Y a Mí el Rabicano

Javier de Viana


Cuento


Con un cielo luminoso, brillante como plata bruñida, llovía, llovía copiosa, incesantemente. Las cañadas desbordaban, empujando las guías hacia afuera, hacia el campo, convertido en superficie de laguna.

Ni un relámpago, ni un trueno. No hacía frío. Era la delicia del otoño, sereno, tibio, plácido, pródigo de luz.

En la cocina, donde ardía un fogón enorme, el patrón, en rueda con los peones, aprovechaba el obligado descanso, en alegre tertulia. Era un continuo cambiarle de cebaduras al mate y, para la china Dominga, un inacabable tragín de amasar y freir tortas mientras se contaban cuentos, simples como las almas de los gauchos,—interrumpidos a cada instante por comentarios más o menos ocurrentes.

El patrón no desdeñaba entrar en liza, pero tampoco escapaba, por ser patrón, de las interrupciones y de las críticas. Su relato sobre las aventuras de Jesucristo, no tuvo éxito, debido, más quizá que a falta de interés en la narración, a las observaciones hostiles del viejo Romualdo, el famoso contador de cuentos, que esa tarde se había negado obstinadamente a complacer al auditorio.

Don Omualdo restaba furioso porque el patrón no había querido regalarle el único potrillo «rabicano» de la marcación del año.

—Elegí otro,—había dicho don Juan.

—Ya aligió ese yo.

—Ese es pa la chiquilina. Agarrá otro cualquiera.

—Rabicano no más.

—Rabicano no. Dispués, cualquiera.

—Dispués, denguno.

Y no eligió.

Quedó tan rabioso que casi no hablaba; él, que cuando no tenía con quien hablar, hablaba con los perros, con los gatos, con las gallinas o, en último extremo, consigo mismo.

—«Jesucristo estaba con su partida en el monte de los Olivos...—contaba el patrón, y don Rumualdo le interrumpió:

—¿Ande está el monte 'e los Olivos?... Yo no conozco ningún monte d'ese apelativo, y pa que yo no conozca . . .

—Es allá por las Uropas, pasando Bolivia.

—¡Ah!... Di áhi no soy baquiano... Nunca juí más p'allá del Pilcomayo...

—Güeno,—siguió el patrón;—Jesucristo estaba allí echándole una proclama a su gente, cuando de golpe se presentó la polecía de Poncio Pilatos.

—¿Pilatos?... ¿Es pariente de Manuel Pilatos, aquel indio de la Cruz que supo ser puestero de ño Tiburcio Rodríguez?...

—¡Qué ha de ser!... ¡Si d'esto que cuento hace añares!

—¿Y di áhi?... También hace añares qu'están pariendo las vacas y las ovejas y entuavía hay yaguaneses que dejuro tienen el apelativo de los padres del tiempo de antes.

—Será asina, pero ¿me dejás enhebrar l'auja?

—Cuando llegó la policía, Jesucristo, en lugar de juir, s'entregó no más.

—¿Sin peliar?

—Dejuro.

—¿Y sin tratar de juir?

—¿P'ande?

—P'al monte. ¿Nu estaba en el monte?

—Sí, pero no era baquiano.

—¡Claro, era gringo ese don Jesucristo!... En medio 'el monte se deja sorprender por la polecía y rodiao de tuita su gente, no atina a juir ni a peliar... ¡Gringo maula!... ¿Y qué l'hicieron?...

—Lo yebaron p'al pueblo y lo pusieron a desposeción del juez, donde un procurador dijo qu'era un hombre malo porque quería que tuitos los hombres juesen güenos...

—¡Macana!

—...que cuando a uno le dieran una cachetada de un lao...

—¿Le sumiese la daga en el mondongo al atrevido?

—...le pusiera el otro lao de la cara...

—¡Macana!...

—Y porque decía que debía dársele a cada uno lo suyo.

—Eso está bien: pa mí el potrillo rabicano.

—...y porque afirmó qu'él curaba con palabras…

—Eso es verdá: denme un picao de víbora y si yo no lo curo venciéndolo, que me corten...

—¿Qué le van a cortar a usté?—interrumpió un peón.

—Lo que tengo... de sobra—respondió el viejo.

—¡Y tan de sobra!—masculló otro.

El patrón, un tanto amostazado, continuó:

—Además, le dijeron que quería ser rey de la república.

—¡Y si el potrillo daba pa botas!... Pa mandar cualquiera sirve; lo difícil es encontrar quien haga...

—Y él dijo que no quería ser rey. Que su estancia estaba en el cielo...

—¿En el cielo?... ¡Lindo campo pa invernar chingolos!... Bien se ve qu'era gringo don Jesucristo!... ¿Y qué le hicieron?... ¿Lo afusilaron?...

—No, lo rusificaron.

—¿Lo qué?...

—Hicieron una cruz de palo y lo estaquiaron como cuero fresco.

—¡Qué bárbaros!...

—Era la costumbre oriental.

—¡Pucha que son bárbaros los orientales! ¡Degollar, tuavía, pero estaquiar un cristiano vivo!... Vea patrón: si quiere que hagamos las paces, deme las lonjas del potrillo rabicano... Usté dice qu'es pa la chiquilina, yo digo qu'es pa mí; le sumo el cuchillo en el tragadero y se acabó.

El patrón, harto de las interrupciones del viejo, exclamó:

—¡Agarrate el rabicano, vivo o muerto!...

—Vivo,—respondió—vivo y le pongo mi marca,—una cruz patas abajo... Ese don Jesucristo dejó algo bueno: a cada cual lo suyo, y a mí el rabicano.


Publicado el 5 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.
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