Yuyos

Cuentos camperos

Javier de Viana


Cuentos, colección



La caza del tigre

Al doctor Martin Réibel, cariñosa y agradecidamente.


Siempre fué pago temido el «Rincón de la Bajada»; siempre fué escasa y difícil la vigilancia policial y en todo tiempo abundaron los robos y los crímenes; pero desde que el país ardía en guerra civil, aquello habíase convertido en lugar de perennes angustias.

La escasa fuerza de policía, militarizada, se marchó, formando parte de la división departamental. De los hombres del pago, unos habían sido tomados por el gobierno para el servicio de las armas, otros se habían incorporado á las filas revolucionarias y muchos ganaron los montes ó huyeron al extranjero. En la comarca desolada, sólo quedaron las mujeres, los niños y los viejos, muy viejos, inservibles hasta para arrear caballadas.

El «Rincón de la Bajada», ubicado en un paraje excéntrico, por donde no era nada probable que se aventurasen fuerzas armadas, quedó á entera disposición del malevaje. Y aún cuando hubiera ido gente de afuera, escaso riesgo correrían los bandidos, perfectos conocedores de aquel feo paraje.

Una sierra, de poca altura, pero abrupta y totalmente cubierta de espinosa selva de molles y talas, cerraba el valle por el norte y por el este, formando muralla inaccesible á quien no conociera las raras y complicadas sendas que caracoleaban entre riscos y zarzas. Al oeste y al sur, corría un arroyo, nacido de las vertientes de la sierra; un arroyo insignificante, en apariencia, y en realidad temible. No ofrecía ningún vado franco; apenas tres ó cuatro «picadas» que, para pasarlas, era menester que fuesen baqueanos el jinete y el caballo.

Antes de llegar á la vera del monte, había que cruzar el estero que bordeaba el arroyo en toda su extensión; y era uno de esos peligrosos esteros donde la paja brava, la espadaña, los camalotes y los sarandís, en extraordinaria vegetación, cerraban el paso al viajero, cuando no disimulaban la traidora ciénaga, devoradora de incáutos. Tras esa primera línea de defensa, encontrábase el bosque, ancho y «sucio» como pocos, y luego el cauce, el arroyo, que cuando no espumaba con ímpetus de torrente, ensanchábase sobre el lecho fangoso, más temible aún que la corriente embravecida.

Así eran los contornos del valle, cuyo interior estaba poblado de grupos rocosos y selváticos, que parecían retoños de la sierra y contribuían á hacer más huraño el paraje.

Los moradores era toda gente pobre, poseedores de pequeños predios dedicados al cultivo del maíz y al pastoreo de reducidos rebaños.

Normalmente no eran muy perjudicados por los bandoleros, aves rapaces para quienes el «Rincón de la Bajada», constituía el nido inaccesible donde iban á refugiarse y á esconder el botín conquistado en pagos más ricos.

Empero, la guerra aumentó la habitual población de la sierra y el estero, con un buen número de forajidos extraños, quienes no tenían por qué usar consideraciones para con la indefensa gente del valle. Entre los recién llegados, encontrábase el rubio Santos Leiva, jefe de una cuadrilla célebre por sus hazañas criminales y por su ferocidad insuperable.

A Santos Leiva apodábanle el «Tigre»; y era, física y moralmente, un tigre. La cabeza pequeña, la frente oblicua, la cara corta y ancha, saliente de pómulos, recia de maxilares; los ojos pardos, encapotados, un tanto oblicuos, y la boca grande, de labios finos, y el bigote ralo y rígido, dábanle una marcada semejanza con el sanguinario felino.

Y su alma estaba en perfecta armonía con el rostro. Contábanse de él horripilantes escenas de tal crueldad que su refinamiento acusaba una perversión neurótica.

Era ante todo, un sátiro, pero un sátiro perverso, que gozaba imponiendo á sus víctimas los mayores tormentos, las más inauditas torturas morales.

Las pobres mujeres del «Rincón de la Bajada» tenían sobrados motivos para vivir temblando de espanto, á la espera del inevitable turno del sacrificio. Eran ya muchas las humilladas y martirizadas por el lujurioso bandido. Al rayar de cada día, las infelices despertaban azoradas, y en tanto ordeñaban la lechera, ó en tanto avivaban la brasa del trashoguero, sus ojos escudriñaban el horizonte, temerosas de ver diseñarse la arrogante silueta de el «Tigre».

Por todo el valle habia rastros,—sangre y lágrimas, dolor y vergüenza,—dejados por la artera alimaña, contra la cual nada valían los ruegos, ni las súplicas, ni los llantos.


* * *


Jesús María fué uno de los primeros en ponerse la divisa y marchar á la guerra. El rancho de Jesús María se recostaba sobre unos peñascos, coronados de molles negros, duros, torcidos y espinosos como la envidia; un monte que daba asco y que Jesús María intentó varias veces destruir, prendiéndole fuego; sin éxito, por cuanto el molle verde, lo mismo que la envidia, no arde; nunca arde lo ruín.

El rancho de Jesús María era uno de los más miserables del pago; pero Albina, su mujercita, era linda y fresca cual la más linda y fresca margarita crecida en las junturas de las rocas, en fragante consorcio con los tréboles y la yerba de lagarto. Era tan pura como agua de manantial y buena lo mismo que cordero guacho.

Dos cariños le llenaban el alma: el de su esposo y el de su padre. Su padre, el viejo Dionisio, era muy viejo. Las crónicas comarcanas decían que fué diablo en su tiempo, que llenó de peligrosas aventuras su existencia, que las muchas cicatrices estampadas en su cuerpo, atestiguaban ser de aquellos «que no tenían el cuero para negocio», que hubo época en que se le respetaba por un hombría de bien y se le temía por su coraje; pero ya estaba muy viejo, don Dionisio. Hasta para picar el naco le temblaban las manos y, en ocasiones, se tajeaba los dedos. Al irse á la guerra, Jesús María le dijo:

—Yo tengo que dirme. Soy de la tropilla y hay que seguir el cencerro de la madrina.

El viejo respondió:

—Andate.

—De todas layas, si me quedo, me han de embozalar lo mesmo, y asina, más mejor es que me vaya p’ande me tira la querencia...

—Andate.

—L’único que siento es dejar solita á Albina; pero de tuitas maneras, me quede ó me vaya no la viá poder cuidar.

—Andate.

Y Jesús María, después de abrazar á Albina y al viejo Dionisio, se fué.

Los primeros tiempos la existencia continuó invariable en la silenciosa morada escondida entre las breñas; más, quiso la malaventura, que un día el «Tigre»,—sea guiado por el olfato, sea por el instinto de descubrir los secretos de la maraña,—descubriese el refugio de aquellos dos seres indefensos.

Había maneado el caballo, oculto en un bosquecillo de tala, y á pie, cautelosamente, llegó hasta la covacha, frente á la cual, en cuclillas, Albina hallábase ocupada en desgranar maíz para el locro de la cena. El bandido pudo contemplarla sin ser visto. La encontró fresca y apetitosa, y sin gastar palabras, con su brutalidad animal, se avalanzó, la abrazó y le dió un beso estrepitoso. Ella lanzó un grito de angustia y se puso á temblar entre sus brazos, paralizada, media muerta de espanto

—¡Linda y miedosa como una gama!—díjole zalameramente el «Tigre».

Y como la paisana nada respondiera, él agregó con voz autoritariamente cariñosa:

—Espéreme esta noche, prendita; á las nueve sale la luna, y como la luna está grande, podré contemplar á gusto esa carita de reina...

Volvió á besarla, la soltó y retirándose un par de pasos, exclamó con acento feroz:

—¡Hasta luego, eh!...—y con la agilidad de un gato montés, se perdió entre los peñascos y la maleza.


* * *


Caía la tarde cuando volvió al rancho don Dionisio, con la vieja escopeta al hombro y unas perdices en la diestra. Apenas fijó sus ojos en el rostro de Albina, dió al suyo una expresión dura y exclamó sordamente:

—Ya ha caído el «Tigre» por aquí!...

—¡Tata!—balbuceó ella lagrimeando.

Y en seguida contó la escena abominable.

El viejo escuchó en silencio: meditó un rato y preguntó después:

—¿A las nueve, te dijo?

