A Domingo Arena.
A las nueve, la banda lisa de la Urbana formaba delante de la
jefatura de policía y tocaba silencio, en prolongados redobles y en
notas tristísimas, que las getas espesas de los negros arrancaban á los
clarines, todo abollados. Orden innecesaria; en la plaza, donde los
farolillos á kerosene alumbraban, como luciérnagas, los grandes
eucaliptus de negras ramazones, no se oía ni un maullido de gato.
Era en invierno, hacía frío, lloviznaba, habíanse cerrado las tiendas y las familias dormían ya, sin temor de que ningún rodar de vehículos interrumpiese sus sueños. En la plaza, sólo permanecía abierto un negocio, «el» café. Se llamaba así «el» café, pues aunque había otro en el pueblo, no tenía su importancia.
Allí se reunía la mejor sociedad, bien que el salón no pudiera calificarse de suntuoso. Había dos mesas de billar, ambas con los paños raídos, llenos de «sietes» y manchados en el centro por el kerosene que goteaba de las lámparas, no obstante, la protección de los botecitos de lata colgados de cada recipiente. En la de «casín» jugaban: el actuario del juzgado, el maestro de escuela, el jefe de correos y el presidente de la municipalidad. En la otra caramboleaban los mozos de la élite empleados de la jefatura, del banco y de la tienda principal. Luego había cuatro comerciantes vascos, entregados, noche á noche, á las emociones del «mus», haciendo pendant, y rivalizando en gritería, con otra mesa donde se jugaba al truco. Finalmente, en el ángulo más obscuro del salón, se reunían los «intelectuales»: tres periodistas, un procurador, un profesor normal, el oficial primero de la jefatura,—fuerte en geografía—el médico,—un joven que traducía á Verlaine en prosa para el periódico local, y un mozalbete largo y fino, melenudo, pálido, ojeroso...
Esto era el auditorio. El principal personaje era don Marco Alvarado, el patriarca del pueblo, un hombre alto, grueso, robusto, de rostro moreno circundado por larga melena blanca y espesa barba nívea. Hombre extraño, aquel: parecía la obra de un loco genial: había en su psiquis detalles maravillosos, pero en conjunto era inarmónica, funcionaba mal,—andaba, pero no funcionaba.
De cualquier modo, su mentalidad era superior á la de todos sus comarcanos y como además tenía el prestigio de una austeridad irreductible que le había impedido ser útil, rehusando cargas por imperio, de su conciencia girondina, la población tenía por él, unánimemente, ese relativo respeto que las muchedumbres profesan á los zonzos que han desdeñado triunfar y que, por lo tanto, no se encuentran en condiciones de servir á nadie. Lo admiraban como se admira á la luna, que es bella, pero no sirve para nada; sin guardarle las consideraciones debidas al comisario, ó al caudillo,—el dueño de los mataderos,—quienes, no obstante ser ambos analfabetos, podían castigar ó servir, cometer una injusticia con ellos ó cometer una injusticia para ellos.
Don Marco era un lírico y, lo que es peor, un lírico en un villorrio de tierra adentro. Era un puro y se asemejaba á esos fanáticos de la higiene que se mueren de inanición á fuerza de temerle á los microbios.
Su ilustración era escasa; pero se sabía de memoria la Historia de la Revolución Francesa de Thiers, de la cual había hecho su Biblia. Bueno y pacífico como era, habría muerto á quien hubiese osado decirle que la tal historia era un monumento de palabras huecas, de falsedades y de vulgaridades como un alegato de abogado, y que su autor no pasó nunca de un leguleyo charlatán, como Gambetta, como Castelar, como otros tantos cerebros camelias, predilecta flor de la política.
Durante las tertulias nocturnas, en la penumbra del café, el buen viejo evocaba los episodios de la con justicia llamada «gran revolución»,—porque ha sido la que más daño ha causado—y su auditorio deleitábase escuchándole.
Pero lo escuchaban sin hacerle caso. El único á quien sus relatos emocionaban, era Hércules Fierro. Y Hércules Fierro, por sangrienta irrisión, era el mozalbete largo, fino, pálido, exangüe, melenudo y ojeroso que al principio cité...
Mientras el blanco patriarca narraba aventuras homéricas, él atendía, absorbía las palabras, dilatadas las pupilas, entreabiertos los labios, apoyado el mentón agudo en las dos manos de largos dedos afilados. De tiempo en tiempo, el maestro apuraba la copa de caña con guaco, y sus oyentes hacían lo mismo; pero Hércules no tocaba la suya, fascinado, cautivado por aquella evocación de acciones gloriosas.
