Mamá aquí’stá la Ropa

Javier de Viana


Cuento


Era un sábado.

Poco después de mediodía, bajo un blanco cielo de invierno, Belarmina envolvía su linda cabeza en floreado pañuelo de algodón, y, disponiéndose a transponer el guardapatio, despidióse alegremente:

—Hasta lueguito, mama.

—No dilatés la güelta —aconsejó la madre;— la noche cae de golpe en este tiempo y no es güeno que te agarre pu’el campo.

Rió la chica.

—¡Cuidado, no me vayan a comer los lobinzones! —dijo— y agregó en serio: —No hago más que enjugar la ropa que dejé asoliándose esta mañana y en seguidita me güelvo.

Y alegre y gallarda, echó a andar por la loma reverdecida en dirección al arroyuelo que corría a pocas cuadras de allí.

El bosquecillo que custodiaba el arroyo engordado con las frecuentes lluvias invernales, tenía un aspecto huraño. Los árboles, representados por talas y sauces, raleaban; pero, en cambio, la chirca, la espadaña y las múltiples zarzas crecidas con lujuria en la constante humedad del suelo, formaban compacta muralla de verdura, rasgada a trechos, a manera de agrietamientos, por angostas y culebreantes sendas, que abrieron los vacunos en el cotidiano bajar a la aguada.

Por uno de esos túneles penetró Belarmina, yendo a salir a pequeñísima playa. Al borde del arroyo, en cuclillas, arremangada hasta el codo, entregóse afanosamente a la tarea, trinando al mismo tiempo, en contrapunto con las calandrias y los zorzales que revoloteaban sobre su cabeza.

Pero el canto y el trabajo eran interrumpidos a menudo, por fútiles pretextos o por súbitas ausencias. Las mojarritas que, atraídas por el batir del agua, llegaban hasta sus manos en agitado cardumen; un bagre que coleteaba ruidosamente en mitad de la laguna; el mugido de un vacuno, el grito de una urraca, constituían otros tantos motivos para suspender la ocupación. Algo preocupaba a la linda cabecita criolla, haciéndole olvidar su promesa de pronto regreso, hasta el punto de que al concluir la tarea, comenzaba a obscurecer en el monte. Apresuróse a juntar las ropas, y en eso estaba cuando un crujido de ramas la hizo enderezarse y volver rápidamente la cabeza. Reconociendo a Luciano, se puso de pie y con la vista baja y las mejillas encendidas, díjole:

—Te había pedido que no vinieses.

—Verdá —contestó el mozo;— pero otro que manda más que vos, me ordenó que viniera.

Alzó ella la cabeza mirándolo con ojos interrogadores, y

él continuó:

—¿No malisiás quién?... Mi cariño, que de ande quiera qu’esté m’espanta pa tu lao... que no me deja encontrar nada lindo donde no estás vos, ni encontrar nada güeno estando vos ausente.

—Siempre decís lo mesmo.

—Dejuro, dende que siempre pienso lo mesmo... Y ya, no aguanto más, mi prenda. Vengo a buscarte. El ranchito está pronto y mi overo tiene el anca chata y blandita como p’asiento’una reina...

Belarmina siguió juntando las piezas de ropas esparcidas sobre las ramas, escuchando en silencio las insinuaciones del mozo; que hablaba con frase lenta y permanecía inmóvil, los brazos pegados al cuerpo.

—Mama no quiere —murmuró al fin la chinita; y él replicó:

—Tampoco quería la mama de tu mama que tu tata se la sacase pa quererla y ser felices.

—Sí... pero...

—No le gusta a ninguna madre que le lleven la cría, pero asina tiene que ser por juerza .. Cuando los pichones son grandes, enllenan el nido y al emplumar las alas, vuelan buscando el árbol donde anidar con su amigo...

—Sí... pero...

Ella había juntado la ropa; hizo un paquete y lo echó al hombro. Él se acercó, le enlazó el talle con el brazo, y, en silencio, comenzaron a andar por la senda estrecha, hasta llegar a la orilla del monte. Bajo un tala el overo tascaba impaciente el freno.

—¿Me querés?— preguntó Luciano oprimiéndola entre sus brazos.

—Mucho.

—¡Dame un beso!

—Tomá.

—¡Otro!

—¡Pedigüeño!...

El gauchito tendió su poncho sobre el anca del overo; alzó a Belarmina, le alcanzó el atado de ropa, montó... y al trotecito se perdieron en la sombra, rumbo al nido.


* * *


Era un sábado. Había transcurrido una semana, cuando Belarmina regresó al rancho; y poniendo el atado de ropas sobre la mesa, dijo tranquilamente:

—Mamá, aquí’stá la ropa.

La vieja la miró lagrimeando; la abrazó, la besó y exclamó con cariño:

—¡Sentate, pues!...


Publicado el 10 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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