I
Continuas y copiosas habían sido las lluvias durante aquel invierno. Poco habían podido hacer los estancieros para reorganizar sus propiedades asoladas por la guerra. Los que llevaron ganados y tropillas al Brasil, regresaron con ellos flacos y enfermos. Los que tomaron parte en la lucha tenían sus campos despoblados: apenas una majadita para el consumo diario, unos cuantos jamelgos escuálidos y derrengados, y la esperanza en la primavera próxima para ver el engorde de los escasos vacunos, comprados á peso de oro, á pesar de su flacura.
De las huertas no quedaban más que uno que otro horcón del valladar de palo-á-pique, y el terreno desigual, rugoso, cuya fecundidad aprovechaban el cepa-caballo y la cicuta, la manzanilla cimarrona y el yugo colorado. Vacíos estaban los galpones, tapizados de polvo y ornados con grandes cenefas de telarañas.
Las lluvias y los vientos habían trabajado de firme en los techos de paja y en los muros de adobe de los ranchos que, respetados por el salvajismo partidario, no fueron reducidos á escombros por el fuego. En el redondel de las "mangueras" había crecido hierba, y el extenso playo que existió frente á la tranquera, cubierto de gramillas, se confundía con el terreno verde, no dejando más que una mancha blanca, á un lado, donde, en los ya distantes tiempos de labor, encendíanse los fogones para calentar los hierros de las marcas.
Ya no pacía cerca de las casas el ganado tambero, ni hozaban los porcinos, rodeados de patos y gallinas; y hasta la trillada senda que conducía á la enramada se había casi borrado, invadida por el pasto.
Dura había sido la prueba, y duro debía de ser el trabajo para recuperar lo perdido. El país era un enfermo que entraba en convalecencia tras los sacudimientos de dos años de convulsiones histéricas que agotaron sus fuerzas.
Firmada la paz, restablecido el orden, se apagó en las cuchillas el rebramar de las contiendas, quedó el campo en silencio, y los jefes-pastores, deponiendo las armas, volvieron á sus hogares, como vuelven al cauce las aguas del río desbordado después de devastar llanuras.
Cuando don Marcial Rodríguez llegó á su estancia del Sauce, no encontró más que cuatro montones de escombros, dos higueras y un ombú. Todo había sido arrasado, devorado por el fuego: las habitaciones de la familia, cuyos muros de piedra yacían en forma de montículo, cubierto de cenizas y carbones; los grandes ranchos de palo-á-pique donde dormía la peonada; el secular galpón de postes de coronilla clavados por el abuelo, y hasta la antiquísima cocina que ostentaba con orgullo espeso revoque de hollín.
Culebras y lagartos habían tomado posesión de todo y se señoreaban en los escombros sin recelos ni peligros. En el campo, entre pastizales inmensos, corrían libres, enarcado el cuello y sueltas al viento las pobladas crines, numerosas manadas de yeguas cerriles; y de entre los bosques de chilca, solían verse las largas cornamentas de un grupo de toros montaraces que, aprovechando el silencio, se habían atrevido á abandonar las lobregueces de los potriles.
Después, ni un solo caballo, ni una oveja, ni una lechera. La carreta de bueyes, la rastra y el barril del agua, las herramientas de labranza, las marcas, todo lo que no se pudo robar había perecido en el incendio del galpón. Para que la estancia ofreciera el más completo aspecto de ruina, hasta los postes del palenque, de la manguera y del corral de las ovejas fueron arrancados á cincha de caballo.
La partida que pasó por allí había trabajado con verdadera furia destructora: fué un huracán que no dejó nada en pie. En medio de tanta desolación, sólo el ombú se erguía siempre verde, siempre sereno é inmutable, como testigo sensible que ve pasar por su lado los años y los acontecimientos sin que los unos le dañen ni los otros le preocupen.
Don Marcial, acompañado de su hijo Juan, de dos amigos que fueron sus oficiales subalternos en la pasada lucha, y de Luis —un pardo fiel que le sirvió de asistente— emprendió con ánimo sereno la tarea siempre penosa de reconstruir lo destruido.