—¡Aquellos eran hombres!—comentaba el orador.
—¡Así debe ser hermoso morir!—agregaba Hércules; y cuando el primero citó la frase con que Jean Bon Sain André fundó su voto pidiendo la muerte para Luis XVI; cuando el anciano dijo con voz emocionada:
—«¡No hay pueblo libre sin tirano muerto!»—el jovenzuelo se enderezó todo trémulo y gritó con voz de falsete:
—¡Un hombre así hace falta en nuestro país!...
Los contertulios se miraron inquietos, y el periodista dijo, señalando al oficial primero de la jefatura:
—Vea...
Y así, noche á noche, el joven fue emborrachándose, envenenándose con la retórica sonora del maestro.
A solas en su cuarto miserable, mordíale el insomnio, y veía danzar en la penumbra, episodios sublimes y frentes aureoladas de gloria sobre cuerpos ensangrentados. Luces y estrépitos de epopeyas llenaban su pobre cerebro anémico, y la idea del sacrificio le obcecaba.
—¡Es necesario que yo haga algo!...
Era el único que creía en que la gloria fuese comestible. A fuerza de oír al patriarca, fuéronle entrando indomables deseos de conquistar la gloria, y como, según la palabra del maestro, la gloria se obtenía sufriendo, privándose de satisfacciones materiales, matando enemigos del ideal encendido en el alma y muriendo por ese ideal, él se dispuso á ser héroe.
Esperó. Esperó poco tiempo, porque el derecho ofendido, la libertad pisoteada, la infamia de un gobierno que les daba un reducido número de puestos públicos á sus adversarios, hizo indispensable una revolución.
Hércules Fierro se alistó inmediatamente en las filas de los regeneradores. Lo que éstos iban buscando, no lo sabía, ni le importaba. Si la gresca habría de ser útil ó perjudicial á la patria, no se preocupó en averiguarlo. Él iba por la gloria.
¿Hay algo más hermoso que la rebelión de los que están abajo contra los que están arriba?...
La lógica brutal pretenderá decir que los que están arriba, lo están porque valen más que los que están abajo, pero eso no puede admitirse por los ideólogamente puros, para los que no pueden aceptar que Juan Jacobo Rousseau, escribiera sus tonterías sentimentales contra los aristócratas, después de haber comido opíparamente de la limosna de esos mismos aristócratas, que lo agasajaban con el cuidado y con el desprecio que se tiene para un perro de linda estampa y brillante pelambre.
Hércules Fierro se fué á la guerra, abandonando su empleo de dependiente de tienda y dejando en la miseria á su anciana madre, ¿Qué importa?... Iba en pos de la gloria, y ante la gloria desaparecen las insignificantes materialidades de la vida terrena.
Y la gloria se conquista con sacrificios. Sufra la madre, sufra el cuerpo, ríndase la vida... ¿qué importa todo eso ante la esperanza de ver grabado su nombre con letras indelebles en el mármol de la inmortalidad?...
* * *
En un combate de guerrillas lo mataron. Sus compañeros,
derrotados, huyeron, y como era en una comarca casi desierta, no hubo
quien enterrase los muertos. Los cuervos y los caranchos se los
comieron.
La revolución siguió su curso, y cuando los destrozos causados por ella fueron excesivos, se hizo la paz, á base de unas cuantas diputaciones concedidas á los regeneradores.
Después se habló y se cantó el heroísmo de los patriotas que habían realizado aquella hazaña, pero nadie recordó el nombre de Hércules Fierro, y sus despojos no tuvieron nunca sepultura y su anciana madre se murió de pena y de hambre.
* * *
Durante la guerra y después de la guerra, las tertulias de «el»
café continuaron sin variación apacible. Una noche, en la mesa de los
intelectuales, alguien mentó el nombre de Hércules Fierro, y el
patriarca dijo con su autoridad indiscutida:
—¡Pobre muchacho!... Un cabeza liviana!...
—Un neurótico,—exclamó el médico, traductor de Verlaine.
—Una lástima,—agregó el procurador; tenía linda letra...
Un silencio. Cada cual bebió su caña con guaco, y nadie volvió á recordar más al pobre diablo, héroe anónimo de la causa inútil.
La gloria.