—A las nueve.

—Güeno, hay tiempo.

Tiró al suelo las perdices y volvió á salir en silencio.

Cuando regresó ya era noche.

—La cena está pronta,—díjole Albina mirándolo con ansiosa interrogación.

Y Dionisio, tranquilo:

—Vamos á comer,—respondió;—hay tiempo

—¿Tiempo para qué, tata?

—¡Pues!... ¡pa pulpiar!...

Finalizada la merienda; el viejo tomó de un brazo á su hija y le ordenó:

—Vos conocés el güeco ’e los espinillos... Andate allí, escóndete bien, y esperá...

—¡Pero, tata!—imploró ella,—me v’á buscar el «Tigre», y...

—¡Andá no más!... Cuando yo era mozo he cazao muchos tigres y puede que aura mesmo, siendo una tapera, tuavía sepa destripar un yaguareté. ¡Andá no más!...

Obediente, Albina partió.

Don Dionisio quedó en la cocina, sentado en un cráneo de vacuno, sorbiendo verde y aventando humo. Iba pasando el tiempo. De pronto una sombra se proyectó en la reducida pieza. El paisano no se movió.

—¡Güenas noches!—gritó una voz seca como alcachofa.

—Muy güeñas—respondió Dionisio volviendo la cabeza.—Si gusta pasar...

—¿Ande está la moza?—preguntó el bandido, con voz de mando.

—¿Albina?... Salió.

—¡Ah!... ¿Con qué... salió?...

Al decir esto, el «Tigre» había arrollado en la mano la azotera del grueso rebenque plateado y había dado un paso, amenazante, terrible.

El viejo, sin inmutarse respondió:

—Sí, señor... Ella no sale cuasi nunca, y más menos de noche... pero hoy me dijo: «Tata», viá dir á la Cueva Grande pa rejuntar unos yuyos pa un mozo que me pidió pa remedio; si guelve, digalé que lo espero allá...

—¡Ah!—exclamó el bandolero con aire satisfecho.—¿Y ande es la Cueva Grande?...

—Y... cerquita no más... Le viá mostrar.

Ambos salieron y don Dionisio indicó:

—Siga pu’aquí, esa senda finita, tuérza á la zurda ande encuentre un molle seco y dispués, detrás de unas piedras grandotas, está la cueva.

El bandido tuvo un segundo de duda; mas bien pronto se convenció de que nadie podía hacerle nada, que nadie podía, en aquel valle de mujeres, de niños y de viejos, atreverse con él, se marchó muy ufano.


* * *


Siguiendo las instrucciones del viejo, el «Tigre» llegó hasta la abertura de una pequeña caverna. Vaciló; retrocedió, y pusóse á observar el contorno; no halló nada sospechoso; desnudó el puñal y se largó á la obscuridad de la gruta.

Pocos pasos había dado en el interior, cuando le sorprendieron los ladridos de muchos perros. En seguida corrió á la puerta de la caverna y allí tuvo que habérselas con una jauría que el viejo Dionisio azuzaba:

—¡Chúmbale, Barzino!... ¡Chúmbale, Zorro!... ¡Chúmbale, León!

El bandido defendíase distribuyendo hachazos, pero en seguida, cuando iba haciendo retroceder á la perrada, una lluvia de piedras cayó sobre él y treinta voces de mujer lo increparon, lo insultaron, lo amenazaron...

Santos Leiva mantúvose oculto en la sombra, entre las zarzas; pero luego humillado, furioso con la burla, dió un brinco y se posó sobre una roca, amenazante, el facón en una mano, la pistola en la otra. La luna, casi llena, lo iluminaba de pies á cabeza.

El viejo Dionisio esperaba ese instante y mientras los perros seguían ladrando furiosos y las mujeres ahullaban más que los perros, él apuntó serenamente con su escopeta cargada hasta la boca, hizo fuego... y el bandido cayó con el pecho abierto por los balines...


Don Dionisio, rehuyendo elogios, decía, días después:

—No es mérito... Con güeños perros, una escopeta segura y el corazón sereno, cualquiera caza tigres!...

El tiempo perdido

A mi amigo José de Arce.


Quedaba aún ancha franja de día, cuando Regino, concluido de estirar un alambre, dijo á los peones:

—Dejemos por hoy... Tengo ganas de cimarronear.

Los peones recogieron las herramientas, echaron los sacos al hombro y se encaminaron á las casas, alegres y agradecidos al patrón que les ahorraba una hora de trabajo, pesado bajo la atmósfera caldeada de un día de enero. Y mientras ellos penetraban en el galponcito recién techado y en cuyo piso aún vivía la gramilla, Regino fué á echar una ojeada á las construcciones.

Albañiles y carpinteros trabajaban activamente, á la luz rojiza del crepúsculo, brillaban las tejas del techo y el blanco de las paredes, sombreado en partes por el ombú centenario, único sobreviviente del viejo puesto, demolido para dar sitio al edificio moderno, cabeza de estancia, que hacía edificar Regino Morales, dueño, á la sazón, de aquellos campos en que sus padres y sus abuelos habían sido miserables agregados. Cuando él volvió al pago, ni rastros quedaban de la familia. El rancho no tenía ya techo, y las paredes de terrón estaban caídas ó gastadas por el continuo rascar de los vacunos. A la derecha de la tapera una gran circunferencia gris de plata, una copiosa vegetación de abre puño y revienta-caballo denunciaban un antiguo rodeo de ovejas; y á los fondos, el verde negro de un bosquecillo de ortigas daba testimonio del basurero. Todo lo demás era muerto, excepto el ombú, sombrío, persistente, símbolo de la raza brava y sobria que se va extinguiendo.

Regino inspeccionó los trabajos y luego fué al galpón, aceptó un mate, que sorbió á prisa y salió.

Por un momento estuvo indeciso, observando el campo que entre cuchillas y llanuras se perdía en lo infinito y el edificio que surgía como expresión de una vida nueva. Luego echóse sobre el hombro el fino poncho de verano y se encaminó lentamente hacia el arroyo que corría á doscientos metros de las casas.

Atravesó el pequeño monte y llegó á la laguna, á cuyo borde se detuvo. Los árboles parecían de cobre, las aguas parecían de plomo y todo, cielo, agua, bosque, estaba inmóvil y silencioso, como si la naturaleza hubiese bruscamente cesado de respirar.

Ante aquella calma absoluta, Regino experimentó honda satisfacción, originada por la armonía del medio ambiente con la actualidad de su alma, que en el cansancio de largos, amargos años de lucha y de pena, ansiaba acostarse en el plácido reposo.

Siguió andando lentamente por la orilla del arroyo y al llegar á unas rocas que formaban como un banco, se sentó, armó un cigarrillo y se puso á fumar, gozando de un bienestar nunca conocido.

Sin hacer el menor esfuerzo por evocarlos, los recuerdos empezaron á desfilar por su mente. Allá, muy remotamente, su niñez, feliz no obstante la orfandad, por cuanto don Gregorio y su esposa habían sido para él verdaderos padres. Seguía después una juventud laboriosa y alegre, bruscamente interrumpida por la fatal querella con Lucio García, una querella imbécil motivada por un pedazo de lonja...

Cometido el homicidio, huyó, se fué al Brasil. El contrabando le permitió reunir un capitalito con el cual se dedicó á tropero. Le fué bien y á los veinte años de fatigas se encontraba dueño de una fortuna. Entonces pensó en el regreso á la patria y al pago. No le faltó un abogado que liquidara satisfactoriamente su causa; y ello hecho, realizó sus bienes y en una tarde de primavera sorprendió á don Gregorio con su inesperada visita, Los viejos lo recibieron con los brazos abiertos, y él se instaló en el puesto, indeciso aun sobre el porvenir.

—Los Medeiros venden el campo,—le anunció un día don Gregorio.

Regino guardó silencio, no se habló más del asunto y una semana después anunció un viaje al pueblo, donde permaneció cerca de quince días. Al regresar dijo simplemente:

—Compré el campo de los Medeiros.

Lo compró y lo dejó estar, sin decidirse á poblarlo y explotarlo. Recién entonces se le ocurrió pensar que tenía más de cuarenta años, que estaba solo en el mundo y que no tenía objeto ponerse á trabajar de nuevo, por acrecentar una fortuna ya excesiva para él. Don Gregorio, adivinando su preocupación, le dijo un día á boca de jarro:

—¿Por qué no te casás?

