Aquel espectáculo, extraño en nuestra campaña, era familiar a las gentes del pago. Raro era el día del año en que algún vecino no lo encontrase, vagando por los caminos, tanto en invierno como en verano, con igual desdén por las lluvias que por los soles.
Y era casi infalible que el vecino se descubriera, expresando con respeto un:
—Buenos días, don Salomón.
Las más veces el viajero permanecía inmóvil, con el sombrero en la mano, algo cohibido, y como el otro sabía que esa actitud era indicio de una súplica, apresurábase a facilitarla, preguntando:
—¿Qué hay de nuevo por su casa?
—Estee... sabe... se me ha descompuesto la desgranadora de maíz.
—Bueno, bueno; mañana la arreglaremos... ¿No hay nada más descompuesto en casa?
—Nada más, don Salomón.
—¿Y la patrona?
—Siempre juertaza, gracias a Dios.
—¿ Y los cachorros?
—Lo mesmo.
—Bueno, hasta mañana.
Algo más lejos, la escena se repite con otro pasajero que se cruza:
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