Lucha a Muerte

Javier de Viana


Cuento


Don Adriano Aguilar supo tener una estancia sobre el Arroyo del Medio, en las inmediaciones de San Nicolás.

Era una estancia chiquita, enhorquedada entre dos colosales heredades, cada una de las cuales sumaba leguas y contenían hacienda como pasto. Una de ellas, la de don Cayetano Saldías, llámase «Los Cinco Ombúes»; la otra, «Los Tres Ombúes». Don Adriano, que sólo poseía un ejemplar del árbol símbolo, bautizó modestamente su propiedad: «El Ombú».

Era uno solo; pero ninguno de los otros ocho lo aventajaba en corpulencia y arrogancia.

El viejo paisano experimentaba intenso cariño y grande orgullo por el coloso guardián de su rancho. En la dilatada llanura, donde las escasas poblaciones estaban tan distantes las unas de las otras que «no se veían las caras», el «ombú de don Adriano» era obligada señal de referencia para el viajero desconocedor del pago que indagaba la ubicación de una propiedad.

—«Siga derecho pu'este camino, y como a cosa 'e dos leguas va ver el ombú de don Adriano; déjelo a la izquierda, agarre una senda que gambetea entre un cardal y que lo va llevar hasta la mesma glorieta de la pulpería de don Pepino...»

—«¿L'azotea 'e los Laras?... Corte p'abajo, costee el esteral que llaman de los aperiases, y enderece pa la zurda, dejando a la derecha el ombú de don Adriano...»

—«¿Pancho Silva?... Pasando el ombú de don Adriano, ya va ver los ranchos, pegados al arroyo».

Y así sin término.

Las horas de ocio—que eran las más del día—pasábalas Aguilar bajo su árbol amigo. Las gruesas raíces externas ofrecían, con el aditamento de un cojinillo, cómodas butacas. Allí tomaba el viejo su cimarrón matutino; allí sesteaba en los días de canícula y allí celebraba sus frecuentes conciliábulos políticos, pues debe expresarse que don Adriano era, ante todo, y sobre todo, «un patriota». Y conviene igualmente explicar que él entendía por «patriota» un hombre que no pesa ni mide esfuerzos ni sacrificios para servir «al partido».

El partido es la patria. Todos cuantos están ejanos a él son anti patriotas. ¿Por qué?... ¡Por eso, pues!...

Era un catequizador. Conquistar un adepto a la causa le satisfacía más que marcar cinco terneros. Y eso que en cada hierro menguaba el número de los becerros «quemados» con la flecha de su marca.

—Las vacas paren siempre—decía;—lo que han de priocupar al hombre son sus ideas encuentra, ño Casiano?...

—¡Dejuro que sí!—confirmaba ño Casiano, uno de los muchos holgazanes que contribuían a agotarle su rodeo y a aumentar las partidas de yerba y ginebra en la libreta del pulpero.

Y como en la libreta se notaban no sólo los gastos de su casa, sino también las dádivas, en mercaderías y en dinero, a «correligionarios» necesitados, fué creciendo, creciendo, y con la multiplicación de los intereses y las «equivocaciones» del anotador, en el primer «arreglo» se comió la mitad del campito de don Adriano.

Mas no se afligió el gaucho por ello. Quedábale aún un pedazo de tierra, su rancho, su ombú y la fe partidaria.

—Por mucho que se ladee la suerte, yo siempre tengo ande recostarme—decía, aludiendo a los ases del partido.

Sin embargo—objetó un misericordioso—cuando tuvo que entregar el campito, naides lo ayudó.

El se indignó:

—¿Qué quiere qu'hicieran,. si están cáidos, como yo, como todos los del partido?... Pero ¡deje no más, que a su tiempo maduran las uvas, y cuando afirmemos el pie en el estribo, otro gallo va cantar!...

Dos años más tarde cantó otro gallo; es decir, no; cantó el mismo gallo, el almacenero, quien se hizo dueño del resto del campo, inclusas las casas y... el ombú.

El derrumbe no amilanó al paisano. En los suburbios de San Nicolás tenía un «sitio» y en el sitio un ranchito: allá se fué a vivir con la vieja, su moro sobrepado—que estuvo en Cepeda,—su perro barcino y tres lecheras viejas, de las de ordeñar sin manea. El pulpero le compró a buen precio las quinientas reses y algunos matungos que constituían el resto de su hacienda. Y todavía le tomó el dinero a interés.

Desde entonces, libre de preocupaciones y de ocupaciones, pudo dedicar todo su tiempo al «ideal partidista». Sentía, eso sí, la nostalgia del ombú, su ombú. De cuando en cuando, en las madrugadas o en los atardeceres, ensillaba su moro y se iba a visitar al chacarero que lo había sustituido en el dominio de la finca. Conversaba con él, le daba consejos sobre cultivos que nunca hizo y hacíale a menudo el elogio del árbol gaucho:

—Este árbol trái la suerte.

—Parece que a osté no le trajo mucha, parece—respondió el fornido Lombardo, locatario del predio.

—Hay cosas que ustedes los estrangis no pueden comprender...

—Sará...

Un violento ataque reumático retuvo más de dos meses en cama al viejo paisano, y el primer día en que fué a visitar su ex propiedad, casi cae del cabailo desmayado. El ombú, su glorioso ombú, había sufrido la injuria de una afrentosa mutilación. Dos de sus más gruesos ramos yacían acostados en tierra, uno al lado del otro, imponentes como dos fornidos guerreros muertos.

—¿Por qué lo hachea?—exclamó en el colmo de la indignación don Adriano.

—¡Eh!—respondió con profunda indiferencia el chacarero;—no sirve per nada e con so sombra me ruina las plantas....

Aguilar gritó, protestó y no sin esfuerzo pudo hacérsele desistir de su propósito de iniciarle un juicio «al asesino».

Desde entonces no dejaba una mañana sin ir a presenciar los progresos del hacha en el cuerpo del coloso.

—¡Suda no más, gringo asesino!—monologaba.—Los ombuses y los gauchos semos duros pa morir!

Cayó el último gajo; ya no quedaban más que el torso enorme y las gruesas y largas raíces, evidenciando la potencia de las que bajo tierra fundamentaban al gigante.

—¡Aquí te quiero ver, escopeta!—exclamó con fruición el paisano.—Has penao tres meses pa descuartizarlo; pero en tuita tu vida, aunque sudes sangre y aunque melles mil hachas, no lo vas arrancar del suelo ni vas impedir que retoñe ni que dé un gajo bastante grueso pa resistir el peso 'e tu cuerpo cuando te colguemos del pescuezo!...

Entró el otoño. Don Adriano vió con sorpresa que el chacarero había casi cubierto las raíces y el resto del tronco del ombú con estiércol fresco. Enternecido, pensó que aquel se hubiese arrepentido de su crimen, y creyó de su deber advertirle:

—No carece echarle abono: él güelve solo.

El cultivador lo miró, se encogió de hombros y prosiguió su labor.

Al verano siguiente, dos peones retiraban con los rastrillos el estiércol y con el estiércol los restos, convertidos en polvo, del orgulloso ombú.

—¡Asesino!—exclamó el viejo sollozando.—¡Tuvistes que ponerle veneno pa matarlo!...


Publicado el 10 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.