A Benjamín Fernández y Medina
I
Quizás Orestes Araujo—nuestro sabio é infatigable geógrafo—sepa la ubicación precisa del arroyo y paraje denominados de "Urubolí", el lindo vocablo quichua que significa Cuervo blanco, y que, según Félix Azara, dio origen á una curiosa leyenda guaranítica. Las cartas geográficas del Uruguay no señalan ni uno ni otro; y por mi parte sólo puedo aventurar que están situados allá por el Aceguá, en la región misteriosa de ásperas serranías mal estudiadas, de abruptos altibajos donde mora el puma, y abras angostas donde suele asomar su hocico hirsuto el aguará, en los empinados cerros de frente calva y de faldas pobladas de baja y espesa selva de molles y espina de cruz. Ello es que, encerrado entre dos vertientes, existía hace tiempo un pequeño predio, un vallecito hondo y fértil, rico en tréboles y gramillas, donde acudían en determinadas épocas las novilladas alzadas. En un flanco de la montaña, mirando al Norte, alzábase un ranchejo de adobe y totora, y en él moraba el poseedor—ya que no el dueño—de aquel bien mostrenco.
Segundo Rodríguez se llamaba el usufructuario de la tierra y de la hacienda; y era el tal un gigante que, parado en el interior del rancho, no tenía nada más que estirar la mano para tocar la "cumbrera". Para hacerse unas botas —que no sé por qué se llamaban y siguen llamándose de cuero de potro—necesitaba las piernas de un novillo corpulento y tenía que sacar la piel desde muy arriba, de cerca de la "capadura". Sus piernas eran dos troncos, que el más prolijo estanciero hubiera codiciado para horcones de su galpón; su busto era macizo y ancho, y sobre él, unida á un cuello de toro, descansaba una cabeza pequeña, la clásica cabeza de Hércules. Sus brazos estaban en relación con las piernas, y las manos no eran tan largas, pero sí más anchas que los pies. Segundo Rodríguez pasaba por muy presumido en el vestir y poseía una navaja con la cual se afeitaba todos los sábados, cortando pelos como quien corta árboles en el monte, sin respetar nada más que el espeso y negro bigote, que era su orgullo. No hay para qué decir que no ponía mucho cuidado al afeitarse, y rascaba con fuerza los mofletes rubicundos, «como quien lonjea guascas», según su propia pintoresca expresión; y al concluir la obra reía de buena gana al mirarse en un pedazo de espejo y encontrarse «tuíto charquiao». La frente era baja y estrecha, una de esas frentes sin luz que van diciendo el cerebro que guardan. Las cejas muy pobladas, la nariz fuerte y aguileña, los ojos pequeños y vivos, rebosando malicia y una de esas miradas que son brillantes como una superficie bruñida, que reflejan, pero que no emiten luz, como en todos los seres en que la vida es simplemente sensitiva. En lo físico y en lo moral, Segundo Rodríguez era un Porthos, un Porthos gaucho, noble, valiente, vanidoso y caballeresco. Fuerte como un toro, bravo como bagual de sierra, bueno como china antigua, decidor jaranista, servidor y desprendido, era bruto como «bota nueva». En su faz, tostada por las inclemencias del tiempo, no se había marcado ninguna arruga, porque las arrugas del rostro son huellas de ideas. No sabía á ciencia cierta cuándo había nacido, ni dónde ni de qué padres: cosas eran éstas que no tenían mayor importancia en la buena vida nómada de nuestros felices antepasados. No calentó los bancos de la escuela, porque en aquella época se empezaba temprano el oficio de soldado. El gobierno «arreaba» chicos y grandes, y las revoluciones entusiasmaban y ponían en armas á grandes y chicos. Y, por otra parte, la escuela era innecesaria. Para enlazar, «pialar», domar, pelear y manejar el naipe y la taba, no era menester saber leer ni escribir; los contratos se hacían verbalmente, garantidos por la fe de la palabra gaucha, muy rara vez violada, y como entonces no había Universidad, no se conocía la plaga de abogados, escribanos y procuradores; de manera que los pleitos eran raros y la propiedad estaba relativamente garantida. A la vuelta de una de sus campañas, y llamándose ya «el capitán Segundo Rodríguez», pobló en el vallecito de Urubolí y se dispuso á vivir allí como pudiera, porque no tenía recurso alguno. Su grado, como los de casi todos los jefes y oficiales gauchos de aquella época, era lo mismo que las baronías brasileñas, puramente honorífico, simplemente decorativo. Poco paraba en su rancho. Las carreras eran su pasión primera y su primera fuente de recursos también; después seguían el naipe y la taba. Por asistir á una jugada andaba leguas, y no conocía distancias tratándose de ver correr un parejero de renombre. Cuando permanecía en su casa no le faltaban amigos con quienes tomar «el amargo» y charlar á gusto de acciones de guerra, de caballos y desafíos. Su fortuna la constituían su apero y su tropilla, nueve "pingos», de los cuales tres—un tordillo, un overo y un gateado—eran parejeros de nombradla. De tiempo en tiempo convocaba á sus amigos para hierras ó apartes de novillada alzada . Era aquélla penosa y arriesgada faena, que el gauchaje desempeñaba entre alaridos y frenéticas corridas de cazador salvaje. Enmedio de todos, por numeroso y selecto que fuese el grupo, siempre Segundo Rodríguez descollaba. Era de verlo en aquella lidia. Calzaba bota de potro y espuela chilena ; recogía el «chiripá» bajo el «tirador» de badana; desabrochaba la camisa de percal y echaba á la espalda el sombrero, sujeto al cuello por medio del barboquejo. Cerraba piernas a su flete, corriendo en dirección al toro más corpulento y bravio, se abría cancha con un rugido de su voz estentórea, y lanzaba, «con todos los rollos», el pesado lazo de doce brazas. Sonaba la argolla al chocar contra la frente del vacuno y la armada se cerraba alrededor de la fiera cornamenta.
Entonces gritaba con el orgullo de un jefe ordenando una carga decisiva:
—¡Aura los pialadores de güen pulso y garrón juerte!...
En un segundo, diez jinetes habían desprendido el lazo y desmontado, corriendo aprisa hacia la res embravecida.
—¡Pido la imaginaria! — vociferaban en coro; y estrujándose, armando los lazos, se acercaban enardecidos.
Oíase una estruendosa gritería.
—¡Aguajajaaa!... ¡aguajajaaa!...
—¡Aflójele á esa maula, capitán!...
—¡Aguajajaaa! ¡brrr! ¡aguajajaaa!...
Y el capitán respondía sereno:
—No se apuren, muchachos, que no arrebatando hay pa todos.
—¡Aflójele! ¡aflójele!...
—¡Déme lao, compañero!
—¡No apriete, que no es pa queso!...
—¡Aguajajaaa!... ¡aguajajaaa!...
