I
El auto que conducía al joven doctor Medina, a su señora madre y a sus dos primitas, Elvira y Leonor, había abandonado el camino real para penetrar en una larguísima avenida, bordeada a ambos lados por gigantescos eucaliptos, y que conducía en línea recta al edificio de la estancia “El Trebolar”.
Bien que éste estuviera asentado en una loma y fuese una construcción de considerable altura, desde aquel punto sólo se divisaban trozos del mirador, porque los árboles circundantes le formaban espeso cortinado de follaje.
En el rico trebolar de los potreros que bordeaban la avenida pacían tranquilamente las desgarbadas vacas normandas, de salientes ilíacos y enormes ubres, sin preocuparse del continuo retozar de los potrillos, que pasaban haciendo piruetas, por delante de sus belfos pulposos.
De trecho en trecho, las margaritas rojas teñían el verde del césped con grandes manchas que semejaban coágulos de sangre; y, como en la madrugada había caído una pequeña llovizna, el suave perfume de las marcelas y de los tréboles aromaban deliciosamente el aire.
—¡Qué hermosura! —exclamó Elvira; y tocando en el hombro a su primo Medina, que conducía el auto—, para un poco, primito, quiero hacerme un ramo con esas hermosas flores.
Juan, complaciente, frenó y las chicas apresuráronse a descender y pasar por entre los hilos del alambrado para formar sendos grandes ramos de las purpúreas florecillas silvestres.
—¡Qué paraje encantador!... —exclamó Elvira.
—Decididamente —intervino Leonor—; el dueño de este establecimiento debe ser un señor de buen gusto.
Juan rió sin responder.
—¿De qué ríes? —interrogó la joven.
—Ya lo sabrás luego, cuando conozcas a don Marcolino, el viejo más atrabiliario que pueda existir en el mundo.
—¿Es medio gaucho?
—Es más gaucho que la bota de potro.
—¡Qué horror!... ¡Cómo deberá sufrir Rómulo, que es un mozo tan educado y tan fino!...
—¡Ya verán, ya verán!
El auto echó a correr sobre la hermosa carretera y pocos minutos después se detenía frente al artístico vestíbulo del palacio, verdadera residencia principesca.
II
El doctor Rómulo, en compañía de su joven y aristocrática esposa, había invitado a varios colegas, jóvenes como ellos, a pasar unos días en la estancia, aprovechando la feria judicial. Varios lujosos autos condujeron la brillante y bulliciosa comitiva, provista de un arsenal deportivo, de caza, de pesca, de football, de tennis, de polo, etc. Cuando se va a la campaña se va a descansar, es sabido; a tonificar los músculos y los nervios con continuos y variados ejercicios, entre los cuales uno de los más saludables consiste en cambiar de indumentaria cuatro o cinco veces por día.
Y el doctor Salvatierra, uno de los ases del dandysmo metropolitano, barnizado en París y Londres, Niza y Monte Carlo, poseía especial competencia en el chic de las diversiones mundanas. No había olvidado ningún detalle tendiente a deslumbrar a sus huéspedes con la magnificencia del agasajo. Llevó consigo un afamado “chef de enisine” y un no menos celebrado repostero. Un cuarteto musical, compuesto de distinguidos profesores especialistas en tangos, “two step” y “fox troter”, había sido enviado la víspera para que tuviera tiempo de reposarse y ensayar su selecto repertorio.
En fin, el joven doctor Salvatierra había puesto a contribución toda su vasta ciencia de refinada cultura social —adquirida en los más famosos cabarets y en los más aristocráticos casinos de Europa— para proporcionar a sus invitados una semana de exquisito esparcimiento del cuerpo y del espíritu, en aquel medio agreste, de una belleza insuperable, de una sencillez encantadora.
III
La cena fué digna de un gran restaurant patisino: “hors d'euvre” selecto —jamón de
York, salchichón de Lyón, canapés de caviar y
tartinas de “foie gras”,— mayonesa de homard, “poulet á l'Américaine”, espárragos de Argenteuil “au gratin”, “jigot de mouton”, etc., etc., y todo eso regado con dorados vinos del Rhin y sangrientos vinos de Borgoña y por término la burbujante champagna, diosa de la alegría y de la frivolidad...
El doctor Frenedoso, que había estado tres meses en París, levantó su copa para decir:
—“C'est épatant!...” ¡A la salud del anfitrión!...
—“¡Wonderful!”... —exclamó el diputado García, quien acariciaba, de largo tiempo atrás, el
propósito de hacer un viaje a Norte América, “para estudiar las instituciones políticas de la gran República”, y solía consultar su manual de conversación anglo-hispana.
