Por Qué Basilio Mató un Fraile

Javier de Viana


Cuento


Al sentir la detonación del escopetazo y ver caer del caballo al padre Jacinto con la cabeza deshecha, Alfonso, horrorizado, taloneó al matungo, le aflojó la rienda, cruzó a galope el vado y siguió a escape por el camino real, sin dirección y sin propósito.

Iba huyendo, simplemente. Iba huyendo de la espantosa escena presenciada. En los tres años que llevaba al servicio del padre Jacinto, había tenido oportunidad de ver muchos muertos, y de ver morir; pero nunca había visto matar a nadie.

Al pasar, disparando por frente a la comisaría rural, un milico que lo vió y supuso iba con el caballo desbocado, montó, salió a su encuentro y lo detuvo.

El chico sintió crecer su espanto, porque para la mentalidad objetivadora de las sencillas almas campesinas, un crimen es un triángulo con tres vértices igualmente aguzados y peligrosos: el delincuente, la policía y el juez.

La turbación del muchacho, infundió sospechas. Se le sometió a un interrogatorio y él respondió contando lo que sabía y lo que había visto. Su declaración decía textualmente así:

«El jueves cinco salimos de la villa San Pedro, el padre Jacinto y yo para hacer una gira por la campaña. El padre Jacinto era un cura jovencito, recientemente nombrado teniente en la parroquia. Parecía muy pobre, y el párroco, que era viejo y achacoso, le cedió la oportunidad de ganarse muchos pesos, casando y cristianando en excursión campera.

«Habían andado ocho días con resultado bastante halagüeno. Realizaron muchos casamientos y la mar de bautizos, lo que importó una buena suma de dinero y con muy escasos gastos, porque el alojamiento siempre era gratuito y aún no se había consumido una tercera parte de la damajuana de agua bendita que Alfonso llenó en la cachimba del fondo de la iglesia.

«El negocio iba muy bien. El padre Jacinto estaba contentísimo. Tanto, que habiendo encontrado en el camino un buhonero árabe, le compró el mejor par de caravanas que llevaba, sin duda para ofrendárselas, a la vuelta, a María Santísima, u otra tan virgen como María.

«Todo marchaba muy bien, cuando en el caer de una tarde, iban acercándose a un arroyito, traspuesto el cual, y andadas un par de leguas, debían llegar a la estancia de un viejo muy viejo, muy pecador y muy miedoso, candidato seguro, por esas tres circunstancias, a recompensar generosamente la acción purificadora del joven y santo varón, que iba por los campos con la sagrada encomienda de desinfectar las almas contaminadas con el pecado ambiente.

«Iban ya llegando al arroyo, cuando un hombre que estaba sentado bajo un tala, con una escopeta en la mano y al parecer abstraído en la contemplación del pajonal inmediato, levantó bruscamente la cabeza, se echó el arma a la cara e hizo fuego.

El comisario y su escribiente se miraron.

¿Sería Basilio?

—Cómo era el hombre de la escopeta,—preguntó el comisario.

—No sé,—respondió el chico.

—¿Huyó después del crimen?

—No sé tampoco.

Mientras Antonio quedaba preventivamente detenido, el comisario mandó al sargento y dos soldados con orden de aprehender a Basilio.

Este no opuso la menor resistencia.

Esa noche durmió tranquilamente en el calabozo y con la misma tranquilidad se presentó al otro día ante el comisario, quien, conociéndolo de largo tiempo atrás, sabiendo que era un mozo bueno, muy trabajador, muy retraído, se asombraba de que hubiese cometido aquel crimen alevoso. Es más, se resistía a creer en su culpabilidad. Por esa razón, empezó a interrogarlo bondadosamente.

—El sargento me dijo que vos te habías confesado autor de la muerte del padre Jacinto, ¿es verdad?

—Es verdad, si señor,—respondió Basilio con la mayor calma del mundo.

—¿Qué te había hecho?

—Nada.

—¿Lo conocías?

—No.

