I
Aún no es día claro y ya todo el mundo está en movimiento en la chacra de don Lindoro Segovia. No porque el Sol, economizando calorías, tarde en auyentar la niebla y despejar el cielo, han de alterarse los hábitos a cuyo riguroso cumplimiento débese la prosperidad del cortijo.
Fué así que medio a obscuras y a tropezones, Froilán y Elviro encendieron el fuego en el galpón para preparar el “mate hervido”, del desayuno, porque don Lindoro había prescripto en su establecimiento el “amargueo” haraganeante que reduce a la pitada de un cigarro, o el parpadeo de un bichito de luz, el largo que señala y auspicia al trabajo el gran arco luminoso que dibuja el sol desde la aurora al ocaso.
En última síntesis, la felicidad es el reposo; pero éste sólo proporciona satisfacciones efectivas a quien lo ha ganado con el esfuerzo productivo de su cerebro o de sus músculos.
Don Lindoro díjole a Froilán en la noche de un sábado:
—En la cerrillada del monte está flojo el alambrado y las yeguas de don Epifanio entran al maizal; mañana temprano agarras la máquina y vas a estirar los hilos.
—Mañana es domingo —objetó tímidamente el peón.
Y don Lindoro, con esa suprema autoridad que presta al reproche justo la moral innata, respondió reposadamente:
—Has pasado tres días de jugarreta y de borrachera en la pulpería... El derecho al domingo, al reposo, al descanso, es necesario merecerlo, ganarlo... Demasiado bueno soy proporcionándote la oportunidad de purgar tus faltas...
Era siempre así el austero labrador, cuyo corazón de coronilla ningún gusano lograría taladrar.
Jamás una acción deshonesta salpicó su alma, ni tuvo nunca una debilidad vergonzosa; y bondadoso al extremo, perdonaba debilidades ajenas, en tanto no implicaban indignidad, cobardes transacciones con el vicio, amparadas hipócritamente en pretextos de imposiciones vitales.
Se crió de peón primero, y de quintero después, en una estancia de ingleses donde las sanas cualidades de su temperamento se perfeccionaron con el ejemplo. Sobrio, laborioso, economizaba no sólo el dinero y el tiempo, sino también las palabras reduciendo éstas como aquéllas, al estricto necesario.
Esas virtudes naturales encontraron el más propicio campo para prosperar en aquel establecimiento donde el método, el orden y la prolijidad se imponían hasta en los más mínimos detalles de su funcionamiento.
Y ese espíritu de labor asidua y metódica, de perfeccionamiento y previsión, contribuyó en gran parte al éxito de su afanoso batallar.
Muy joven todavía, adquirió con sus ahorros un pedazo de campo sobre la margen derecha del Cebollatí, lindando con el campito del vasco Urtiaga. Ambas fracciones procedían de los desgarrones que continuamente iban sufriendo los vastos dominios de don Blas Hernández, desde que, tras su fallecimiento, pasaron a las manos inexpertas y disolutas de su hijo Pascual.
Cuando llegaron hasta el vasco Urtiaga, —ostra terrestre adherida a las paredes de su casa—, las mentas de la virtuosa laboriosidad de su vecino, exclamó en su pintoresca parla bilingiie:
—Pueda ser que verdad; pueda ser que mentira... Hijo'el páis, bueno, bueno pal trabajo, y honrao también, si, si.... Experiencia tengo, gente conozco; gaucho cuando arremanga, cincha sin miedo reventar lazo... Eso se, si, si... Pero también se que gaucho, en viendo naguas blancas o carpeta verde, olvida trabajo; y si corre parejero, tirar a patas caballo toda platita ganada sudor frente... Yo estimar gaucho, pero hija mía, antes cortar pedazos, echar los perros que darla esposa...
—Lindoro es un muchacho muy güeno a quien naides le conoce otro vicio que'el de no tener compasión denguna pa si mesmo, desparramándola pa los demás, sean gentes o animales —dijo en defensa del recién llegado, el viejo Anselmo, desde tiempo inmemorial Juez de Paz del distrito, amigable y eficaz componedor de todas las querellas originadas en el pago.