Enloquecido por los gritos, el toro bufaba, sacudía el borlón de la cola, escarbaba el suelo con la pezuña, bajaba el testuz y embestía fiero. Diez armadas de lazo lo recibían, ligándole las manos y tumbándolo pesadamente. Antes de que la bestia pudiera hacer un movimiento, los hombres estaban encima, y quién le oprimía el flanco, quién le torcía el cuello, quién le quitaba el bozal de las aspas y lo aseguraba en las patas traseras, "pa estaquiarlo". En seguida venía la marca del estanciero, un fierro grandote y hecho ascuas, que se aplicaba en la pierna, en la grupa, en las costillas, donde mejor cuadrase. Después uno del grupo, reconocido como de "buena mano", desenvainaba el cuchillo y operaba rápidamente la mutilación, y, por final, cortábale las cerdas de la punta de la cola, "pa que se supiese que le faltaba... lo de alegar." Y,
—¡A bañarse, cuzco bayo, y á castigar con el rabol—como gritaba Rodríguez. En seguida á caballo, para continuar la tarea en la misma forma, con idéntico entusiasmo é igual algarabía.
II
—¿Y vos, Librija, qué haces ay como zorro atrás de una chilca? ¡Ah, Librija! ¡Siempre maula lo mesmo que mancarrón tubiano!...
Estas palabras del capitán fueron dirigidas á un hombrecillo de aspecto lastimoso, que, caballero en un jamelgo escuálido y miserablemente enjaezado, había permanecido alejado del rodeo, á la entrada de una abra, más dispuesto á escurrir el bulto detrás de las peñas que á dar el frente y sostener la embestida de una atropellada. Tenía este tipo unas piernas cortas y flacas y unos largos pies perezosamente apoyados en los estribos; sus manos pequeñas, de dedos afilados, asentaban en la cabecera del "recado", el busto se encorvaba hacia adelante y la cabeza caía sobre el pecho cóncavo; el rostro era enjuto, muy poblado de barba negra, y armado de una poderosa nariz de ave rapaz. Las mejillas descarnadas y terrosas, los labios finos, los pómulos aguzados, el mentón prominente y unos pequeños ojos obscuros y lucientes, acusaban el hombre astuto y de recursos. Se llamaba Casiano Mieres y era el amigo inseparable, el hermano de Segundo Rodríguez, en cuya casa vivía desde muchos años atrás. En los ranchos, en las carreras, en las jugadas, en los viajes, siempre se les veía juntos. Alguien les puso por mote la Yunta de Urubolí, y la designación quedó y ya nadie les llamaba de otro modo en el pago y fuera de él.
Jamás se vio amistad más estrecha ni más extraña. El capitán Segundo Rodríguez era un toro, un toro en lo grande, en lo bravo y en lo audaz. Casiano Mieres fué el Don Juan de la leyenda gaucha, hecha hombre: el zorro de inmensa astucia é inagotables recursos para salir airoso en las más críticas situaciones. No tenía ni poder físico, ni poder moral, ni músculos, ni valor; pero manejaba admirablemente el naipe y era profesor en "pasteles" . No sabía manejar el lazo á la puerta de una manguera, ni se entusiasmaba corriendo en un rodeo; pero nadie en el pago componía mejor un "parejero", ni tenía mayores ardides para hacer mal juego y engañar á los veedores. Era incapaz de armar ó de quinchar un rancho, y jamás había cogido la tijera para esquilar una oveja; en cambio, con la vihuela en las manos, las cuerdas reían en los "pericones" y lloraban en los "tristes", En su época tal vez no hubiese otro gaucho que no supiese trabajar en guascas, cortar "tientos" y "echar corredores". Sin embargo, hasta los hombrazos de barba espesa y crin revuelta lagrimeaban al escuchar sus décimas; porque su voz—decía un viejo paisano contemporáneo—"era mesmamente como humo de mataojo en cocina chica, que hace llorar á chorros". Nunca discutió con nadie. Hablaba poco, era complaciente con todos y, no teniendo jamás opinión propia, daba la razón á todos. Las bromas, las pifias y los insultos de que era objeto continuamente no lograban hacerlo enfadar, ó, por lo menos, exteriorizar su enfado. Le despreciaban, pero le temían sus camaradas. En el tapete se lo disputaban por echarlo de gallo, dándole una "vaca", qué en sus manos no había peligro de que resultase machorra, aunque era casi seguro que resultase mal la cuenta y faltaran onzas al final. Siempre "pitaba ajeno" y jamás pagaba la caña que bebía. Andaba en el caballo que le prestaban; comía donde hallaba un churrasco pronto; "cimarroneaba" en todos los ranchos y hasta en los caminos con los carreteros que encontraba en las siestas; dormía en las pulperías, en casa de los vecinos, ó á campo raso, siempre teniendo por cama su pobrísimo recado y por abrigo su poncho "vichará". Constituía una especie de bohemio gaucho: cuerpo miserable é inteligencia sutil, que tenía un profundo desprecio por todos los hombres, por todos los seres y por todas las cosas. Su caballo solía permanecer un dia y una noche atado al palenque, ensillado y con freno, sin comer y sin beber; galopaba lo mismo con el fresco de la mañana ó con el incendio de los mediodías de Enero, que con las heladas de los crepúsculos de Agosto, suponiéndole poco que la pobre bestia muriese de insolación ó se pelase por la sarna desde la cruz á la cola. Igual le daba galopar por la blanda cuchilla alfombrada de yerba, que sobre los guijarros de un cerro ó los lástrales de la sierra. Y si el animal se detenía, rendido de fatiga, desensillaba tranquilamente, sin un momento de malhumor, sin un asomo de contrariedad, y seguía despacio, muy despacio, con el recado al hombro. Si encontraba algún rancho cerca llegaba á pedir caballo; si no... agarraba el primer "mancarrón" que encontraba y que "paraba á mano" ó se ponía átiro de "bolas". Era superior á todos sus congéneres, porque tenía más desarrollado que todos ellos el desprecio por los hombres y por las miserias de la vida. Era inteligente hasta el punto de no tener odios ni vanidades; era inmensamente grande, merced á la carencia absoluta de sentido moral. Los convencionalismos sociales no le estorbaban en lo mínimo. Los había arrojado como á poncho mojado que incomoda y no abriga.
Tal era Librija. Su amistad con Segundo Rodríguez fué toda una historia. Las gentes del pago la cuentan así:
En las grandes carreras jugadas en las puntas del Caraguatá sólo los brasileños apostaban—y eso aprovechando la usura—al colorado patiblanco de Juca Pintos. En cambio el gauchaje oriental "tapaba con onzas" el tordillo del capitán Rodríguez. Cuando llegó la hora de enfrenar, un gentío inmenso rodeó á los corredores y las apuestas se cruzaron formuladas con frases insultantes.
—Veinte patacones contra quince... ¡voy al tordillo, caballeros!...
—¡Diez novillos contra seis, y juego al mesmo!
Una voz gruesa y áspera resonó:
—¡Cien onzas al tordillo, y doy luz pa tuito el mundo!
El silencio que produjo aquella gruesa suma ofrecida á las patas de un caballo fué roto con sonoras carcajadas, motivadas por el reto de un morenito:
—Yo tamién doy lu... ¡Una pataca al ñandú del capitán!...
De rato en rato se oía una voz tímida que decía:
—Tomo diez á tres.
