Visión de Oro

Javier de Viana


Cuento


Al llegar al límite del campo, antes de pasar la última portada, don Patricio desmontó y púsose a contemplar dolorosamente la comarca.

La masa rugosa del cerro Calvo aparecía al frente; a sus plantas, junto a un regato, un gran molle alzaba su cabellera azulada; más arriba, en la faz lampiña de la gran mole granítica y luego en los picos sucesivos, y en las ramazones de las «talas» y de las «espinas de cruz», y de los «sombra de toro», y más lejos todavía, en las suaves curvas de las lomas y en la tranquila superficie de la «laguna gaucha», enceguecía el mismo resplandor azul, como si en todas partes se reflejase el inmenso toldo azul caldeado por el sol de Enero.

¡Todo azul!.... Una lluvia suave y alegre de luz azul, que era como un regocijo, como una promesa de infalibles recompensas para los que aman, creen y esperan, varones fuertes frente a la tierra pródiga. Y luego vendría el sol de la tarde,y todo resplandecería con el baño de orgullo glorioso; hebras de oro en las flechillas de las colinas; oro macizo en las asperezas rocosas; oro líquido en las lagunas; arborescencias de oro, flores de oro, reflejos dorados hasta en los lomos del laborioso caballo, hasta en la frente del buey venerable, hasta en los flancos inflados de la res fecunda. ¡Todo oro!... El oro regio, el oro coronario, el oro cobrizo, el placer del cuerpo y el deleite del alma, el triunfo, el fruto del árbol de la vida, el fruto conquistado con rudos afanes, el fruto ganado brava y noblemente!...

Insaciable en su contemplación, los labios entreabiertos, los brazos apoyados sobre el recado, nublado el rostro por una mortal tristeza, el viejo paisano esperaba la presentación del maravilloso espectáculo.

Lentamente iba descendiendo el sol y a medida que bajaba, las tintas azules cedían el puesto al esmalte dorado.

En lo más alto, los cerros se vestían con túnicas de oro vivo, de oro tibar, mientras en los bajíos el vello fino de las hierbas estremecido con el suave rozar de la brisa vespertina, semejaba un oleaje cobrizo. Y los trozos de arroyo, columbrados desde la altura, producían la ilusión de gigantescos crisoles llenos de metal precioso en fusión. El pelaje de los vacunos tenía reflejos áureos mientras el vellón de las ovejas diseminadas en el llano atraía con su color suave y pálido del oro viejo...

Pero donde el triunfo se imponía completo, tumultuoso, avasallador, era allá lejos, en el occidente incendiado, donde el divino metal corría a chorros, llenando las hondonadas, alfombrando los esteros, revistiendo los bosques y subiendo hacia el cielo en grandes penachos ígneos...

¡Todo oro!

Y el pobre viejo sentíase atraído, fascinado por aquellas riquezas feéricas que se alzaban a su vista como para magnificar la última visión de aquel suelo amado, de aquel campo que fué suyo y fué de sus padres y de sus abuelos y de sus bisabuelos...

¡Oro! ¡oro!... ¡Singular ironía!... El campo producía oro por todas partes y aquella cosecha fabulosa él la había dejado perder, la había olvidado, aniquilándose en perpetua oración a sus muertos. El dolor hízole indiferente a cuanto no fuese el culto de los seres queridos —la esposa y los hijos— que partieron prematuramente, dejándolo solo y pequeñito en la inmensidad del mundo...

Cuando despertó del prolongado sueño era un extraño en la heredad ancestral... ¿Era posible aquello?... ¿Se concebía que la «Estancia del Arbolito» hubiese salido de manos de los Mendietas?... Y la marca «flecha», aquella marca conocida en cien leguas a la redonda, aquella marca que había quemado miles y miles de ancas de novillo, cientos y cientos de muslos de potros ¿no volvería a enrojecerse en el fuego alegre de las hierras? ¡Oh!... ¡La marca «flecha», el viejo blasón de los Mendietas, herrumbrada, abandonada como un trasto vil!...

Era posible, sí; era posible. Y el viejo patricio, montado sobre su viejo tordillo «sobrepaso», seguido de su viejo perro barcino, se iba, por ahí, por el mundo, sin rumbo, sin objeto, a morir en cualquier parte. Se iba dejando el campo, la tierra de los abuelos en ajenas manos y en el pelecheo de la siguiente primavera, otra marca, que no sería la marca «flecha» luciría sobre las ancas de los novillos...

Las lágrimas anegaron los ojos del viejo paisano, que volvió a montar a caballo, y al tranco, sin volver la cabeza, pasó la última portera y se alejó seguido de su perro barcino, mustio y triste como él.

Y en tanto, como el sol bajaba, la sierra, el llano, los árboles, los arroyos, las haciendas, todo parecía de oro; una fabulosa naturaleza de oro coronario, de oro cobrizo, de oro tíbar, suave en las lineas y suave en los reflejos.

Bajo el cielo sereno, en la adorable quietud de la atmósfera perfumada con la hierba de lagarto de las peñas y los trebolares en flor de los bajíos, toda aquella pompa regia parecía el triunfo silencioso de la vida.


Publicado el 8 de enero de 2023 por Edu Robsy.
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