Y replicó el vasco:
—Palabra honrada suya yo no desmentir nunca; pero precisar verlo para creerlo... Decir no, no digo, decir sí tampoco... Un día trabajo poca, voy ensillar yegua y camino haciendo, cerrillada arriba, cerrillada abajo, voy visitar vecino...
II
—Bien trabajada tierra, bien trabajada!...
—La tierra es como las mujeres: nadie debe esperar de ellas cariños si uno no sabe tratarlas cariñosamente...
Meditó el vasco, quitóse el chambergo y después de haberse escarbado furiosamente el cráneo, dijo:
—Verdad es eso!... Verdad grandota también!... sí, sí.
Andando, mostróle el mozo un joven bosque de olivares; y al observarlo, el montañés, entre asombrado y desconcertado exclamó:
—¡Olivos aquí!... Tardan mucho en producir!... Viejo estarás cuando aceite recojas!...
Y Lindoro, con una voz solemne, solemnizada aun más por la placidez del atardecer otoñal, respondió:
—Plantar árboles es un deber humano idéntico al deber de construir un hogar y procrear. La humanidad no tiene término. Lo que no podamos aprovechar nosotros, lo aprovecharán nuestros hijos, del mismo modo que nosotros disfrutamos del esfuerzo generoso de nuestros padres.
Guardó silencio el viejo Urtiaga y luego asintió:
—Lindo hablado.
Transcurrió el tiempo y con él el acelerado progreso de la chacra de Lindoro. Las inclemencias que arruinaron a más de uno de sus vecinos, escasa mella hicieron en sus haciendas y sementeras.
—¡Animal suertudo! —exclaman con rabiosa envidia sus comarcanos—. Ni los temporales ni las secas le hacen mella!...
Pero a ninguno ocurrióseie considerar que esa “suerte”, era el producto de una labor inteligente y metódica, una suerte que podía albergar en la casa de todos aquellos que no fuesen devotos de la madre Desidia.
No advertían que si los frutales de Lindoro salían casi ilesos después de las más furiosas embestidas de los vendavales, en tanto los de los vecinos quedabam exhaustos, el milagro no debíase a injusta preferencia del destino, sino a la previsión del mozo que supo rescuardarlos con espesa y sólida muralla de eucaliptos. Y por idénico esfuerzo previsor, continuo, sistemático, su reducido rebaño daba todos los años mayor porcentaje de lana y procreo, que las grandes majadas, comidas por la sarna y expuestas sin reparo a la injuria de las intemperies.
Si sus lecheras, sus bueyes y sus caballos de labor no perdían carnes o perecían de inanición en el rigor de las sequías asoladoras, debíase a la provisión de granos y a los ensilajes —enseñanza fórmica— que le permitían contar en la escasez lo que otros derrochaban o desperdiciaban en la opulencia, confiados en la ayuda ilimitada de la divina providencia.
Sabiendo utilizar con acierto los desperdicios de la granja —que en casi todos los establecimientos limítrofes iban a parar al basurero— él criaba económicamente y en abundancia aves y cerdos, fuerte renglón de sus entradas anuales.
Y así ocurría que en tanto la mayoría de los pobladores rurales del contorno —incluso los ricos— llegaban con frecuencia a carecer de artículos de primera necesidad, como ser legumbres, huevos, manteca, quesos.
Sin embargo, los linderos insistían en atribuir la prosperidad del intruso a una tacañería extrema ayudada por una “suerte descomunal”.
Hablándose de él en una pulpería, en rueda de bebedores, alguien dijo con expresión del más profundo desprecio:
—¡Hasta aura nadie lo vido envitar ni con una miserable copa'e caña!..
—¡Qué va envitar! A mí me han contao que tuitos los días pesa hasta la ración de pasto de cada animal y que cuenta los granos de maiz que le corresponde a cada gallina.