Regino había pensado en ello, El amor no le había hablado cuando la suerte le arrojó á la vida inquieta del matrero. Durante los veinte años de fiebre continua, su corazón permaneció dormido, y ahora recién advertía el lamentable vacío.

Sí, debía casarse. Mujer no faltaría que se decidiera á ser su compañera y ya que no los resplandores de la pasión, podía esperar el tibio rescoldo del hogar.

Una tarde, mientras tomaban mate a la sombra de los naranjos del patio, Regino dijo resueltamente:

—Estuve cavilando estas noches y me he convencido de que casa sin mujer, y estancia sin perros anuncian ruina... Viá casarme.

—Bien pensao, hijo—replicó el viejo;—y has elegido ya?

—Si.

—¿Quién, si se puede saber?

—Por muchas razones. Usted es el primero que tiene que saberlo: Isabel.

Don Gregorio alzó bruscamente la cabeza.

—¿Isabel?... ¿la chiquilina?..

Regino, un tanto confundido, interrogó:

—¿La encuentra muy potranca pa mí?... Tiene dieciocho años...

—Sí, por ahí anda... En fin, vos todavía sos joven...

—Vea, don Gregorio, yo la he elegido á ella porque la conozco, porque se qu’es güeña... y porqu’es de la familia...

No se habló más. Isabel, la nieta de don Gregorio, consultada por los viejos intentó resistir pedir plazo, pero concluyó por ceder entre sollozos.

Regino, ya orientada su existencia, se puso á poblar. Casi todo el día pasábalo en el campo, y al regresar, al obscurecer, para la cena, en familia, Isabel era para él, y él para Isabel, lo mismo que fueron antes de concertada la boda. No habían cambiado una sola palabra amorosa en las muy raras veces en que se encontraban solos. Él tenía con ella atenciones paternales y al verla triste y turbada en su presencia, no le causaba inquietud; juzgándola natural timidez de la chica. La confianza y la familiaridad llegarían á su tiempo...

En todo eso pensaba Regino mientras, sentado sobre las rocas lisas y revestidas de negruzco musgo, contemplaba la plata bruñida de las aguas del arroyo, donde su imagen se reflejaba con perfecta nitidez... Observóse y quedó desagradablemente sorprendido. Si su cuerpo fornido y vigoroso atestiguaba salud y tuerza, en cambio el brillo tenue de los ojos circundados de multitud de pequeñas arrugas, y la expresión cansada de los labios, le advertían, por primera vez, la fuga definitiva de la juventud. La observación causóle disgusto y de seguida púsose en pie y se internó en el monte bascando el término de la laguna, donde el arroyo se angostaba sobre un pequeño salto de piedras que permitía vadearlo á pie. De ahí, una senda abierta entre el maizal conducía hasta los ranchos de don Gregorio. Todas las tardes recorría Regino aquel camino. Pero ese día, sin saber por qué, se alejó costeando el arroyo. A pocos metros de allí negreaba un mimbral espeso. El paisano se detuvo á su borde y disponíase á ir de nuevo en busca de la senda, cuando una voz bien conocida llegó á sus oídos, desde el interior de la arboleda. Picada la curiosidad avanzó unos pasos cautelosamente y por entre las ramas pudo ver á Isabel, recostada á un sauce viejo, y á Liborio, un muchacho huérfano, criado en el puesto, que la observaba con expresión de pena.

—¡No, no!—decía ella:—Yo te quiero, pero los viejos desean que me case con don Regino... Yo prefiero sufrir á hacerlos sufrir á ellos, que han sido tan buenos conmigo... Andate, Liborio, no me busques más...

Regino quedó petrificado. De lo visto y de lo oído, una palabra resonaba ferozmente en su alma: «don». Para su novia, para la mujer que debía ser su mujer dentro de un par de meses, él era aún «don» Regino!..

Sintió rabia, despecho, ansias de abalanzarse como un tigre, de extrangular, de matar, de exterminar...

Contúvose, sin embargo, pero en vez de dirigirse á los ranchos, deshizo el camino, traspuso nuevamente el arroyo, fué á las casas, recogió su caballo atado á soga, ensilló y salió, sin saber donde iba ni á qué iba.

Durante un mes nadie tuvo noticias suyas. La casa había sido concluida. Un día llegaron dos carretas con los muebles. Otro día un carro conduciendo dos baúles con ropas y obsequios para Isabel.

Pasaron todavía dos semanas, y ya era en principios de otoño cuando regresó Regino.

Estaba desconocido. Flaco, ojeroso, arrugado el rostro, encanecido el cabello, parecía haber envejecido diez años, Concluida la cena, que fué silenciosa y triste, dijo:

—La casa está pronta, no hay porque dilatar el casorio.

Al mismo tiempo miró fijamente á Isabel y Liborio.

—Pasao mañana viene el cura,—agregó.—Mañana,—continuó dirigiéndose á Liborio,—vamos á recorrer el campo, con eso te haces cargo del establecimiento, porque te nombro mayordomo... pero... con una condición: que me permitás ser el padrino.

—¿El padrino de qué?—preguntó el mozo azorado.

—Y del casorio, pues!... Ahí ahí... exclamó Regino riendo con risa helada;—¿ustedes creían que yo me iba á casar con la chiquilina, deshaciendo un casal que Dios crió?.. Bobetas!...

Y luego amigablemente, dirigiéndose á don Gregorio:

—¿De qué sirve tener rico herraje de oro y plata cuando ya las pulpas flacas y los caracuces duros, solo permiten montar matungos?...

Como un tiento á otro tiento

A Carlos M. Pacheco.


Ladislao Melgarejo, fué uno de esos hombres-cosas, cuya existencia transcurre á merced del mundo exterior: un tronco que la corriente del arroyo arrastra y deposita en cualquier parte, una hoja seca que el viento levanta y transporta á su capricho.

No se crea por eso que Ladislao fuese un insensible, deprovisto de anhelos, obedeciendo indiferente á fuerzas extrañas, á la manera del perro que sigue al amo á donde va el amo, porque para él, tanto da ir á un lado ó á otro. Al contrario, pecaba más bien de impresionable y si de continuo sacrificaba sus preferencias, era por causa de una anemia volutiva innata.

De carácter pacífico al extremo, le obligaron á ser soldado y como tal, hizo toda la campaña del Paraguay donde cumplió con su deber, exponiendo diariamente la vida, sin un desfallecimiento, sin una rebelión y también sin una jactancia. Su comportamiento heroico no le enorgullecía; no le encontraba mérito porque no era obra suya, ni le interesaba: iba porque lo obligaban á ir y cumplía á conciencia su trabajo, obedeciendo al jefe, su Patrón en aquel momento, como había obedecido á sus patrones anteriores, como obedecería á sus patrones futuros, acatando las órdenes con la sumisión impuesta por su alma de peón. Cuando pasaba de sol á sombra hachando ñandubays, en las selvas de Montiel y cuando hacía fuego en los esteros paraguayos, el caso era el mismo. Así como volteaba árboles, sin preocuparse de lo que con ellos haría el patrón, así volteaba hombres después con igual indiferencia: siempre trabajaba por cuenta ajena.

Cuando terminó la guerra y lo licenciaron, sin ofrecerle recompensa alguna, encontró aquello muy natural, tan natural como marcharse de una estancia después de concluida la esquila ó abandonar el bosque una vez cortados los postes convenidos.

Fué necesario buscar inmediata ocupación, porque esta clase de héroes suelen dejar en sus campañas regueros de sangre, pedazos de cuero y á las veces la osamenta, pero nunca traen nada en las alforjas, al regreso.

La profesión que más le agradaba era la de pastor de ovejas; más como después de la guerra habían quedado muy pocas ovejas en Entre Ríos, hubo de conformarse á picar carretas. El oficio le iba bien. Manso y resignado como los bueyes, soportaba sin aburrimiento las largas horas de perezoso tranco en las jornadas de estío, y la amarga fatiga de «cavar un peludo» en los penosos viajes invernales.

