La Vergüenza de la Familia

Javier de Viana


Cuento


I
II

I

En el atardecer neblinoso, los gigantes eucaliptos de Palermo, los jardines enmustiados y los caminos desiertos, parecían pintados de gris, presentando un conjunto de suprema melancolía. Era un silencio casi absoluto y los árboles, sin un pájaro que hiciese temblar una rama, permanecían tan inmóviles, fríos, impasibles, como los mármoles y los bronces que se yerguen entre las frondas del bosque.

Largo rato hacía que José Luis meditaba, sentado en un banco de la Avenida Sarmiento, junto a una palmera en cuyo grueso tronco se enroscaba, como serpiente, una hiedra opulenta.

Los carruajes que de tarde en tarde rodaban, casi sin ruido, por la enarenada vía, no conseguían interrumpir su honda meditación.

Los ojos enrojecidos y las pardas ojeras que los sombreaban eran testimonio de cruel noche: de insomnio.

Tenía por delante, perenne, imborrable, el rostro de su buena compañera, aquel rostro rebosante de bondad, que hacía heroicos esfuerzos por disimularle la pena que laceraba su alma y que él, mejor que nadie, comprendía.

Quince días llevaban de estada en la capital, y si todos ellos fueron amargos, el penúltimo colmó la medida de lo soportable.

Durante la cena fastuosa y la tertulia subsiguiente, doña Elvira, la madre de José Luis, y sus hermanas, agobiaron bajo el peso de sus sátiras y desdenes a la humilde María Esther, la «Chacarera», como la nombraban ellas.

En la comida, como María Esther rehusara un plato de mayonesa de homard, Carola, la hermana mayor de José Luis, dijole con manifiesta maldad:

—Pruébalo: hay que educar el gusto!

Y doña Elvira la observó:

No la forcés, hija; estos platos no son para paladares acostumbrados a la buseca y la polenta.

—¡Qué gracioso!—festejaron varias de las invitadas, mientras la «Chacarera», arrebolado su rostro, hacía heroicos esfuerzos por retener las lágrimas que afluían a sus ojos.

Pretextando una indisposición se retiró temprano a su aposento, seguida de José Luis, que la abrazaba tiernamente diciéndole:

—Comprendo lo que te hacen sufrir, queridita mía, pero te ruego tengas un poco más de fortaleza... Es mi madre y son mis hermanas, cabezas huecas, infladas de vanidad... y es el atolondrado de mi hermano Octavio, capaz de herir despiadadamente a su mayor amigo por el placer de colocar un chiste... o algo que él cree un chiste!...

María Esther guardó silencio y apoyando la cabeza en el pecho de su esposo, dió libre curso al llanto que la ahogaba.

Profundamente conmovido, José Luis se desprendió, diciéndola:

—Voy a despedirme de los invitados y vuelvo en seguida.

Al ir a penetrar en el salón se detuvo un momento detrás del espeso cortinado y oyó a su madre que decía:

—La «Chacarera» no es mala; pero la educación mis hijitas, no se adquiere.

—¿Es de muy bajo origen, no?

—¡Figúrense!—afirmó Carola;—¡Hija de un inmigrante italiano!

—¡Parece mentira que José Luis haya olvidado su ilustre cuna para casarse con una chacarera!...

—Calle, señora: es la vergüenza de la familia!...

Al escuchar aquella hiriente frase, salida de los labios de su madre, el mozo sintió tentaciones de abalanzarse y gritarles con toda la fuerza de su indignación y de su pena:

—¡Cuando después de morir mi padre ustedes continuaron derrochando los restos de su fortuna, sin más preocupación que satisfacer sus necias vanidades, yo me fui al campo, me hice chacarero, luché, triunfé y gracias a mi esfuerzo y a mi generosidad y a mi cariño filial, pudieron mantener ustedes el boato y la apariencia de una fortuna desaparecida! Cuando un profundo amor me unió con esa santa muchacha, más culta que ustedes y a quien ustedes llaman desdeñosamente la «Chacarera», ella puso a mi disposición, a la disposición de ustedes, su fortuna, muy superior a la mía!... Y la mayor parte de los lujos de ustedes, de los fútiles triunfos sociales, los paga la humilde hija del inmigrante italiano a quien pretenden humillar con el brillo de su estirpe, olvidando que nuestro bisabuelo, el fundador de la familia, fué un modesto pero heroico bolichero coruñés!...

Logró dominarse sin embargo, como varón fuerte que era, probado y adobado en la lucha...

Era cerca de mediodía cuando abandonó el banco de la Avenida Sarmiento, ya serenado el espíritu por la resolución tomada.

Llamó un auto, fué a su casa, donde todos, dormían aún, y se encaminó a su habitación donde lo esperaba María Esther, pálida, con los ojos enrojecidos, con una expresión de extrema angustia en el semblante.

Después de besarla con cariño, ordenó:

—Prepara los baúles, querida; esta noche regresamos a nuestra casa.