Empezaron las partidas. El día estaba nublado y la pista blanda con la lluvia de la víspera. Los caballos, en sus rápidos arranques, hacían saltar el lodo con los cascos, "cachetiando" á los curiosos. Toda la concurrencia estaba impaciente. El único que conservaba su habitual serenidad era Casiano Mieres, Librija, que corría el colorado en camisa y calzoncillos, el espolín calzado sobre la carne, un rebenque en cada mano y una boina roja en la cabeza.
Un moreno viejo, con una fuente bajo el brazo, pregonaba á gritos:
—¡Pasteles! ¡Pasteles!
Y un gaucho andrajoso, melenudo, arrastrando las chancletas, ofrecía:
—¡Sandía güeña, sandía!...
En tanto las partidas se eternizaban, y Casiano fingía no oir los repetidos convites de su adversario. La impaciencia crecía, y cuando ya se había decidido poner bandera, Librija gritó:
—¡Vamos!
Y el contrario, aceptando:
—¡Vamos!—respondió
Los dos caballos partieron como flechas: el tordillo medio atravesado y algo encogido; el colorado firme y en toda carrera, ganando del primer arranque un cuerpo de ventaja.
Sintióse el tropel de la concurrencia, que galopaba precipitadamente hacia la meta, ansiosa de ver la llegada.
A los doscientos metros el tordillo, "curtido á lazo y espuela", había logrado recuperar el terreno perdido en la salida, apareándose al contrario; hizo un nuevo esfuerzo y su fina cabeza pasó la cabeza del colorado. Desde allí la lucha siguió reñida hasta los trescientos metros, al pisar en los cuales el caballo del capitán llevaba medio cuerpo de ventaja.
En ese momento Rodríguez gritó entusiasmado y considerando el triunfo seguro:
—¡Cien onzas á diez!
—En pago—contestó con tranquilidad un ricacho brasileño.
Y en el mismo momento el tordillo perdió pie y se dio vuelta, arrojando lejos al jinete.
Hubo un momento de asombro. Casiano pasó al galope el "maneador" que servía de meta. Los jueces sentenciadores se reunieron y deliberaron breves instantes. El comisario los oyó, y, alzando el "arreador plateado", exclamó dominando el vocerío:
—¡Caballeros! Para todos: ¡el caballo colorao ha ganao!...
Segundo Rodríguez, silencioso y con el ceño fruncido, se fué abriendo paso con el encuentro del caballo y llegó hasta donde estaba Juca Pintos, un viejecito apergaminado que, muerto de frío en pleno verano, ocultaba la cabeza, cubierta por un pañuelo de yerbas y un gran sombrero de fieltro, entre el cuello del poncho y la boa arrollada al cuello.
Al acercársele, el capitán dijo secamente:
—Le corro la mesma carrera pa mañana y por cincuenta onzas.
—Está bom—respondió con calma el brasileño.
El capitán se alejó pálido y cejijunto. No se podía conformar con la fatalidad que le había hecho perder una carrera considerada "en fija". Las pérdidas materiales, que eran grandes, no le suponían nada; lo que sufría era su amor propio. Le quedaba poco dinero, pero no le fué difícil encontrar entre los amigos la manera de completar el monto de la apuesta.
Al día siguiente, los partidarios del tordillo no tuvieron necesidad de dar usura. Las ofertas eran aceptadas en el aire, y ya no se jugaba en especie: tantos novillos, tantas vacas; cien reses de corte, veinte potros, cincuenta yeguas; este fiador contra lo que den; este rebenque en lo que lo tasen; cinco lecheras paridas; el caballo ensillado en lo que ofrezcan.
Y los muchachos, taloneando los "petisos", pasaban al tranco gritando:
—¡Un vintén al tordillo!...
—¡Una torta al tordillo!...
—¡Una balastraca al tordillo!...
—¡Una sandía al tordillo!...
—¡Dos pasteles al tordillo!...
—¡Al tordillo esta manea!...
El negro viejo hacía coro:
—¡Pasteles! ¡pasteles!
Y el gaucho harapiento acompañaba:
—¡A la rica sandía! ¡á la rica sandía!...
Al empezar las partidas fuertes ya casi no se oían apuestas. Más de cuotrocientas personas, que formaban la concurrencia, estaban absortas, enmudecidas por la ansiedad. Hasta las chinas "quitanderas", de suyo barullentas como loros barranqueros, guardaban silencio, se empinaban sobre la punta de los pies y estiraban el pescuezo para ver mejor. Más de una pierna temblaba—como en los preparativos de una batalla—, dejando oir el runrún de las espuelas. Los corredores no lograron ponerse de acuerdo: entraron en "las obligadas", se puso bandera, pasó aún media hora, y al fin el pañuelo blanco se bajó en medio de la ansiedad general.
El tordillo sacó luz en la salida y siguió adelante hasta el segundo tercio del camino; pero en seguida su carrera comenzó á flaquear y el colorado se le apareó sin grandes esfuerzos, lo pasó y llegó cortado á la raya ganadora.
Apenas había desmontado el corredor del tordillo, cuando Rodríguez llegó hasta él, cogió la brida, y desnudando la daga, la hundió en el cuello de la bestia. Esta cayó agitándose convulsa, y el capitán limpió tranquilamente el acero en la crin del bruto muerto, tornó á envainar y dijo con voz pausada, dirigiéndose á los numerosos espectadores de esta rápida y extraña escena:
—Lo que no sirve pa nada, se degüella. ¡A los maulas hay que matarlos pa que no echen cría!
III
Pasó el verano, transcurrió el otoño, llegó el invierno y nadie vio en jugadas ó carreras al capitán Segundo Rodríguez. Su doble derrota lo había abatido de tal modo que no hallaba gusto en salir de su rancho.
Una tarde, á la entrada de la primavera, llegó Primitivo Gómez, un viejo amigo y compañero suyo, hermano de armas y camarada de juegos. Tomaron mate, hablaron de "bueyes perdidos", comieron con apetito el sabroso asado, y mientras á manera de café, volvían al "amargo", el visitante dijo con aire distraído:
—¿Y sus parejeros, amigo Rodríguez?
Y el capitán, sangrando todavía por la herida, respondió agriamente:
—Ay 'stán, de acarriar agua...
—¡Nu'amuele, aparcero!
—Es ansina.
—¡No arrugue, que nu'hay quien planche! Esa no me dentra. ¡Y tengo güen tragadero!...
Segundo se encogió de hombros. Primitivo Gómez continuó con calma:
—Aura se presienta una carrera linda...
—¡No! Ya me dieron dos, y enrabadas, y chantas como con taba cargada.
—Pero ésta sería á la fija.
—Sólo pa Dios hay fijas, amigo Primitivo.
—Si conociese el matungo...
—¡Es al ñudo, compañero!... Nu'haga corral, porque no dentro. ¡Entuavía me duelen los garrones de los sogazos!...
—¡Güeno, güeno!, no se caliente, aparcero; con no hablar más, ya'stá concluido.
Y el avisado seductor no habló más; pero al día siguiente, muy temprano, antes de aclarar, mientras "cimarroneaban" en la cocina, buscó y halló medio de volver al mismo tema con habilidades diplomáticas.