A la buena de Dios, con troncos de sauce y brazadas de totora levantóse un rancho que sirvió de albergue á los cuatro; luego, del mismo modo, se hizo la cocina: todo esto sin descuidar las faenas del campo, el aparte en la estancia de un almacenero gallego, á quien se compró un ganadito y una majada no muy buena, ni muy nueva, ni muy gorda, pero á buen precio.
—Hay que arreglar bien las casas, hay que volver á empezar, porque esto es rancho de negros —había dicho el patrón, sin ocultar la tristeza que le producía el ver convertida en miserable ruina la casa de sus mayores.— Y el primer día bueno fueron todos al monte á cortar coronillas, que labraron y clavaron formando un gran rectángulo que debía constituir el galpón.
Se trabajó con ahinco, y en pocos días estaba armado: sólo faltaba la paja brava para el techo y se esperaban mejores días para comenzar el corte.
Una tarde, después de concluida la tarea y mientras "amargueaban", don Marcial, mirando el cielo, dijo:
—Parece que se ha asentao el tiempo, y sería güeno encomenzar á cortar paja pa que se vaya oriando.
Y luego, dirigiéndose á su hijo:
—¿No has estao por el bañao del Sauce?
—No, tata —respondió el aludido—; pero se mi'hace que ha 'e estar muy lleno entuavía.
—¡Qué ha 'e estar! —exclamó el pardo asistente—; yo fí esta mañanita campiando el petiso overo y lo vide; tuavía hay agua, pero ya se puede meniar facón.
—Güeno, entonces vas á dir vos con Juan, mañana temprano —continuó el patrón.
—Pa qué —dijo el teniente Gutiérrez—; este indio viejo no corta dos "mazos" en tuito el día. Voy yo con Juan, más mejor.
—No hay comedido que salga bien, don Gutiérrez —contestó el pardo sentenciosamente.
—Vamos á ver.
—Güeno —concluyó don Marcial—; los que vayan á dir que agarren caballo pa salir bien al aclarar.
Poco después los cuatro hombres ganaban la cocina para preparar el medio capón, asado al asador, lo que, sin pan y sin sal y con sólo un mate amargo por postre, constituía su cena.
Después á dormir en la habitación común, sobre las camas hechas con los recados.
II
En la improvisada cocina, por cuyas paredes construidas con manojos de ramas de chalchal penetraba el frío sin obstáculos, ardían con dificultad las astillas de sauce y coronilla acumuladas sobre el trashoguero de guayabo. Mientras Juan, en cuclillas, con los ojos cerrados para evitar la acción del humo, soplaba el fuego con toda la fuerza de sus carrillos, el teniente Gutiérrez preparaba la calabaza para el amargo.
—Hermano —dijo el primero—, anda vos á trair los caballos.
No le agradó al teniente la comisión, y replicó en seguida:
—No, andá vos, que sos más muchacho.
—¡Amolá que te asiente! Siempre me jeringas con lo de más muchacho, pa quedarte en el rescoldo. ¡Te estás haciendo más mañero que petiso de pueblo!...
—Es que yo ya tengo los güesos duros; y dispués, que la mañanita está lainda.
—¡Pa debajo las cubijas! Siguro que los maniadores están como vidrio.
Al fin, desperezándose, el mozo salió en busca de los caballos.
Recién clareaba; el campo estaba lleno de escarcha y hacía un frío intensísimo. Juan recogió los maneadores, que estaban mojados, blanditos, escurridizos y producían en las manos una impresión dolorosa; llevó los caballos á las casas, los enfrenó y fuese á la cocina á saborear el amargo.
—¡Vamos, muchachos, vamos! —exclamó don Marcial entrando poco después—. El medio día los va á agarrar en la cocina.
—¿Y no churrasquiamos primero?
—¡Qué churrasquiar, amigo! Llévense un asao y allá lo comen; si no, nos van á encontrar las golondrinas con los ranchos pu'hacer.
Nada objetaron, y á poco, apurando el trote para ahuyentar el frío, iban camino del bañado los dos amigos, conversando de cosas viejas, evocando recuerdos comunes, cantando á veces y aspirando siempre el humo del pucho de cigarro negro.
