¡Miseria!

Javier de Viana


Cuento


Tocaba a su término el invierno aquel que había tenido, para las gentes del campo, rigores de madrastra. Días oscuros y penosos, de lluvias sin tregua y de fríos intensos; noches intranquilas pasadas al abrigo de! techo pajizo, castigado sin cesar por las rachas pampeanas que amenazaban arrancarle y esparcirle, hecho añicos, por las llanuras encharcadas donde las haciendas se inmovilizaban ateridas.

Allá en el sur, cerca del Río Negro y a varias leguas de Choele-Choel, la pulpería de Manuel González había sido el refugio de los aburridos y de los domados a lazo por la estación inclemente.

En el resguardo de la glorieta, se amontonaban los paisanos pobres, bebedores de caña y de ginebra, devotos del naipe y voluntarios narradores de aventuras moreirescas, que el galleguito dependiente escuchaba detrás de la reja con las manos en las quijadas y la boca abierta.

Adentro, en la gran pieza que servía de comedor y de sala, todas las noches había tertulia de truco, presidida por don Manuel. Nunca faltaban cuatro piernas para una partida y la botella de caña y el mate amargo, circulaban sin descanso, desde las ocho de la mañana hasta las dos o las tres de la madrugada.

Casiano solía tomar parte en el juego; pero sólo en casos de indispensable necesidad, en las raras ocasiones en que faltaba una pierna. A él le gustaba mucho el truco, pero nadie lo quería por compañero; hallaban que era muy zonzo y que no sabía mentir: cuando tenía cartas, se las estaban adivinando por el lomo y cuando se hallaba ciego, era más conocido que la fonda del pueblo. Si por casualidad ligaba treinta y tres, nadie le daba una falta; y si se aventuraba a retrucar con el bastillo, era a la fija que lo estaba esperando la espadilla para ensartarlo en un vale cuatro. Siempre había sido así Casiano: desgraciado como potrillo nacido en viernes santo.

Por eso a menudo debía resignarse a pasar la noche cebando mate, y observando el juego de los demás. De lejos, porque ninguno consentía que se sentase al lado suyo; que sentarse Casiano al lado de un jugador y perder éste la liga, todo era uno: no había peor lechuza en toda la extensión del territorio.

Siempre había sido así Casiano: demasiado manso, excesivamente bueno, extremadamente zonzo; y de ahí desgraciado en todos los viajes de la vida, y seguro de errar, lo mismo apuntando al siete que a la sota, lo mismo persiguiendo mayor que encaprichándose en menor. Para Casiano, ni el barro clavaba una suerte en la taba de la existencia; era una taba lisa que en ninguna de sus dos caras ofrecía el relieve de la S ganadora; como quiera que cayese, era siempre... pérdida.

Él se había acostumbrado a aquella adversidad constante, como se acostumbra el mancarrón del pobre a los lomillos herejes, a los pastos ruines y a los galopes inconsiderados. Sin embargo, de tiempo en tiempo, su desventura solía amargarle demasiado, generando como un conato de rebelión, un súbito deseo de corcobiar, que se extinguía de inmediato, en un triste y resignado abatimiento de la cabeza... ¿Para qué?... Cada hombre nace con su destino, y pretender cambiarlo, es como intentar cambiarle de pelo a un animal. ¡El que ha nacido zonzo, será siempre zonzo, como será siempre pangaré el caballo que pangaré salió del vientre de la yegua!

Y en una de las últimas noches de aquel invierno, Casiano sufrió como nunca del eterno desdén de la fortuna. Se jugaba fuerte aquella noche en el comedor de la pulpería de don Manuel. Se jugaba fuerte y se bebía fuerte: antes de las doce, Casiano había ido cinco veces hasta el bocoy de la estiba, para llenar de caña la limeta. El también había bebido bastante y sentía en el cuerpo el cosquilleo de todos los apetitos insatisfechos en su larga existencia miserable.