—Ando medio lisiao de esta pierna —dijo, refregándose una rodilla con la palma de la mano—; y jué sonso: una pechada con el encuentro de un mancarrón por apurarme á copar una parada contra el picazo 'el Río Negro... ¡Pero vea, amigo, vea cómo se hacen de menta sotretas que no levantan las patas!... El caballo lo trujeron tapao, de la sierra 'e los Tambores, y naides se atrevía á tirarle 'e la manta. Pues vea, amigo, lo que es el diablo: quién había 'e ser el cuidador del picazo?... ¡Pues nada menos qu'el mulatillo Tomás!— aquel muchacho que crió tata y que dispués se juyó porque le había atracao una manga 'e lazo—; y yo encomencé á ronciarlo con la intención de echarle un pial, y dejuramente el mulatillo dentro á la jaula. Una tardecita, Tomás me trujo el parejero picazo y le dimos un cotejo con mi rosillo... ¿sabe... aquel rosillo pico blanco, marca 'e don Celedonio?... Pues, amigo, el tan mentao se echó de un todo en las cuatrocientas varas y lo pelé como bintén del bolsillo... Vea, amigo. ¡Y al parejero picazo le han disparao como seis ó diez caballos güenos de pu'acá!...
—¿Y ansina, tan flojo, ganó el rosillo?...
—Ansina mesmo, aparcero; cuasi sin chicotiar!... Conque ya vé, lo que yo decía; con su gatiao, iba á ser como matar tarariras en la siesta...
Poco á poco el capitán iba entrando; la "armada" era grande y el lazo fuerte. Primitivo fingió no dar mayor importancia al cuento y cambió de conversación; pero Rodríguez, visiblemente preocupado, no largaba el tema y seguía pidiendo informes.
—Si juese posible cotejarlo con el gatiao...
—Posible es... dejuro que es posible; pero como usté dice que lu'ha largao...
El gigante se ruborizó:
—Pero ansina mesmo—dijo—, está medio delgao, y levantándolo un poco...
Al obscurecer del siguiente día la prueba se efectuó, y el gateado—que si no estaba á trato de parejero tampoco estaba de acarrear agua, como dijera su dueño—ganó corriendo con doble peso—dando chico á grande—por un cuerpo de caballo al famoso parejero picazo del Río Negro. Una semana después se concertaba la carrera, por cien onzas, para el 1.° de Diciembre, en la costa de Urubolí.
La noticia cundió rápidamente y despertó, por más de un motivo, la curiosidad y el interés del pago. Es así que el 1.° de Diciembre, aunque el sol quemaba y el aire era polvo ardiendo, un gentío inmenso desbordaba en la pulpería y en las muchas carpas que blanqueaban en el contorno como bandada de cigüeñas.
Segundo Rodríguez se paseaba radiante sobre un moro escarceador, casi cubierto con las gruesas prendas de plata. El sol brillaba sobre los estribos de campana que medían más de veinte centímetros de largo por otro tanto de vuelo; la "carona" ostentaba en las punteras dos grandes corazones de plata; el encuentro del caballo casi desaparecía bajo el ancho pretal de charol cuajado de estrellas de plata; tenían casi un decímetro de diámetro las copas de plata del freno, en el que la "pontezuela" de plata era enorme media luna; campanilleaba el gran "fiador" de plata, y el peso de la plata de las riendas hacía bajar la cabeza al moro: era un "herraje" de jefe... ó de estanciero brasileño.
Seguro del triunfo, el capitán hubiera deseado poseer una fortuna para jugarla á las patas de su gateado. Y no por baja ambición, por el goce mezquino del oro, por ruin avaricia, sino por la satisfacción moral. Cada onza ganada en el juego le producía el efecto de un enemigo desarzonado al bote poderoso de su lanza en los días de batalla. Experimentaba el mismo sentimiento de alegría salvaje, el mismo placer de la bestia enardecida revolviendo las entrañas de la víctima, á quien, sin embargo, no odiaba y hubiera servido en cualquier ocasión. Como los perros de campo, que se desesperan persiguiendo y despedazando sabandijas que, luego abandonan con desprecio, él devolvería sin pena el dinero ganado, después de haber gustado las delicias del triunfo; un triunfo que en esta ocasión tenía doble motivo para ambicionarlo: iba á salvar el honor de su caballeriza y quería que la victoria fuera tan estrepitosa como lo fueron sus dos últimas derrotas.
Llegado el momento de ir á la balanza, el dueño del picazo manifestó que, como su corredor se había enfermado, había resuelto sustituirlo por Casiano Mieres, conformándose con el exceso de una libra que con el cambio de corredor le resultaba sobre las cinco arrobas y cinco libras, que era el habitual y el convenido para este caso. Era justo, no había por qué oponerse: el caballo del capitán llevaba una ventaja más; pero el solo nombre de Casiano Mieres le causó sobresalto. Vio pasar una sombra por delante de sus ojos, y un terrible presentimiento le oprimió el corazón. ¡Siempre había de atravesársele en el camino aquel condenado Librija!... Tuvo, sin embargo, serenidad bastante para no objetar nada y para no dejar que se trasluciese su disgusto. En el camino anduvo de un lado á otro, siempre arrogante, dando instrucciones á su corredor y jugando, jugando como un loco, con una especie de rabia ciega y desesperada. Pero ni la linda presencia de su pensionista ni la simpatía general que mereció ganando usura desde la primera partida, lograron devolverle la alegría y la tranquilidad de momentos antes. Su gateado, que había ido en un estado soberbio, le pareció mustio y "chupado"; su jockey —un muchacho de su entera confianza—también se le presentó extraño, soñoliento, falto de agilidad y energía. Observando la fisonomía tranquila, serena, indescifrable de Casiano Mieres, volvieron á nublársele los ojos y de nuevo le mordió el presentimiento de una desgracia. Y como si quisiera dominarlo á fuerza de audacia, redobló sus jugadas hasta que, no teniendo ya dinero, gritó rabiosamente:
—¡Mi caballo ensillado por lo que lo tasen!...
Una voz seca, que lo hizo estremecer, contestó en el acto:
—¡Pago!
Así que empezaron las "obligadas", el capitán fué á colocarse en el primer tercio del camino, dispuesto á seguir la carrera y á hacerle saltar el cráneo de un balazo á Librija si le veía hacer mal juego como lo suponía. Éste lo vio, comprendió sus intenciones, palideció y miró á otro lado.
Soltaron. El picazo salió adelante sacando luz; pero no podía sostenerse: la distancia iba mermando, el gateado entraba á cada balance, y al llegar á los cien metros estaban juntos. Dio comienzo entonces una lucha tan rápida como emocionante, en la cual la espuela y el látigo trabajaban con furia. Los dos brutos pujaban haciendo inauditos esfuerzos por desprenderse el uno del otro, sin lograr aventajarse en un palmo. Así entraron á los trescientos metros, y así siguieron. Casi al llegar á la meta, Librija buscó un último brío, y con el postrer espolonazo su caballo se tendió como si fuera á echarse sobre la pista.