—Al propósito de las gallinas —comprobó otro—; me han asigurao que los lunes las deja a pico seco, alegando que un día de ayuno en la semana les hace mucho bien...
—A su bolsillo!...
—Es el vecino más egcísta que hay en la sección —expresó el pulpero— ¡por sacar unos cuantos reales más, vende sus frutos en el pueblo o en Montevideo y todo lo que precisa lo trae de la capital...
—Dicen que anda por acollararse con la hija del vasco Urtiaga...
—Otro tiento de la misma lonja!...
—Sí, pero el vasco al menos suele chupar unas cuantas cuartas de vino jugando al mus los domingos.
—Y sabe convidar a los mirones, lo mesmo gane que pierda.
—Y pita también.
III
Lindoro se casó, en efecto con Martina, la hija del vasco Urtiaga; y con el aporte de ese nuevo elemento de laboriosidad, de orden y economía, la granja, duplicada en extensión territorial, adquirió mayor impulso.
Se multiplicaron las plantaciones de árboles, se utilizaron las partes serranas del dominio para formar viñedos que pronto permitieron elaborar vinos en cantidad apreciable; merced a la adquisición: de buen utilaje moderno, las sementeras aumentaron en rendimiento y la fabricación de conservas de frutas y carnes, lo mismo que de productos de lechería, permitieron adquirir nuevas tierras y extender los cultivos.
Semejante éxito, tildado de escandaloso, exasperaba cada vez más a los numerosos devotos de Madre Desidia.
Hubo un año en que Lindoro cosechó en tierra mediocre, dos mil kilogramos de trigo por hectárea, obteniendo el resultado fabuloso de cien pesos por hectárea.
Cuando el hecho fué conocido en el pago, la indignación se hizo general.
—¡Ese hombre debe tener banca con el Diablo! —exclamó un envidioso, uno de los muchos que se consolaban del escaso rendimiento de sus cosechas, jugando al naipe y bebiendo caña en las trastiendas de la pulpería.
—Fijensé —agregó otro— qu'el viejo Bermúdez, que siembra trigo dende hace más de treinta años, y que naides puede decir que sea haragán ni vicioso...
—Le pega un poco al trago...
—Le pega como le pegamos tuitos, de vez en cuando; pero naides negará que como trabajador hay que sacarle el sombrero.
—Eso sí; y a saber trabajar la tierra no le va a enseñar nada ese mocito agringao que viste traje y gorra de pana y lleva polainas de cuero en vez de botas!...
—Y en invierno usa guantes de lana, de miedo a los sabañones!....
—Y recorre el campo en charrete...
—Eso es porque de puro maturrango tiene miedo'e cáirse'el caballo.
—Por eso no más ha'e ser... Pero, como iba diciendo cuando me pialaron la palabra; el viejo Bermúdez sólo levantó cuarenta kilos por hectárea.
—¡Está visto que no hay justicia en la tierra!... Cuanti más güeno es un hombre y más agacha el lomo pa fin de ganar el puchero pa la familia, más aporriao se ve pu'el destino!...
—Siempre jué asina y asina ha'e ser hasta la fin del mundo... Hay que conformarse no más, que con calentarse y escupir rabia no se apaga ningún juego.
—Eso mesmo digo yo. El que más y el que menos tuitos los paisanos estamos curtidos a rebencazos por la suerte perra y es al santo botón afligirse... Patrón! tráiga otra cuarta de caña!...
No ignoraba Lindoro ninguna de las diatribas con que intentaban castigarlo aquellos que por falta de aptitudes, por desamor al trabajo o por culto a la desidia, encorralados en el rutinarismo que ata las manos y quiebra las alas de las fecundas iniciativas, restaban méritos a su obra reformadora, atribuyendo sus éxitos a ciegas o injustas preferencias de la suerte...
Dolíale esa general animadversión; pero como su conciencia estaba tranquila, como nada tenía que reprocharse en su honrada vida de labor, encogíase de hombros, prosiguiendo cada vez con mayor perseverancia su propósito inflexible de constante perfeccionamiento.
