Á Luis Reyes y Carballo
I
¡El pobre viejo!... No había quien lo sacara de su "aripuca", cerca de la costa del Tacuarí, en la frontera. Allí, en un rancho ruinoso que tenía por puerta un cuero de ternero, vivía él, solo, como arbolito en la cuchilla y contento como caballo en la querencia. Salir, salía raras veces; pero no le faltaban visitas, empezando por don Mariano Sagarra, su compadre, su amigo de la infancia y su protector, que no sólo le había dado población en el campo, sino que también le mandaba diariamente de la Estancia medio capón ó la cuarta parte de un costillar de vaca, porque el viejo, á pesar de tener la boca más pelada que corral de ovejas, no había podido acostumbrarse á otros manjares que á la carne asada y á la carne hervida. Otros, además de su compadre, llegaban con frecuencia á la tapera, y eran mozos que gustaban de escuchar su charla pintoresca y sus animados relatos; ó viejos como él, que iban á saborear en su compañía el sabroso amargo de los recuerdos juveniles.
¡El pobre don Venancio Larrosa!... Para el trabajo había sido duro como su raza, y aun entonces—con su cuerpecito encorvado, sus manos enflaquecidas y su cara más rugosa que cuero vacuno asoleado sin estaquear— solía echar sus boladas en las corridas de un aparte. Es verdad que á él lo que le costaba era montar á caballo; pero una vez enhorquetado, se pegaba como saguaipé y corría como luz mala.
A contar cuentos y á tomar mate no había quien le ganara. ¡Qué hombre aquél para tomar mate! Se pasaba las horas sentado en un tronco de ceibo, junto al fogón, levantada la bombacha, los pies en la ceniza, la caldera entre las piernas—separada del fuego para "no quemar" la yerba—, el sombrero sobre la nuca, el poncho de verano echado hacia atrás por sobre el hombro derecho—dejando descubierta la camisa de colores y el chaleco de dril—, los codos apoyados en las rodillas, el mate entre las dos manos y la bombilla en la boca. Después de dos ó tres "sonadas" bajaba el brazo derecho, cogía la pava y, sin sacar la bombilla de entre los dientes, empezaba á echar agua, á echar agua en aquella calabaza que parecía una fuente inagotable; hasta que, fatigado de sostener la caldera, la bajaba—dejando el mate bien lleno—y tornaba á la posición primitiva.
De largos en largos ratos sacaba, de detrás de la oreja ó de un bolsillo del chaleco, el pucho de tabaco negro liado en chala, escarbaba con la uña para quitar la parte carbonizada, y, cogiendo un tizón, encendía, no sin chamuscarse á menudo los pelos del bigote. Acto continuo tomaba el mate, que había dejado recostado en el asa de la caldera, y continuaba sorbiendo.
Así era que dondequiera que escupiese don Venancio dejaba una mancha verde como pasto de primavera.
Por lo demás, era bueno hasta la exageración y complaciente como ninguno para narrar aventuras de los tiempos gloriosos. Nadie tampoco conocía como él la historia patria, sus luchas, sus glorias, sus reveses, sus desesperaciones y sus triunfos. Sólo que, para el viejo luchador, los días obscuros y penosos de nuestras desventuras pasaban en sus relatos como nubes fugitivas, en tanto que las acciones grandes, las luchas bravas, los largos días de sol quedaban brillando, se detenían rutilantes, se alargaban igniscentes, coloreando con lumbraradas de gloria la narración del paisano.
¡Sarandí, Rincón, Ituzaingó!... esas cosas las sabía él como el Bendito y necesitaba más de una velada para trazar el cuadro de cada uno de esos triunfos soberbios. En cambio hablaba de Catalán y de India Muerta rápido, torvo, feroz, dando detalles con repugnancia, con asco, á la manera de quien escupe una cosa fea. No podía equivocarse en sus narraciones porque llevaba las fechas marcadas á fuego ó esculpidas á lanza en las diversas partes de su cuerpo.