Entre partida y partida, entre un resto ganado y una contra flor perdida, los jugadores hablaban. Hablaban de sus juventudes distantes, de sus aventuras lejanas, de sus tragedias remotas, de sus amores olvidados, de cuanto significaba algún triunfo, alguna esperanza realizada, algún deseo satisfecho, algún orgullo triunfante. Y a través de la escarcha superpuesta de muchos inviernos, en el alma de todos ellos perduraba la flor de vanidad de un éxito. Hablaban de mujeres y hablaban de amores, con la jactanciosa petulancia de los viejos, que han perdido la facultad de retozar sobre las lomas verdes que la primavera afelpa y taracea con florecitas multicromadas.

Casiano oía y sufría. Dentro de su alma, en el gran odre vacío, resecado en medio siglo transcurrido a la espera de sensaciones amorosas, resonaban, como sobre el estirado parche de una tambora, aquellas frases que invocaban besos y caricias, espasmos y deliquios.

¡Ser amado una vez!... ¡Ser dueño un instante de un corazón de mujer, aún cuando ese instante fuese rápido como el brillar de un bichito de luz, como la emoción de una carrera de trescientas varas!... ¡Poseer el recuerdo de una hora feliz que sirva para explicar la existencia; montar alguna vez un caballo de su marca y carnear, siquiera un día, una oveja de su señal; poder tarjar un triunfo en la lonja de la vida; hacer indeleble una fecha, guardar memoria de una tarde en que, al apagarse el sol y al asomar la noche, las sombras le encontraran desangrando feliz por sus múltiples heridas de vencedor!... ¡Pero nada! Para Casiano, la existencia había sido una pampa interminable, lisa, uniforme, desesperante en su monotonía colosal. Y por sobre esa planicie desolada, él había trotado triste y aburrido, durante cincuenta años. Y en su miserable docilidad de bestia buena, confiaba aún y esperaba todavía!... Aquella noche, espolonado su espíritu perezoso por las frecuentes libaciones tuvo como la vislumbre del éxito.

—¡Si no es aura, no es nunca! —se dijo— Y le dió otro beso a la botella. Luego, tomando la caldera, exclamó en voz alta.

—L’agua está friona: le viá dar un calorcito.

Salió. Con paso mal seguro atravesó el patio, llegó hasta la cocina, donde Clota, la peona, una mulata sucia y fea y vejancona, preparaba la cena con que los trasnochadores acostumbraban dar remate a la jugada. Casiano, con singular osadía, se acercó hasta rozar con su brazo el brazo de la fregatriz. Y con entonación melosa, dijo poniendo los ojos en blanco:

—¿Me dá un lugarcito pa la pava?

Ella respondió con voz agria y soñolienta:

—¡Dale a jeringar con la pava!...

El infeliz recordó que había oído a los patrones mentar la audacia como de máxima eficacia en las lides amorosas; y su intento fué irse al bulto y estrechar a la mulata entre sus brazos con caricia brutal. Pero la eterna timidez de su vida le agarrotó la voluntad. Un triunfo así no era triunfo; no era el triunfo que anhelaba su alma, ávida de cariños más que de satisfacciones groseras. Por eso, como siempre, en todos los instantes de su vida, en vez de obrar, habló, y, claro, como siempre, perdió la partida.

—No se enoje, Clota, que yo la quiero en deberás y las buenas mozas...

La sirvienta, medio dormida, cansada con el penoso trajín de todo el día y la mitad de la noche, le arrebató la caldera, lo hizo tastabillar de un empellón y heló sus entusiasmos exclamando furiosa:

—¡Bueno, bueno! ¡Traiga la pava y no sea zonzo, que no está la noche pa baile, ni yo plancho pa que usté arrugue...

De la insolente respuesta, Casiano guardó una sola palabra : ¡Zonzo!... El debía ser eternamente un zonzo y allí estaba el secreto de su empecinada mala suerte. ¡Ni aquella arrastrada le llevaba el apunte! Hasta en ese cañadón barrioso le era imposible el baño que calmase las ardencias de su alma sensitiva y despreciada! ¡Miseria!...

Bajó la cabeza, y cuando la caldera empezó a chillar, la cogió en silencio, y salió y atravesó el patio dando traspiés y murmurando con profunda amargura:

—¡Miseria!... ¡Miseria!...


Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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