Muy modesta, pero muy alegre era la salita de don Braulio Pérez; de impecable blancura las murallas, de dorada paja la techumbre y de tupy el pavimento, tan liso y parejo que se diría de guayacán lustrado.
Entre los barrotes de la reja de madera de la ventana que tomaba luz al huerto, se enredaba un rosal silvestre, cuyas menudas florecitas purpúreas parecían ansiosas de entrar en la estancia presas de femenina curiosidad, para escuchar los inocentes coloquios de las chicas de la casa con los mozos del pago en las tertulias domingueras.
Y cada vez que se abría la puerta de comunicación con el patio, las glicinas, los jazmines del país y las madreselvas, cuyas diversas ramas se abrazaban fraternalmente sobre el techo de tacuaras de la glorieta, expandían en el estrecho recinto de la salita un cálido perfume de templo venusto.
Durante toda la semana sólo penetraba en la salita la chica que estaba de turno para la limpieza y arreglo de la casa, y al sólo efecto de barrerla y aerearla durante un cuarto de hora. Pero el domingo, desde muy temprano, abríanse puertas y ventanas y los humildes floreros de loza pintarrajeada que adornaban las mesitas y las rinconeras, desaparecían bajo los ramos multicolores de claveles, rosas, dalias y malvones.
Después de mediodía empezaban a caer los mozos comarcanos, y como nunca faltaban entre ellos acordionistas o guitarreros, bailábase casi sin cesar hasta el caer la noche.
Ruperta, Paulina y Blasa, las tres hijas de don Braulio, se resarcían ampliamente con aquella sencilla diversión, del afanoso trabajo de toda la semana. Y no tenían novios, sin embargo, bien que la mayor contase ya veinticinco años y que las tres fuesen agraciadas y en extremo simpáticas; sus visitas eran «amiguítos», nada más, de mucha confianza, pero que ni por un momento olvidaban el respeto que se debía a aquel hogar, cuya honestidad era proverbial en el pago.
Los visitantes eran casi siempre los mismos; pero un domingo llegó inesperadamente Fideles Aquino, quien hacía cuatro años, a los pocos meses de casado con la hija de un chacarero italiano, desapareció del pago, llevándose a su esposa y llevándose también, según se murmuraba, todos los ahorros de su avaro suegro. Como éste murió de un síncope cardíaco al siguiente día de la partida del yerno, nunca pudo conocerse la verdad aunque el hecho acentuase la sospecha.
El retorno de Fidel causó sensación. En nada había cambiado; era el mismo muchacho, lindo y alegre, exuberante en gestos y en dichos, divertido como pocos y embustero como ninguno.
—Siempre el mesmo cachorro juguetón—habíale dicho don Braulio.
—¡Bebida papagar tristezas, don Braulio!
—¿Tristezas usté?—interrogó, incrédula, Ruperta,—¡Usté, la persona más feliz que se conoce!
—Apariencias no más.
—Sos joven, sano,—dijo don Braulio;—heredastes bastante platita del finao tu suegro, tenes una mujer linda y güena... ¿qué le falta para ser feliz?...
Simulando gran tristeza, Fidel respondió:
—La vida es una vaca chúcara que cuando uno menos lo espera le pega la cornada... Mi pobre compañera Bernarda...
—¿Está enferma?
—Murió, la pobrecita.
—¿Murió?
—Si ya va pa dos años... un pasmo...
—¿Y tus hijitos?
—¿Mis hijitos?... No tengo.
—¿Cómo no?... A nosotros nos contó Eusebio, que hace un tiempo estuvo en tu casa, que tenías tres cachorros.
—Si... supe tenerlos... pero los pobrecitos se murieron también.
—Pero tenes platita...
—Apenas con que hacer cantar un ciego... Con los dijustos perdí la cabeza, hice malos negocios y tuito se jué barranca abajo...
Desde entonces, Fidel se constituyó en asiduo tertuliano de don Braulio, cuyas simpatías supo granjearse, prestándole solícita y desinteresada ayuda en las faenas chacareras—hasta el extremo de permitir sus amoríos con Blasa, la menor de sus hijas.
Cuatro meses después regresó al pago Isabelino, el primogénito de don Braulio, tras una ausencia de más de un año, ocupado en tropeadas por el Paraguay y el Brasil.
—¿Sabes que hay novedades en casa?—díjole Ruperta.
—¿Cuálas?
—Que Blasa tiene novio... Fíjate que la mocosa se va a casar primero que nosotras!...
—¿Con quien?
—Con Fidel.
—¿Qué Fidel?
—Fidel Aquino, pues.
Rió el mozo para responder:
—En tuavía falta mucho pal día'e los inocentes... ¿Se va a casar con dos mujeres Aquino?
—¡Pero no!—protestó toda arrebolada Blasa;—si la pobrecita Bernarda hace dos años qu'es finada.
—¿Quien dijo?
—Aquino.
En ese momento entraba Fidel, quien saludó a Isabelino con exagerada afectuosidad.
—Mestaban contando que habías en viudao—dijo el mozo con voz adusta.
—Tuve esa desgracia—respondó Fidel, algo cohibido.
—¿Y tus hijos también murieron?
—También.
Cortó el diálogo don Braulio diciéndole a su hijo:
—¿Y quesperás pa desensillar?
—No desensillo, tata, porque tengo que ir de urgencia a la pulpería.
—¿Pa qué?—preguntó sonriendo Aquino.
—Via comprar alambre pa coserte la jeta—respondió con ira el mozo.—¡Hasta mañana!...
Y en medio del asombro de todos, partó sin pronunciar una palabra más.
Al día siguiente—un domingo—se bailaba en la perfumada salita, pero ni las flores, ni las guitarras, ni los acordeones conseguían disipar lá angustia que reinaba en el seno de la familia, motivada por la actitud misteriosa y amenazante de Isabelino.
A eso de las tres de la tarde llegó éste, pero no a caballo sino conducendo una «jardinera» herméticamente cerrada. Descendió del pescante, maneó los caballos y fuese calmosamente a la sala.
Fidel, bastante pálido, pero haciendo esfuerzos para serenarse, le dijo, mofándose:
—¿Qu'es eso?... ¿Te has puesto de mercachifle? ¿Qué vendes?
—Alambre... Alambre pa coser la jeta de los canallas embusteros... Vas a ver...
Regresó al carromato y volvió al punto acompañado de una mujer, joven aún, pero cuyo físico atestiguaba un largo período de miserias, y tres chicuelos haraposos, ruines, anémicos.
Ante el estupor de todos, Isabelino expresó:
—Les presento la finada esposa y los finados hijos de Fidel Aquino, mi futuro cuñao... Yo los desenterré de un rancho del Arrayán, donde los había dejao éste, dispués de haberse comido en farras y jugadas hasta el último peso del pobre suegro...
Y como reinase un silenco solemne, Isabelino se encaró con Fidel y le escupió al rostro esta frase violenta:
—¿No te dije que te había 'e coser la jeta con un tiento de alambre?...