En la construcción de su fortuna no había lesionado ni el derecho ni el interés de nadie.
Toda vez que algún vecino iba a su casa por cualquier motivo, esforzábase en revelarles el secreto de sus éxitos; secreto bien simple, pues sólo consistía en la adopción de los métodos modernos de cultura, que cuadruplicaban el rendimiento de la tierra.
—Sí —solían responderle—, pero para eso se precisa comprar maquinarias y para comprarlas es preciso tener capital.
Y él respondía:
—El capital lo hace el ahorro. Con lo que se gasta al año en bebidas, en tabaco y en otras cosas innecesarias y hasta perjudiciales a la salud, alcanza para comprar el primer arado moderno y para adquirir semilla seleccionada. El tiempo que se pierde cimarroneando, jugando al truco o dejando pasar las horas en la holganza, empleado en arar y rastrillar bien la tierra, en carpirla con afán en guerra a muerte con los yuyos se acumulan vintenes que pagarán otros utensilios, simplificadores del trabajo y multiplicadores de la cosecha. Y el aumento de utilidades obtenido por ese primer arado, esos primeros utensilios y esa mayor consagración al trabajo, permitirán adquirir nuevas maquinarias, aumentar la producción y las ganancias y al mismo tiempo el bienestar del hogar.
Una luz de convencimiento solía entrar en el ánimo de algunos de aquellos descreídos retardatarios. Comparando la confortable morada del reformador, sus establos, sus graneros, sus aprovisionamientos en previsión de cualquiera eventualidad adversa, con la miseria de sus ranchos, sentíanse picados por el aguijón emulatorio.
¡Era lindo aquello!
El cuidado jardín que circundaba la casa encendía alegrías en el alma. ¡Cuánta diferencia entre los rientes bosquecillos de rosales, de camelias, alternando con platabandas iluminadas con el rojo de los claveles, el suave azul de los myosotis y la albura de nardos y de lirios! ¡qué diferencia con los montes de cicuta, ortiga y cepa caballo que rodeaban sus ranchos y avanzaban en ansias de clavar sus uñas en los terrones de los muros negros y carcomidos por las lluvias!... ¡Qué contraste entre los grandes bueyes que confortablemente instalados en sus establos, rumiaban con la plácida satisfacción del buen obrero equitativamente remunerado, y sus bueyes escuálidos, que al rigor de la intemperie no tienen otra recompensa a su esfuerzo generoso y paciente que escasa cena de yerbas ruines con dificultad arrancadas del campo acosado por la sequía!
Empero esa reacción duraba poco sin jamás cuajar en hecho.
—Yo ya estoy viejo para empezar —solían decir, sacudiendo la cabeza.
Y Lindoro:
—Nunca es tarde para reconocer defectos y enmendar faltas. Y si la muerte nos impide realizar la obra emprendida, lo hecho, por poco que sea, siempre será ganancia. Es necesario domar el egoísmo y pensar que aquello que no podamos aprovechar nosotros, lo aprovechará nuestra descendencia. Trabajar es la ley primera.
—¡Trabajar! ¡Trabajar!.... ¡Nosotros trabajamos de sol a sol y siempre andamos de la cuarta al pértigo!...
—Eso en vez de un mérito es una falta censurable. No merecen alabanzas las energías gastadas sin provecho propio ni ajeno... ¿Cuántos trabajan en su campo?
—Yo y mis dos hijos...
—Es bien poco.
—¡Pa dos intereses que tengo estamos sobrando!... Seiscientas ovejas, veinte vacunos y unos cuantos mancarrones!...
—Usted posee casi doble tierra que yo, que empleo, sin embargo, entre hombres y mujeres, treinta y seis personas.
—¡Es claro!... ¡Con tantos cultivos!...
—Usted también podría hacerlo, aunque fuese en escala reducida... Apostaría que usted compra leña para su consumo...
—Dejuramente!... Si mi campito es tan disgraciao que ni un mal monte tiene!...
