó el canal de entrada, Pablo Antonio experimentó una impresión extraña, mezcla de placer y de miedo.
La ciudad enorme, arrebujada en la sombra, denunciaba su presencia con los millares de pupilas rojas parpadeando en lo obscuro de la noche.
Aun cuando siempre estuvo al corriente de sus progresos, nunca supuso una expansión tan colosal como aquella que hacían presumir las luces sembradas en almácigo sin término.
¡Buenos Aires!... En realidad, ¿conocía él a Buenos Aires?... Contaba diez y ocho años cuando la abandonó y desde entonces habían transcurrido treinta y dos; tiempo suficiente para olvidar lo estable, y más que suficiente para no conocer en los blancos cabellos del abuelo, las rubias guedejas del niño.
Constituía la parte más olvidada de su ya larga existencia; olvidada no tanto por lo lejana, cuanto por el empeño que siempre puso en hacerla desaparecer de su memoria.
No encerraba, en efecto, nada más que tristezas, dramas horribles, cuyo recuerdo, amortiguado por los muchos años interpuestos y por la fiebre perenne de una vida rabiosamente consagrada al trabajo, resurgía ante la aparición luminosa de la ciudad y sentíase casi arrepentido del retorno.
Mientras el transatlántico avanzaba por las aguas turbias del canal, Pablo Antonio sentía revivir y corporizarse los lamentables episodios que encenizaron su juventud.
Pertenecía a una familia de potentados y de ilustre abolengo, pero que le alcanzó convertida en estípite, una pirámide invertida. Su padre fué un buen hombre que encontrándose dueño de inmenso caudal heredado, no tuvo más ideal que el sardanapalesco de gozar de cuantos placeres pueden proporcionar los millones. No tuvo tiempo para más nada: ni para cuidar su valioso patrimonio, mi para hacer feliz a su esposa, ni para velar por el cultivo moral de sus hijos. El monstruo feroz del egoísmo lo fué invadiendo hasta agarrotarle completamente la voluntad con sus tentáculos terribles.
Eran cinco hermanos. Criados sin dirección y pervertidos por el ejemplo de la licenciosa conducta del padre, fueron sucesivamente y progresivamente encenagándose en el vicio.
La pobre madre, mártir doméstica, se fué, no pudiendo resistir a tanta pena y a tanta afrenta. El esposo sufrió, reconociendo su culpabilidad, y aconsejado por su egoísmo, trató de ahuyentar el remordimiento hundiéndose más aún en la crápula del libertinaje.
Los hijos siguieron rodando por la misma proclive. La fortuna también...
Pablo Antonio recordaba el fin trágico de su hermano mayor, Pedro, muerto de un balazo por un camarada, en una noche de juerga.
Otro, Evaristo, sucumbió prematuramente, víctima de una dolencia innoble.
El desastre avanzó a pasos precipitados sobre la vieja, ilustre familia de los Bengochea. Del prestigio social ya no quedaba nada; de la inmensa fortuna ganada por los abuelos en ruda pelea con el suelo y con el clima, quedaba muy poco, unas migajas apenas, las achuras de una res gorda y grande.
Apremiado por compromisos de dinero que no podía cumplir, el jefe de la familia se saltó la tapa de los sesos.
Tres meses más tarde, Eugenio, el tercero de sus hijos, convicto de estafa, se mató en un bulevar parisino entre los brazos de una cocotte.
Todos esos dramas influyeron poderosamente en el alma de Pablo Antonio, que había heredado el temperamento juicioso, reflexivo y sentimental de la madre.
Su imaginación infantil culpó del naufragio general de la familia a la ciudad enervante y pervertidora. Sus antepasados fueron filósofos pastores. Encariñados con la tierra la defendieron con tenacidad en las luchas de la independencia. Y luego, cuando fué suya, enteramente suya, por el doble derecho de propietario legal y de ciudadano libre, la amaron más aún y se cuidaron de fecundarla y embellecerla.
Ella retribuyó con prodigalidad esos esfuerzos. Ellos cultivaban al mismo tiempo su sér intelectual y moral. Fueron hombres, fueron árboles. Si sus ramas se subieron a lo alto y en guías delicadas se dejaron mecer por la brisa entre las nubes, cerca del cielo, potentes raíces, profundamente hundidas en la tierra les sostenían y alimentaban. Sabían de arte, sabían de urbanidad, pero sabían también que la flor fragante y policroma es el último término de la semilla sepultada en la negra obscuridad de la tierra.