Se discutió largamente; los jueces no se avenían, la sentencia se hacía difícil. Segundo Rodríguez, que había corrido al costado de su parejero, se acercó al grupo y exclamó con voz fuerte y grave que impuso respeto: —Señores, yo he visto bien la carrera; ¡mi caballo ha perdido!...
IV
Llegó la noche. El capitán, que contra la creencia general se había mantenido toda la tarde con una serenidad admirable, mostrándose hasta risueño, indiferente á su grande é inesperada derrota, no perdía de vista á Casiano Mieres. Á la hora indicada logró hallarlo aislado, junto al corral. Se acercó con cautela, le puso la mano en el hombro y le dijo con voz breve:
—Bení.
Librija se estremeció, cerró los ojos, tornó á abrirlos, y sin intentar resistencias echó á andar detrás del coloso en dirección al monte de Urubolí, que distaba pocos metros de las casas. Aun cuando fuese muy asustado, Casiano demostraba que la áspera invitación no le cogía de sorpresa, que estaba prevenido y la esperaba.
Junto á los primeros molles el capitán se detuvo, y encarándose con el corredor lo increpó con dureza:
—¡Vas á decirme por qué perdió mi caballo!
La luz de la luna plena iluminaba de lleno el rostro, no pálido, sino lívido, del mísero Librija. Abrió la boca y logró sacar de adentro penosamente esta respuesta:
—Yo hice perder.
—¿Cómo?—rugió el coloso.
—Anoche emborraché á tu corredor, robé el caballo y le di "un nado", allá en aquella laguna.
Segundo reprimía difícilmente su cólera. No se explicaba la audacia de aquel desgraciado, cuya cobardía era proverbial. Se esforzó por guardar continencia y prosiguió interrogándolo:
—¿Y el tordillo?
—La primera vez le metí la pierna...
—¡Ya me lo maliciaba!... ¿Y en l'otra carrera?
—Lo mesmo que pal gatiao: lo cansé en la noche.
Rápido como el pensamiento, el gigante descargó su manaza sobre la descarnada faz del pigmeo, quien rodó sobre la yerba. Cuando pudo ponerse de nuevo en pie, el otro lo esperaba con el puñal en la diestra.
Pero Casiano se levantó tranquilo, sin asomo de ira y sin haber experimentado otra sensación que la muy dolorosa de la bofetada. Se diría que asistía á una escena anticipadamente prevista y estudiada.
Segundo se desbordó:
—¿Por qué me has hecho esa chanchada, sarnoso, hijo de siete mil... perras?... ¿No sabías vos lo que t'iba á pasar? ¿No colegistes que al fin yo te había 'e descubrir el juego y que dispués t'iba á picar como pulpa pa chorizos?... ¿No maliciastes?...
Y luego, sin esperar contestación, oprimió el mango de plata de su puñal, y agregó en voz alta y sonora, solemne en el silencio del bosque dormido y en el quieto resplandor de luna:
—Encomendá tu ánima á Dios, y saca el cuchillo, porque á mí, ¡ni á los perros me gusta matar echaos!...
Como Librija, mudo de horror, lo miraba estupefacto, sin hacer ademán de sacar armas, Segundo vociferó iracundo
—¿No te defendés?... ¡Güeno!... Espérate que aura te viá matar á bola, mesmo como á las víboras!..,
Mientras el capitán desprendía las "boleadoras" que llevaba anudadas á la cintura, Casiano pudo hablar:
—Espérate—dijo—; yo no lo hice p'hacerte daño... Déjame hablar, y dispués, si no te convences, entonces mátame. Vos sabes que yo soy maula y que no te puedo peliar!...
Segundo Rodríguez, obligado á sostener una lucha interna entre su odio y la repugnancia que le causaba aquel miserable, se detuvo sin concluir de desanudar las "boleadoras".
Librija comprendió que lo más feo del camino estaba andado; le brillaron de esperanza los ojuelos y empezó con relativa tranquilidad:
—Hermano...
El principio fué malo. Segundo se indignó:
—¡Hermano... de los chanchos de Barriga Negra! ¡Limpíate esa hocico, sabandija!...
Casiano, sin inmutarse, dejando pasar el insulto, continuó:
—Yo soy un pobre diablo y tuítos se limpean las manos en mí. Si gano unos cobres, me los pechan, y por juerza tengo que aflojarlos, porque si no me trillan la parva. Ansina es que siempre me tienen como á mancarrón aguatero; mucho repenqueny poco pasto... y ya'staba cansao. Yo sabía que vos sos güeno, rnesmamente el único que me podía apadrinar; pero vos tamién te reibas de mí, y yo me dije: el que á güen árbol se arrima, güeña sombra tiene; pero pa qu'él me aprecee, es necesario que le muestre rigor y que le pruebe que sirvo, y que no hay naipe fiero sabiéndolo manejar; y dispués, si no me achura del prencipio, vamos á ser amigos y me v'ayudar y me v'hacer rispetar, y yo seré el perro d'el, pero no el perro ajeno á quien tuitos menean lazo... Por eso te jugué fiero...
Rodríguez, que había escuchado el extraño discurso temblando de rabia y haciendo esfuerzos por contener sus ímpetus, contestó con acento de ira:
—¿Y pa eso me has hecho perder tuíto cuanto tenia, mesmamente hasta el caballo de andar y mi herraje?... ¿Te has creído que vos vales lo que me has hecho pelar?...
Y como el coloso avanzase con los puños en alto, la hormiga retrocedió varios pasos:
—Miá—dijo desprendiéndose un cinto roñoso—, aquí tengo como cien patacones. Con esto sobra pal desquite, y te garanto rejuntar tuítas las onzas que te han pelao, y esta mesma noche, en la carpeta... Miá... si mañana, cuando quieran venir las barras del día, no ti has juntao con tu moro y tu chapiao y la plata que has perdido, traime otra vez aquí mesmo y me degollás como á chancho... No me tenes que trair: yo mesmo vengo; te lo juro por mi finaíta mama, que está en la gloria, y por este puñao de cruces!...
Tres días después de esta curiosa escena, Segundo Rodríguez y Casiano Mieres abandonaban la pulpería y salían trotando juntos, con rumbo á la sierra de Urubolí. El primero montaba su moro recamado de plata—no le faltaba una prenda al magnífico "herraje"— y en la cintura le pesaba el cinto de piel de carpincho. Según decía su compañero, "iba preñao el chivo". Nadie supo lo que había pasado entre los dos, y á nadie causó extrañeza el "rebusque" del capitán, quien en dos noches había desquitado todo lo perdido.
