Una Sola Flor

Javier de Viana


Cuento


Tras siete años de ausencia, Delio Malvar retornaba a su provincia.

Obtenido el diploma de médico, tuvo halagadoras ofertas para que se radicase y ejerciese en la capital: su puesto de interno en San Roque le aseguraba el pan; la decidida protección de sus maestros Meléndez y Güeno, —dos celebridades médicas,— le abría las puertas de un porvenir lisonjero.

Sin embargo el gusanillo de la nostalgia comenzó a roerle la entraña y no obraba sólo la nostalgia; había también el imperioso y bien humano deseo de presentarse triunfador en aquel pueblo donde creció en la pobreza, diariamente abofeteado por el desdén o por la compasión de los ricos ignaros.

Cuando el buque aferró, casi en mitad del río lo que Delio vió no fué la playa arenosa ni el alto murallón de defensa, ni los eucaliptos de la plazoleta Berón de Astrada, ni las barrancas gríseas, ni las peñas brunas, ni la península histórica; no advirtió ningún detalle: el «Turagüy» se le fué encima, entrándole de golpe, en un súbito reverdecimiento de todos los recuerdos juveniles guardados celosamente en un repliegue del alma durante la larga ausencia.

La primera semana pasada en el terruño fue de perpetua alegría para el joven médico.

¡Con cuánta satisfacción estrechábala mano de los amigos mareándolos a preguntas !... Todos y todo le interesaba; inquiría noticias hasta de las personas más insignificantes y de las cosas más vulgares, con una volubilidad y una vertiginosidad de chicueío.

—¿Y el negro Damían, el vendedor de chicharrones, vive todavía?...

—¿Se ha casado Ranchita Suárez?

—¿Siempre está igual el cementerio de La Cruz, con su iglesia sombría, sus muros en escombros, sus sepulcros abandonados y la negra, ruinosa tumba del héroe del Pago Largo, profanada por las gallinas y los perros?

Y continuaba así, interminablemente en una especie de prolijo inventario de sus recuerdos.

La segunda semana la ocupó en paseos, en recorrer uno por uno los parajes conocidos, tomando posesión mental de la ciudad y de sus deliciosos alrededores.

En sus caminatas, —incansable, sin que los groseros adoquines le lastimaran los pies y sin que los arenales del suburbio le fatigasen las piernas,— en sus largas caminatas, gozaba un raro placer al cerciorarse de que todo estaba igual, de que nada había cambiado: ni un naranjo más, ni un cambanambí menos...

Una tarde vagabundeando por las sombreadas calles de las quintas, entreteniéndose, con puerilidad de chico, en hacer equilibrio sobre los rieles del tren y sobre los maderos de las alcantarillas, quedóse sorprendido observando una casita, semioculta entre ramazones de sauces, de espinillos y timbós. Había al frente un cerco de alambre, cubierto de madreselvas; luego un patiecito lleno de tiestos con claveles y malvones, y, en seguida, la clásica morada correntina, con su «corredor», su tejado de palma «caranday», la puerta en guillotina y las dos ventanillas pintadas de verde.

¡Era allí!... Era allí la casa de Lucinda, de aquella Lucinda que había amado tanto, y el único nombre, sin embargo, que no habíase presentado en su memoria hasta entonces.

¿Cómo fué el olvido?

Sin tanta explicación Delio acercóse a la casita y golpeó las manos.

No tardó en presentarse una muchacha como de diez y ocho años, una linda morocha de cuerpo airoso, que le tendió la mano y le dijo con indiferencia:

—Pase.


Penetraron en la salita; se sentaron.

El mozo, impresionado, no encontraba palabras con que iniciar la conversación.

—¿No se acuerda de mi? —preguntó al rato.

—¿Y por qué no me vi acordar? —replicó ella tranquilamente.

—¡Hace tanto tiempo que no nos vemos!

—Hace.

—La ausencia mata cariños.

—Así será.

—Sin embargo, cuando bien se quiere nunca se olvida.

—Dicen.

—¿No lo cree?

—Puede.

Deiio comenzó a encontrarse mal. Su pasión juvenil renacía imperiosa en presencia de aquella mujer que fué la novela de su adolescencia.

—¿Usted es libre aún, Lucinda? —preguntó.

—¡Nunca no fui esclava yo! —contestó ella, con cierta cólera.

—Quiero decirle... ¿no se ha casado?...

Lucinda sonrió con amargura, guardando silencio.

—¿No tiene novio?...

Ella tornó a sonreír del mismo modo; y Delio, levantándose y tratando de cogerle una mano, exclamó con emoción sincera:

—Entonces, mi Lucinda!...

Ella lo rechazó con violencia.

—Vea, —dijo; tengo un planchao de apuro... y mamá no está... No puedo seguir haciéndole sala!...

—¡Yo te quiero siempre, Lucinda!

—Quien quiere no engaña. Usted mismo dijo.

—¡Perdóname!... Te quiero y estoy dispuesto a casarme contigo!...

—Eso mismo ya antes me dijo.

—¡Ahora lo cumpliré!

—Nada no creo ya... y aunque creyese...

—¿Si creyeses?....

—Yo soy como el «yboty añó»...

—¿Que es el «yboty añó»?.

—¿No acuerda?... ¡Estoy quiriendo creer que ha olvidado hasta l’habla nuestra!...

—¡Lucinda!

—El «yboty añó» es árbol que da flor no más una vez en toda la vida!... Vayasé... Yo soy «yboty añó»...


Y Delio echó a andar por las calles arboladas, triste, abatido, sin encontrale ya encanto a los paisajes familiares.

—¡Yboty añó!... ¡Una sola flor!... Así es en la vida, y miserable de aquel que pasa por su lado sin cogerla!...


Publicado el 7 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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