¡Patroncito Enfermo!

Javier de Viana


Cuento


—¡Una taba cargada no tiene más suerte qu’ este animal de Polidoro!

—Y más haragán que un gato mimoso. Llenar la panza y echarse a dormir, es lo único que hace, porque hasta pa hablar tiene pereza ese cristiano.

—No es verdá: ¿dónde dejás su mancarrón? Pa cuidar su matungo no le pesa el mondongo...

—Cierto. Pero, ¿pa qué lo cuida?... Ni dentra en ninguna penca, ni lo empriesta pa que otros dentren, ni lo luce en nada; sólo lo monta pa dar una güeltita por el campo al tranco, cuando ha bajao el sol. ¡Indio sinvergüenza!...

—¡Así está, hinchao como un chinche!


* * *


Esta conversación se repetía todos los días, diez veces al día, entre los peones de la estancia Grande. Todos odiaban y envidiaban a Polidoro; y, sin embargo, nadie, ni el mismo patrón se atrevían a increpado por su holgazanería. Polidoro era sagrado. Polidoro no sufría los fríos de las madrugadas de «recogidas», ni las fatigas de las hierras, ni el tormento de las tropeadas. A montear no iba nunca, a alambrar, tampoco; en la esquila comía pasteles, tomaba mate y jugaba al güeso. En cuanto a trabajo... ni comedirse a alcanzar una manea.

¿Qué quién era Polidoro?... Un gaucho aindiado, petizo, retacón, casi lampiño. No era peón de la estancia, pero vivía allí, allí comía, allí dormía y allí le daban todo el dinero que necesitaba para sus vicios. ¿Quién se lo daba?... «Patroncito», el tirano.

Polidoro era el amigo, el primado de Patroncito. Toda su vida se consagraba a cuidar su bayo, su bayo amarillo como si fuese, de oro puro, —y a complacer al pequeño déspota. Polidoro hacía facones de palo, caballitos de cartón y muñecos de guampa pa Patroncito. Y éste, cada vez que se amasaba, elegía el mejor pan y la torta más linda para su amigo. En las «paradas de rodeo», Polidoro no podía trabajar, pues que llevaba por delante a Patroncito; en el esquileo no podía trabajar porqué mientras tomaba mate, tenía a Patroncito sentado en una de sus piernas, exigiéndole cuentos, tironeándole la melena, golpeándole sin cesar con sus patitas inquietas. A veces pegaba exprofeso en el mate, para que el gaucho se quemase los dedos y se hiciera el furioso: entonces reía y palmoteaba hasta enfermarse. De pronto saltaba de las rodillas, penetraba brincando en la «cancha», pedía un «lata» a un esquilador, otra a otro, y a otro, y regresaba con un puñado de pasteles y bizcochos que repartía alegremente con su favorito.

Polidoro salía al campo todos los días y en ninguno regresaba sin una nidada de perdiz o de teru-tero, o algún pichón vistoso, un patito implume, un principio de nutria, un «charabón» ridiculo o un airoso cervatillo. Dádiva por dádiva se entendían siempre. Polidoro, que no soportaba nada a nadie, le soportaba todo al mocoso. Polidoro adoraba la siesta. Tirarse sobre unos cojinillos, a la sombra de la enramada, en las caliginosas tardes estivales, panza arriba, la boca abierta desafiando al «mosquerío»... ¡lindo al igual de un jarro de apoyo de vaca con ternero grande!...

Polidoro y Patroncito se acostaban juntos a dormir la siesta y el pequeño saltaba, cosquillaba, tironeaba los cabellos del hombretón, le metía los dedos en tos ojos, le soplaba en los oídos, le escarbaba en las narices con una pajita, y reía, reía hasta que su cabecita rubia caía rendida, mezclándose los pelos cerdudos del gaucho con los pelos dorados del chico y las lanas sedosas del cojinillo.


* * *


Una mañana Patroncito amaneció muy enfermo. Boca arriba en su lecho, ardiendo en fiebre, muy triste los ojitos azules, entreabierta la boca en respiración anhelante, sufría, sufría el pobrécito. A un lado de la cama estaba el padre; del otro lado, el perro Talevar, sus mejores amigos. Por la pieza, varias personas afligidas. El padre dijo mirando al capataz:

—Hay que ir a buscar un médico al pueblo.

—¡Yo! —respondió simplemente Polidoro. Patroncito con una mirada llena de cariño le tendió su manecita pálida y ardiente.

—Ensilla mi malacara parejero, —indicó el patrón.

—Mi bayo —respondió con sequedad el gaucho.

En cinco minutos el bayo estuvo ensillado. Polidoro le palpeó el cogote diciéndole:

—¡Patroncito enfermo!... —y la bestia enarcó el cuello y sacudió la melena de oro como contestando:

—¡Comprendido!

Cinco minutos después ya no se veían de las casas el caballo y su jinete. Quince leguas se estiraban de la estancia al pueblo treinta leguas a galopar en el día, en un día abrasador de verano, en un flete «sin rebajar». —¡No importa! ¡Patróncito enfermo! —decía el gaucho; y el bayo, como sí comprendiese, clavaba la uña, se estiraba, volaba, sudando por todos los poros y resoplando fuerte, «Pa las ocasiones son los amigos: ayúdame aura, bayíto; agradéceme áura el maíz y la alfalfa que t’he dao: ¡Patroncito enfermo!» —decía Polidoro dialogando con su pingo. «¡No hay cuidao!» —parecía contestar en sus testereos el bayo, el perezoso bayo que jamás salía del tranco y que ahora, gacha la cabeza, «escarcando abajo», se iba, se iba, en frenético galope. La espuela y el rebenque no tenían nada que hacer...


* * *


En tanto en la estancia la gente desesperaba ante la rápida marcha del mal. La difteria trataba de estragular al pequeño enfermo antes de que su amigo llegara con el remedio salvador. El padre consultaba frecuentemente el reloj: —«A esta hora —murmuraba— estará por el Sauce». Más tarde: —«Ahora irá pasando «Los Talas». Luego: —«Ya irá llegando al pueblo»...

El enfermito seguía muy mal, muy mal. Todos rodeaban su camita y el padre exclamaba lagrimeando:

—¡No llegará a tiempo Polidoro!... ¡Ahora estará saliendo del pueblo!...

Sintióse en eso un tropel afuera. Un chico corrió gritando:

—«¡Polidoro!... ¡Patrón, ahí viene Polidoro!»

Todos salieron al patio y a penas tuvieron tiempo de ver en una nube de polvo, un grupo épico. Sofrenado junto a la puerta el bayo se desplomó muerto. Polidoro, radioso, sublime de amor y de triunfo, tendió los remedios que llevaba en la diestra, dió dos o tres pasos tambaleantes y cayó juntando su cabeza negra, su faz amoratada con la dorada cabeza sin vida de su caballo.

—¡Patroncito enfermo! —murmuró como si soñara.


Publicado el 9 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.
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