Aceptado aquel trabajo á falta de otro medio de ganarse el sustento, después no se le ocurrió nunca que podía proporcionársele alguno, menos duro y más productivo. Mientras el patrón estuviese satisfecho y no le pidiese la carreta, el proseguiría meneando clavo á los bueyes, con la misma concienzuda decisión con que había meneado hacha á los ñandubays de Montiel y con que había meneado chumbo á los paraguayos de López.

Por varios años su existencia fué uniforme y lisa como la pampa salvaje, semejante un día á otro día, como un «tiento» á otro «tiento», Sin embargo, ni aún los arroyitos más insignificantes,—esos que hasta de nombre carecen,—están libres del accidente imprevisto que les obligue á un cambio en la ruta secular de sus aguas. Casi siempre el obstáculo que hace derivar la corriente de una vida apacible, es alguna mujer, la gran perturbadora de todos los tiempos. Y eso le ocurrió á Ladislao.

En la primera jornada de sus viajes de Naranjito á Concordia, acostumbraba pernoctar en un «boliche» que disponía de un campo bien empastado y con excelente aguada. En el «boliche»,—punto de reunión del malevaje comarcano—conoció á Felisa, cuñada del bolichero. Era una muchacha agradable, pero en extremo dejada. Sentía odio profundo por su cuñado, quién le cobraba el hospedaje y los trapos con que vestía, obligándola á trabajar desde el alba hasta la noche. Su anhelo era irse de allí, ir á cualquier parte, ir con cualquiera. Á los veinte años, el amor no se había manifestado en ella en ninguna forma. Su alma y su cuerpo estaban igualmente insensibilizados por el cansancio. Recibía con la mayor indiferencia los requiebros y las zafadurías de los clientes, groseros y atrevidos, de su cuñado. No faltó quien afirmara haberla visto «enredada» con el rabio Doroteo, famoso cuatrero sobre el cual pesaban más condenas que años tenía de vida. Pero Doroteo desapareció del pago, hacía años,—y nadie se acordaba de él.

Las relaciones de Ladislao con Felisa, empezaron por pequeños servicios que le prestaba cada vez que «soltaba» en el campo del boliche. Una tarde en que, después de desuncir los bueyes, el mozo tomaba mate, solito, junto á la carreta, vió á Felisa haciendo desesperados esfuerzos por picar un tronco duro con una hacha desafilada. Comedido como siempre, el carrero se levantó y acercándose á ella díjole:

—Deme l'hacha.

En pocos minutos Ladislao picó y rajó una buena cantidad de leña..

—Ya llega, gracias,—exclamó Felisa, colocando las astillas en el delantal.

Y no hubo más; pero en la madrugada siguiente la ayudó á ordeñar y de ahí empezó una amistad que fué creciendo insensiblemente. Á menudo hacíanse mutuas confidencias. Ella expresaba el cansancio de aquella vida de servidumbre, de esclavitud casi, no compensada ni siquiera con buenos tratos, pues su cuñado y su hermana se habían habituado á considerarla como una sirvienta.

Él, por su parte, le contaba la incomensurable aridez de su existencia, que había recorrido «llevado siempre del cabresto». Grandes dolores no había experimentado nunca; la suerte no le deparó crueldades, pero le entumecía el alma aquella tristeza que desde hacía muchísimos años caía sobre ella como una pertinaz garúa.

—«Por linda que sea la yerba, nunca sale bien el mate tomado solo».

De ahí provenían sus penas. Rara vez le faltó yerba, pero le faltó el compañero para «amarguear».

—¿Y nunca pensó en casarse?—le preguutó Felisa, mirándolo fijamente.

Ladislao alzó la cabeza, observándola con extrañeza.

—¿Pensar en casarme?... No, nunca se me ocurrió... Nadie me propuso... A mí nunca se me ocurre nada...

Insinuantemente ella agregó:

—Siempre debe ser menos triste la vida entre dos... Yo, si hallase un hombre bueno... me casaría—

—La verdad, sería mas lindo

Dos meses después, se casaban. Ladislao encontró que su mujer era buena, relativamente; aún cuando bastante fría, bastante parca en cariños, porque, habiéndose casado para descansar, nunca quiso tomarse el trabajo de fingir apasionamientos. No era aquella, sin duda, la compañera vagamente soñada por el carrero, pero ¿cuándo, en su vida había hecho algo de acuerdo con sus preíerencias?

Pasado el primer momento de desasosiego, su existencia continuó como antes: vacía, sin luz, sin colores, igual un día á otro día, como un tiento á otro tiento.

Una carrera perdida

Para Alberto Novión.


Más arriba de Concordia, sobre las barrancas que ponen valla al río, señoreábase la estancia del «Tala Chico», llamada así, quizá porque no habiendo piedras por ninguna parte, no existía en la comarca un solo tala, grande, ni chico: la idiosincrasia gaucha gusta de semejantes ironías, que hacen sonreír compasivamente á los «dotores», con la misma razón con que los gauchos sonríen, en burla respetuosa, ante el «Doctor» que precede al nombre de muchas calabazas.

El propietario de «Tala Chico», un criollo de ley, había muerto hacía un año, y como su hijo, único heredero, ahogaba la pena en el «Royal» y el «Casino» de Buenos Aires, la estancia quedó en manos de don Venancio, el viejo capataz, que estaba más gastado que esas tabas de oveja que sirven de botón en las colleras de bueyes.

El viejo don Venancio, ñandú criado guacho entre la empalizada de una esclavitud moral, tenía duros los caracuces y pesado el mondongo. Más que recorrer el campo, prefería quedarse en las casas, amargueando, churrasqueando, jugando al «siete y medio» y «prosiando» con los forasteros.

Como de joven, había servido de voluntario en una revolución oriental, enorgullecíase de ser blanco, y cada vez que caía á la estancia un oriental blanco, regocijábase, halagábalo y atestiguaba las mentiras heroicas del intruso, para, á su vez, presentar un testigo que confirmara sus propias mentiras...

—¿Vd. si acuerda cuando en Tacuarembó Chico corrimos la salvajada?

—No me vi á acordar!... Yo servía con el coronel Pampillón...

—Yo diba con Sipitría... Qué modo’é meter chuza!... ¿Si acuerda que había un cerrito con mucha piedra menuda, y después, un cañadón con unos sauces en los labios, que parecían bigote’é colla?...

—No me vi á acordar!—respondía el otro, sorbiendo el mate y echando una ojeada al asado.—Ahí al la dito no más, yo degollé un «zumaco» dispués de voltiarle el caballo en un tiro é’ bolas de los de mi flor!...

—Pues á mí me acorralaron cinco ó veinte «churrinches» y me prendieron juego, y yo revolié la lanza y los desparramé como ovejas donde dentra un tigre... ¿Vd. no supo?...

—¡Pucha si supe!

Y así seguían mintiendo, buenamente, inocentemente, narrando cosas que hubieran querido hacer y no hicieron, ofreciéndose mutuo testimonio de la veracidad de los relatos y quedando al fin convencidos uno y otro, de que si aquello no ocurrió, pudo ocurrir. En tanto, el auditorio, gauchaje joven, admiraba.

Una vez—póngase cualquier época—se estaba organizando—digamos mejor, preparando—una revolución blanca, y la estancia del «Tala Chico» prestó albergue á media docena de cabecillas en tren de invasión, y el viejo don Venancio estaba á sus anchas con aquella gente, á la que hartaba de carne asada, mate cimarrón y caña aguada.

—Metanlé, metanlé;—decía—yo sé lo que son esas cosas!... Cuando hay pulpa, hay que enllenarse, por un por si acaso no se come en tres días!...

Y los futuros revolucionarios, que tenían buen diente y quizá hambre atrasada, le metían cuchillo al sobrecostiilar de ternera, sonriendo ante la ingenua observación del capataz: en la Banda Oriental había vacas como mundo, y teniendo buen, caballo, lazo y boleadoras, cualquiera pasa un día sin comer... en tiempo de guerra!...

Entre los tertulianos, estaba Panchito Gutiérrez, peón de estancia, y su padre, don Protasio, una resaca,—«montón de güesos envueltos en una lonja»—un viejo gaucho que había peleado con las policías, siendo matrero, y había peleado con los matreros, siendo policía; que había recibido golpes de los potros, domando, y golpes de los oficiales, cuando lo domaban en un cuartel. Rarísima vez hablaba, y cuando lo hacía, cuidábase de no decir nada; era un vencido, un arruinado, una «garra»....