Llegados á la vera del bañado, desmontaron, desensillaron y ataron á soga los caballos. En seguida se remangaron las bombachas hasta encima de la rodilla, y, facón en mano, penetraron en aquel bosque de paja brava.
Juan tenía razón: había bastante agua aún y el terreno fangoso hacía difícil la marcha. A cada instante los mozos se hundían en el lodo, en ocasiones hasta la rodilla; lo que no era obstáculo para que trabajaran con ahinco y buen humor.
El sol, ese sol ardiente que subsigue á los temporales, cubrió de luz aquel mar de gigantescas gramíneas, cuyas largas hojas de finos bordes cortantes iban cayendo rápidamente al golpe de facón de los trabajadores.
Poco á poco se fueron alejando uno de otro, porque en partes los sarandíes extendían sus tallos tortuosos, imposibilitando el corte; en partes se alzaban totorales á cuyos pies crecían calagualas y culandrillos, y en partes blanqueaban las finas hojas dentadas de las espadañas.
Habían transcurrido un par de horas. Los dos mozos no se veían, pero seguían conversando y cantando. El teniente había empezado por centésima vez una canción del tiempo del Sitio:
Si Pancho Lázala
no pone remedio,
¡trabajo nos manda
con todos sus negros!...
—¡Hermanito! cuasi me rebano un dedo!
—¡Y yo, entonce, estoy tuito rajuñao!... Pero qué vamu'hacer si los trabajos se han hecho pa los hombres, y al fin y al cabo hasta los mesmos pájaros tienen que agachar el lomo pa'hacer sus nidos.
...Ellos son borrachos;
ellos, bochincheros,
y hasta los canarios
ya les tienen miedo...
—Hermano, ¡qué bien vendria un trago'e caña pa refrescar el gañote, que lo tengo seco como la perdiz!...
Desde lejos, asomando la cabeza por encima de las pajas, Juan replicó con sorna:
—Si te gusta el licor de las ranas, vení paca. Riciencito me sumí hasta las verijas y ya tengo los basos blandos de tanto chapaliar barro.
—¿Qué? —gritó el teniente, que no había oído; y como no obtuviera respuesta, continuó su canto:
Ellos roban patos,
gallinas y güevos;
guascas, maneadores,
lazos y sobeos.
Los dos amigos se fueron separando cada vez más, buscando en el estero sitio apropiado para cortar la paja.
El teniente, que no era hombre para estarse callado, llamó repetidas veces á Juan, pero como éste no contestara, siguió cantando".
...y hasta los canarios
ya les tienen miedo;
por eso los llaman
güeyes chacareros...
Se detuvo para encender el cigarro, cuya brasa había caído; mas
no encontrando el avío, colocó el pucho atrás de la oreja y prosiguió:
Donde hay yeguas potros nacen,
donde hay agua hay aperiá;
las más lindas flores crecen
entre el barro y la húmeda.
¡Jüepucha!... y ya me tajié un dedo. ¡Bien haiga la paja más
brava que cuchillo hallao!... ¡Suerte perra la del gaucho pobre, como
que pa sufrir dijo la partera: barón!... Hoy hambre, mañana frío,
necesidades siempre, y...
Yo soy del pago del Sauce,
pago lleno de dolores,
regado con sangre e blancos.
¡Allí ya no nacen flores!...
No más de un cuarto de hora había transcurrido, cuando un grito de dolor agudo y prolongado le hizo levantar la cabeza.
Quedó un instante perplejo y luego llamó por repetidas veces:
—¡Juan! ¡Juan! —sin que nadie contestara.
Entonces, dando brincos como toro montaraz perseguido entre las pajas, corrió á toda prisa hacia el sitio donde suponía á su amigo, sin cesar de llamarlo, y más alarmado á cada instante que pasaba. Una zanja llena de agua y defendida por un sarandizal cuyas ramas formaban malla impenetrable, cortóle el paso, obligándole á dar largo rodeo.