Llegaron á los ranchos, sobre la falda del cerro, y éste fué el comienzo de aquella curiosa amistad. Siempre juntos, inseparables como dos enamorados, sus caracteres antagónicos llegaron á soldarse para formar un compuesto estable, una sal humana, como se diría en química psicológica si existiera la química psicológica. El capitán fue el horcón del rancho; Librija, la paja sobre la cual se escurre el agua y resbalan los vientos. La inteligencia y el saber de éste servían á maravilla al coloso, cuyo cráneo microcéfalo no era fuerte en ideas algo complicadas. De la intimidad y de la mutua conveniencia—origen de la unión—nació un recíproco cariño. De allí en adelante, Rodríguez era el único que se permitía insultar á Librija; y estos oprobios, Librija los aceptaba sin protesta, porque, como él mismo lo había dicho, quería ser su perro, y no un perro sin dueño á quien todos estaban autorizados á castigar. Además, bien sabía él que era dueño absoluto del cariño del gigante, bajo cuya ala protectora se veía defendido y orgulloso. De ese cariño tenía pruebas sobradas. Cierta vez, corriendo el overo, rodó y se fracturó una pierna, y durante el mes y medio que se vio obligado á guardar cama, Segundo —el tosco y fiero capitán de lanceros —le cuidó y le veló con la solicitud y la suavidad de una madre. Su afecto se revelaba hasta en las cosas más nimias, en esas insignificancias que sólo son capaces de apreciar y valorar quienes han tenido lo que puede llamarse la desgraciada felicidad de vivir de la bondad del amigo. Al servir la comida, las mejores presas eran para Librija; si se arreaban tropas de ganado, Segundo hacía los "dos cuartos" de ronda nocturna mientras su compañero dormía; si era necesario vadear un arrollo crecido, Segundo se preocupaba más de la suerte de su amigo que de la suya propia. El coloso consideraba al pigmeo como un enfermo, como un ser desgraciado y débil, y le ahorraba todo esfuerzo muscular, echando la carga del trabajo sobre sus potentes espaldas de Atlas. En compensación, la Naturaleza— que no ha hecho ningún ser superior á otro ser—le había dado á Librija una inteligencia que, puesta incondicionalmente al servicio del gigante, redundaba en beneficio de la Yunta. Por complacer al capitán, Casiano era capaz hasta de mostrarse valiente, lo que en él era el colmo del agradecimiento y del cariño.
En el transcurso de varios años siguió viviendo de ese modo la Yunta de Urubolí. Llegó la guerra de Flores, la invasión extranjera, la conmoción del país, y los dos amigos se ciñeron la divisa y marcharon á defender su causa partidaria: quiero dedir que fué Segundo Rodríguez. Casiano lo siguió porque, aun en el horror de las batallas, se consideraba más seguro al lado de su amo que abandonado á su propia suerte. En las marchas penosas, en los trabajos sin cuento á que obligaban las guerras de la época, Segundo se mostró siempre el mismo solícito amigo para su débil amigo. Siempre que era necesario pelear buscaba un pretexto para alejar de la zona del fuego al pobre pusilánime, que lo hubiera seguido sufriendo atroces torturas. Cuando no había otro remedio que combatir, lo llevaba á su lado, sin perderlo de vista, protegiéndolo con su propio cuerpo. Si alguna vez—dominado por el entusiasmo— se confundía en un "entrevero", ó tenía que alejarse en una persecución encarnizada, no tardaba en recordar á su hormiga y volvía grupas, inquieto y agitado, sin sosiego hasta que lograba encontrarle.
Concluida la guerra, siempre los mismos, sin haber obtenido recompensas, á las cuales no aspiraron cuando se lanzaran á ellas—un poco apesadumbrados por la derrota de su causa; pero contentos con haber cumplido con lo que consideraban su deber—, volvieron al pago, al sereno y agreste valle de Urubolí, donde continuó la misma vida anterior, tranquila y simple, dedicada al cuidado de parejeros, "mateando" firme, "churrasquiando" gordo, haciendo "reculutadas" de ganado alzado y acumulando "doradillas"—onzas de oro— en las jugadas de monte, de truco y de taba.
V
Tornó á vibrar el clarín de guerra concitando á los partidarios. Las ambiciones políticas no habían podido avenirse en la metrópoli, y Timoteo Aparicio, alzándose en armas contra él Gobierno del general Lorenzo Batlle, había invadido el país. A los correligionarios no les importaba saber por qué se encendía la guerra, ni les correspondía discutir su conveniencia ó inconveniencia: se había tocado llamada, y el deber era acudir á las cuchillas sin vacilaciones y sin reflexiones, que implicarían deslealtad ó cobardía. La Yunta de Urubolí cogió sus lanzas, ensilló sus caballos de guerra, se ciñó la divisa, y, con la reserva de tiro, marchó á incorporarse al ejército revolucionario, sin perder tiempo en averiguar con qué objeto iban á la lucha, por qué iban á morir. Nada les importaba, nada les suponía; á la manera de los sectarios de una religión primitiva, iban adonde los sacerdotes ordenaban que fuesen. Los jefes sabrían por qué era necesario combatir, derramar sangre, matar ó ser muertos por hermanos; para eso eran los jefes.
La Yunta de Urubolí se halló en Severino y en Corralito, en las jornadas de Soriano y de la Unión. Segundo Rodríguez—ascendido á jefe por sus fuerzas—era uno de los más entusiastas admiradores del caudillo de tez cobriza, ojos encapotados, larga cabellera y espesa barba gris. Entre todos los idólatras de aquel jefe—valiente como un león y bruto como un topo—él era el más idólatra. Se gundo Rodríguez era el tipo del gaucho clásico, rudo y caballeresco; y Timoteo Aparicio—que si hubiese sabido leer y escribir habría llegado á ser un buen sargento de caballería—deslumhraba al gauchaje con su bárbara osadía y con su impetuosidad de bruto. El coloso lo adoraba como á un dios.
Al amanecer del día 25 de Diciembre de 1870, los dos ejércitos—blanco y colorado, revolucionario y gubernista—se encontraron frente á frente, cerca de la capilla del Sauce, dispuestos á entablar una acción decisiva. Presentóse la mañana teñida del color azul violáceo de los pétalos del iris, y estaba serena, casi augusta, obligada á contemplar aquel choque de odios fratricidas. En el aire inmóvil, las hebras de luz del sol tejían finísimo velo dorado. En el contorno reinaba un gran silencio.
A las diez, los seis cuadros de infantería gubernista esperaban, con el arma al brazo, y los artilleros, junto á sus piezas, estaban prontos para romper el fuego. En el campo opuesto, las enormes caballerías se escalonaban abarcando extensísima linea de combate. Sus pocos infantes y su artillería formaban al centro: unos y otros eran mirados con desdén por el ejército—la masa de jinetes que sólo se entusiasmaba por las cargas á lanza y que no conocía otra táctica que la escaramuza pampa.
A medida que el día avanzaba, el sol intenso arrancaba reflejos de oro de los campos de trigo, la planta noble que iba á morir bajo los cascos de los caballos, que iba á recibir un riego de sangre humana en la repugnante brutalidad de la guerra civil. A retaguardia del ejército revolucionario se extendía, verde y hermoso, el bosquecillo que borda las márgenes del Sauce; á espaldas del ejército legal se erguía la torrecita de la capilla, bañados de luz sus muros sin ornato, y sosteniendo en lo alto la cruz de hierro, negra y tosca, que parecía mirar inmóvil y afligida los preparativos del próximo drama; se diría que el corazón de las madres estaba allí, latiendo con angustia.