En cambio, su hijo, Panchito, se entusiasmaba oyendo los relatos bélicos, y ardía en deseos de acompañar á los revolucionarios, en su heroica empresa de ir á tirar tiros contra el gobierno, que, como todos los gobiernos, no permitía tirar tiros ni en Noche-buena. Uno de los cabecillas lo había entusiasmado aún más, diciéndole:

—Vea, amiguito; usted es joven, y si se siente con coraje pa jinetear el potro, que le albierto es bellaco, puede hacer carrera.

Panchito estaba decidido y había hecho sus preparativos en secreto. No tan en secreto, sin embargo, que no los hubiese olido el viejo, quien en el momento decisivo, lo cogió de un brazo, lo llevó á su cuarto, y con tono severo y cariñoso á un tiempo, ordenó:

—Vd. se queda aquí!... No tiene nada que hacer ni nada que ganar, peliando en tierra ajena!...

Y luego abundó en razones suministradas por su larga experiencia y el muchacho se resignó, sin convencerse.

—Ta bien, tata;—dijo—yo lo obedezco; pero coste que mi hace perder una carrera!

—¿Una?—interrogó maliciosamente el viejo—No m’hijo: un montón de carreras y por cancha fiera, sin andarivel y con más aujeros que cangrejal!... Yo conozco el oficio!....

Como se puede

A Julio Sánchez Gardell.


«Hombres muy honraos, los hay dejuramente, pero ande pisa el viejo don Emiliano hay que hacerse á un lao».

Esa frase repetíase casi indefectiblemente, cada vez que en Pago Ancho se mentaba á don Emiliano Ramirez, considerado y respetado como el prototipo de la equidad, como el celoso guardador de la vieja hidalguía gaucha. Su hijo, Sebastián, la había oído cien veces, y cuando don Emiliano murió, se propuso conservar esa reputación, más valiosa que el reducido bien heredado.

Mantuvo con empeño el propósito, y los resultados le convencieron de que la deshonestidad no es nunca oficio productivo. Gracias á su conducta y á su laboriosidad extrema, logró duplicar su patrimonio y á los treinta años, poseía, no una fortuna, pero si la base de ella y por lo tanto un pasable bienestar.

Más ó menos á esa edad se casó con Etelvina, una morocha de veinte años, hija de un chacarero vecino, linda como durazno maduro y alegre como chingolo.

Durante cuatro años vivieron felices, salvo pequeñas y fugitivas tormentas domésticas, motivadas casi siempre por reproches de Sebastián á las frecuentes injusticias de Etelvina en su trato con peones y peonas. Ella era autoritaria y soberbia y las frases hirientes se escapaban á menudo de sus labios.

—¡Pa eso son peones!—respondía.

—No;—replicaba buenamente su marido—son peones p'hacerlos trabajar, no pa insultarlos.

—¿Y si no hacen las cosas bien?

—Se les despide y se buscan otros.

Pero Etelvina, no solo era violenta, sino injusta, cosa que mortificaba doblemente á Sebastián. Ella era buena y cariñosa, pero con un cariño excluyente que la hacía odiar á cuantas personas,—hombres ó mujeres,—demostrasen afecto á su marido. Por esa causa no ahorraba oportunidad de herir á Basilio, un muchacho sin nombre, á quien él había recogido, ayudado, dándole sitio de hijo en la familia y que pagaba su deuda de gratitud con derroches de bondad y laboriosidad.

En la mesa ella lo humillaba eligiendo para servirlo, las peores presas del puchero ó del asado, lo casi incomible, aunque quedasen muchas mejores que habrían de aprovechar los peones y los perros. Y él comía en silencio lo que le daban, sin una protesta, sin un gesto, como si aquello, y los reproches injustos y las frases groseras que á cada instante le aplicara la patrona fueran cosas perfectamente razonables..

—Esto no puede seguir así, exclamó un día Sebastián, manifestando su propósito de enviar á Basilio de capataz á su estanzuela del Pino, distante treinta leguas de allí...

Esto acalmó un poco la irascibilidad de Etelvina; pero como pasasen los días sin cumplirse la promesa, volvió á la carga con mayor ahinco...

Y poco después Sebastián tuvo la triste certidumbre de que Etelvina y Basilio lo engañaban miserablemente desde dos años atrás!...

Basilio se le escapó de entre las manos, saltando en pelo el caballo de la soga y huyendo á la carrera; Etelvina, después de sufrir una soba de rebenque, fué ignominiosamente expulsada de las casas...

Sebastián quedó solo, muerto moralmente, envejeciendo á prisa, y trabajando por hábito, y no se le ocurrió matarse porque eso no se le ocurre nunca á ningún gaucho.

Fueron rodando los años, pesados y largos y fastidiosos para aquel hombre cuya noble alma conservóse buena y justiciera apesar de su infinita é irremediable desventura.

Estalló una revolución partidista, y Sebastián,—que jamás había querido inmiscuirse en las querellas políticas,—fué á ofrecer su concurso á las filas rebeldes. Comentóse su actitud.

—¡Á la vejez viruela!—dijo un profesional revolucionario.

—Mejor habría hecho en contribuir con plata,—razonó un aspirante al grado honorífico de comandante, al que se consideraba con todo derecho en mérito de concurrir con veinticinco partidarios, de los cuales cuatro eran mayores, ocho capitanes y los demás tenientes.

—¡Vaya una manera de concluir!—mofó otro; y Sebastián, que lo oyó, dijo con su voz buena:

—Cada cual concluye como puede.


* * *


Después de un mes de comenzada la revuelta, Sebastián era un tipo célebre en el ejército revolucionario. No hubo una guerrilla á la cual no concurriese, sin armas, soportando el fuego con una indiferencia asombrosa.

—¿Por qué no agarra un fusil?—le preguntaban.

—¿Para qué? —respondía.—Lo mismo sirvo así, las balas que me tiran se las ahorro á los compañeros.

Y ocurrió que una tarde se libraba un combate desesperado en las asperosidades de una sierra. Sebastián habíase sentado sobre una roca, al pie de un molle y fumaba tranquilamente, mientras la fusilería atronaba el aire. Tan ensimismado hallábase que no advirtió la huida de sus compañeros, en completa derrota, ni la aproximación de un piquete de infantería enemiga.

Él seguía fumando, el espíritu perdido, errando silencioso por el cementerio de sus recuerdos.

La partida se le vino encima, y el sargento que la mandaba, abocándole el fusil, gritóle:

—¡Renditel

Sebastián levantó la cabeza y sin hacer otro movimiento, se puso á mirarlo, con una mirada y con una sonrisa de bondad sin límites.

El sargento tomándolo á mofa, hizo fuego y al acercarse, pudo ver que su víctima estaba muerta. La bala justiciera había partido el atormentado corazón, y en el rostro sereno del mártir se conservaba la mirada y la sonrisa de bondad sin término.

¡Cada uno concluye su miseria como puede!...

Cosas de negro

A Juan C. Guerreño.


El demonio de la sequía mortificaba á la comarca. Cien y taños días transcurridos sin llover, mientras el sol besaba cotidianamente la tierra con sus labios de fuego, dejaron las sementeras pálidas, lánguidas, mustias, exhaustas, sin potencia para germinar, idénticas á mujeres consumidas y esterilizadas con la excesiva prolongación del deliquio amoroso.

El hacendado opulento que veía pasar los días, consagrada la peonada a la ingrata labor del «cuereo», y que al recorrer el campo observaba el suelo amarillo, agrietado, loco de sed, sobre el cual erraban lentamente los vacunos flacos y tristes, apenábase, sin duda, porque aquella calamidad le absorbía todo el rendimiento del año, la ganancia esperada como justa recompensa del capital expuesto y del diario afanoso laborar.

Pero para el mísero chacarero, la perspectiva era más desconsoladora aún; su cosecha es su pan, el pan del año entero, el fruto obtenido á trueque de penas infinitas. La pérdida de la cosecha, era la miseria sonriéndole sarcásticamente desde aquel cielo azul, sin nubes, árido, inclemente.

¡No llovía!...

