Salomón

Javier de Viana


Cuento


Parecía que estuviese lloviendo fuego. Los tostados, achicharrados pastos de la pradera, presentaban un color amarillo ictérico y el camino que la cortaba diríase cubierto con un tapiz de cenizas. Como hasta la atmósfera dormía la siesta, el silencio era absoluto.

Sin embargo, Salomón proseguía la marcha por el camino polvoriento, con aire indiferente, como si la atroz inclemencia solar no tuviese acción ninguna sobre su organismo hercúleo.

Llegado a la vera de un arroyito de lecho pedregoso, por el cual corría un hilo de agua cristalina, desmontó y quitó el freno a su yegüita lobuna, la cual, rápidamente, fué a sumergir su belfo reseco en la linfa incitante.

El viajero se refugió a la sombra de un tala, menguado en altura pero abundoso en ramaje, y empezó a desprenderse, con calma, sin apuro, de la escopeta que llevaba en bandolera y de dos voluminosas alforjas de cuero, depositándolas al pie del árbol. Luego quitóse la “cazadora” de pana, raída, descolorida, que llevaba usando, invierno y verano, desde cinco o seis años atrás.

Esto hecho, encaminóse hasta el regato y echándose de bruces bebió con una avidez capaz de darle envidia a la jaca lobuna. Retornó en busca de la sombra del tala, y, tras un reposo de media hora, cargóse de nuevo con las alforjas y la escopeta y reanudó la marcha, a pie, por el camino soleado. Detrás suyo seguía, dócil como un perro, la yegüita.

Aquel espectáculo, extraño en nuestra campaña, era familiar a las gentes del pago. Raro era el día del año en que algún vecino no lo encontrase, vagando por los caminos, tanto en invierno como en verano, con igual desdén por las lluvias que por los soles.

Y era casi infalible que el vecino se descubriera, expresando con respeto un:

—Buenos días, don Salomón.

Las más veces el viajero permanecía inmóvil, con el sombrero en la mano, algo cohibido, y como el otro sabía que esa actitud era indicio de una súplica, apresurábase a facilitarla, preguntando:

—¿Qué hay de nuevo por su casa?

—Estee... sabe... se me ha descompuesto la desgranadora de maíz.

—Bueno, bueno; mañana la arreglaremos... ¿No hay nada más descompuesto en casa?

—Nada más, don Salomón.

—¿Y la patrona?

—Siempre juertaza, gracias a Dios.

—¿ Y los cachorros?

—Lo mesmo.

—Bueno, hasta mañana.

Algo más lejos, la escena se repite con otro pasajero que se cruza:

—¿Qué tal, don Domingo?...

—Cusí, cusí, dun Salamón... Mi dentrú la peste a lu tumate e pensaba ir da osté...

—Está bien; hoy es lunes; el miércoles voy por allá.

Y prosiguió el viaje para detenerse frente a unos ranchos situados a cosa de una cuadra del camino. No obstante su impedimenta, Salomón pasó por entre dos hilos del alambrado, con agilidad insuponible, su macizo corpachón. Una bandada de perros le salió al encuentro, ladrando furiosamente, como ladran y embisten los perros gauchos al viajero pedestre, porque no conciben que se viaje a pie en el país de los caballos. Pero fué simple amago: en el pago no moraba ninguna persona ni ningún perro que no conociera y quisiera al “rubio grandote y bueno”, al cual, quien más, quien menos, en una o en otra forma —y a veces en varias—, debían algún servicio. Entre esos mismos perros había dos que eran deudores suyos: un barcino grandote, al cual empatilló y curó con arte de perfecto cirujano una pata quebrada por la coz de un potro; y una perra leonada, dejada por muerta, con las tripas de fuera, por el cuerno aguzado de un toro serrano...

Lejos, pues, de morderle, los perros le formaron escolta, acompañándole, entre saltos y gritos alegres, hasta el guardapatio del rancho donde lo esperaba toda la familia, una caterva, en que aparecían mezclados viejos y viejas de cabellos de escarcha, mocetones robustos, garridas mozas y el cardumen de pequeñuelos.