No hablaba más que de los portugueses y de los porteños, citando á Alvear, á Lavalleja, á Rivera, á Oribe, á Díaz, á Garzón, á Suárez, narrando los episodios con tal llaneza y verdad, que el auditorio creía hallarse en aquellas grandes épocas. El viejo, por su parte, se imaginaba estar en su rancho con licencia y abrigaba una vaga esperanza de que cualquier día habrían de llamarle al servicio; porque para él no habían desaparecido los prohombres de su tiempo. Hasta la tapera del Tacuarí no llegaban periódicos, y las visitas iban á escuchar y á tomar mate. Si alguno se permitía comunicarle la nueva de un invento reciente, del ferrocarril, del telégrafo, oíale con la indiferencia de quien oye cosas qué ni entiende ni le importan, y concluía por interrumpirle con un relato suyo, al mismo tiempo que daba vuelta á la "cebadura"—que daba vuelta la "pisada", según su habitual decir—. Los años habían pasado sin dejar huella; los años habían pasado sin herir el corazón del viejo patriota, lo mismo que—debilitados por la barrera del Tacuarí—habían pasado los pamperos sin herir el techo de su rancho, aquel techo de paja negra y gastada, en el cual ya no se conocía la escalinata de las "empleas", y cuya cumbrera sillona semejaba el lomo acuchillado y lleno de lacras de un matungo aguatero. Los últimos acontecimientos, las perturbaciones, sacudimientos y hasta cataclismos políticos eran para él como la historia del yaguarón—el pez fabuloso que iba de un río á otro río por canales subterráneos que medían leguas—, aquella historia que les había oído contar á los viejos, en los altos, mientras los cuerpos entumecidos se calentaban en los grandes fogones del campamento: cosas buenas para escuchadas, pero no para creídas.
Cuando había permanecido cinco minutos con el mate en una mano y la pava en otra, prestando atención al tejedor de relatos nuevos, sacudía la cabeza, su grande, severa, greñuda y encanecida cabeza de león viejo, y con un: "Baya, baya con la yegua baya", cortaba bruscamente la narración del intruso y proseguía en sus lecciones históricas, acompañando la palabra con gestos, signos y amplios ademanes de ruda, pero marcada elocuencia:
"—Cuando el Sarandí, nosotro tábamo en un bajito...—empezaba don Venancio, y se interrumpía para sacar el cuchillo de la cintura y luego, haciendo rayas en el piso de tierra agregaba gráficamente:—Nosotro tábamo aquí, dispué que hicimo miñanguito los escuadrodes de Bentos Manuel; más paca, taba don Frutos, y como pacasito, ansina, taban las fuerzas de Bentos Gorzálvez... ¡Viera amigo aqueyos dragones cargar como rejucilo y cair sobre los macacos y hacerlos piacitos, pero piacitos amigo, piacitos!... ¡Y ya clavaron la uña tamién, y agarraron pu'aqueya cuchiya como luz mala, tapándoles la marca á los mancarrones!..." Y así, mientras había auditorio.
II
Un día, el compadre Sagarra llegó al rancho de don Venancio, y mientras le pasaba la tabaquera de goma inglesa y el librillo de papel Duc, le habló con aire indiferente:
—Vengo á decirle que se apronte, compadre, porque va á tener que bajar conmigo á la capital.
El viejo hizo tan brusco movimiento, que volcó con el pie la caldera sobre las cenizas y las brasas. El vapor blanco y caliente se alzó en seguida, obligando á retroceder á los dos amigos. Cuando el humo cesó, don Venancio levantó la pava, fué á llenarla al barril, la puso al fuego, concluyó de armar su cigarrillo, y exclamó sacudiendo la cabeza:
—Baya, baya con la yegua baya... ¡Que caídas tiene mi compadre!
Rió, encendió el cigarrillo y le echó yerba al mate. El compadre, por su parte, rió también, rió de la "espantada" de su amigo.
—¡Amigo! ¡Qué modo de escarciar!... ¡Y válgale la cuerpeada, que si no se "sancocha" las tabas!
—¡Tamién, compadre—respondió don Venancio, golpeando la boca del mate sobre la palma de la mano para "emparejar"—, usté suele agacharse con cada una que es como latigazo'e mayoral!...
Cuando Sagarra insistió, el viejo patriota estuvo á punto de encolerizarse. ¿El, Venancio Larrosa, el capitán Venancio Larrosa, abandonar su vizcachera del Tacuarí para ir á Montevideo?... ¡Valiente locura!... ¡Abandonar su rancho, dejar su pago!... ¡A no ser!... Y el viejo, trémulo, sorprendido con la radiación de una idea que era esperanza y temor, irresoluto ante aquel combate de luces que estallaba en su cerebro, exclamó con acento extraño:
—A no ser que... los compañeros me necesiten... En ese caso, aunque sea para "arriar" caballos.
