¿Cuántos años habían transcurrido desde la memorable conferencia que tuvieron Marco Julio y Juan José, en un perezoso atardecer otoñal en la montaña, sentados ambos al pie de un algarrobo centenario?
Marco Julio no lo recordaba, como no recordaba la edad que entonces tenían, él y su amigo, porque en aquella de la primera juventud, con toda la vida por delante, no preocupa la contabilidad de los años.
En cambio persistían nítidos en su memoria los detalles de la escena.
Hacía tiempo que ambos muchachos incubaban un plan atrevido, haciéndolo lentamente, reflexivamente, con la prudencia con que avanzan las mulas cuyanas por los desfiladeros andinos. Un día Juan José dijo:
—Ya tenemos cortados y pelados los mimbres: es momento de encomenzar a tejer el cesto.
—Es momento —asintió Marco Julio.
—Lueguito, en la afuera, junto al algarrobo grande.
—Lueguito allí.
Puntualmente acudieron a la cita, y tras cortas frases y largos silencios, decidieron ultimar el proyecto, por demás atrevido, de abandonar el estrecho, asfixiante valle nativo para correr fantástica aventura, trasladándose a Buenos Aires, la misteriosa; ave única capaz de empollar los huevos de sus desmedidas ambiciones juveniles.
Marco Julio y Juan José se conocían y se querían, como se conocían y querían sus respectivos ranchos paternos, que desde un siglo atrás se estaban mirando de sol a sol y de luna a luna, por encima del medianero tapial de cinacinas.
De tiempo inmemorial los ascendientes de Marco Julio se fueron sucediendo, de padres a hijos, en el cargo, tan honroso como misérrimo, de desasnadores de los chicos del lugar.
Y de padres a hijos, la estirpe de Juan José transmitía el banco de carpintero, el serrucho, la garlopa, el formón y el tarro de la cola.
Empero, por rara coincidencia, Marco Julio y Juan José sintiéronse animados de un mismo espíritu de rebeldía, de un idéntico anhelo de escalar cumbres y descubrir horizontes.
El primero pensó en la gloria literaria, y el otro en la gloria escultórica. En vez de cepillar maderas y recitar textos, el uno idealizaría los troncos de algarrobos y otro materializaría la idea en el monumento del libro.
Seguros del triunfo, de la celebridad y la fortuna, organizaron sigilosamente la partida...
La opulenta madrastra fué dura con ellos. La camaradería de los primeros tiempos se fué limitando por la fuerza de las circunstancias y llegó el momento en que dejaban de verse, y lo que es más, en que se ignoraban mutuamente.
Llegó un día en que Marco Julio, vencido, sin levante, pulpa miserable, fué en busca del amigo, del compañero de ensueños infantiles, no en busca del auxilio material, sino de consuelo, de amparo en el naufragio que había sumergido todo, hasta la razón de la lucha.
Era un domingo. Con mano trémula, cohibido y avergonzado como un pordiosero que aún no ha adquirido el hábito de mendigar, llamó a la puerta de Juan José.
Recibiólo éste con los brazos abiertos, sinceramente agradado del encuentro.
Era la suya, una modesta, pero alegre y prolijamente tenida casita. Instalados en una glorieta tapizada de glicinas y madreselvas, el propietario, hombre obeso y rozagante, hizo llevar cerveza para obsequiar a su amigo, y después del primer vaso, dijo interrogando:
—¿Y qué tal viejo?... Me parece que la gloria aún no ha ido a estrecharte entre sus brazos...
—¡La gloria no; pero la miseria si!...
—Son primas hermanas: y quien se empecina en desposarse con la primera, casi siempre concluye por tener a la segunda por compañera de lecho.
—¡Tú has triunfado, sin embargo!
—Hasta cierto punto; y eso porque supe cortarle a tiempo la cabeza a la quimera...
—¡Fué, sin embargo, el propósito tuyo y el propósito mío, crecer, ascender, engendrar la obra de arte imperecedera!
—¡Vano, condenable orgullo...! La aspiración de planear por encima de los demás, humillándolos con la supremacía de un talento que no sabe crear un hogar, y que cuando lo crea, lo alimenta con las miserias de sus ansias insatisfechas, de sus ilusiones quebrantadas, de sus vanidades hechas añicos!...
—¿De modo que tú tampoco has realizado la obra maestra que soñabas en la melancólica quietud del valle nativo?...
Juan José se levantó y dijo a su amigo, con dulce, afectuoso acento:
—Ven. Ya es la hora de almorzar.
Y en el comedor sencido y pulcro, donde esperaba la familia del obrero, éste dijo:
—Te presento a mi esposa y mis once hijos. Los dos mayores son ingenieros mecánicos; las dos mayores son maestras normales, las demás, estudian, trabajan, se arman para ser útiles a sí mismos y a los demás... No he hecho una obra maestra, pero estoy seguro, de haber hecho una obra buena... Y estoy satisfecho...