Por el Nene

Javier de Viana


Cuento


Bien dice la filosofía gaucha que cuando un rancho se empieza a llover, es al ñudo remendar la quincha.

La vida había ofrecido a Pío Barreto un rancho pequeño pero abrigado, cómodo y lindo. Con sus ahorros de trabajador juicioso, sin vicios, logró adquirir un pedacito de campo. Una majada de quinientas ovejas, media docena de lecheras, otra media docenas de caballos, tres yuntas de bueyes y una extensa chacra —que él sólo roturaba, sembraba, carpía y recolectaba— permitíanle vivir desahogadamente.

Y su mujer, linda, buena y hacendosa, y su hijito, sano y alegre como un cachorro, y su santo padre, el viejo Exaltación, ensolecían su existencia, pagando con creces sus fatigas.

Pío contaba cuarenta años; su mujer Eva, treinta; cinco el perjeño y el abuelo... muchos.

Nunca un altercado, nunca una discordia en aquella casa, donde —bueno es decirio— no se conocían los parejeros, ni los naipes, ni las bebidas alcohólicas.

Asemejábase aquel hogar a la cañada que corría a dos cuadras de las casas: las aguas siempre puras, viajaban siempre con el mismo lento ritmo, sin remover ia piedrecillas del lecho y sin asustar con rugientes brusquedades a las plácidas plateadas mojarritas que en copiosos cardúmenes pirueteaban disputándose las hojas carnosas de los berros que enverdecían las riberas del regato.

Pero un día cayó una centella sobre el mojinete del rancho y el olor de azufre ausentó para siempre la alegría de aquel sitio: una tarde, mientras Pío recorría su compito, repuntando la majada, se sintieron desde las casas dos tiros. Y como al llegar la noche, Pío no regresara, el viejo, alarmado, ensilló y fuese al campo.

En un bajío, junto a las pajas, se encontró con el cadáver de su hijo...

Lo velaron, lo enterraron.

Dos días después se presentó el comisario, a la hora de la siesta, como acostumbraba hacerlo, con frecuencia, desde cosa de seis meses atrás. Pero ese día el viejo Exaltación no se había acostado a dormir la siesta y el comisario, contrariado con su presencia, explicó de mal talante:

—Vengo pa sumariar por razón del sucedido, pero como se mi ha hecho tarde y tengo otras diligencias urgentes, volveré esta noche... Espéreme... —impuso, mirando fijamente a Eva, cuyo rostro se arreboló y empalideció de súbito.

—¡No! ¡No!... ¡Líbreme, sálveme, padre!...

El viejo convencido, se dirigió al comisario preguntándole:

—¿Entonces v’a venir esta noche?

—Sí —respondió él con arrogancia.

Exaltación, tranquilamente, serenamente sacó del cinto la pistola Lafoucheux que no le abandonaba nunca, y la descargó.

—¿Qué hace? —preguntó con cierto recelo el comisario, y el viejo, inmutable, respondió:

—Vi’a cambiarle las balas a la pistola. Estas hace mucho tiempo qu’están en los caños y temo que yerren juego.

—¿Piensa matar alguno? —inquirió burlonamente el funcionario.

Y el viejo:

—Pueda, —dijo;— andan zorros ronsiando las casas, y a los zorros hay qu’encajarles bala...

El comisario, que conocía perfectamente a ño Exaltación, se hizo el desentendido y se marchó.

No lo volvieron a ver en las casas; pero el cuatreraje comenzó a hacer estragos en la pequeña heredad. Todas las mañanas aparecían en el campo dos o tres panzas de ovejas carneadas en la noche por los bandidos de la ranchería vecina. Un día advirtieron la desaparición de los dos mejores caballos; dos semanas después, faltaron dos bueyes... Y no había nada que hacer; el Viejo y su nuera se guardaron bien de dar parte a la policía.

Para multiplicar las sombras en aquel castigado hogar, a fin de lograr la satisfacción de su grosero apetito, el comisario se presentó una mañana, muy de madrugada, en compañía del alcalde y dos vecinos. Iba a realizar un registro, en virtud de una denuncia recibida la víspera.

No tuvieron que andar mucho para descubrir, escondido entre los yuyos de la huerta, un cuero de oveja con la señal de un hacendado lindero.

Vana fueron la indignación y la protesta del viejo, victima de aquella iniquidad: el delito era evidente. Lo maniataron y lo condujeron preso.

Al día siguiente, muy de mañana también, retornó el comisario.

—¿Qué quiere todavía aquí? —exclamó indignada la viuda.

—La quiero a usted —fué la respuesta del funcionario— la quiero a usted y ya debe estar albertida de qu’es al ñudo resistirme... A les perros bravos que defienden la presa codiciada por mi corazón, los embozalo...

—¡O los mata!...

—O los mato... Es asina...

Y acercándose y tratando de tomarla por el talle, agregó con voz melosa:

—Hay que rendirse, ricura; y va a ver cómo la quiero de cariño y cómo...

—¡Salga de aquí, asqueroso! —gritó Eva, empujándolo violentamente.

—¡Tenga cuidado!... Ya'visto que soy capaz de vandiar cualquier arroyo pa dir donde quiero dir...

—¿Y qué más infamias puede hacer?... Asesinó mi marido, me ha hecho robar cuasi todos mis animalitos, ha encarcelado mi pobre suegro... ¿qué más puede hacer?...

Sonriendo cínicamente, el malvado respondió;

—Usté tiene un cachorro... desgraciarle el cachorro...

—¡M’hijito! —exclamó Eva en el colmo de la angustia; y luego, deponiendo su arrogancia, agotadas sus energías, cayó de rodillas y juntando las manos y llorando, imploró:

—¡No, señor comisario! ¡Eso no!... ¡M’hijito... no...!

Él la levantó, experimentó un gozo salvaje al abrazarla y besarla, así, toda trémula, anegada en llanto, inconsciente de la afrenta que recibía...

Sin embargo, su conciencia despertó a poco. Intentó esquivar aquellas caricias que la abrasaban y al abrir la boca para implorar auxilio, él la selló los labios con un beso áspero y grosero como mordisco de fiera encelada...

Ella tuvo fuerzas para desprenderse de los brazos del bárbaro y rugió, hechos llamas los ojos, los labios y las mejillas:

—¡Jamás!... ¡Jamás!

En ese mismo instante apareció en el patio el pequeñuelo, solicitando:

—¿Mamá, me da permiso pa dír’arrancar una sandia?...

El comisario, enfurecido, enloquecido, convertido en una bestia salvaje, desenvainó la daga, y, esgrimiéndola siniestramente, exclamó:

—¡Basta!... ¡O cedés o te lo degüello aura mesmo!...

Eva se inmovilizó horrorizada. Los ojos, con ser muy grandes, le quedaron chicos para dar salida al torrente de lágrimas; blanco y frío cual escarcha, púsosele el rostro, y con una voz más blanca y más fría, dijo dirigiéndose al chico:

—Andá, mi hijito; andá buscar la sandia...


Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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