Ansioso, anhelante, gritando siempre el nombre de su amigo, emprendió la difícil carrera, hundiéndose en el suelo fangoso y sin parar mientes en la paja que le azotaba el rostro, ni en las espadañas y caraguatás que destrozaban sus piernas desnudas. Presintiendo una gran desgracia, seguro de que Juan había sido herido, quizá muerto, lo ahogaba el deseo de llegar y su mano derecha oprimía el mango del facón, aprestándose á la venganza.
Al fin vio el claro de la paja cortada, y de un salto estuvo en él. Rápidamente investigó el paraje, notando en seguida unas pequeñas manchas de sangre y el facón del mozo. Y él, ¿dónde estaba?... En la senda que conducía al campo vio otras gotas de sangre, y se lanzó por allí, corriendo y gritando y observando á uno y otro lado, sin encontrar nada. La paja iba disminuyendo en altura á medida que se acercaba á la linde del bañado, y en cuanto su cabeza dominó el pajonal, se irguió y tendió la mirada escrutadora hacia el campo.
Quedaba aún una buena lonja de bañado, y la loma que se alzaba inmediatamente después, estaba poblada de chucas altas y gramíneas exuberantes. Titubeó un instante, dudó, escuchó, y no hallando ningún indicio, prosiguió la carrera por el trillo estrecho, duro en partes, fangoso á trechos, siempre irregular, tortuoso, de tránsito difícil.
Cuando llegó al arranque de la cuchilla se detuvo nuevamente para examinar el paraje, y creyó ver un bulto humano caído sobre la senda. Como ya el terreno era más firme y menos nutrida y lujuriosa la vegetación, corrió casi sin obstáculo y llegó pronto hasta el punto negro divisado sobre la loma.
No se había engañado: era Juan, cuyo cuerpo exánime reposaba sobre la hierba.
En un segundo se abalanzó sobre él y se cercioró de que estaba vivo. Pero herido, ¿en dónde? Observólo con cuidado, lo movió, revisó el dorso y no sólo no halló la herida, sino que ni siquiera rastro alguno de sangre, lo cual le preocupó sobremanera. Recordó que sólo unas gotas rojas manchaban el playo, donde suponía perpetrado el crimen, y que otras pocas gotas coloreaban el sendero, y no se explicaba cómo podía su amigo encontrarse allí poco menos que muerto, sin haberse producido hemorragia.
De pronto lanzó un grito furioso: el joven tenía el rostro amoratado, y en la pantorrilla desnuda se veían dos pinchazos pequeños y dos coagulitos que los cubrían.
Aquello bastó al teniente para formular su diagnóstico con entera seguridad:
—¡Víbora! —gritó consternado; y después de permanecer algunos minutos perplejo, irresoluto, dominado por la pena, se fué corriendo en busca del caballo más próximo.
Enfrenó aprisa; puso un cojinillo por todo arreo; alzó á Juan con gran trabajo, atravesándolo sobre las cruces del animal, y en seguida montó de un salto y salió, rumbo á la estancia, todo lo aprisa que las circunstancias se lo permitían.
III
En medio de la consternación consiguiente, Juan fué llevado al rancho y acostado en una cama arreglada de la mejor manera.
Don Marcial y los dos peones confirmaron el diagnóstico hecho por el teniente Gutiérrez: —¡Víbora!... no cabe duda —había dicho el viejo, lagrimeando y recordando al hijo muerto—. Era una víbora: de cascabel, de la cruz, ¡quién sabe!; pero la ponzoña trabajaba enérgicamente en aquel organismo joven y vigoroso.
En cuanto al pronóstico, se leía fatal en el semblante triste y adolorido de aquellos hombres rudos, hechos al rigor, avezados al sufrimiento y familiarizados con la muerte en el continuo batallar de la época.
El mozo no daba señales de vida; un sopor, por instantes más intenso, le embargaba, y notábase sin dificultad que quedaba muy poca vida á aquel cuerpo rígido.
Pusiéronsele en las sienes paños de agua fría, y se consiguió con ello, al rato, que recobrara un tanto el sentido; pero interrogado sobre el suceso, sólo pudo decir, y esto con toda la apariencia de un delirio febril:
—¡De cascabel... grande... en la pierna... grandota... grandota!...