—Ni un solo árbol tenía el mío; y hoy vendo leña; no obstante la gran cantidad que se consume en el establecimiento, mis eucaliptos en vez de mermar aumentan su producción año por año.
—Sí, pero voy pa viejo y los ucalitos tardan mucho en crecer!...
—Todavía tiene tiempo de calentarse en los inviernos de su vejez con leña sacada de los eucaliptos que plante este año... Mi suegro, que no es por cierto de los espíritus más timoratos, se rió de mí al verme plantar olivos, diciendo que acaso mis nietos comerían mis aceitunas.
—¿Y dan algo, no?
—Desde hace dos años me proporcionan con exceso el aceite necesario para el consumo; y espero que dentro de dos o tres más rindan lo suficiente para iniciar una fábrica de conservas de pescado.
—¿De pescao?... ¿De ande?
—De aquí cerquita: el Cebollatí produce una enormidad de peces de excelentes cualidades...
—Eso es, eso es! —exclamó el gaucho con tristeza— D'esa laya no nos quedará a los pobres ni el recurso de comer una tararira, ni un bagre, cuando nos falta una oveja en carnes pa carniar!
—Al contrario. Yo compraré a los pobres pescadores lo que ellos pesquen; y esa fauna fluvial que hoy alimenta más a los lobos que a los hombres, dará ocupación y provecho a muchísimos indigentes.
Después de prolongado silencio, el paisano respondió sacudiendo melancólicamente la cabeza:
—Ansina será... Yo no compriendo, nosotros no comprendemos esas cosas!
La mayor parte no comprendían en efecto. No comprendían, no: carecían de fuerza de voluntad para vencer la timidez de sus espíritus rutinarios adormecidos por el beleño de la desidia.
Sin embargo, la prédica y sobre todo el ejemplo del innovador fueron recolectando adeptos.
El rencor persistía; atenuado y disimulado en los convencidos, que en mayor o menor escala seguían sus huellas y palpaban los beneficios; acendrado en los incapaces que pretendían responsabilizarlo de sus ruinas inevitables, con el mismo insensato criterio de quienes increpan a Dios porque no les ha proporcionado los dones que ellos no han sabido ganar con el esfuerzo propio.
Entre los más acerbos detractores encontrábase don Pascual Fernández, cuyo campo, improductivo, iba pasando, parcela a parcela, a poder del laborioso Lindoro, quien de inmediato los transformaba en fecundos productores de riqueza.
La última vez que fué a verlo para concertar la venta de otra fracción de campo, el viejo gaucho mostróse como nunca alegre y decidor.
Una granizada sin precedentes había destruído la casi totalidad de los sembrados y como Lindoro había más que duplicado ese año la siembra de trigo, halagaba al alma ruin del desidioso pensar que el odiado rival debía haber sufrido grandes pérdidas.
—Esta vez —dijo, sonriendo con una mala sonrisa—, a usted también le habrán tocao los chicotazos, porque supongo que sus trigos no se habrán librao de la granizada.
—Por cierto que no —respondió sonriendo a su vez, Lindoro—; el Diablo, con quien, según dicen ustedes, trabajo en sociedad, en esta ocasión se quedó dormido...
—¿Debe haber perdido un platal?
—¿Yo, o el Diablo? —bromió el innovador.
—Calculo que los dos, dende que trabajan a medias.
—Le diré; de mi socio no puedo decirle si habrá perdido o no, pero en cuanto a mí la granizada no me ha hecho perder ni un real.
—¡Cómo!... ¿Tamién tiene un secreto pa librarse'e la piedra?
—Para librarme de ella no; pero para que sus destrozos no me cuesten plata sí.
Con amarga ironía, interrogó el rezagado:
—¿Y no podría hacernos conocer ese secreto?
—¡Cómo no!... Todos los años asegure sus sementeras, y lo que el granizo destruya, el Banco se lo abonará.
Tuvo Fernández un gesto de despecho y respondió enconado:
—¡Esas son cosas pa los ricos!
—Es verdad —respondió Lindoro—, para los ricos; pero principalmente para los que aspiran a hacerse ricos.
