¡Salga San Pedro!

Javier de Viana


Cuento


Al Dr. Ramón G. Saldaña.


Recorría yo por segunda vez el sur del Salto Oriental, atravesando nuevamente los Mataojos, los Arerunguás, los Valentines, toda esa abominación de piedra suelta y de agua brava, que traen á mi mente, el más trágico recuerdo de mi vida.

Los bordes áridos, desprovistos de vegetación, reverberaban bajo el sol calcinante, y en los lechos rocosos, corrían míseros filetes de agua, de agua como plata. Paisajes tristes, pero apacibles. Y sin embargo, yo los volvía á ver como otros tantos torbellinos espumosos, poblando de lamentos y de imprecaciones las sombras espesas de aquellas noches de maldición.

Nunca, jamás, tendrán belleza para mí aquellos aciagos parajes, y por eso, hice apresurar la marcha, rumbo al fondo de los Arapeys, donde debía pasar una temporada de campo, en la estancia de un amigo.

Hacía tiempo que me mortificaba la nostalgia de las cuchillas y de los arroyos, y sentía imperiosa necesidad de ir á «revolcar el alma sobre los pastos, para quitarle el olor apestoso de la ciudad».

Y ni buscado exprofeso hubiera podido encontrar mi deseo sitio más en armonía con las atávicas predilecciones de mi espíritu. Por aquel rincón de los Arapeices—barra de la Paloma—la naturaleza conservaba aún el agrio perfume del alma indígena.

Las cuchillas masculinizaban la aterciopelada suavidad de la gramilla, con frecuentes verrugas de piedra gris,—«belvedere» de lagartos y guarida de crótalos—y con isletas de molles y talas, cuyas ramazones inhospitalarias parecen crines de aguarás. De trecho en trecho, brilla una cañada, cuyas aguas gruñen y ruedan rabiosas, mordiendo las paredes rocosas de la zanja que las aprisiona. Y luego viene la selva, una selva huraña que todavía puede dar asilo á las pavas en lo alto de los vivarós, y á los pumas, en la húmeda penumbra de la maraña...

En un fresco y perfumado potrero de esa selva, sentados sobre la grama, que ofrecíase como mullido cojín, formábamos círculo alrededor del asador, que clavado en el suelo, sostenía un cordero, dorado cual si fuese de oro.

—Bueno, muchachos;—dijo nuestro anfitrión, el doctor S***, todo un criollo de vieja cepa—hay que echar pie á tierra, y cada cual á tajear á gusto.

Aquel asado exquisito, comido á dedo, cortado sobre la jeta, en aquel paraje esencialmente gaucho y entre un grupo de irreductibles tradicionalistas, obligó á que la conversación girara sin cesar alrededor del mismo tema nativo.

Se habló de los sentimientos religiosos del gaucho, y todos estuvimos contestes en que siempre fueron poco intensos.

—Supersticiosos, á lo más—dijo uno.

—Hasta cierto punto;—objeté—las supersticiones gauchas, su devoción á su manera, por tal santo ó santa, no era, generalmente, sinó una expresión de la amistad, el más hondo, el más firme sentimiento de aquella raza extraña.

—Yo conozco un caso,—insistió el doctor S*** —y oliendo un cuento, todos á una le llevamos la carga.

—¡Desensille y largue, aparcero!...

Él no se hizo de rogar.

—Pues... mi abuelo don Felipe era, como ustedes saben, un gaucho con todas las de la ley: gran hacendado, gran domador, gran enlazador y boleador... Pero ante todo, era domador, en cuyo arte con nadie admitía cotejo. A sus tropillas no había de entrar ningún caballo que no llevase su marca y no hubiese sido amansado por él.

Era su pasión y su orgullo.

—Yo he oído decir—interrumpió un paisanito domador—que domaba fiero el finao don Felipe; sancochaba no más...

—Es posible,—asintió el doctor S***—es posible, porque era muy rabioso el viejo y más dispuesto á amansar que á enseñar... Era robusto, y cuando rabiaba, la emprendía con todos los santos del calendario... Es decir, con todos, no; con todos menos San Pedro. Con San Pedro era amigo, aun cuando nadie lo sabía; pero él era amigo de San Pedro y no se metía con él, ni permitía que nadie se metiese.

—La madre y el amigo no tienen defectos—interrumpió el gauchito.

—Así es; bueno... Como á todo el mundo, los años habían concluido por endurecerle los caracuces y ablandarle las pulpas al viejo, y de ahí que más de una vez lo basureasen los potros... Recuerdo una ocasión...

—¡Ha ’e ser lindo!—exclamó el indiecito, clavando los codos en las rodillas, hundiendo las carretillas entre las manos, y relampagueándole los ojos.

El doctor S***, cuya fisonomía tiene un notable parecido con la de Fructuoso Rivera, lo miró con cariño y prosiguió:

—Fué así: mi abuelo había hecho agarrar un bagual moro, grande como mundo y más arisco que un aguará... Del primer corcovo le dió contra el suelo. Levantóse el viejo, echando espuma por la boca y echando maldiciones á San Juan, San Pablo, San Antonio... todo el santoral, exceptuando, naturalmente, San Pedro.

Le bolearon el potro, se lo trajeron; lo volvió á montar... y volvió á recibir otro porrazo. Entonces, lleno de rabia, tomó el sombrero como si fuese una bolsa y empezó á ordenar, señalando la boca con el dedo á seres imaginarios:

—¡Entren aquí San Juan, y San Luis, y San Pedro y San Antonio!... ¡Entren, hijos, de una tal por cual!... ¡Entren San Lucas, San Anselmo, San Ignacio!... ¡Entre San Pedro, también, caracho!...

Cuando el sombrero estuvo lleno de aquellos santos varones, cerró las alas y se dispuso á arrojarlo contra el suelo; pero titubeó un instante, abrió un poco la boca del chambergo y ordenó:

—¡Salga San Pedro!...

Cuando calculó que el santo amigo había salido arrojó el sombrero al suelo y empezó á pisotearlo ferozmente á los gritos de:

—¡Tomen, canallas!... ¡Tomen, bandidos!...—Salvo San Pedro, los demás santos debieron quedar como chatascas.

—¡Es claro;—concluyó filosóficamente el indiecito—San Pedro era amigo!...


Publicado el 23 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
Leído 0 veces.