Estaban bien marcadas las señales de la herida; el crótalo había hundido con rabia sus colmillos afilados en la pantorrilla del joven, que parecía moribundo. Su rostro, hinchadísimo, estaba cárdeno, casi negro; de cuando en cuando, los párpados abultados se levantaban con gran esfuerzo y miraba sin lograr distinguir los objetos ni las personas. Dolores horribles en la herida le arrancaban ayes que con dificultad pasaban por la garganta contraída.
La fiebre, cada vez más intensa, engendró el delirio; un delirio atroz, continuo y doloroso, poblado de escenas horripilantes, de persecuciones, de venganzas, de degüellos crueles y de mutilaciones feroces.
El pardo viejo fué al campo y regresó pronto trayendo hojas de guaco y hierba de la víbora, lo que bien machacado y mezclado con sebo de riñonada, aplicó en la herida, en forma de cataplasma, garantiendo —con el testimonio de varios difuntos— la eficacia del antídoto.
Pasaron las horas, llegó la noche, y el mozo seguía cada vez peor. Don Marcial le dio á beber unos sorbos de caña con raíz de cipó-miló —medicamento considerado infalible contra las ponzoñas— y le puso en la herida paños humedecidos en la misma infusión; pero el mal estaba adelantado, el veneno roía vorazmente el organismo y todo era inútil para arrancarlo á las garras de la muerte. El rostro disforme, monstruoso, se manchaba de rato en rato con la sangre negra que brotaba de las narices.
Pasóse la noche en horrible expectativa, sin que nadie durmiera. Tomando mate amargo, fumando tabaco negro y comiendo churrascos flacos, los hombres habían dejado transcurrir las horas largas y tristes, comentando el accidente, haciendo pronósticos y proponiendo remedios.
Cuando alumbró el nuevo día, la consternación fué mucho mayor. El enfermo se agravaba; todo el cuerpo, y especialmente las manos y los pies, estaban disformes; la cara, la cabeza y el cuello eran más de monstruo que de ser humano: parecía que le hubieran soplado con un fuelle, distendiéndolo cuanto diera la elasticidad de la piel. No se veían los ojos; la nariz se confundía con las mejillas, y los labios semejaban enorme jeta de negro africano. Un sudor viscoso humedecía la faz rubicunda. Manchas negras cubrían el tronco y las extremidades; y todo él ardía, devorado por la fiebre.
El pardo Luis tragaba el mate amargo á grandes sorbos, pasando desesperada revista á los recuerdos de sus muchos años, en busca de una medicina que en determinado caso hubiera sido empleada con éxito. En las picadas de víbora que él había visto —¡y había visto bastantes!— se había aplicado... ¿Qué diablos podía aplicarle á Juan, que no se lo hubiera aplicado ya?...
Desde el aposito de "infundia" de lagarto, hasta la última hierba de los bañados, habíalo él prescripto y propinado, apoyando su terapéutica con el testimonio del individuo tal, de tal parte, curado de tal modo, en tal época, por tal persona. Al fin, agobiado por la pena que le causaba la desgracia de Juan, y la desilusión de su sabiduría médica, su espíritu se concentraba en el mate que oprimía entre sus dedos gruesos, nudosos, ásperos y oscuros —de un oscuro de bronce viejo— y de rato en rato, meneando la cabeza y escupiendo sobre las brasas, decía con angustia:
—¡Cómo ha 'e sé!... ¡Tuito hemo e morí, á cabo!... ¡Cómo ha 'e sé!...
Carmelo Sosa, el capitán Carmelo Sosa, no había abierto la boca para nada, ni había intentado hacer nada; porque él, en primer lugar, no sabía hacer sino aquello que le ordenara su jefe. No habiéndole dado orden alguna, él pitaba, escupía por el colmillo y hacía marcas en el suelo con el dedo: tres cosas para las cuales no pedía nunca permiso.