A veces nublábase el firmamento y las gentes salían al patio y observaban ansiosas, mudas, reteniendo la respiración «para no ahuyentar la tormenta». Hasta los perros se quedaban quietitos, sentados sobre las patas traseras, agitados los flancos, escarlata los ojos y media cuarta de lengua afuera.

Solían caer unas gotas de agua, á cuyo contacto la tierra dejaba encapar un vaho capitoso. Pero casi de seguida borrábase el aspecto caliginoso del cielo y tornaba el sol á vomitar fuego sobre las campiñas desesperadas.

Sólo las ovejas estaban contentas, comiendo raíces y sin importárseles un ardite de la ausencia del agua.

La persistencia de la sequía dibujaba, con rayos de luz, un cuadro sombrío para los infelices moradores de la comarca, quienes intentaron un último recurso, yendo á implorar la piedad divina.

Reuniéronse los labriegos, coincidieron en el propósito, pero considerando que, para solicitar algo á los poderosos—y Dios debe serlo más que nadie,—siempre resulta más práctico hacerlo por intermedio de persona influyente, se fueron á ver á Enrique Queirolo, chacarero al por mayor, y que, siendo muy amigo del cura, tenía algunas relaciones con Dios.

Queirolo, servicial, buen creyente y capaz de cantar una petenera sobre la parrilla en que asaron a Moctezuma, accedió gustoso y fuese á ver al padre Bianchetti, santo prelado napolitano para quien la sangre de Cristo se transfuga anualmente en los viñedos de Barbera.

—Padre—empezó Queirolo:—¿Si hiciésemos un a petendam pluvíam?

—Ma parece buono.

—¿Si sacásemos en procesión al patrón del pueblo?

—¿Á santo Benito?

—¡Pues!

—Ma parece lindo... Ma, sapese, cuesta matina tenguc que decirle coiné cinco misa á Santo Benito... Son misa pagata, ¿sái?... Pagato puoco due pesi el máximum... ma precisa cumplire... Dopo al meso jorno sacamo al Santo Benito, lo sacamo, andate tranquilo... ¡Per San Genaro! si questo cane de negro no fa llovere, lo meto tuta setimana de facha al...

—¡Padre!

—¡Ah! Escusa. ¡Qué la santa Madona me perdone...


* * *


A las tres de la tarde, la gente del pueblo, aumentada con numerosos vecinos de las chacras, se hallaba reunida en la iglesia parroquial, de donde partió, con el ceremonial acostumbrado, la procesión encabezada por San Benito.

Una hora después, la ceremonia había terminado; y una hora después ennegrecíase el cielo, rugían los truenos, serpeaban los relámpagos... y caía sobre la pobre, asolada comarca, la más formidable de las granizadas...

Queirolo, compelido por sus colegas, fue á pedir una explicación del fenómeno al buen padre Bianchettí, quien después de servirse y de beber la última copa de Barbera, respondió con beatífica calma.

—¿E qué querese ché?.... Santo Benito e negro é lo negro, no lo sábese, dopo el meso jorno, sempre hacene cosa de negros!...

A los tajos

A Joaquín de Vedia.


A la sota...—indicó Sebastián.

El tallador, manteniendo el naipe apretado sobre la mesa con la mano izquierda, desparramó con la derecha los billetes y la moneda que constituían la banca.

—Hay cincuenta pesos,—dijo; y luego, siempre en la misma actitud de las manos, levantó la vista, la fijó con insistencia en el mozo y preguntó con sorna:

—¿Cuánto?

—Copo,—respondió Sebastián con voz ronca.

Lucas, el tallador, sin cambiar de postura ni de tono, agregó:

—Poniendo... estaba una gansa.

Súbitamente enrojecido el rostro, centellantes los ojos, el mozo gritó:

—¿No tiene confianza en mí?..

Inmutable, Lucas, sin alterarse, ni hacer caso de la alteración de su contrario, explicó:

—En la carpeta sólo le tengo confianza á la plata.

El mozo se desprendió el tirador en que lucían cuatro onzas de oro y lo arrojó sobre la mesa preguntando:

—Alcanza pa cubrir la parada?... '

—Alcanza y sobra,—respondióle tranquilamente el tallador;—me doy güelta... Una sota contra un tres nunca se vido ganar.. Un seis... pa naides sirve... un cuatro... un dos revueno... Y siguen los pares, como güeyes... y un cinco... y van cáindo blancas... Aurita no más atropella el negrumen... ¡Y y’astuvo... ¡un rey!... no asustarse! ¡Otro cuatro!... ¿Quiere abrirse, compañero?...

—No soy mujer,—respondió airadamente el mozo; y el tallador, sonriendo con frialdad, replicó:

—Me gusta la gente corajuda... y con plata pa parder... ¡El tres! La sota es mujer y es caprichosa... ¿Doy en tres por el resto?...

—Pago.

—Va la carta... Una... Dos... y tres... un caballo pa naides, un as pal mesmo... y aquí está de nuevo el tres... un tres de oros, amigo.

Sebastián mordió el pucho que tenía entre los dientes y guardó silencio, soportando con serenidad la mirada insolente y provocativa de su competidor.

Ya estaba clareando el día y la jugada había dado comienzo al atardecer. Primero jugaron al truco y Sebastián, en liga extraña, ganó partido sobre partido. Luego al «nueve», y al nueve también perdió Lucas... Cuando había perdido muchas libras, salió, dio unas vueltas por la enramada, refrescándose con el sereno y volvió á la carpeta donde Sebastián tallaba al monte con suerte excepcional.

Si le dolía la plata perdida, más le dolía á Lucas que se la hubiese ganado aquel vagabundo, á quien, de tres años atrás, encontraba siempre atravesado en su camino molesto y dañino como uno de esos perros de estancia que abandonan las casas y se van diez ó doce cuadras para ladrar y molestar el pasajero que cruza tranquilamente por la carretera.

Lucas, hijo de un estanciero rico, tenía su puesto y su hacienda. Era joven, era gallardo, podía presumir y gozaba de cierto prestigio entre el elemento femenino del pago. Pero cayó aquel forastero ladino, cantor primoroso, bailarín sin igual, y encomenzó á ladiarle la cumbrera del rancho..

La mayoría de la mozada se hizo amiga de Sebastián. Lucas se le puso de punta y el forastero, muy fuerte, sin duda, se gozó en vencerlo y humillarlo.

Si nadie sabía de donde era, ni quien era, ni que hacía, ni á qué venía, todos supieron, sin embargo, que en un rodeo de chucaros sabía apartar un novillo como el mejor y que pialaba lindo en la cancha de una manguera, y se le sentaba al potro más reservao sin hacerle asco á los corcovos... y que en varias ocasiones en que trataron de probarlo, demostró que nó le hacía asco al peligro y que sabía manejar la daga lo mismo que el naipe.

A Lucas le fué antipático al principio. Después lo odió.

En aquella tarde, le había ganado la plata en las carreras; le había ganado en la carpa, las preferencias de la quitandera Eusebia; le habíá ganado muchos ríales á la taba y muchos pesos al truco, al nueve y al monte... Ya sólo le quedaba la paciencia para perder!...

—¿No apunta más?—preguntó con insolencia el forastero; y como él otro respondiese con altiva entonación:

—No, porque no tengo plata, y no acostumbro jugar de fiado!...—el intruso, sonriendo malamente, perversamente, dijo:

—Prendas son plata... En toavía le queda el cuchillo.

Durante un rato, un rato demasiado largo, Lucas quedó como azonzado ante el latigazo. Bajó la vista, retrocedió, se tanteó la cintura y encontrando en ella el puñal de mango de plata y de hoja afilada y aguzada, lo sacó, lo hizo brillar y hablando con la voz sordamente tranquila de las supremas intranquilidades, dijo:

—Es verdá... Me queda entuavía el cuchillo... Vamo á jugarlo... pero vamo á jugarlo á los tajos...

Hubo ruido; se apagaron las luces. 

Allí cerca trabajó el sepulturero; allá lejos trabajó el juez.

Y nada más.

Ruptura

A Alberto Ghiraldo.


Juan avanza pausadamente por el patio. El ruido que producen las rodajas de sus espuelas es ahogado por los compases furiosos de la polka que chiflan cuatro guitarras en la sala.