—¿Por qué lo mataste, entonces?

—Porque era fraile.

El comisario López, paisano vivaracho, que había visto mucho en sus cincuenta años de vida, que conocía uno por uno a los hombres del pago, se quedó observando atentamente al criminal. ¿Qué misterio entrañaba aquel crimen inexplicable?

Basilio era un excelente muchacho. A la muerte de su padre, había heredado la pequeña propiedad, un campito, una majadita de ovejas, unos matungos, cuatro yuntas de bueyes y unas pocas lecheras. Vivía solo. Sólo cuidaba su hacienda, solo labraba su chacra. Muy rara vez se le veía en la pulpería; no iba a carreras ni a bailes. No se le conocían vicios, ni amigos. Tenía fama comarcana de trabajador y honesto...

—Amigo Basilio,—insistió afectuosamente el comisario,—hábleme con franqueza. Yo lo estimo y trataré de ayudarlo en lo posible... Usted es un vecino serio, un hombre juicioso y algún motivo debe tener para haber cometido ese delito... ¿Por qué mató al padre Jacinto?

—Ya dije: porque era fraile.

—¿Usté enemigo de la religión?

—¿Yo?... ¡No!... Hay unos que creen, hay otros que no creen: pa mí es lo mesmo.

—¿Pero usted no cré?

—¿Yo?... ¡Yo no sé!... ¡Qué vi'a saber yo, que soy un bruto!...

—Pero les tiene odio a los frailes.

—¡Ah! ¡Eso sí!

—¿Por qué?...

Basilio se rascó la cabeza. Luego dijo:

—Vea, comisario. Yo ya voy diendo pa viejo. Dende muchacho he trabajao y he visto que tuitos los hombres honraos y tuitos los animales buenos, trabajan pa ganar lo que comen... Cuando yo era tuavía un mocoso, mi padre me dió una soba'e lazo sin razón, y yo me juí de casa... Anduve rodando y al fin cái al pueblo y me conchavé con el cura... Eramos dos muchachos y nos tenía dende el amanecer trabajando en la quinta... Nunca nos pagó nada. La comida, y gracias. Y eso, escasa, porque toda la comida era poca para él, y a cada rato nos retaba y nos pegaba.

«El no hacía nada y no le faltaba nada. Los ricos le mandaban postres. Los pobres, si cuadra, se quedaban sin comer pa traile una gallina o una docena de güevos... pero si venían a pedirle que dijese una misa por el alma de un finao, no había caso sin pintar la moneda.

«Don Antonio,—se llamaba don Antonio e fraile,—se murió de una indigestión. Vino otro, don Genaro, y era lo mesmo. A ese lo sacaron porque hizo unas cosas fieras, y dispués, trugeron un viejo gordo que no hacía más que comer, chupar vino y dormir... Yo me cansé y me juí... Anduve rodando, trabajando y cuando murió el finao mi padre y me tocó el campito, me vine a trabajar, a cuidar los animales, a sembrar la chacra...

Basilio se interrumpió, quedó un momento pensativo y luego respondió:

—«Yo les tenía muchísima rabia a las cotorras que me comían el maíz, y a los zorros que me mataban los corderos... Les tenía rabia, no tanto por el mal que me hacían, sinó porque son unos haraganes inservibles que viven del trabajo ajeno... Ayer de mañana me encontré que los zorros me habían muerto cinco corderitos... De tardecita cargué la escopeta y los juí a aguartiar en la orilla del pajonal... A la cuenta me olieron, porque no salía ninguno del escondite... Llevaba dos horas perdidas allí, dos horas que me hacían falta pa desgranar unas fanegas de maíz... ¡Y eso hizo que se m'empreñase la rabia!... No aparecía ningún zorro... ¡En eso pasó un fraile y le prendí juego!...

Basilio escupió, dió vueltas al sombrero entre sus dedos callosos y, mirando al comisario con sus grandes ojos, concluyó:

—Jué asina no más que maté al fraile.


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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