La Voz Extraña

Javier de Viana


Cuento


A Ricardo Rojas.


En los espesos espinillaros que cubrían, basta ocultar la tierra, las dilatadas llanuras del Pay-ubre, comenzó a escucharse un rumor grave, continuo, cada vez más sensible y nunca hasta entonces oído en la comarca.

Era una extraña voz que venía desde el lejano sur, inquietando a la escasa población montaraz, que no le hallaba semejanza con las voces de los seres ni de las cosas por ella conocidas. A veces parecía un trueno, remotamente estallado; en ocasiones diríase el retumbar de miles de cascos de equinos lanzados en frenética huida; de pronto tenía las rabias del pampero que se hinca en el hierro espinoso de los ñandubays o que zamarrea, sin logran abatirlos, los airosos caradays de la llanura; por momentos recordaba el habla ronca del Corrientes en sus crecidas máximas; a instantes se endulzaba, remendando un coro de calandrias en armoniosa salutación a la aurora; y en determinados momentos era como un áspero rugir de pumas que hacía estremecer los juncos de la vera del río y achatarse las gamas en la oscura humedad de los pajonales.

Pero no era la voz del trueno ni la de los vientos, ni la de las fieras, ni la de los pájaros: esas voces las conocían bien en todos sus matices los montaraces pobladores del Pay-ubre. No. Era una voz rara, sin parentesco con la agria voz con que Añang salmonea en la oscura noche selvática su misa demoníaca, asistido por ñacurutús silenciosos y rodeado de baracayás y jaguarundís, cuyas fosforescentes pupilas destilan odio a la luz. No era tampoco el grito gutural de los guaycurús reventando en los tallos de los caraguatás, ardiendo en la púrpura de los ceibos, resonando en el bronce de los lapachos y en el hierro de los urundays... No era la vieja voz indiana, a veces melancólica como los lamentos del boyero, a veces altiva como el grito del chajá—gascón de los esteros,—otras burlona como el silbido del morajú, otras traviesa como las provocaciones del aguarachay, y, con frecuencia, imponente como rugir de jaguareté...

No; no era esa voz torpe, pero armoniosa y enérgica de la tierra indígena.

Tampoco era la voz cristiana que los vientos del norte solían traer, como un lamento, desde las herbosas ruinas de Apóstoles y San Carlos, en las acuitadas riberas del Pondapoy y del Cuñá Marió, donde se asolean las iguanas y se trenzan los ofidios sobre las piedras, devota y pintorescamente labradas por anónimos artistas jesuitas. Años hacía que no se escuchaba esa voz, cuyos últimos ecos dormían quizá en el misterio de las aguas muertas del Iberá...

No; no era nada de eso; era un rumor que no habían escuchado jamás los indóciles pobladores de la época precolombiana: ni lo sumisos obreros nativos del imperio jesuítico, ni los mismos padres, señores del dominio; ni los heroicos guerreros que formaban los tercios conquistadores, ni los esforzados capitanes que los conducían a la temeridad de la aventura; ni los linajudos señores que gobernaban y disponían en nombre y representación del poderoso rey de las Españas.

Vanamente intentaban los sencillos moradores de las ásperas soledades del Pay-ubre interpretar la voz extraña que venía del sur, que tenía algo de todas las voces conocidas: fiereza nativa, piedad cristiana, majestad del trueno, potencia de huracán, dulzura de canto alado, furor de torrente, bramido de fiera... Era imperiosa como un himno y era tierna como una endechaera enérgica y varonil y era al propio tiempo caliente y suave como el regazo de las madres. Era bella como nuestro cielo y majestuosa como nuestro sol.

Intimidando, como todo lo desconocido, sonaba, sin embargo, simpáticamente en el fondo de las almas sencillas de los rudos pastores que empezaban a sentir ansias de verla corporizada.

Un día, a principios de Noviembre de 1810, Atanasio Lapalma, que regresaba del sur, donde fuera conduciendo una tropilla de novillos, trajo la explicación del enigma: aquella voz compleja, extraña, imperativa, había sido lanzada a los ámbitos americanos por el pueblo de Buenos Aires reunido en la plaza Mayor el 25 de Mayo.

Y si la voz se oía ahora distinta, cercana, era porque en el pueblo de la bajada del Paraná, el general Manuel Belgrano la repetía con un grupo de mil patriotas que iban al norte predicando el evangelio de la Libertad.


Publicado el 31 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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