Por un Papelito

Javier de Viana


Cuento


Que aquello pasaba así, hacía tanto tiempo, tanto tiempo, que nadie era capaz de fijar fecha.

Desde tiempo inmemorial, fuese verano, fuese invierno, así rabiase el cielo, echando rayos, vientos y truenos, así viejo sátiro, envolviese en tules de oro, de ópalo y de cobalto, en suave caricia en beso afelpado a la Sierra, la amante fuerte y fecunda; siempre había sido lo mismo en la Estancia de «Los Árboles» donde, cumple al veraz cronista decirlo, jamás hubo árbol alguno.

Mucho antes de aclarar, levantábase el capataz, iba al galpón, hacia fuego, llenaba de agua la pava, y en tanto entraba en ebullición, ensartaba el asado, un gran asado siempre.

Luego iban cayendo los peones y el patrón, cual si hubiese recibido previo aviso, presentábase cuando ya estaba a punto el medio capón, cuya mayor parte iba a parar a su vientre poderoso.

Hombre feliz, don Gaspar. Reía siempre y no se enojaba ni cuando estaba enojado.

Muy grande, alto, ancho, obeso, rubicundo, el exceso de salud lo hacía excesivamente bueno y jovial.

Y con todo eso de una regularidad absoluta en el cumplimiento de sus deberes de patrón.

El capataz y los peones lo sabían perfectamente y sabiéndolo, causóles honda extrañeza aquel día en que don Gaspar apareció en el galpón cuando el sol había alumbrado plenamente el cielo.

Y más cxtrañeza aún advirtiendo que sólo comió un par de costillas y dijo «gracias» al segundo amargo.

Contra su costumbre inveterada no dió orden ninguna, montó a caballo y salió, —también contra su costumbre,— sin solicitar acompañamiento de ningún peón.

—Me parece que al patrón le ha picao alguna mosca mala —observó uno de ellos.

Severa y sentenciosamente, el capataz dijo:

—El patrón tiene derecho a hacerse picar aunque sea p'un tábano!

Nadie replicó.

Al fin y al cabo era una excepción y todo el mundo tiene el derecho de estar mal humorado un día.

Pero aquello se prolongó cada día con mayor intensidad. De la noche a la mañana, don Gaspar se había transformado radicalmente. No reía, no jaraneaba, y —síntoma el más grande,— no comía.

Don Gaspar sin apetito y don Gaspar taciturno era algo incomprensible, ilógico, que en las gentes de la estancia motivaba las más extravagantes conjeturas.

Uno de los peones aventuró:

—Hace unos días, yendo conmigo una tarde de mucha calor, se apió junto a la canadita del bajo y bebió much’agua... ¿Nu habrá tragao un pichón de sapo?... Dicen qu’eso envenena y pone rabiosa a la gente...

Sandalio, un casi recién llegado, opinó:

—Pa mí que son males de amor. Cuando un cristiano sano y fuerte s’encomienza a poner triste y a no comer, es porque hay de por medio algunas n’aguas que chicotean colgadas en el alambrao!...

El viejo capataz se echó a reír.,

—¿Amoríos el patrón? Si está embobao con su mujercita y pa él no hay más mujer en el mundo que la suya...!

En tanto el tiempo transcurría y el mal de don Gaspar se agravaba sensiblemente. Levantábase antes que nadie, a veces a media noche, ensillaba él mismo su caballo y se marchaba al campo, lejos, donde sabía qué objeto lo guiaba. Él, que fué siempre un glotón formidable, apenas probaba los alimentos.

El derrumbe físico fué tan rápido y más manifiesto que el derrumbe moral. Desaparecieron las enormes y rubicundas canillas, desapareció el opulento abdomen y las ropas daban la impresión de un gran saco vacio o mejor, de uno de esos gruesos muñecos de goma que se desinflan.

El capataz, que lo quería como se quiere a un hijo y lo respetaba como se respeta al padre, empezó a espiarlo, y vio con asombro que el patrón ganaba un sitio apartado del campo, un bosquecito de talas en el fondo de un bajío, desmontaba, se echaba en el suelo y pasaba las horas muertas, contemplando un papeíito rugoso y amarillento.

Y así todos los días.

El viejo servidor llegó a convencerse de que su pobre amo había perdido el juicio.

—Anda mal de la chaveta, —afirmó convencido.

En uno de sus espionajes sorprendió a don Gaspar leyendo en voz alta el papelito:


«Agosto 2 de 1901.

«Adorada Manuela: Recibí tu esquelita anunciándome que Gaspar se fué hoy del pueblo. Espérame díspues de oscurecer. Dentraré por la ventana del fondo, como de costumbre. Hasta luego, porota mía. Tu negro

Jacinto».


Y con voz sollozante, don Gaspar comentaba:

—¡Agosto 2!... En mayo nos casamos y a los dos meses ya me engañaba con mi mejor amigo!...

Una semana después, el estanciero, convertido en un saco de huesos, moría.

Alrededor de esa enfermedad misteriosa bordáronse mil comentarios. Cada uno daba su opinión. Sólo él viejo capataz callaba, y cuando lo interrogaron, respondió con voz sombría:

—¡Yo sé por qué murió!... ¡Por un papelito!...

Y como los demás demostrasen unos asombro, otros lástima, él agregó con firmeza:

—No bromeo, no; ni estoy loco... Por un papelito... Ustedes no comprenden; yo sí, y basta.


Publicado el 30 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.
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