Simple Historia

Javier de Viana


Cuento


Saturno sacudió las crines enredadas y fijando en el juez sus ojos grandes, negros, sinceros y bravos, dijo, con severidad y sin jactancia:

—«Viá declarar, ¿por qué nó?... viá declarar todito, dende la cruz a la cola. Antes no tenía porqué hablar y aura no tengo porqué callarme. Hay que rairle a la alversidad y cantar sin miedo, sin esperar al ñudo compasión, que no llega jamás pal que ha perdido la última prenda en la carpeta’e la vida.

El indio volvió a sacudir la cabeza, escupió y siguió diciendo:

—«A mí me han agarrao, y dejuramente había’e ser ansina: más tarde o más temprano se halla el aujero en que uno ha’e rodar... No me viá quejar, ni a llorar lástimas, que pa algo dijo ¡varón! la partera que me tiró de las patas. Viá contar todo, pues, pa desensillar la concencia, y disculpen si aburro, porque mi rilato va ser largo como noche’e invierno...

Velay, señor juez: Yo me crié con don Tiburcio Díaz, que, sin despreciar a los presentes, era güeno como cuchillo hallao. Supo tener fortuna y la jué perdiendo, porque le pedían y daba, le robaban y se dejaba robar; cuando vendía era al fiao. Asina se le jueron reditiendo los caudales y aconteció que al mesmo tiempo que dentraba en la vejez, entraba en la pobreza. Con eso...

—¡Concrétese a su caso! —exclamó impaciente el juez.

—¿Cómo dice? —interrogó Saturno.

—Que se ocupe de usted y su caso.

—P’allá voy rumbiando; pero precisa que me den tiempo, porque ninguna carrera se larga sin partidas.

Ya dije que don Tiburcio era muy giieno; por güeno perdió su hacienda primero, su campo dispués. Tenía una mujer, doña Encarnación, que lo tenía todito el día al trote, gritándole por acá, gritándole por allá, mortificandoló dende que amanecía Dios, porque la mujer aquella era más barullenta que una bandada’e cotorras: lo sobaba al marido lo mesmo que la masa’el pan en la batea...

—La historia de don Tiburcio... —interrumpió malhumorado el juez...

—Es una historia tristaza, —replicó el acusado.

—No es eso; nada nos interesa esa historia, sino la suya, la declaración de los crímenes de que se le acusa.

—P’ailá voy trotiando, señor juez!... El patrón tenía dos hijos: el Zurdo, —el apelativo era Pedro, pero nosotro lo llamábamos el Zurdo, nomás,— y ña Panchita, una moza. Los dos eran mimosos y mal criaos y haraganes como perro cuzco. Todo pal lujo, sabe, y pa darse importancia, y más blando era el viejo con ellos, y más les hacía el gusto, más lo maniosaban, hasta tenerlo sobao lo mesmo que corrión de cincha. Y a medida que don Tiburcio sé iba augando, los de ajuera le iban haciendo poco caso y los de casa le cáian encima como tábanos en la siesta. Cariños, ya no habían, y respetos, menos. ¡Pucha! era como cuando una de esas secas machazas en que hasta los yuyos mueren y los animales encomienzan a pensar qué los matará primero, el hambre o la sé...

El juez, que se estaba durmiendo, gritó rebosando impaciencia:

—¡Ya he dicho que se ocupe de su caso, sin venirnos con historias que no interesan!... Se trata de la muerte de que se le acusa!

—¿La muerte de quién?...

—¡La muerte de Agapito Morales!...

—¡Pero yo tengo una ponchada’e muertes!

—Pues declárelas entonces.

—Ya vi a declarar. ¡Caramba qu’está apurao por darme la sentencia’e los cuatro tiros!...

—No tenemos tiempo para escuchar zonceras.

Al oír estas palabras el gauchito se puso de pie haciendo sonar el grillete, le relampaguearon los ojos y sacudiendo la melena, rugió más que habló:

—¿Zonceras? no... Yo he contao eso por demostrarle que era güeno y que vide pol ejemplo’e mi patrón lo que vale ser güeno, qu’es lo mesmo que ser camino, pa que tuitos lo pisen; qu’es entregarse pa que lo muerdan hasta los perros que ha criao!... Yo vide, por la esperencia, que era más mejor ser malo, malo como vívora’e la cruz, sin amistades, sin compasión, sin respeto a naides! Y ansina, he pasteliao en las carpetas, he embrollan en las carreras, he engañao mujeres y he matao hombres... ¡Velay!... Esa es la historia... ¡Y aura sentenseen nomás y ajusilen!...


Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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