Es el Pipirí un arroyuelo insignificante, plácido, casi lampiño y que da la impresión de un joven exangüe, agobiado por un mal constitucional incurable.
Sobre el llano, de muy leve declive, las aguas blanquísimas parecen inertes, tan grande es la pereza con que van marchando hacia la confluencia. Se diría que expresamente dilatan el término inevitable de su apacible andar, horrorizadas con la perspectiva de mezclarse a las masas briosas del gran río, que, en impetuoso galope van a choca con las duras aguas marinas.
En sus márgenes, vénse, de trecho en trecho, raros bosquecillos de sauce, que acrecientan la melancólica fisonomía del paisaje.
A un centenar de varas del arroyo, hay una casita de muros muy blancos y de techos de teja ensombrecida por la acción del tiempo.
Al frente se yergue, como celoso guardián, un opulento paraíso; y tras un modesto jardincillo, se extiende la huerta, con escasos árboles frutales, viejos también, casi improductivos. Una lujuriosa madreselva, de ramas gruesas, negras, nudosas, se eleva, retorciéndose hasta el alero de la techumbre y se desparrama por la fachada, prediéndose a los barrotes de las rejas de las ventanas.
Un gran silencio reina de continuo en aquella casa, que parece estar en duelo o habitada por algún enfermo grave. Hasta el viejo perro canelo que dormita junto a la puerta principal, cumple sus deberes de guardián anunciando la aproximación de los forasteros con discreto y apagado ladrido...
En una tarde de otoño, cuyo cielo pálido aumentaba la melancolía del lugar, una joven paisana, extremadamente bella, sentada en un rústico banquito, al pie del paraíso, cosía.
Su rostro, de finas facciones, denotaba honda tristeza; una de esas tristezas serenas, que tienen origen remoto, que anidan en las almas una tristeza crónica, pertinaz, incurable, que ser manifiesta especialmente en el subrayado violeta de los ojos y en el pliegue amargo de los labios.
Habría transcurrido un cuarto de hora cuando apereció en la puerta un joven de mediana estatura, magro, muy pálido, casi lampiño. A paso lento, fatigoso, se acercó a la paisana, quien, al verlo, se levantó ofreciéndole solícitamente el banco.
—¿Querés sentarte?...
—No—respondió con voz áspera; y luego con violencia:
—¡De lo que tengo ganas es de acostarme!
—¿Te sentís mal?... ¿querés que te prepare la cama?—preguntó ella cariñosamente.
Y él, con mayor agriedad:
—¡No!... ¡Tengo ganas de acostarme allí, al lao de los sauces, bajo tierra, pa siempre!...
—¡No digas locuras, José!... ¿Te sentís incomodao?...
El mozo, recostado en el tronco del paraíso, guardó silencio se pasó la mano por la frente, y al cabo de unos segundos respondió con angustia:
—Vengo de hablar con Pancha... me dijo qu'era al ñudo, que su padre se había encaprichao en no dejarla casar conmigo...
—¿Siempre con el mismo pretesto?
—Siempre el mesmo: que no soy bastante rico pa'ella...
—¿No le dijiste que yo te cedía mi parte, que todo el campíto la población, l'hacienda, todo era tuyo?...
—Le dije, y ella se lo dijo y él respondió que tuito junto no le alcanzaba pa la ración de un pasajero!...
La joven paisana tornóse todavía más pálida; hondo suspiro escapó por sus labios exangües y sus bellos ojos se llenaron de lágrimas.
Penoso silencio los envolvió durante largo rato. Al fin la joven, serenada por violento esfuerzo de voluntad, exclamó:
—Tené paciencia hasta mañana... ¡Yo te prometo que mañana don Valentín dará su consentimiento!
* * *
Carmen tenía dieciséis años y doce José cuando murió su padre, reventado por su caballo en una rodada.
La madre había fallecido varios años antes y Carmen, desde niña cargó con toda la responsabilidad de la administración doméstica. Sin más ayuda que la escasa de una vieja peona, debió atender las necesidades caseras, incluso el cuidado de su hermanito, un muchacho débil, enfermizo, que mordido por la tuberculosis, mostrábase siempre díscolo, agrio, triste y violento.
Al fallecimiento del padre, ella tuvo que hacerse cargo de la administración del establecimiento, y consagrada heroicamente en ese doble deber, se olvidó de sí misma. Vivió enclaustrada y rechazó a cuantos pretendientes se le ofrecieron, haciendo el sacrificio de su juventud en aras del amor fraternal.
Había cumplido veinticinco años resignada, tranquila, cuando un grave conflicto doméstico se presentó de imprevisto: José, quien ya en la mayoría de edad continuaba siendo el mismo niño enfermizo, irritable, se enamoró violentamente de Pancha, la hija de un rico estanciero, Valentín Gutiérrez. Ella correspondió a su amor y durante un tiempo las cosas marcharon sin tropiezos. Don Valentín, prototipo del hombre sin dignidad, devorado por todos los vicios, no se preocupó de los amores de su hija, como no se preocupaba de su infeliz esposa.
Pero, llegó un día en que conoció a Carmen y no tuvo escrúpulos en hacerle las más infames proposiciones, que la joven rechazó indignada. Él rió cínicamente ante el insulto.
—¿Adonde irás, paloma, que no te coma este gavilán?—dijo.
Y se decidió a explotar el cariño de Carmen por su hermano, poniendo canallesco precio a su asentimiento al matrimonio de aquel con Pancha...
Al día siguiente de la escena del paraíso, muy de mañana, mientras José dormía aún, rendido tras una noche de doloroso insomnio,—disponíase a ir a la estancia de Gutiérrez, cuando la vieja peona le anunció la visita de aquél. Lo recíbió inmediatamente.
El estanciero, que había pasado la noche en la pulpería, jugando y bebiendo, llevaba una faz más lasciva y repugnante que nunca. Carmen, armándose de todo su valor, le dijo afablemente:
—Me alegra su visita, don Valentín.
—¡Vaya!... ¡vaya!... ¿Comienza a ablandarse?...
—¡Deseaba verlo para rogarle que no sea cruel y deje casarse a esos dos muchachos que se están muriendo de amor!...
—¡Si no me opongo, prenda!.... ¡Pongo nomás una condición, y justa, porque yo también m'estoy muriendo de amor por usté!
—¡Sea bueno, don Valentín!
—Emprencipíe por ser güeña usté y yo sigo el movimiento...
—¡Se lo pido por su madre!
—¡Si yo ya ni mi acuerdo de la finada mama!...
Hubo un angustioso silencio. Luego, Carmen, con voz lúgubre, preguntó:
—¿De modo que el único medio de que usted permita el matrimonio...
—¡Es que vos correspondás a mi cariño!...
—¡Sea!—exclamó con firmeza la heroica joven—Puesto que no hay otro medio de salvarle la vida a mi hermano, sea!... ¡Pero sepa que lo detesto, que le tengo más asco que a una osamenta!...
Loco de alegría, el canalla se levantó y avanzó con los brazos abiertos y el semblante babeando lujuria.
Carmen, lívida más que pálida, dio un salto atrás, poniéndose a la defensiva. Pero entonces ocurrió una cosa extraña. Don Valentín quedó de pronto inmovilizado, rígido como una estatua. Su rostro adquirió súbitamente la blancura del mármol. Nubláronsele los ojos, contrajéronsele los labios en una mueca horrible, y su cuerpo se desplomó sobre el pavimento con la violencia de un gran árbol hachado...
Algunas veces el alcohol hace obra buena.