—Siguiendo el Avestruz abajo, abajo, como quien va pal Olimar... ¿ve aquella eslita 'e tala, pallá de aquel cerrito?... Güeno, un poquito más pa la isquierda va encontrar la portera, qu'está al laíto mesmo 'e la cañada, y dispués ya sigue derecho pa arriba por la costa 'el alambrao.
—¿Y no hay peligro de perderse?
—¡Qué va 'aber! Dispués de pasar la portera y atravesar un bajito, va salir á lo 'e Pancho Díaz, aquellos ranchos que se ven allá arriba, y dispués deja los ranchos á la derecha y dispués de crusar la cuchillita aquella que se ve allá... ¿no ve... paca de aquellos árboles?... sigue derecho como escupida de rifle y se va topar la Estancia del coronel Matos en seguidita mesmo.
—Gracias, amigo. Hasta la vista.
—De nada, amigo. Adiosito.
Cambiáronse estas palabras entre dos viajeros, desconocidos entre sí, y á quienes la casualidad había puesto un momento frente á frente en medio de un camino.
Uno de ellos—paisano viejo, vecino de las inmediaciones—se alejó rumbo al Norte, cantando entre dientes una décima de antaño; y el otro, joven que trascendía á pueblero y casi á montevideano—no obstante la bota de montar, la bombacha, el poncho, gacho aludo y pañuelo de golilla—, continuó hacia el Sur, castigando al bayo que trotaba por la falda de un cerro pedregoso.
Se estaba haciendo tarde; una llovizna fastidiosa mojaba el rostro del viajero, y un viento frío que corría dando brincos entre las asperezas de la sierra, le levantaba las haldas del poncho, que se le enredaba en el cuello, ó le cubría la cabeza, obligando á su brazo derecho á continuo movimiento de defensa.
Malhumorado iba el joven, quien, para colmo de incomodidades, luchaba vanamente con el viento por encender un cigarrillo, que al fin hubo de arrojar con rabia después de haber gastado la última cerilla.
—¡Maldito viento!—exclamó fastidiado; y castigó de nuevo su caballo, llegando á poco á la portera que le indicara el paisano. Entonces pudo emprender galope por un llano pequeño, y luego, traspuesta la cuchilla, se topó con la Estancia del coronel Matos, en cuyo galpón se detuvo pocos instantes después, mohino y mojado y enrojecidas las conjuntivas á causa del polvo del camino.
Estaba anocheciendo.
* * *
Ladraron los perros y á poco oyóse una voz gastada, que con el modo de hablar calmoso del gaucho viejo, gritaba:
—Juega Talebar! juera Zorro! juera! juera!... Pucha perros éstos, si son «corsarios»... Juera Talebar!...
Tuvo que tirar una piedra á la perrada embravecida para lograr que callara, ó, al menos que se apartara un poco, y luego, arrastrando las chancletas y poniendo la mano de visera, se fué acercando al recién llegado.
—Buenas tardes, amigo. —dijo éste, con voz fuerte y bien timbrada.
Güenas tardes, amigo; bájese —le contestó el paisano.
Se apretaron las manos. El gaucho con ademán receloso, el joven con íntima satisfacción.
—¿El coronel Matos está en las casas, amigo?
El viejo contempló atentamente al forastero, se rascó la cabeza y
—Está, sí, —dijo.
Y luego:
—Asigún...
—¿Cómo asegún?
—¡Pues! Pal caso estoy yo, que soy el capataz, que es lo mesmo.
—Pero el coronel, ¿está ó no está?
—Estar, está.
—Pues entonces tengo que hablarle.
El capataz observó al joven cada vez con más desconfianza; tosió, miró al suelo, y después, con aire resignado, aunque no tranquilo,
—¿Que hablarle? ¡Hum!... En fin, pase pacá.
Y el gaucho echó á andar adelante, moviendo lentamente sus piernas "cambuetas". Cruzaron de un extremo á otro un ancho patio cubierto de pedregullo y llegaron á un rancho largo y negro, cuyas paredes de terrón estaban agrietadas en varios sitios y carcomidas en la base; donde la gramilla crecía lozana.
El joven se detuvo un momento para considerar aquella miserable vivienda, y su mirada pasó rápidamente del muro derruido á la paja negra, escasa y despareja del techo; y á la puerta de mal juntadas tablas de pino blanco, pequeña, sin pintura, llena de grietas, obra del agua y del sol, y cubierta de manchas, obra del barro amasado en el patio en muchos inviernos.
—Pase—murmuró en ese instante el viejo capataz.
El forastero se inclinó para no dar con la cabeza en el marco de la puerta, y apartando con la mano las ramas de una higuera escuálida que se extendía hacia aquel sitio, penetró en el interior de la estancia del coronel Manduca Matos.
