El indiecito Dalmiro dijo:
—El mate está labáo, el agua está fría, s’está apagando el juego, y don Eulalio entuavía por contarnos el cuento prometido.
—Es que no encuentro muchacho.
—¡No va encontrar usté qu’es capaz den encontrar en una noche escura un arija perdida entre el pasto!...
—De un tiempo no digo; pero aura, m’está dentrando la cerrazón en la memoria.
—Con el sol de la voluntá no hay cerrazón que no se redita.
—Es que hasta la voluntá maulea cuando el carro ’e la vida está muy recargao de años.
—¡Mañas, no más, don Eulalio!...
¡Si usté por cada año que carga, tira dos en la orilla del camino!
—Don Eulalio, —afirmó Marcelo,— es mesmamente como las higueras: a la caída ’e cada invierno parece que se han secao, y al puntiar la primavera reverdecen y retoñan.
—Y las brevas son más lindas cuanti más añares tienen.
Sonrió el viejo, halagado en su vanidad, y contestó de este modo:
—Dan higos mejores, pero dan más menos.
El indiecito Dalmacio, el único que se permitía irreverencias con el patriarca de la estancia, exclamó:
—¡Dejesé de amolar! A usté le gusta que le rueguen como a niña bonita!... Está mentando vejeces y entuavía la semana pasada se l'enhorquetó al redomón rabicano de Mauricio y lo hizo sentar en los garrones a tironazos!...
—El poder de la esperencía, muchacho, nada más qu’el poder de la esperencia...
—Si; y pu'el poder de la esperencia cualquier día v'a salir encontrando novia y volviéndose a casar... Y, a propósito, don Eulalio... ¿por qué no nos cuenta como jué su casorio?... D’eso si ha ’e acordar.
—Dijuro. ¡Disgraciao el hombre que se olvida de eso y de la madre!
—Güeno, dejesé de chairar y corte.
—Me gusta la cancha, y si la vista me ayuda y el pulso no me tiembla, puede ser que me apunte una clavada... El enredo empezó ansina:
«Primitivo Melgarejo y yo nos habíamos criao juntos en la estancia «El Recoveco». Nos habíamos criao juntos como una yunta ’e güeyes siempre en el trabajo uñidos en el mesmo pértigo y acollaraos siempre también en el pastoreo.
«Primitivo era un güen muchacho, pero lerdón pal trabajo y cuasi siempre yo debí doblar el esfuerzo p'alivianarle el trabajo.
«En una ocasión me dijo:
—«Mira hermano: yo no sirvo pa pobre; y como tampoco sirvo pa ladrón, es juerza que me haga rico de un sólo tiro, o sino, que me zambulla en el arroyo atao de pieses y manos.
—«¿Qué pensás hacer? —le pregunté yo.
—«Y él me dijo: Tengo el plan hecho. Micaela, la hija única de la viuda’e Pérez es un partido como pa echarse a dormir la siesta pa tuita la vida. Le he hecho varias entradas y me parece que cabrestea.
—«Es fierona», —dije yo; y él dijo:
—«Ya lo sé; pero caballo que no es pa paseo, no importa que no sea lindo.
«Me pidió que lo acompañase, yo juí p’hacerle servicio entreteniendo a la vieja y a Manuelita, una parienta lejana que la viuda había criao medio como piona y medio como de la familia... Y aconteció que poquito a poquito se jueron enredando nuestros cariños y resultó que al cabo unos meses, en vez de un casorio, el fraile acollaró dos yuntas en el mesmo día...
—¿Y asina jué que se casó, don Eulalio?...
—Asina pasó, m’hijito. El amor es, como partida ’e monte: uno dentra apuntando un rialito pa despuntar el vicio, y dispués se juega hasta el caballo ensillao...
—Pero usté ganó la partida...
—¡Ya lo creo que la gane!... ¡Fue una santa la finada y hast’aura la estoy llorando, y hace más de diez años que se me jué!... Treinta años vivimos juntos y mil hubiéramos vivido sin que se gastasen nuestros cariños... Ricos no juimos nunca; pero carne pal puchero y trapos pa vestirnos nosotros y los potrancos, no faltó nunca... En cambio el pobre Melgarejo...
—¿Se augó en el arroyo’el matrimonio?
—Sí. La mujer le resultó pior que un alacrán, y a la fin, por no matarla, tuvo que mandarse mudar, y sin juerzas pa peliarla, su vida se jué deshaciendo como tapera.
Subsiguió un largo silencio, roto por el indiecito Dalmiro que filosofó así:
—Es al ñudo: mujer que compra marido, lo compra pa lucirlo, pero no pa quererlo...