—¿De verdad?—exclamó ella jubilosa

Y él afirmó:

—Si; parece que somos la vergüenza de la familia y debemos eliminarnos.

María Esther quedó un instante perpleja, y luego suplicó:

—¿Pero no dejaremos de seguir mandándoles nuestro subsidio?... ¡Yo no quiero eso!...

—¡Santa!—respondió José Luis estrechándola entre sus brazos.

II

La brusca partida de José Luis sorprendió pero no apesadumbró a su familia. La presencia de María Esther la hija de un humilde inmigrante enriquecido, parecía un baldón de ignominia para aquella casa de ilustre abolengo.

El mismo José Luis, con la cierta tosquedad adquirida en sus largos años de vida rural, disonaba en aquel medio donde la futileza, la galantería insubstancial, el chisme y la maledicencia constituían la expresión de la más exquisita cultura social.

A pesar de que los «chacareros» contribuían cada vez en mayor escala al sostenimiento del boato de la familia, José Luis sólo había recibido de ella tres cartas en cuatro años.

La primera expresaba:


«Te comunico que nuestro querido Octavio, después de brillantes estudios, acaba de recibir su diploma de abogado... Yo siempre dije que este muchacho iba a ser la gloria de la familia»!


—¡Pobre mamá!—exclamó sonriendo bondadosamente.—¡Siempre con sus chifladuras de aristocracia!...

—Es justo que tu hermano sea la «gloria de la familia», ya que nosotros somos la vergüenza»,—espondió María Esther con un dejo de amargura.

—¿Te aflige?

—Por mí, no; por tí, que eres tan bueno con ellos, quienes te pagan con ingratitudes y ofensas.

—Las madres no ofenden nunca,—replicó con cierta severidad el mozo.

Y en seguida, arrepentido, tomó a su esposa entre sus brazos y le propuso cariñosamente:

—¿Vamos a pasear por el parque?... El día está hermoso, y los árboles, las flores, la alfombra de trébol y las orquestas de calandrias y cardenales nos son más gratos que las suntuosidades y las soserías de los salones. Sintámonos orgullosos de ser hormigas y compadezcamos a las cigarras.

Seis meses después llegó la segunda carta de doña Elvira.


«Te escribo para darte la grata nueva de que nuestro querido Octavio contraerá matrimonio el 28 del próximo mes, con la señorita Isabel Martínez, hija del riquísimo industrial don Ruperto Martínez. Como comprenderás, será una fiesta magnífica y debemos mantener nuestro rango.. Así es que te agradeceríamos nos girases quince mil pesos, que Octavio te devolverá inmediatamente...


—¡La gloria de la familia!—exclamó José Luis, lanzando una sonora carcajada.—Parece que no es necesario ir a Estados Unidos para redorar blasones!...

Y siguió leyendo:

>«Nosotros tendríamos el mayor gusto en que asistieses al enlace; pero como concurrirá lo más granado de nuestra sociedad, y tú, naturalmente, no podrías venir solo...


José Luis telegrafió simplemente:


«Mis felicitaciones. Giro la suma pedida, justo homenaje de quien es la vergüenza de la familia a quien constituye su gloria».


La tercera carta anunciaba que Octavio había sido incluido en la lista de candidatos a diputados por la capital; y con ese motivo, la madre cantaba un nuevo himno a la «gloria de la familia.»

Transcurrió mucho tiempo sin noticias, hasta que una tarde, al regresar de su cotidiana inspección al campo y los sembrados, María Esther le entrgó un telegrama de la capital. Lo firmaba doña Elvira y decía sólo:


«Ven inmediatamente. Ocurre algo gravísimo.»


—¿Habrá algún enfermo?—interrogó angustiada María Esther; y José Luis sacudiendo la cabeza, respondió:

—No me parece; presiento algo peor.

Esa misma noche tomó el tren que lo conduciría a la capital.

En la casa materna lo recibieron con inusitada afabilidad, y al indagar lo que ocurría, doña Elvira, toda llorosa, le contó que Octavio había hecho malos negocios, que estaba preso y que esperaba que él lo salvase, salvando al mismo tiempo el honor de la familia.

—Está bien—respondió;—voy a enterarme.

Sus indagaciones le descubrieron la horrible verdad: Octavio después de haber derrochado rápida y estúpidamente la fortuna de su esposa, en juegos y en orgías, se fué hundiendo en el fango de los negocios deshonestos, cuyo desenlace fué la ignominia de la cárcel.

José Luis tuvo que sacrificar las dos terceras partes de sus bienes, honrada y costosamente adquiridos, para salvar a su hermano.

Al despedirse de su madre y hermanas, no pudo retener un reproche.

—¡Yo me voy: ahí les queda la «gloria de la familia»!

—La envidia te ha hecho ser siempre perverso con tu hermano!...

—No te extrañes mamá—intervino Carola;—el pobre no tiene la culpa; es la educación que le ha dado la «chacarera»!...

Publicado el 11 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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