Su acompañante, después de lanzarle una mirada recelosa, se alejó
al tranco, cavilando en las frases con que iba á empezar su discurso,
en la cocina, para enterar á los tertulianos del fogón de la llegada de
aquel forastero, "un pueblero que le jedía á tramoya y á cosa sucia".—Yo
ya soy ñandú viejo y he llevao muchos sogasos—decía—, y me maliseo que
este cajetilla es algún inmisario de los dotores que dicen que están
haciendo la regolución. Charlan que en la ciudá las papas queman, y que
las cosas andan más ajustadas que sombrero 'e colla. Pa mí que el mosito
viene á hablarle al coronel pa que dentre en el juego; pero, ¡golpiá
que te van á abrir! Se m'iace que se va á topar con el horcón del medio,
porque el coronel está arisco y más sobao que manea vieja y no dentra
en corral de ovejas ni aunque le trujeran tuito el oro 'el presidente
Santos.
Así filosofando, llegóse á la cocina, y al pisar el umbral de la puerta, interrumpió la chacota de los seis ó siete peones que tomaban mate alrededor del fogón, lanzándoles á boca de jarro esta noticia inesperada:
—¡Machachos, tenemos regolución!
—¿De endeberas?—preguntaron varios, levande marco, clavados en la pared del frente; una mesa grande en el centro; una mesita en un ángulo, y media docena de sillas que se sostenían con dificultad en el pavimento de tierra, desigual, rugoso, lleno de elevaciones y depresiones.
Entró el viejo, y con gran trabajo logró leer el contenido de la carta. Luego se quitó las gafas, alzó la cabeza, y mirando fijamente al emisario,
—Vamos á ver qué es lo que usted tiene que decirme—exclamó.
Entonces el joven, emocionado y un poco confuso, empezó á explicarle el objeto de su visita. Díjole en pocas palabras que el país estaba cansado de sufrir la afrentosa tiranía de Santos; que los amigos de Montevideo estaban dispuestos á la lucha; que la revolución era un hecho y que contaban con el patriótico concurso de los caudillos, que, esta vez como siempre, habían de estar dispuestos al sacrificio.
El viejo lo oyó en silencio, y luego, fijando en el mensajero la mirada penetrante de sus grandes ojos negros,
—¡No!—dijo secamente—. Yo no voy.
El joven, que sin duda contaba con aquella resistencia, dió principio á su tarea de convencimiento.
¡Vana tarea! El viejo soldado movía la gran cabeza poblada de larga y abundante cabellera cana, en signo de obstinada negativa, y entonces el mensajero resolvió cambiar de táctica. Bruscamente abandonó sus insinuaciones y le empezó á hacer preguntas sobre el estado del campo y los ganados.
—¿Tomaremos un mate pa abrir el apetito?—preguntó Matos.
—De mil amores, coronel.
—¿Dulce ó amargo?...
—Amargo, amargo, coronel; aunque montevideano, también soy oriental.
El viejo sonrió; el joven observó el efecto de su frase y continuó hablando de "bueyes perdidos".
Una "mucamita" preparó la mesa, y á poco la cocinera anunció que la comida estaba pronta.
—Arrímese, amigo—exclamó el coronel con el gozo del paisano que ve un asado gordo.
—Con gusto, que el viaje me ha dado hambre—dijo el joven; y quitándose el poncho de verano, se sentó á la mesa, enfrente del dueño de casa. La señora y la hija de éste, silenciosas como espectros, sin hacer ruido ni al caminar, ocuparon también sus respectivos sitios. Al lado del joven sentóse el capataz, quien seguía mirándole con malos ojos.
Concluida la cena, que fué alegre y apreciada, bien que no se
compusiera de otra cosa que de un asado de vaca, un gran puchero de
espinazo acompañado con "pirón" y un buen vaso de "apoyo", el joven supo
hacer hábilmente que la conversación recayera sobre la presunta
revolución.
—Ya no se puede más—dijo—; en Montevideo la vida es triste y penosa; ¡pero aquí, aquí! ¡ustedes que viven como esclavos del jefe político y sirvientes del comisario! No hay un mozo hábil para el trabajo que no se vea obligado á huir para escapar á la leva. Porque, amigo, ¡si usted supiera lo que pasan los infelices en los cuarteles!
—Se cuentan perrerías—dijo el coronel.
—¡Canejo, si se cuentan!—agregó el capataz.
—¡Uf! Allí los matan á palos, los golpean, los humillan... Yo sé de un desgraciado á quien le dieron treinta mil azotes porque intentó desertarse.
—¡Qué canallas!—exclamó el coronel.
—¡La gran... pa una puerta!—dijo el viejo haciendo un gran ademán—. ¿Y ése, dejuro, jipió?