Llega á la enramada. Su moro, que lo ha reconocido, levanta la cabeza, orejea y ahoga un relincho. A la luz blanca de la luna, sus grandes é inteligentes ojos brillan rojizamente, fijándose en el amo con expresión interrogativa.

Hace ya muchas horas que la manea mortifica sus manos finas y nerviosas; hace ya mucho tiempo que el recado está sobre su lomo y que la cincha oprime sin piedad su vientre.

En la mirada que dirige al amo hay pintada extrañeza; en el impaciente tascar del freno hay como un reproche.

Juan ha comprendido: cariñosamente lo palmea en el cuello. Enseguida afloja la cincha, acomoda prolijamente el recado, ata el poncho á los tientos, desprende la manea.

El moro, que también ha comprendido, escarba alegremente el suelo.

Por cinco minutos, el gaucho permanece pensativo, las riendas en la mano y la mano apoyada en la cabezada del basto. En el instante en que alzaba el pie para estribar, una voz sonó á su espalda.

—¿Te vas asina?...

Volviendo la cabeza, pero sin cambiar de actitud, Juan respondió:

—Dejuro... ¿De qué otra laya iba á dirme?

Suspiró la moza, acercóse al jinete y exclamó con pena:

—¡Cómo has cambiao, Juan!... ¡Cómo te has vuelto malo!... ¡Qué diferencia de antes, cuando sabías bailar conmigo y decirme al oído cosas lindas!...

—Las palabras, Malvina, son como las flores cuya lindura y cuyo perfume se concluyen entre dos viajes del sol.

—Tus palabras de entonces yo las guardo en la memoria como si juesen flores secas venidas de uno que me quiso y se murió...

El gauchito fijó sus ojos de cálida mirada en la atristada fisonomía de Malvina. Con cariño, pero con firmeza, dijo:

—Basta, china... ¿Por qué arar una tierra que naides ha de sembrar?...

Gimió ella y reprimiendo el llanto, exclamó:

—Sí, basta, basta ahora, dispués que me has llenao de yuyos el alma, como se llena de yuyos un jardín abandonao!...

—Olvidame... Amor de mujer es igual que flor campera: nace de golpe y se marchita en seguida...

—Amor de mujer?...—interrogó ella con expresión amarga.—Decí amor de hombre, de hombre como vos, de los hombres como vos, que dentran en una alma p’arruinarla y quemarla, lo mesmo que la helada con las plantitas tiernas!..

—¡Qué querés!... ¡Mi alma me la dieron hecha!...

Malvina guardó silencio. Sus ojos inmensos, de un negro profundo, se fijaron, brillantes y ansiosos, en el rostro indiferente de Juan, y sus labios temblaron como si una frase fulminadora hiciera fuerza por escaparse de entre ellos. Pero la voz retrocedió; los ojos lindos de la criolla, llenáronse de lágrimas, el pecho agitóse violentamente, y apenas pudo decir:

—¡Antes no me hablabas asina!...

—Dejuro!—replicó Juan sonriendo irónicamente.

—Sería muy zonzo hablar siempre lo mesmo!..Iba parecer canto ’e tero!...

Enseguida, tornándose serio, agregó:

—Concluyamos, Malvina. Nunca t’engañé, porque no te oculté nunca que no soy ni seré jamás pájaro de jaula ni caballo de soga!... Nos quisimos... gozamos... Se acabó... Adiós.

La abrazó, le dio un beso en la frente y sin una palabra más, montó á caballo y partió.

Ella quedó sollozando, recostada á un horcón de la enramada y él se alejó al tranco, erguido sobre el moro brioso, que resoplaba de contento al aspirar el olor fresco de los pastos...

El zonzo Malaquías

A Víctor Pérez Petit.


En la estancia del Palmar, donde nos criamos juntos, á Malaquías, el hijo de la peona, le llamaban el zonzo, desde que era chiquito.

Teníamos más ó menos la misma edad, estábamos juntos casi siempre y yo nunca pude explicarme por qué lo llamaban «El zonzo».

Cierto que era petizo, panzudo, patizambo, cargado de espaldas, la cara como luna, la nariz chata, ojos de pulga y el labio inferior siempre caído y húmedo, semejante al befo de un ternero que concluye de mamar; verdad que caminaba tardo, balanceándose á derecha é izquierda, al igual de una pata vieja; innegable que su risa era idiota,—y reía siempre—y que su voz era ridiculamente gruesa, pero... á mi no me parecía zonzo, y tenía mis motivos para opinar de ese modo.

En la estancia se amasaba todos los sábados y era costumbre darnos una torta á cada uno. Malaquías, que era un voraz, devoraba la suya en pocos minutos, y luego venía á pedirme que le diese algo de la mía; durante un tiempo, accedí, pero una vez, cansado de soportar aquella contribución á la angurria, ó con más apetito, quizá, me negué á la dádiva. Entonces, el muy canalla, se puso á gritar como un marrano á quien le turcen el rabo, y cuando acudieron mi padre, y la madre de él y los peones, contó, entre hipo é hipo, con su voz de bordona floja.

—Patroncito... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... me quitó... ¡hip! ¡hip! ¡hip!... ¡me robó mi torta!

Como la mía estaba casi intacta, se le dió fé; mi padre me la quitó y se la pasó al idiota, propinándome á mí un par de mojicones para enseñarme á «no abusar de mi condición de hijo del patrón».

Y de esas me hizo mil, de tal modo que casi siempre el «hijo de la peona», el zonzo Malaquías lo pasaba mejor que el hijo del patrón.

Ya mozo, incorporado al establecimiento en calidad de peón, se ingeniaba para no hacer nada, satisfaciendo su haraganería infinita, pero de una manera tan habilidosa que no era posible echársela en cara.

—El zonzo Malaquías,—decía uno,—es como un perro fenómeno, nacido en las casas, de una vieja perra de larga cría, á quien se deja comer por lástima.

Pero los demás protestaron: Malaquías era útil á todos, los servía á todos, á trueque de escasa recompensa. Él se levantaba primero que ninguno y hacía fuego y calentaba el agua para esperarlos con el mate pronto. ¿Y qué les costaba?... Dos ó tres cigarrillos al día... Dos ó tres cigarrillos á cada uno, de suerte que el patizambo «pitaba» doble de lo que «pitaban el más platudo. Y mientras los otros, contentos y agradecidos, montaban á caballo, soplándose los dedos, en las bravas madrugadas de invierno, él se echaba á dormir la siesta del burro, al calor del rescoldo.

Cuando los peones regresaban del campo, cansados, mojados, tiritando de frío, encontraban en medio del galpón una fogata, caliente el agua, pronto el cimarrón y á punto el asado.

Mientras secabánse las ropas al calor del fuego, se calentaban las tripas con el amargo, lo «asentaban» con un trago de caña, churrasqueaban contentos y agradecidos al servicial Malaquías.

Es verdad que ellos pagaban la caña, pero una insignificancia cada uno, y cada cual tenía su trago, y Malaquías tantos tragos como peones. Y además Malaquías comía el doble y las mejores presas; mas, desde que los otros estaban satisfechos, no cabía reproche.

Cierta vez, un indiecito, más avisado que sus compañeros, intentó protestar.

—Este zonzo,—dijo,—es como el hijo de la buena madrastra, que tenía un hijo y siete entenaos y cada vez que amasaba, les hacía una torta pa cada uno de estos, y pa su cachorro, nada; pero luego imponía que cada uno le diese la mitad de la suya al pobrecito, y el pobrecito salía comiéndose tres tortas...

Los otros, indignados, le obligaron á callarse, porque, en realidad, Malaquías era para ellos un vicio, y siempre se defienden los vicios propios, justificándolos, ó tratando de justificarlos.


* * *


Grande fué mi asombro, y el asombro de todos el día en que Malaquías me anunció que se iba.

—¿Y adonde vas?

—Por ahí.

—¿Por dónde?

—Por ahí, no más, pa desentumirme... pero pronto pego la güelta...

¿Dónde podía ir, y qué iba á hacer aquel infeliz?

No lo logré disuadirlo de su empeño y un buen día se marchó. Tenía tres caballos, tres potrillos que le habían regalado y que él crió guachos. Ensilló uno, cargado con dos maletas repletas, puso el otro de tiro, «enrabó» el tercero... y se fué.