Los otros voltearon el árbol y como un árbol muy grande sigue viviendo largo tiempo después de tronchado, ellos se preocuparon solamente de vivir la vida parasitaria de holganza imprevisora.
El árbol se secó al fin.
Entonces Pablo Antonio sintió la necesidad de huir, de escapar al ambiente infecto, de buscar la verdad del precepto bíblico: “renovarse es vivir”.
Quedábale como único bien un campo salvaje, sin valor, dormitando en las áridas soledades del Neuquen. Sin un momento de titubeo se fué allá, a ponerse en contacto con la tierra, a pedirle a la tierra la savia de vida que engrandeció a sus abuelos.
Luchó a brazo partido con la naturaleza, que es una hembra garrida que sólo se entrega a los fuertes; y fué amándola tanto más, cuanto más esquiva se mostraba. Logró el éxito al fin y fueron las suyas, nupcias triunfales con la tierra.
Ella constituyó su único amor. Lo hizo rico; pero no fué la avaricia el espolón de su esfuerzo. Es que cada día encontrábase más ennoblecido; es que cada empuje suyo rescataba un pagaré de vergüenza; es que cada paso suyo le acercaba a la honesta fuente ancestral: y le alejaba del oprobio paterno.
En esa vida activa y amorosa, su alma se conservó juvenilmente fresca. Sin cálculos, sin propósitos de futuro, consideró que aquella lucha era un medio, pero no un fin. A su término había algo más que la satisfacción del deber cumplido.
Después de treinta años de trabajo, el apellido Bengochea tornaba a aparecer en los libros de los grandes propietarios. Podía descansar. Su primera intención fué regresar a Buenos Aires. Luego decidió hacer previamente un viaje a Europa y se embarcó en Bahía Blanca en un buque mercante que lo condujo a Montevideo, donde tomó el transatlántico...
Anduvo dos años por el viejo mundo. Como en el transcurso de su vida afanosa no había descuidado el cultivo del espíritu, pudo ver, aprender y juzgar y reeresaba a la ciudad natal perfectamente ponderado.
* * *
De toda su familia, sólo había conservado relaciones epistolares con su primo Leonardo, un buen muchacho, un Bengochea de ley, que a fuerza de trabajo había sabido labrarse una posición decorosa.
Al día siguiente del desembarco se vistió con cierta coquetería para ir a sorprender al primo. Se miró al espejo. No estaba mal con su terno gris, su corbata gris y sus guantes y su chambergo grises.
Su cuerpo musculoso, erguido, de anchas espaldas, conservaba la elegancia aristocrática de la raza. Los cabellos y la barba estaban grises; pero los ojos y las mejillas y los labios mantenían alegre frescura de juventud...
Cuando llegó a la quinta de Flores donde moraba Leonardo, tuvo que nombrarse para que éste lo reconociera.
—¡Pablo Antonio! ¡qué sorpresa!... ¡Qué sorpresa!...
Y en seguida gritó abrazándolo:
—¡Muchachas!... ¡muchachas!... ¡vengan que aquí está el tío Pablo Antonio!...
Al mes de estada en la metrópoli, Pablo Antonio vió desvanecerse todos los temores que lo asaltaron al columbrar las luces de la ciudad en la noche del arribo.
Había encontrado una familia en la familia de su primo y allí se reposaba sin abandonar sus deberes de administrador de vastas propiedades y su disciplinada actividad de hombre metódico.
Sus primas María Luisa y Malvina mostrábanse cariñosas con él, quien, por otra parte, las colmaba de atenciones y de obsequios. Su afecto se distribuía por jeual entre ambas; si traía una joya para una, traía otra de igual mérito para la hermana y su preferencia era que los ramos de flores destinados a Malvina tenían siempre un algo indefinido, inexpresable, de superioridad sobre los llevados a María Luisa.
Por cierto que no lo hacía exprofeso, ni era el uno de mayor valor monetario que el otro: pero hacía la casualidad, sin duda, que su gusto artístico, su exquisitez de floricultor apasionado, combinase mejor las corolas en el ramo confeccionado para la primita mimosa.
María Luisa se lo dijo una vez:
—El tío no me respeta: siempre las flores más lindas son para Malvina!...
Y amagándolo picarescamente con el dedo, agregó:
—¡Cuidado, tío eh!.... ¡Vamos a creer que está usted enamorado de la pebeta!...
Todos rieron, incluso la pebeta, una rubia adorable, en cuyos diez y seis años manifestaba la indiferencia de una vida sin preocupaciones y sin amor aún.