Su amigo sonrió contento y se apresuró á. explicarle el objeto del viaje, que debía ser de mero recreo, acompañándolo á la capital para, que no muriera sin ver tanta maravilla, y mostrarle al mismo tiempo los hombres jóvenes, los que caminaban torpes con la espuela y no sabían manejar la lanza ni gobernar el caballo. Estos luchadores noveles deseaban oir la palabra cálida de los viejos luchadores. La guerra santa por la independencia y por la libertad no había concluido aún, y á la sangre derramada debía agregársele más sangre. El silencio que había reinado hasta entonces no era el licénciamiento, sino el descanso necesario á los músculos transidos tras rudo batallar; se había descansado como se descansa después del Catalán y después de Ituzaingó. Allá lejos, en un horizonte que él no veía porque se lo ocultaba el boscaje del Tacuari, cuajaba la tormenta. En lomas distantes el clarín había sonado tocando á reunión, y alguien había visto escurriéndose por las quebradas jinetes torvos que montaban caballos de guerra y esgrimían lanzas de urunday. Por los montes, por las sierras, empezaban á escucharse esos rumores sordos que semejan el gruñir de los arroyos en creciente y que son el hervor de los pagos insurreccionados. Más lejos, las grandes heredades permanecían mustias y calladas, suspensas las labores. Y más lejos todavía, en la ciudad grande y fuerte, en la capital, la mozada culta remolineaba, inquieta y nerviosa, decidida y brava, esperando el primer grito para lanzarse á la pelea, esperando ver flamear la bandera, enarbolada por los viejos, para agregarse a su lado y darle todas las palpitaciones de sus pechos nobles y vigorosos... La ruda tarea no había concluido. Nueva sangre debía unirse á la mucha sangre derramada. El fragor de la guerra retumbaría de nuevo en las campiñas como la voz del arcángel anunciando la ruina y el desplome de una sociedad maculada y perversa. En las cuchillas, en los llanos, en todas partes el negro pabellón de la discordia debía flotar sobre los campos inermes y las lanzas debían cruzarse cual se cruzan los relámpagos en noche tempestuosa, brilladores y rápidos...
Don Venancio picaba. Tener muchos oyentes para sus épicas narraciones; ver á sus viejos compañeros de armas renacer en el cuerpo de sus hijos y enseñarles á los hijos de los héroes cómo combatían sus padres y cómo morían grandes y fieros al pie de la bandera... La tentación le entraba. Sin embargo, el amor al pago mostrábale inclinadas y rotas las pobres paredes de su tapera; de aquellos ranchos que eran como una entraña suya, y debajo de los cuales hubiera querido morir el día que un pampero arrancara los ya flojos y carcomidos horcones; de aquellos ranchos donde vivía feliz, donde el fogón tenía siempre pronto un bramador y un churrasco, donde los muros, los techos, las cumbreras, los tirantes y las alfajías conservaban el recuerdo de sus cantos marciales y se entusiasmaban con él en la rememoración de las fechas inmortales y de los nombres gloriosos...
Pero al concluir esta argumentación egoísta tornábase serio y triste. ¿Cómo él, el capitán Venancio Larrosa, habría de mezquinar un sacrificio á su tierra?... ¿Desde cuándo?... Iría, sí, iría, aun cuando llevara el presentimiento de morir por allá, lejos del pago y sin haber alcanzado á escuchar la diana de la primera aurora.
Don Mariano lo animaba cariñosamente. ¿Por qué no la había de oir?.,. El no perdía la esperanza y era tan viejo ó más...
El capitán protestó:
—¡Que tan viejo como yo... y le llevo lo menos diez años... y pico; pero un pico de cigüeñal... ¡Baya, baya con la yegua baya!... Y dispués que usté está juerte como ñudo'el garrón, mientras qu'el viejo Larrosa y'anda perdiendo la lana lo mesmo que oveja vieja apestada.
Inútilmente acumulaba razones que no eran sino fingida resistencia, un modo de ganar tiempo á fin de no ceder de golpe.
Después de sorber la última gota había dejado el mate entre el tarro de la yerba y se paseaba agitado, mirando al suelo y escupiendo por el colmillo.
De pronto se detuvo, cogió una chala del suelo, la "alisó" con el lomo del cuchillo, le recortó los extremos, y sacando el naco, picó en el dedo y armó el cigarrillo.
En seguida cogió un tizón, y mientras encendía y chupaba con fuerza:
—¿Conqui'ay que dir?—dijo.
Y después que hubo prendido y largado una bocanada de humo espeso y negro agregó:
—¡Y yo que me creiba tranquilo¡... jQué vamo'hacer! ¡La suerte es ansina!... ¡Adonde irá el güey que no are!...
III
—¿Y, qué tal?—preguntaba don Mariano, mientras el viejo Larrosa, encandilado con la luz de treinta y seis picos de gas, miraba con asombro el enjambre de elegantes que bullía en el salón. El viejo los veía pasar y repasar multiplicados por los seis grandes espejos que adornaban los muros, y comenzaba á marearse con tanto ruido, con tanto movimiento.
