Mendocina

Javier de Viana


Cuento


En el fondo de un zanjón cuyos bordes semejan los cárdenos labios de una herida se enverdece un mísero filete de agua, bien escondido entre ásperas masiegas, sin duda para evitar la codicia de la inmensa llanura devorada por la sed.

Tras un bosquecillo de chañar —donde los troncos dorados parecen lingotes de oro sosteniendo negra ramazón de hierro,— luce una joven alameda, que presta sombra a la finca, deteniendo en parte la incesante llovizna de arenas finísimas que los vientos recogen de la pampa.

El edificio, bajo, con muros de adobones con techos de caña embarrada, con su color gríseo —un extraño color de mulato enfermizo,— presenta un no sé qué de triste, de melancólico, de casa de silencio y de duelo.

Sin embargo hay fiesta en la finca.

A la sombra de álamos y sauces, se ven bostezar varios de esos bravos caballitos mendocinos que Fader ha pintado con asombrosa verdad; se ven dormitar varias de esas gallardas mulas andinas, la mitad de! cuerpo oculto en la silla montañés, de la que penden los estribos de cuero con guardamontes y capacho en la cabeza enteramente oculta con los innumerables caireles de lonja.

Y desde adentro, desde la sala —cuya puerta perfuman como boca de mujer, tupidos racimos de glicinas,— las guitarras lanzan torrentes de armonías.

Las «tonadas» chilenas —que traen reminiscencias del viejo romance español,— se balancean en cadencias de una dulzura y de una melancolía de cosas muy lejanas, de cosas idas: cantos dolientes de una raza desesperanzada; cantos que parecen coros de viudas sin consuelo junto al túmulo del esposo muerto. Cada compás es un quejido; cada estrofa un lamento, y cuando la música cesa y las voces callan, parece que se escuchara el susurro de un eco quejumbroso, el eco de ruegos extraños que fueran resbalando por las peñas de las cumbres, sin encontrar abismo asaz profundo donde disolverse en las sombras.

Hay fiesta en la finca. La hija del patrón se casa, se casa con un joven y gallardo cabuyera, y por eso gimen las guitarras, y por eso se doran los chivitos en las parrillas y las empanadas en el horno, y por eso brillan las tabletas, sobre cuyo hojaldre de plata correrá en torrentes de rubí el vino viejo.

Adentro, en la sala, que las glicinas perfuman, la alegría rueda incesante como el agua de la acequia.

Pero enfrente, a la puerta de mísera habitación, una criollita enlutada, cuyo rostro redondo, bello pálido y triste, sombrea el gracioso manto chileno, clava sus enormes ojos negros, húmedos de pena, en la planicie sin término, en la desolada pampa, donde rojean las arenas estériles, en la terrible travesía que apenas animan los jumes argentados, la zampa sombría, las tropas de jarillales el piquillín y el chañar.

Luego, lentamente, muy lentamente, la cabeza se inclina y la mirada se fija en el pequeñuelo que dormita entre mantas, en el cajón que le sirve de cuna.

Y luego, lentamente, muy lentamente, la mirada de los ojos negros y húmedos va hacia el cielo azul, el cielo profundo, el cielo remoto, ese cielo amedrentador de Mendoza que parece huir ante la vista del que observa, cuyo espíritu arrastra hacia lo infinito.

Después, como las guitarras han cantado de nuevo y las alegrías salen de la sala al patio haciendo temblar los racimos de glicinas, la criolla se estremece y se seca cual abrazada por el viento Zonda; crispa las manos, torna a mirar al pequeñuelo sin padre que le recuerda a toda hora su infelicidad y su deshonra. Se inclina, lo besa con estrépito, se endereza, y, sin duda para refrescar su espíritu clava la mirada de sus enormes ojos negros en el bonete nevado del Tupungato, que fulgura sobre la gigante gradería de peñascos obscuros, en tanto el sol, castigando la sábana rojiza, hace volar en polvo impalpable la tierra atormentada por la sed.


Publicado el 31 de octubre de 2022 por Edu Robsy.
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