—¿Cómo?...
—Digo: ¿se jué pal otro barrio?
—¡Ah! sí; ¡es claro! Pero eso ya no extraña. Estamos cansados de saber que esos miserables llegan hasta el extremo de arrojar á las fieras á ciudadanos honrados, dignos, trabajadores...
El coronel gruñó sordamente; el capataz, inquieto y curioso, preguntó:
—¿De adeberas, amigo, hay eso de las fieras?
—¡Y tan de veras!
—¡Bea, amigo, bea!—Y concluyó moviendo la cabeza con aire de asombro:—¡Yo le asiguro que eso no lo creíba, palabra de honor!
—Hay que creerlo, sin embargo. Cada cuartel es una inquisición, un antro horrible donde se comete toda clase de atentados, ¡donde se humilla diariamente á nuestra patria querida!
—¡Qué gentes!—murmuró sordamente Matos.
—¡Manga e sarnosos!—agregó el viejo.
El coronel tenía el entrecejo fruncido, y, profundamente emocionado, no levantaba la vista de la mesa, en la cual apoyaba los codos.
El mensajero continuó:
—Por eso no me extraña lo que me dice, que todo el gauchaje anda alzado; que la mozada, temerosa de caer en las garras de esos herejes, horrorizada con lo que se cuenta, ha ganado el monte y allí vive reemplazando al jaguareté y al puma y al perro cimarrón, oculta entre los matorrales, haciendo en la noche salidas de alimaña para procurarse un pedazo de carne y regresando luego al monte, que es su protector y su todo; porque el gaucho, amigo coronel, no tiene ya casa, ni propiedades, ni libertad... ¡ni patria! ¡La patria se la han apropiado los bandidos que nos mandan!...
El joven, conmovido á su vez, guardó silencio un instante, y el coronel, pestañeando para que no se le cayeran las lágrimas, dio un puñetazo sobre la mesa, diciendo con voz trémula:
—¡Es la verdá, amigo! ¡La pura verdá!
El viejo capitán, lagrimeando, se puso á reliar un pucho de cigarro negro que escapaba de entre sus gruesos y encallecidos dedos de trabajador, que la emoción hacía temblar.
Manduca Matos, viejo gaucho que frisaba en los setenta y había tomado parte en todas las guerras y revoluciones del pasado, sentía hervir su sangre de patriota, y el deseo de prestar una vez más su abnegado concurso á la causa de la libertad luchaba contra el propósito de alejarse de toda contienda política, propósito impuesto por las muchas decepciones, que le hicieron juzgar iguales á todos los hombres y todas las causas.
Don Lucas, su capataz, era como su sombra; no tenía más voluntad que la suya y le seguía á todas partes, siempre alegre y decidor, y siempre pronto á entusiasmarse al mentar una campaña, enardeciéndose con el recuerdo de la vieja vida de campamento.
El joven, al notar el creciente entusiasmo del caudillo, continuó con voz vibrante, y en un hermoso arranque romántico:
—No era posible soportar por más tiempo tanto vejamen y tanta infamia. La tierra, regada con sangre por nuestros bravos abuelos en su lucha encarnizada contra la tiranía, está cansada de sentirse oprimida por los déspotas!... ¡No podemos, los buenos orientales, soportar esto, amigo coronel, no podemos! Es tanta la infamia, la degradación, la podredumbre oficial, ¡que hasta nuestra bandera, nuestra querida bandera, ha sido pisoteada impunemente por el extranjero! ¡No!—concluyó el joven, con un gesto amplio y soberbio de patriótica indignación—. ¡No! Por Artigas, por Lavalleja, por todos nuestros bravos caudillos, muertos en servicio de la patria, debemos jurar, ¡lo juramos!, ¡morir ó ser libres!...
Calló el joven, el coronel bajó la cabeza, pensativo, y el capataz, revolviéndose en la silla:
—La verdá que nos estamos lambiendo por dir á las cuchillas—dijo—; pero, amigo, hay que tener en cuenta que laso sobao no lastima, pero asigura...
—Más aseguran y avergüenzan más—replicó el mensajero—los maneadores con que se ata codo con codo al infeliz paisano para ser llevado como mercancía, como bulto, como fardo de lana, á sumergirlo en los cuarteles.
—¡Clavao, compañero! Y lo pior es que el gauchaje, de puro castigao, ya ni rumbea, y los comesarios lo arrean por delante lo mesmo que á ovejas.
—¡Y sin embargo, lo soportan!—dijo con voz enérgica el joven enviado.
El coronel alzó la cabeza y exclamó con acento triste:
—Lo soportamos porque no hay otro remedio. ¿Quiere que dejemos tiradas nuestras haciendas, nuestras casas y nuestras familias, para dir á hacernos matar al ñudo?...