A las diez y media, Timoteo Aparicio, seguido de su estado mayor, pasó revista y proclamó á sus tropas. A galope sobre un potro brioso, echado á la nuca el sombrero adornado con ancha divisa blanca, flotantes las haldas del poncho de rayas blancas y celeste, cimbrando en la ancha mano tostada "la más terrible lanza de las orientales caballerías", como la llamó Acevedo Díaz en páginas magistrales—aquella "que entraba en el combate con una banderola celeste y pura como el ciélo de la patria, y volvía roja como el infierno del pasado, destilando sangre ante la vista extraviada é iracunda del tremendo lanceador"—, altivo y soberbio, el caudillo pasó... La melena era gris; el espeso bigote y la luenga barba eran grises también; ancha y corta la nariz, que semejaba un pilar cuadrado sosteniendo una frente estrecha, vaga y sin luz; bajo las largas y pobladas cejas se abrían unos ojos grandes, denegridos, que hubieran sido bellos sin los espesos párpados que caían como cortinas, nublando la mirada y dando al rostro una expresión taciturna de fatiga y desconsuelo, que contribuían á hacer más manifiestos los profundos surcos naso-labiales. No tenía, como Artigas, como Rivera, como Oribe esa luminosidad de los conductores de hombres, ese resplandor intenso que, llegado al máximum, engendra los Alejandros, los Aníbales, los Césares, los Napoleones y los Bolívares. Sin embargo, al pasar delante de sus huestes, la multitud de centauros melenudos y harapientos lo aclamó frenéticamente, agitando los astiles de las lanzas y vomitando un huracán de vivas con sus voces roncas. Todos los sufrimientos de la campaña, las fatigas, la desnudez, el hambre, todo desaparerecía á la vista del jefe, que encarnaba el símbolo adorado y dilataba sus iracundos pechos de sectarios fanáticos. Cuando el general pasó junto al comandante Segundo Rodríguez y el teniente Casiano Mieres, el primero oprimió nerviosamente con la pantorrilla desnuda el flanco de su caballo de guerra, levantó en alto el mango de urunday de su lanza enorme, y con los ojos fuera de las órbitas y el labio trémulo, en vez de un vítor, lanzó un sangriento insulto al adversario. Después, mirando á su compañero, lagrimeando de entusiasmo, tartamudeando, exclamó:
—Fíjese, hermano, qué cara tiene hoy el general: ¡parece el mesmo Dios bendito! Aura sí que es de en deberás, compañero, y esto va'ser el desperdicio! Va'ver que vamo á dejar la salvajada en escombros, como Paysandú!...
Mas, notando que Casiano, muy pálido, con los labios contraídos, los ojos abiertos y la nariz hinchada, estaba ya muerto de miedo, dulcificó la voz y le habló con cariño:
—No se asuste, hermano, que yo lo he de sacar en ancas... Y dispués usté sabe que los zumacos son como los chanchos, que dan frente á los perros un ratito no más, y ya clavan la uña!...
Librija miró á su amigo con infinita expresión de agradecimiento, y una sonrisa se dibujó en sus labios descoloridos. Tenía tal confianza en Segundo, una fe tan ciega en su valor, audacia y pericia, que le creía capaz de librarle de todos los peligros, realizando milagros por salvarle. Iba á hablar cuando los clarines vibraron tocando carga general.
Fué primero como si hubiese reventado un trueno horrísono; escuchóse una gritería infernal; tres mil voces de demonios enfurecidos resonaron en la ladera como monstruoso alalí; luego siguió el retumbar de los cascos de los caballos, semejante á una ola colosal que va rodando en busca del peñasco. En acelerada carrera sobre el campo de trigo, los caballos se trababan ó perdían pie en las zanjas, y muchos jinetes caían recibiendo sobre sus cuerpos el peso de la masa enloquecida, atormentada por la sed de sangre y las ansias de matar. La ola llegó y cayó sobre las caballerías enemigas, se detuvo un momento, bregó unos instantes y siguió mugidora como torbellino que encuentra un obstáculo, lo embiste, lo rodea, lo arranca, lo eleva ó lo arrastra, golpeándolo, despedazándolo, desmenuzándolo, hasta esparcirlo convertido en impalpables aristas. Rojas estaban ya las banderolas de las lanzas y aun las caballerías revolucionarias corrían encarnizadas en la persecución del enemigo en fuga. De pronto hubo una pausa, unos minutos de indecisión, porque el adversario se desgranaba y los perseguidores no sabían á qué grupo elegir. En ese momento, Segura Rodríguez se empinó sobre los estribos, tendió la mirada y gritó con voz enronquecida;
—¡Allá, muchachos! ¡Allá va el general!...
Y en seguida la ola siguió rodando, encrespada, bramadora, ansiosa de destrucción, sin preocuparse del cañón que tronaba, ni de la fusilería que repiqueteaba á retaguardia. En el campo de batalla solamente habían quedado las infanterías y la artillería de uno y otro bando. Suárez, general en jefe del ejército legal, rompió sus cuadros, y, después de un corto tiroteo, mandó cargar á la bayoneta sobre los débiles escuadrones revolucionarios, que estaban allí como olvidados, sin órdenes, sin objeto; mientras las caballerías—el ejército—se desbandaban lanceando dispersas y llegando á alejarse varias leguas del sitio del combate.
Aquello fué todo menos una batalla: heroísmo bárbaro, proezas reprobables, derroche incalculable de esfuerzos infecundos,suprema y criminal indiferencia de la vida, sangrienta y voluntaria inmolación consumada en honor del monstruoso dios de las divisas...
En tanto, sobre los trigales quebrados, triturados, arrancados de cuajo por las pezuñas de las bestias, sobre el gran campo silencioso, sobre la esmeralda del bosque, sobre el cristal del arroyo, sobre la piel luciente de la loma, sobre los muros de la capilla y sobre la tosca cruz de hierro, el sol meridiano caía en lluvia de oro, recalentando la tierra gorda, hinchando las simientes que habrían de germinar y ser plantas, flor y fruto, en la eterna fecundidad de la madre prolífica, indiferente á las miserias de los hombres.
Cuando el general en jefe de las fuerzas revolucionarias volvió al campo, contento y satisfecho de haber lanceado él solo más fugitivos que diez de sus secuaces reunidos, vio con pena que su nulidad y su torpeza habían trocado en vergonzosa derrota la que debiera haber sido fácil victoria. Entonces, sin una idea, sin una luz en su cerebro espeso, hizo lo que la fiera cercada por la jauría: se revolvió, erizada la crin, bramó y embistió ciego de cólera. Allá fueron los jinetes semibárbaros á estrellarse contra las bayonetas de los cuadros enemigos. Rechazados los escuadrones — ó, mejor dicho, las masas, porque ya no había organización—, volvían grupas, sufriendo un tremendo fuego de fusilería; trataban de rehacerse, para volver á la carga con infructuosa desesperación.