—Linda mozada—dijo don Mariano.
Y el viejo contestó satisfecho:
—Linda, mesmo.
La mesa de enfrente fué ocupada por tres jóvenes elegantes, primorosamente afeitados, peinados y perfumados. En tanto bebían y hablaban de mujeres con petulante arrogancia, Larrosa observaba atentamente. ¿Era aquélla la juventud que esperaba oir la palabra de los viejos? ¿Era aquélla la falange dorada dispuesta al sacrificio? ¿Eran aquéllos los hijos de los héroes, los que irían pronto á recoger la lanza que cayera de la mano del luchador moribundo?...
Los mozos, con sus chaquetillas de lustrina negra y delantales blancos, iban y venían cargados con copas y botellas, rápidos y seguros en medio del enjambre.
El chocar de las bolas de billar, el golpear de los tacos en el suelo, los gritos, las interjecciones y el vocerío incesante llenaban el salón.
Don Venancio, atento á los jóvenes, todo ojos y todo oídos para los hijos de los héroes, había olvidado el café y la concurrencia y hasta á su amigo, á quien apenas atendía. ¡Cómo hablaban de la patria los futuros regeneradores! ¡Con qué elocuencia explicaban lo de independencia por equilibrio, y con qué gana reían de las actitudes patrióticas!... El pobre viejo narrador de epopeyas creía soñar. ¡Cómo pudo imaginarse que los nombres venerandos de Artigas y Lavalleja, esos nombres que él— el capitán Venancio Larrosa, soldado de Ituzaingó—pronunciaba con respetuosa admiración, habían de caer bajo la sátira audaz de la juventud de su patria! A galope, á galope por las cuchillas del pasado, el gaucho bravo iba resucitando en su memoria todos los hombres de su época y haciendo surgir todos los episodios del drama grande y sangriento que tuvo una escena en cada pago y un actor en cada oriental. Su pequeño cuerpo, encorvado y débil, se agitaba como si otra vez lo abrasara la fiebre del entusiasmo; sus manos, flacas y torpes, se movían inconscientemente, cual si la izquierda creyera oprimir las riendas del potro indómito y la diestra soñara empuñar el astil de aquellas lanzas que llevaban el exterminio en los rejones iluminados por la luz del sol de Mayo, y su cabeza, su cabeza de león envejecido ya, impotente, pero siempre altivo, se irguió, mirando de frente á los blasfemos: de frente, de frente, de frente, como miraban al enemigo dé la patria los soldados de Artigas, los soldados de Lavalleja, los soldados de Rivera; los vencedores de españoles, portugueses y porteños; los gauchos brutos, valientes como el valor, y como el patriotismo patriotas!...
—Nuestra mayor desgracia—decía uno de los jóvenes con entonación de magister—, arranca de la reconquista. Después todo fué errores. Nosotros, ya que no quedamos colonia inglesa, debimos ser colonia argentina ó brasileña.
El viejo Larrosa no pudo soportar más. Todo su amor al terruño le subió á la garganta. Se puso de pie, se irguió, sacudió la cabeza y, extendiendo la diestra amenazante, gritó con voz ronca y sombría:
—¡Ah, pillos! ¡Ah, traidores renegados! ¡Cállense, trompetas, cállense; dejen de hablar de la patria á los que se han quemao, á los que han aguantao la marca sin balar, á los que nunca han andao con remilgos pa bolear el cuarto á los patriotas!... Pero ustedes—agregó tomando aliento—, ustedes que no sirven ni pa "arriar" chanchos, no tienen derecho pa hablar!...
No se oía el menor ruido en el vasto salón. Todos los juegos habían cesado, todos los rostros se habían vuelto, todas las miradas estaban fijas en el viejo paisano acusador y en los turbados jóvenes acusados.
Estos no se movieron, dominados por el inmenso poder de la sinceridad. Don Mariano, conmovido también, quedó inmóvil, y, en el silencio inmenso y terrible, dominando todas las cabezas, el cuerpo del gaucho parecía agigantarse en su terrible actitud de patriota indignado. Y ante el sordo rugido de aquella sangre vieja que conservaba todo el ardor de las energías nativas y todas las grandezas de la raza inmortal, no hubo quien se atreviera á la réplica.
Duró un segundo. En seguida, como si el enorme esfuerzo hubiera agotado la poca fuerza vital que le restaba, anonadado, roto, concluido, el viejo gaucho se desplomó, llenos de lágrimas los ojos, estallando de pena el corazón.
Quizá á esa hora, allá lejos, en lá costa del Tacuarí, se desplomaba también el viejo rancho trabajado por el pampero.
Octubre de 1896.