Gutiérrez, en cambio, estaba desesperado, siendo, como era, casi hermano del enfermo, y creyéndose culpable por no haber impedido la catástrofe. Le parecía que estando él allí las cosas no hubieran debido pasar de aquel modo, y con la rabia con que lanceaba un enemigo en un "entrevero" peligroso, mesábase los cabellos, unos cabellos rubios y ensortijados que le bajaban hasta los hombros, y a cada instante exclamaba, colérico:
—¡Malhaya!... ¡malhaya!...
Don Marcial era el único que se conservaba sereno. Pasada la primera impresión, seguro del final doloroso é inevitable, había recobrado la sangre fría y la conformidad estoica de los varones fuertes, crecidos en la lucha, llegados á hombres con un rudo aprendizaje de trabajos y fatigas, y descendidos á la edad provecta sin abandonar el puesto de combate y sin ver disminuidas las contrariedades ni aumentada la dicha.
Sentado en un tronco de guayabo, con la caldera entre las piernas y el mate en la mano, esperó tranquilamente que su ex asistente le trajera y le ensillara su caballo, según se lo había ordenado; y cuando le avisaron que ya estaba pronto, salió, recomendando el enfermo á sus dos oficiales sin decir una palabra más ni demostrar apuro. Dos horas después regresó —sudoroso el cabello y empolvado el traje— seguido de un pardo viejo y harapiento, de luenga cabellera crespa, rostro rugoso, ojos opacos, boca sin dientes y abundosa barba cana.
Era el tío Luis, curandero de fama, no tanto por sus vastos conocimientos de herborista, que le habían familiarizado con cuanta hierba y cuanto "yugo" existe en tierra uruguaya, sino por su sabiduría y raro don para vencer. Cuando los medicamentos silvestres no daban resultado, cuando las infusiones y las cataplasmas no surtían efecto, cuando la ciencia de los doctores se reconocía impotente, entonces íbase en busca del pardo Luis, como se va en busca de la Providencia, de lo sobrenatural y del milagro.
Perdida toda esperanza en los medios materiales, corríase aún en busca de la salvación no probable, pero posible, mediante la intervención del misterio, mediante la buena voluntad de un poseído que cura en nombre de Dios, por favor de Dios, como las aguas de Lourdes curan las dolencias de los fanáticos cristianos. No eran para contarse las maravillas que había hecho el viejo curandero mediante el poder de su oscura ciencia nigromántica. Más de una vez había llegado al lecho de un casi cadáver unido al mundo de los vivos por hilo casi impalpable, por llama casi invisible, y él había hecho del hilo una maroma y había soplado la llama convirtiéndola en resplandor de vida.
¿Cómo?...
¡Misterio!...
Al acercarse al lecho donde reposaba Juan, no pudo contener una expresión de disgusto.
—Ya e un poco tarde —dijo—; pero con e favo 'e Dios hemos 'e hace ago.
El enfermo se agitaba en medio de atroces padecimientos. Un temblor nervioso lo sacudía sin cesar, y á las náuseas y los vómitos continuados se unían los repetidos calambres que amenazaban romper las fibras musculares de los miembros.
Sin embargo, el extraño médico no se desmoralizó. Con su mano negra y callosa oprimió la frente del mozo, le hizo varias cruces en la boca, en la cabeza, en el pecho, y luego, pidiendo un vaso, salió de la covacha solicitando que le dejaran solo.
Llenó de agua el vaso, y sacando de la cintura su cuchillo, trazó en el suelo un sello de Salomón; después, con la punta de la hoja acerada, recogió una pequeña porción de tierra de cada sección de círculo y las fué echando en el vaso.
En seguida, con ademanes de sacerdote mago, misteriosos, solemnes, incomprensibles, levantó el vaso á la manera de un cáliz, murmurando una oración ininteligible. Miró el sol, dio dos ó tres vueltas, se arrodilló, pronunció otra oración extraña y, santiguándose con al vaso, fuese á la cama del paciente.
Una vez allí, hincó una rodilla en tierra, levantó con la mano izquierda la cabeza de Juan, y mientras con la derecha le hacía beber el líquido, pronunció cuatro palabras cabalísticas, cuatro vocablos oscuros é incomprensibles que los asistentes no intentaron descifrar.