—Vamos a ver a la enferma —dijo Salomón para dar término a los agasajos que le tributaban grandes y chicos.

La enferma era una vieja máquina de coser, una de las Singer precursoras, La observó, y dijo mientras buscaba unas herramientas en una de sus alforjas de cuero:

—Achaques de la vejez... Pero vejez sólida; le pondremos un remiendo y' todavía seguirá tirando por algún tiempo.

Efectuadas las reparaciones, disponíase a partir cuando Sandalio, el jefe de la familia, le dijo tímidamente:

—Si no le juese mucho incomodo...

—Pida no más.

—Sucede que le arriendé un potrerito al pulpero Fernández, y si usté quisiera escrebirme el contratito... Truje el papel...

—Venga.

En un santiamén quedó redactado el contrato.

—¿No quiere tomar aleuna cosa, don Salomón?...

—No, gracias; tengo que ir a lo de Camacho, que tiene un chico muy enfermo...

¿Quién era este extraordinario personaje, con aspecto de mozo de cordel?

Para todos un enigma. Ejercía de curandero y sus curas notables, al par que sus sentimientos humanitarios y su desinterés y sus múltiples habilidades, lo habían convertido en el ídolo de toda la comarca.

Sólo los médicos lo detestaban, y con sobrada razón, porque ninguno de los varios que habían ido a establecerse allí pudo resistir la competencia de Salomón. Es sabido que la casi totalidad de los médicos que van a establecerse a la campaña son o jóvenes reción doctorados, faltos de experiencia, o —más frecuentemente— viejos fracasados por incapacidad o negligencia. Eran incontables los casos de enfermos que tras el desahucio de aquéllos habían revivido en manos de Salomón.

Varias veces denunciado a la justicia por ejercicio ilegal de la medicina, había logrado ser absuelto gracias a sus prestiglos entre toda la población, incluso las autoridades locales.

Pero llegó al pago un viejo facultativo napolitano que había recorrido toda la república con deplorables resultados pecuníarios y con otros profesionales no menos deplorables. No logró un solo cliente. Furioso, en su despecho y en su miseria, persiguió al curandero hasta conseguir que el Consejo de Higiene le aplicara una multa.

Salomón pagó sin protestas y sin dejar por eso de seguir ejerciendo su profesión.

Vino una segunda multa, duplicada, por reincidencia, y observó la misma conducta.

El napolitano, cada vez más exacerbado, proSiguió implacable la persecución, hasta conseguir que Salomón fuese encarcelado. Se comprobó que el curandero empleaba los yuyos “para despistar”, empleando, en realidad, los medicamentos farmacéuticos, especialmente sueros y alcaloides. El secuestro de un arsenal quirúrgico completo, corroboró la denuncia sobre numerosas operaciones realizadas por el audaz aventurero.

Requerido si tenía algo que alegar en su defensa, Salomón se limitó a decir:

—Todos los cargos son ciertos; pero ninguno de ellos constituye delito.

—¡Ya lo dirá el Juez! —respondió el napolitano frotándose las manos con expresión de vencedor.

Tranquilamente, pausadamente, el curandero desabrochó la raída cazadora de pana y extrajo del bolsillo interior unos papeles amarillentos, que extendió ante el Juez.

Observólos éste con toda prolijidad, y luego expresó:

—Y bien. Esto comprueba que usted se llama Arturo Meyer, y nada más.

¡—Perdón, señor Juez. Demostrada mi identidad, me queda por presentar este otro documento.

Y aportó un pergamino amarillento, que el magistrado leyó con manifiestas muestras de asombro: era un diploma —en perfecta forma— expedido por la universidad nacional, concediéndole el título de “médico-cirujano”.

—¿Por qué, siendo médico, se ha hecho pasar usted por curandero?...

—Para tener clientela —respondió Salomón, enfundando sus documentos—. Los campesinos les tienen miedo a los médicos, porque, en general, son ignorantes y explotadores...


Publicado el 2 de octubre de 2025 por Edu Robsy.
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