La frase, sin embargo, hizo una mella en el alma de Pablo Antonio. Esa noche estuvo preocupado e insomne. Volvió a morderle de nuevo la ya olvidada tortura del análisis. Empezó a encontrar en los detalles, ciertas cosas raras, inexplicables, que exigían, para su rigorismo lógico, una explicación satisfactoria. Al fin creyó haberla encontrado y se mostró satisfecho: amaba a su sobrina Malvina, no había más, la amaba!..
¿Y bueno?... Ella le tenía ya un eran cariño; no había nada más que transformar ese cariño en amor y casarse. ¿Por qué no?... ¿Qué razón había para que permaneciese soltero, viviendo parásitamente al calor de un hogar ajeno, cuando podía y debía formar uno propio?...
Sí, era eso. Y puesto que era eso, se imponía llevarlo a la práctica cuanto antes... En seguida, Pablo Antonio se durmió plácidamente porque había encontrado la solución total del problema.
Sin embargo, lo dejó cuajar. Hizo transcurrir dos semanas, y al cabo de ellas aun no se había atrevido a la determinación final.
¿Por qué?
¿Temía algo?... En su entender Malvina no opondría objeción alguna; estaba convencido de hacer, con su felicidad, una buena acción... Y a pesar de eso titubeaba, y ese titubeo causábale un profundo disgusto de sí mismo, porque atestiguaba una disminución de aquella voluntad rígida que le permitió reedificar sobre las ruinas del palacio ancestral, otro más grande y más sólido.
¿Por qué dudaba?...
Era fuerte. Era joven. Su alma tenía veinte años. Se conservaba completamente virgen. No había amado nunca, y al amar una vez se entregaba por entero el tesoro de su sinceridad y de su sentimentalidad extrema.
¿Por qué dudar?...
* * *
Era el cumpleaños de Leonardo. Hacíase fiesta en la casa. Él envió un valioso obsequio a su primo, y otros más valiosos —¿por qué?— a sus sobrinas.
Se cenó alegremente, había cerca de dos docenas de personas chics. Concluída la cena, pasaron a la sala, y se hizo música selecta.
Pablo Antonio se sintió mal en aquel ambiente.
—¿Vamos al jardín, Malvina?
—Vamos, tío.
Pablo Antonio y Malvina llegaron hasta un banco rústico.
—¿No crees tú que aquí hay un aire más decente?—dijo.
—¿Decente?
—Sincero.
—Puede ser, no comprendo.
Pablo Antonio le tomó una mano a Malvina y dijo:
—Sigue, más que allá, aquí se puede comprender el amor.
—¿Verdad?... Con artificio no hay amor, y sin amor la vida no vale la pena de ser vivida.
—Yo ereo lo mismo.
Y al decir esto Malvina había cogido con su mano las manos de Pablo Antonio y su rubio cabello cosquillaba los grises cabellos del tío.
Lleno de confianza, seguro del triunfo; exclamó:
—Y bien, sé feliz, querida; ¿quién te lo impide?
—¿Cómo, tío?... No he encontrado un hombre que me ame...
—¿Y yo?
Ella hizo un mohín, separó las manos y dijo:
—¿Estamos hablando en serio, o no?
—Claro que en serio. Yo te amo y te ofrezco mi mano... ¿Aceptas?...
Malvina se levantó violentamente y, cambiando de tono, exclamó:
—¿Pero estamos hablando en serio?
—Y tan en serio, querida.
—¿Vamos a la sala?
Él quiso volver a tomarle la mano; ella se esquivó.
—¡¿No me quieres, entonces? —lamentó Pablo Antonio, cogiéndola por la cintura con ademán violento.
—Pero tío, —respondió ella—, yo lo quiero, pero no puedo quererlo para marido!... ¿Se olvida de que es usted un viejo?
Pablo Antonio quedó anonadado. Ella partió veloz.
—¡Un viejo! —suspiró Pablo Antonio.
¡El era un viejo! Había realizado las mayores heroicidades para conservarse dignamente joven, y cuando llegaba el momento de solicitar la recompensa... ¡era un viejo!
Lentamente se alejó pór el jardín, rechazando las súplicas de Malvina para que la acompañase a la sala. Quería estar solo para poder discutir consigo mismo, a fin de convencerse de que su vida había sido más inútil que las de su padre y de sus hermanos.
Y, además de inútil, idiota. Lamentable desplome de un largo sueño.