Luego arrojó al suelo el vaso vacío. En seguida comenzó á recoger los pedazos. Durante esta operación, el rostro del viejo estaba ceñudo y sombrío; sus conjuntivas mostrábanse más rojas que de costumbre; las numerosas arrugas de la frente se marcaron más hondas, y sus largos dedos nudosos palpaban el pavimento en busca de los fragmentos de vidrio.
Cerciorado de que los tenía todos en la mano, se puso á contarlos uno por uno, con gran cuidado, demostrando que atribuía suma importancia á la exactitud de la cuenta. Don Marcial y sus tres amigos rodeaban al curandero, lo oprimían, lo observaban, lo interrogaban ansiosamente con las miradas afligidas que traducían con fidelidad la angustia de sus almas sencillas y afectuosas.
Seguían con prolija atención todos los movimientos del sabio, pareciéndoles, en la tribulación de sus penas, que se les escapaba una esperanza al perder un detalle. El tío Luis no era fuerte en aritmética: contaba despacio y mal, equivocándose á menudo, lo cual mortificaba á los espectadores de la escena y le irritaba á él mismo, que debía volver á comenzar á cada instante.
Ora porque al ir á coger un trozo de vidrio se olvidaba de lo que llevaba contado, ora porque al pasarlos de una mano á otra se le escapaba más de uno, ello es que la cuenta se hacía interminable. Gutiérrez, que era quien más anheloso se mostraba, intentó varias veces llevar la suma, salvando los errores del viejo; pero éste se amoscaba, echándole la culpa de la equivocación; tornaba á empezar, en medio del silencio, que hacíase triste, misterioso, cruel, en la pequeña pieza casi á oscuras, entre aquellas cuatro paredes negras, de las cuales brotaba aún penetrante el olor de la tierra fresca y se mezclaba al olor del chalchal verde y al hedor de las "bajeras" y "caronas" pasadas de sudor.
Por fin concluyó el pardo la cuenta, y sea por haber vencido la dificultad aritmética, sea porque le agradara el número obtenido, su rostro se iluminó, se despejó su frente, é irguiéndose cuanto se lo permitía el fardo de sus muchos años, exclamó gozoso:
—"¡Onse!... To ta güeno, poqu'e none"...
Después se acercó otra vez al enfermo; púsole sobre el pecho las dos manos cerradas conteniendo los vidrios, y con el tono del niño que recita una fábula, pronunció en portugués chapurreado la extraña oración que, arreglada, damos en seguida:
—"Juan Martínez, hijo mío, yo te bendigo en nombre de Dios, por orden de Dios y por el poder que me ha dado Dios; y con ese poder ordeno una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco veces, seis veces, siete veces, ocho veces, nueve veces, diez veces, once veces, que el veneno de la víbora que te ha picado salga de tu cuerpo gota á gota, y deje limpia tu sangre y se hunda en la tierra negra, en la tierra fea, en la tierra fétida donde moran los animales malditos: los asquerosos reptiles, los sapos inmundos y los repugnantes escarabajos; y cuando estés curado por este grande favor de Dios Todopoderoso, no te olvides de dar una vez, dos veces, tres veces, cuatro veces, cinco veces, seis veces, siete veces, ocho veces, nueve veces, diez veces, once veces, las gracias al Dios grande y justo, remunerador de los buenos."
Cuando hubo concluido, y como nadie se atreviera á romper el silencio que reinaba en la pieza, sonriendo con orgullosa satisfacción, y guiñando ora uno, ora otro de sus ojillos turbios,
—E veleno era juete —dijo—; 'e bíbora e la cruz bieja; pelo la vencelura ha sido güeña tamién; ¡nu'ay piligro!...
Luego, dirigiéndose al patrón:
—Vamo á ve esa cachacha, don Marciá...
* * *
Quince días más tarde don Marcial carneaba dos vaquillonas con
cuero. En medio del paisanaje alegre y decidor, el viejo curandero se
paseaba como un sacerdote misterioso y solemne.
Todos se afanaban por servirle, y más especialmente que ninguno Juan, quien, aunque pálido y demacrado, había recobrado el buen humor y el apetito, y hablaba de volver pronto al bañado á continuar la interrumpida labor.