Terminados los brindis, el dueño de casa invitó a sus huéspedes a dar un paseo por los jardines, profusamente iluminados con lamparillas eléctricas multicolores,
Era una maravilla aquel jardín compuesto en su totalidad de arbustos y plantas exóticas, palmeras multiformes, pintadas begonias de cien variedades, deliciosos cyclamens, crisantemos soberbios y orquídeas, una colección de orquídeas que por sí sola valía un dineral!...
—¡De este modo concibo la campaña!... —exclamó entusiasmada Leonor.
—Pero la dirección de un establecimiento de esta clase —observó el doctor Medina— debe exigir, aparte de vastos conocimientos técnicos, una labor abrumadora.
—Sin duda —respondió con modestia Rómulo.
—Es usted un héroe del trabajo —proclamó Elvira —. ¡El parlamento, el foro, el periodismo, las obligaciones sociales!... ¡Y todavía le sobra tiempo para consagrarlo a las prosaicas tareas camperas!...
Él consideró de buen tono rechazar la hipérbole del elogio:
—No tanto, no tanto... El viejo me ayuda. Yo dirijo personalmente el haras, porque la cría y cuidado de animales de esta clase necesita conocimientos especiales y un personal muy seleccionado, que hay que buscarlo en el extranjero, en Inglaterra, sobre todo: y tengo el mayordomo, el veterinario, el “entreneur” y todos los peones de la cabaña ingleses; no hay nada mejor... En lo referente a la cría, engorde y venta de las haciendas, eso corre por cuenta del viejo.
—Tengo muchos deseos de conocer “al viejo”... ¿Por qué no nos lo ha presentado?...
—Hace rato que está durmiendo.
—¿Durmiendo a las diez de la noche?... ¡Qué horror!...
—El hábito: come y se acuesta.
IV
Hasta las tres de la mañana duró el baile. Y no se prolongaron los tangos, fox-troter, two step y machichas, porque las fatigas del viaje, la copiosidad de la cena y la abundancia del champagne y del whisky obligaban al reposo.
Tanto más cuanto que al día siguiente había que madrugar para ir de caza: a las ocho toda la comitiva tendría que estar de pie. “Hora indecente para levantarse una persona culta?” — según la expresión del doctor García.
Tan “indecente”, que no hubo forma de hacerlo levantar para alistarse en la comitiva. Todas las exhortaciones de Rómulo fueron inútiles.
—¡No, no! —respondía—. Yo, cuando quiero cazar o pescar, voy al mercado con mi sirviente y en pocos minutos obtengo las becasinas más apetitosas, las perdices más gordas, los “sarceles” más exquisitos, los peces más delicados, los mariscos más finos, sin otra molestia que elegirlos y echar mano al portamonedas.
—Pero el placer de matar uno mismo las piezas...
—No concibo el placer de matar. Soy pacifista; el derramamiento de sangre, sea de humanos, sea de bestias, me crispa los nervios.
—Pero comes lo que otros matan.
—Sin solidarizarme con sus crímenes. Respeto la moral de cada uno y exijo que se respete el derecho más sagrado del hombre: ¡El derecho a dormir a su satisfacción!... ¡Con que... fila!... Déjame seguir dándole gusto al ojo...
—Está bien —dijo sonriendo Rómulo—; pero te aconsejo que apresures tu proyectado viaje a Norte América.
—¿Por qué?
—¡Porque si lo dilatas, ya no habrá “profesor de energías”, ni aún cuando resucitase Roosevelt, capaz de trasmitírtelas a ti!...
García se incorporó a medias, apoyándose en los codos, y exclamó indignado:
—¡Ignorante!... ¡Dormir es acumular fuerzas!
—Eso te lo enseñó la santa madre pereza... Hasta luego.
—...ego... —respondió el dormilón, ahogando un bostezo y dejándose caer sobre la almohada.
V
La repentina descomposición del tiempo obligó a los cazadores a regresar antes de mediodía, frustrándose el proyecto de almuerzo campestre
El fracaso puso de mal humor a los expedicionarios, quienes, tras una frugal comida improvisada en las cocinas del palacio, aceptaron, por unanimidad de votos, la proposición de Rómulo de echar la siesta, tan grata bajo la adormidera del tambolinear de la mansa lluvia en los cristales de las ventanas.
Al atardecer, la lluvia había cesado; pero, como el chaparrón fué copioso, tanto la cancha de tennis como los senderos del jardín se encharcaron.
Se presentaba, pues, un programa de aburrimiento, cuando Elvira tuvo una iniciativa que mereció aplauso unánime.
—Vamos a los ranchos; conoceremos al “viejo”, que dicen tiene salidas muy ocurrentes, y pasaremos una hora de gauchería.
—¡Bravo! —exclamó el doctor García—; ¡comeremos tortas fritas!