A las cuatro y media de la tarde la batalla estaba decidida. Los revolucionarios, que en la impetuosidad de la primera carga habían despedazado las alas del ejército contrario, le habían tomado el parque y habían rendido algunos batallones de fusileros, quedaban desconcertados al regresar de su estúpida persecución y ver el cambio operado en el lugar del duelo. Cundió la desmoralización en sus filas, comenzó el desbande y quedó en el campo su miserable infantería, que se retiraba con pena, diezmada por el fuego del adversario y muy débilmente protegida por escasas guerrillas de jinetes. En una de éstas iba la Yunta de Urubolí. Segundo Rodríguez, furioso, con el rostro negro de pólvora y barro, con las ropas desgarradas y maculadas de sangre, montando un caballo sin montura, con un "bocado" por freno y un trozo de "maneadór" por riendas, agitaba en el aire el astil de su lanza, quebrada á raíz de la moharra, y trataba de infundir valor á los compañeros, pretendiendo detenerlos con insultos y amenazas. Casiano Mieres—tan echado sobre el cuello del caballo que las crines de éste se mezclaban con sus barbas — marchaba en silencio, mirando hacia adelante con ansias de devorar el espacio.
A lo lejos se veían grupos de dispersos taloneando las cabalgaduras transidas, marchando sin rumbo y sin otra preocupación que la de alejarse cuanto antes de aquel lugar siniestro. Los mismos que horas antes habían combatido con coraje de héroes huían ahora dominados por el pánico, acobardados, y como si el valor anterior hubiese sido sólo el efecto de una borrachera de fanatismo que la derrota había disipado. A retaguardia brillaban, heridas por los rayos del sol, las bayonetas de los infantes del gobierno, á quienes su jefe, el coronel Pagóla, animaba repitiendo incesantemente:
—¡Hop!... ¡Hopl... ¡A la carga, muchachos!... ¡Hop! ¡Hop!...
Los restos del ejército de la revolución avanzaban penosamente, y los dos amigos veían que la muerte todavía se cernía sobre sus cabezas. De pronto Librija dejó escapar un grito de dolor: una bala le había penetrado por la espalda, perforando el omoplato derecho, atravesando el tórax. Segundo se aproximó y preguntó con voz breve:
—¿Qué jué?...
Casiano fijó en el jefe su mirada humilde, y contestó quejumbrosamente:
—¡Me han bandiao!
—Haga juerza.
—¡No me deje, hermano!
El gigante, conmovido, respondió con acento de cariño:
—¡No, hermano, qué lo viá dejar! Siga no más sosteniéndose, qu'hemos de escapar, si Dios quiere. ¡De otras más fieras hemos salvao!...
A marcha pausada, á trote lento, anduvieron aún como cosa de un kilómetro, siempre castigados por el fuego enemigo, siempre perseguidos por el silbido lúgubre de las balas, el siniestro canto del plomo mortífero. Cada vez que volvían la cabeza veían brillar las bayonetas de los infantes gubernistas y oían la voz del jefe que marchaba al frente, el kepis en la nuca, la espada en la diestra, repitiendo su orden que era como un azuzamiento:
—¡A la cargal ¡A la carga! ¡A la carga!...
Estas palabras llegaron distintas á los oídos de Segundo, quien detuvo su caballo y observó, el campo. Estaban aislados, él y Librija, éste tendido sobre la montura, con los brazos cruzados por debajo del cuello del caballo, lívido, desangrando, sufriendo horrorosas torturas y alternando los quejidos con la súplica de:
—¡No me deje, hermano!... ¡No me deje, hermano!...
Rodríguez meditó durante cortos segundos, arrojó al astil inútil y:
—Vamo'agarrar pu'acá—dijo, señalando un rumbo con la mano—; orillando como quien saca sebo 'e tripa, pueda que salvemo el bulto.
Subieron una loma y entraron en un bajío, al tranco, uno al lado del otro; uno medio muerto, el otro medio loco.
—¡No me deje, hermano! ¡no me deje, hermano!,..—imploraba el primero.
Y el segundo, ronco, sombrío, resoplando á la manera de toro acosado, contestaba invariablemente:
—¡No tenga miedo, hermano; asujetesé y siga no más, que no lo dejo!...
Eran las seis de la tarde; el cielo, que hasta entonces se había presentado de una luminosidad transparente, se nubló. Empezó á llover, y los pasos de los infantes que huían despavoridos resonaban en el agua de las charcas. A retaguardia ya no se veían las bayonetas de los gubernistas; pero entre descarga y descarga se oía la voz del jefe azuzando á los suyos:
—¡A la carga! ¡á la carga! ¡á la carga!...
Iba la Yunta de Urubolí á coronar una loma, ya con el enemigo muy cerca, cuando Casiano lanzó un hondo suspiro y tartamudeó su súplica con acento desesperado:
—¡No me deje, hermano!... ¡No puedo más!... ¡me caigo!... ¡No me deje, hermano, que me van á degollar!...
Segundo respondió infundiéndole ánimo:
—Haga juerza, compañero, que ya encomienza á cair la noche, y como va'ser escura, estamos salvaos.
El caballo de Librija se detuvo:
—¡No puedo más!...—balbuceó el infeliz.
El coloso se acercó, lo observó, lo vio moribundo.
—¿De verdá no puede más?—preguntó con una voz grave y solemne, que expresaba á la vez la cólera y la pena, el dolor y la rebeldía.
Ya con el hipo de la muerte, Casiano murmuró:
—No... puedo... ¡No me deje... hermano!...
Las balas silbaban amenazantes sobre las cabezas de la Yunta de Urubolí; los infantes enemigos avanzaban á paso de trote, á bayoneta calada, esgrimiendo con furia las bayonetas que tan buena labor de exterminio habían hecho en aquel infausto día. El coloso estuvo un rato indeciso, erguido el busto sobre el lomo desnudo de su caballo, sin sombrero, luciente con la lluvia la revuelta melena, plegados los labios desdeñosos del peligro, brillante la mirada preñada de odios.
Casiano, haciendo un esfuerzo postrimero, movió la cabeza, fijó en el amigo sus ojos llorosos y susurró entre dientes como una plegaria:
—¡No... me... deje... hermano!...
El gigante se estremeció.
—¡No hermano!—gritó, cual si quisiera que su voz llegase á las filas adversarias—. ¡No, hermano, ¡qué lo viá dejar!
Y después, con entonación grave y solemne, agregó:
—|Que quede su osamenta pa los caranchos, más antes que su pescuezo pa los salvajes!..,.
Y echando mano á su pistola, amartilló, miró el fulminante, apuntó al cráneo de su amigo, é hizo fuego.
Casiano se desplomó sin un quejido y quedó acostado sobre la yerba, boca arriba, bañado en su propia sangre.
Segundo Rodríguez arrojó la pistola descargada y cuyo cañón humeaba aún. Echó pie á tierra, se inclinó, hincó una rodilla, besó con unción religiosa los ensangrentados labios de su amigo, se persignó, desnudó el facón de mango de plata, y, siempre con una rodilla en tierra, soberbio de coraje, agigantado en el brumoso crepúsculo, esperó inmóvil á la línea de infantes que se acercaba á paso de trote. Una descarga lo volteó sobre el cuerpo de Casiano, y allí quedó, abrazada en la muerte, la Yunta de Urubolí.
Estancia "Los Molles", Junio 1899.