Al oir estas palabras, el mozo se irguió más apenado que colérico, y dejando caer las palabras una á una como gotas de plomo,
—¡Al ñudo!... ¿Ha dicho usted al ñudo, señor coronel?...
—Sí, amigo, al ñudo—contestó el paisano con convicción.
—¿Y á qué llama usted al ñudo, coronel?
—Yo llamo al ñudo cuando sé que esos hombres ban á dir como las reses al matadero: cuando sé que bamo á perder tuito lo que hemo ganao con mucho sudor—si no perdemo el cuero—; cuando sé que los ban á redotar á la fija y que los ban á dejar hundidos pa tuita la siega como dicen.
El coronel había dicho esto con calma, sin asomo de enojo, y, bien al contrario, dejando traslucir la tristeza que le causaba la seguridad de la impotencia.
El mozo, que lo había escuchado atentamente,
—Está bien—dijo—; sus palabras, coronel, me entristecen mucho; pero debo respetarlas. ¡Paciencia si se deshoja una ilusión más, paciencia! Pero usted, coronel; usted, que tantos méritos adquiridos tiene; usted, que tantas veces ha combatido por la patria, usted me va á permitir que le diga que, á ese paso y con esas ideas, no amos á ningún lado, no llegaremos á ningún puerto! ¡Cómo!... ¿dice usted que es al ñudo sacrificarse?... ¿Y esos compatriotas que viven en los bosques para escapar del martirio, y esos mártires que gimen en los cuarteles, y este país que sufre la más horrible de las afrentas, no son nada, no valen nada, no merecen que los hombres de corazón mueran por libertarlos? Y si usted, coronel Matos, si los hombres como usted hablan de ese modo y aconsejan la resignación vergonzosa, ¿qué hará la juventud crecida en la sombra de una tiranía?... ¿Habrá que aceptar la desgracia sin luchar, sin resistir, llorando como mujeres, cuando tenemos brazos de hombres y sangre de bravos?... ¡Coronel Matos, coronel Matos: cuando la patria agoniza bajo la bota de un déspota, sus buenos hijos deben ir al combate sin medir dificultades, sin contar escollos, sin presentir desastres, y han de alzarse agigantados por el triunfo, ó han de caer envueltos en la bandera inmaculada de nuestros amores inmortales!...
Los dos gauchos sintieron una impresión de frío pasar por el cuerpo. El capataz, trémulo de entusiasmo, queriendo hablar y sintiendo que la voz se le estrangulaba en la garganta, sólo pudo decir, condensando sus pensamientos, esta palabra:
—¡Pucha!...
El caudillo, con los ojos brillantes, llenos de lágrimas, iluminado el semblante varonil por la fiebre del entusiasmo, revolvió con sus gruesos dedos la espesa y enmarañada barba cana. Todo el pasado se agolpó confuso en su cerebro. Vió de nuevo las hordas gauchas, desordenadas y fieras, surgir sobre las cuchillas esgrimiendo chuzas y profiriendo amenazas.
Las vió desnudas, fatigadas, hambrientas, descargar sus iracundias sobre el enemigo y vencer al número, á la disciplina, al armamento, á la pericia, con sólo el empuje de su valor y la fiereza de su patriotismo sublime. Saltó de la silla, como si le hubieran pasado una corriente eléctrica, apoyó sobre la mesa la ancha mano velluda, y dirigiéndose á su capataz, no ya como patrón, sino con la voz clara é imperiosa del jefe que da una orden,
—¡Capitán Lucas Rodríguez—dijo—, empiese á adelgasar mi picaso, y prepárese y avise á los muchachos, porque vamo á dirnos á la última patriada!...
El capitán Lucas, tembloroso, radiante, salió precipitadamente
agitando el sombrero en la diestra, y antes de llegar á la cocina, no
pudiendo contenerse, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Muchachos!... ¡hay regolución!... ¡Viva la regolución!...
En el interior del rancho el caudillo había quedado inmóvil, de pie, llenando la pieza con su corpachón alto y robusto como tronco de guayabo. El joven, silencioso y emocionado, se había levantado también. La mujer y la hija del coronel entraron precipitadamente á ver lo que ocurría.
—¡Nada, mujer!—exclamó el caudillo con voz ya serenada.
En seguida fué á un rincón de la pieza, cogió su vieja lanza, aquella lanza gloriosa, sahumada con el humo de tantas batallas y enrojecida con la sangre de tantos enemigos, y haciéndola cimbrar como para demostrar que aun tenía fuerzas bastantes para esgrimirla en el combate, agregó, cual si concluyera la frase:
—Estaba escrito que no había de dejar la osamenta en mi rancho.
¡Sea!...