—Y oiremos cantar en la guitarra los versos de “Martín Fierro”.
—Vamos —dijo Rómulo, sin demostrar entusiasmo; más aún, refrenando la expresión de su contrariedad.
Frente al palacio había un gran patio finamente balastrado que permitía a los autos evolucionar con toda holgura. Limitábalo por delante una muralla viva formada por altos y ramosos eucaliptos y un tupido cerco de cinacina, destinada a ocultar a la vista de los refinados huéspedes del doctor Rómulo la “estancia”, los ranchos rústicos, padres del orgulloso palacio señoril.
Un bajo y estrecho portillo daba acceso a la fábrica gaucha. Tres ombúes centenarios se erguían en medio del patio barroso. Más allá rojeaba un ceibo que hacía vis a vis a un grupito de talas, entre cuyas desgreñadas melenas habían hecho nido los espineros —unos nidos grandotes, toscos, feos...
Bajo la enramada dormitaban dos o tres caballos, pequeños, ventrudos, desgarbados, con las patas cubiertas de barro.
Unos perros flacos, hirsutos, de aspecto feroz, salieron al encuentro de los insólitos visitantes, en actitud amenazadora, pero al notar la presencia de Rómulo se retiraron gruñendo.
El conjunto ofrecía desagradable contraste con la artística suntuosidad de la mansión lindera. El anfitrión advirtió el mal efecto producido en sus huéspedes y apresuróse a disculparse, diciendo:
—Me imaginaba la impresión desfavorable que habría de causarles este espectáculo; yo ya hubiera transformado todo, pero el viejo es tan apegado a la tradición, que se moriría si le suprimiese este decorado del semi salvajismo gauchesco...
VI
Penetraron en el amplio galpón de techo pajizo, negras paredes de adobe y pavimento de tierra endurecida. El capataz y los peones que rodeaban el fogón se pusieron de pie, quitándose respetuosamente los chambergos. Don Marcolino los imitó y saludó con desenvoltura a sus visitantes.
—Me disculparán si no los invito a sentarse...
pero estos banquitos de ceibo sólo son cómodos para nosotros... Antes teníamos cabezas de vacas —agregó sonriendo irónicamente—; pero, como hay que seguir la marcha de la civilización, las cambié por estos tronquitos...
—No se moleste —dijo Elvira—; nosotros venimos solamente a saludarlo... Como usted no ha querido hacernos el honor de ir a vernos...
—¡Ah, m'hijita!... Yo me encuentro en la tercera encarnación de la vida del hombre.
—¿Cómo es eso? —interrogó el doctor Medina.
—Muy sencillo. De los veinte a los veintiséis o veintiocho años, el hombre se encuentra en la edad del perro. Es el cachorro, alegre, ágil, juguetón, inquieto, que todo lo olfatea, que nada le preocupa. Por lo general, se casa entre los veinticinco y treinta y penetra en la edad del burro...
Las damas se miraron entre sí, expresando contrariedad, y el viejo prosiguió maliciosamente:
—Esto no es ofender al hombre, ni al burro. Es algo muy natural. Al casarse, el hombre se debe consagrar exclusivamente al trabajo, para tener derecho a las satisfacciones que le proporciona la familia. Algunas veces el paciente animal experimenta la nostalgia de su edad de perro y hace una breve escapada para retozar y revolcarse en las cuchillas; pero como sabe que al regreso lo esperan los garrotazos de los reproches acerbos, concluye por renunciar a esas veleidades de momentánea independencia.
—Eso será para los matrimonios gauchos —objetó Leonor.
—Para todos, hijita, para todos... Cambian los arreos, la mantención, el trato; aquí viven a campo comiendo las hierbas que encuentran; allá están bajo techo y alimentados a grano; aquí, cuando protestan, se les sacude con un garrote de tala, y allá con un látigo lujoso... pero su condición de burro no cambia.
Elvira, apoyándose en el brazo de su primo Medina, musitó con fastidio:
—Está chocho el viejo... Y yo ya no puedo soportar el olor inmundo de los cueros y las lanas... Sólo las bestias pueden vivir aquí...
Rómulo, dándose cuenta del desagrado general, dijo:
——Concluya su historia, viejo, que estas gentes tienen que ir a tomar el te.
—¡Bueno, bueno!... Termino en seguida... Cuando el burro envejece, después de haber engordado a todos, entra en la edad del cerdo. Sus manías, sus chocheces, su resistencia a aceptar las costumbres nuevas, lo hacen incómodo, fastidioso y ridículo. Por eso cuando alguna visita pregun-
ta: —¿Y el viejo? —se responde—: Está bien. Cenó y se fué a dormir... ¡Como el cerdo!...