Pasaron meses y pasaron años sin que tuviésemos noticias suyas, y llegamos á suponerlo muerto. No se le olvidaba sin embargo; á menudo alguien traía á colación su nombre, á propósito de alguna infelizada, y decía invariablemente:

—¡Pobre zonzo Malaquías!...

Y cuando menos lo esperábamos se nos presentó en la estancia. No había cambiado nada: volvía más gordo y más lustroso, pero su cara de luna, su nariz achatada, sus ojos de pulga y su labio grueso y caído y húmedo, como befo de ternero que concluye de mamar, conservábanse idénticos.

Todos nos alegramos al verlo. Yo le interrogué:

—¿De dónde salís, cachafaz?

—De por ahí,—respondió indiferente, y no hubo forma de averiguar dónde había estado y qué es lo que había hecho en aquellos cinco años de ausencia.

A la noche, en un momento en que se encontró sólo conmigo, me dijo misteriosamente:

—Patrón, usted podría hacerme un favor.

—Vamos á ver.

—Su lindero, don García tiene p’arrendar un campito de mil cuadras... y si usted me diese la fianza.

—¿Cómo?—pregunté intrigado.—¿Qué vas á hacer en el campito?

—A criar ovejas.

—¿Y las ovejas?

—Tengo negocio arreglado.

Yo reí; sin embargo, ante la insistencia de Malaquías, fui á ver á un vecino y arreglé el arriendo del potrero. Cuando el pobre zonzo tuvo en su poder el documento,—un simple compromiso, extendido en papel común, como se estilaba entonces,—ensilló, montó y salió, siempre silencioso y rodeado de misterio.

Él sabía que otro vecino mío hallábase con el campo recargado y deseaba vender una punta de ovejas. Fue á verlo y enseñando su contrato de arrendamiento, díjole:

—Vea don Bruno; yo he arrendado este campito y quisiera poblarlo y como sé que usted tiene recargo de ovejas...

—¿Querés comprarme una punta?...—interrumpió el estanciero intrigado.

—Comprar, no señor, no puedo; pero si quisiera darme en sociedá, á partir mitá y mitá de la lana y el aumento...

Después de reír un rato, don Bruno, excelente paisano viejo,—accedió y una semana más tarde, Malaquías aparecía arreando dos mil ovejas para «su» campo, y como había en éste un rancho y un corral, se instaló en seguida.

Sin invertir un peso, el zonzo Malaquías convirtióse en criador, con campo y haciendas; pero no paró ahí su hazaña. Tenía yo un peón, Santiago, trabajador como ninguno é infeliz como pocos. Malaquías lo llevó un día al rancho y mientras lo agasajaba con mate y caña, le decía:

—Mirá Santiago, vos nunca vas á ser nada, nunca vas á salir de pobre, trabajando de peón, trabajando pa los otros.

—Eso es verdá,—respondió tristemente Santiago; y el novel criador prosiguió:

—Yo te quiero ayudar. Venite conmigo... Sueldo no te ofrezco, por aura, pero en cambio te doy la mita ’e la mitá ’e lo que ganemos, y si querés podés sembrar también una chacra ’e maíz... á medias, dejuramente.

El otro aceptó conmovido.


* * *


Santiago cuidaba la majada, componía los alambrados, carneaba, ordeñaba, monteaba y trabajaba la chacra, mientras el zonzo Malaquías, el patrón, sin otro quehacer que cocinar, comía hasta hartarse, mateaba, chupaba caña, dormía como un perro viejo y poníase cada vez más gordo y más lustroso.

Y todavía siguieron llamándole el «zonzo Malaquías».

La abuela

Al maestro Juan Zorrilla de San Martín.


Después de almorzar, se acostó á dormir la siesta inveterada; pero quizás por el cansancio de los dos «lavados» de la mañana, y quizás también por el enervante calor de la tarde, se le pasaron inadvertidas las horas, y cuando se dispuso á «poner los güesos de punta», ya el sol «íbale bajando el recado al mancarrón del día».

Eso le dió rabia.

Con malos modos, juntó la leña para hacer el fuego, y de gusto, no más, echó sobre el trashoguero, una rama verde de higuera, para que humease, dándole motivo al rezongo.

Entretanto, puso la pava junto á los troncos encendidos; limpió el asador con la falda de la pollera; ensartó un trozo de costillar de oveja, flaco, negro y reseco; clavó el fierro junto al fogón, le acercó brasas, y luego, abandonando la cocina humosa, fuese hacia el guardapatio, para recostarse en un horcón del palenque, y mirar hacia afuera, hacia lo lejos, en intensa y muda interrogación á lo infinito de las colinas y de los llanos que amarillaban por delante.

Así permaneció mucho tiempo doña Carmelina.

Excelente persona doña Carmelina, y con una de esas historias que ofrecen la interesante complicación de lo que el vulgo—incapaz de comprender tragedias anímicas—llama vida vulgar.

Era vieja doña Carmelina, muy vieja. Era alta, flaca y rígida. La edad y las penas la habían extendido, suprimiendo las curvas en que nuestra concepción estática cifra la belleza de un cuerpo femenino; ella era larga y lisa como el tronco de un álamo.

¿Cuántos años tenía?... ¡Quién sabe! Muchos, sin duda. Y casi todos ellos, años pesados, feos, fríos, sucios, con mucha lluvia, con poco sol; las primaveras echadas á perder por las ventiscas; los veranos convertidos en tormento por la canícula; los otoños encharcados... y luego, los inviernos, con sus tintas grises, con sus heladas, con sus lluvias, con sus crueldades sin término.

Tenía una cabeza pequeña, que parecía más pequeña aún con el peinado apretadísimo y con la largura de la cara magra, oscura, surcada en todas direcciones por millares de arrugas. Tenía unos ojos de pupila negra, de córnea turbia, profundamente hundidos en los huecos orbitarios, donde, de largo tiempo atrás, habían desaparecido, quemados en el horno de la vida, los cojinetes adiposos, Tenía una nariz fuerte, alta, larga, acuchillada y curva como un alfanje, y tenía por boca un ancho tajo, una larga línea negra, fina, recta, rígida, formada por las dos tiras de pergamino—que un tiempo fueron labios—sólidamente aplicadas sobre las encías desguarnecidas.

Todo en ella hacía pensar en un árbol seco; pero en un árbol como el coronilla, que tronchado, separado del suelo nutridor, continúa viviendo, convertida en fierro la médula imputrescible.

Los poquísimos contemporáneos suyos que supervivían en el pago, atestiguaban que había sido una real moza; que muchas guitarras habían gemido á la puerta de su rancho, y que muchas trovas habían desparramado ruegos amorosos en el silencio de las noches blancas, por entre las tupidas y perfumadas ramazones de la vieja madreselva, guardián de su ventana.

Pero ella manteníase esquiva, viviendo muy contenta en el puesto florido, en unión de sus padres y sus dos hermanos, hasta que una guerra arrastró en su ola de barro, al padre y al primogénito, iniciándola en la amargura de las primeras lágrimas brotadas del dolor moral.

La paz volvió á reinar sobre la tierra; pero el padre y hermano no regresaron al rancho, porque sus cuerpos habían quedado sirviendo de abono á unas tierras tan lejanas y tan ignoradas, que á las pobres mujeres no les quedó ni el piadoso consuelo de llevarles la ofrenda de un cirio, de unas flores y de un rezo.

La vida continuó, sin embargo, renaciendo el humano afán de plantar plantas de alegría y esperanza en los hoyos que ocuparan las prematuramente desaparecidas.

Otra guerra le llevó al hermano menor; y éste volvió, un año más tarde, para arrastrar durante meses una miserable existencia, con las visceras destrozadas por la lengua brutal de las lanzas. Les proporcionó, sin embargo, el consuelo de tenerlo cerca, y poder ir de cuando en cuando, á orar en su tumba.

Tenía Carmelina cerca de treinta años cuando sé decidió á aceptar la mano de Claudio Vergara, honrado chacarero, ya bastante maduro.

Dos años apenas habían pasado y recién el nuevo jardín había producido su primera flor, cuando la terrible segadora volvió á pasar por el país y se llevó á Claudio, rumbo al campo grande y remoto de donde casi nunca se vuelve, Y él no volvió.

Con el alma casi seca y semi muerta, la paisana comenzó una existencia de simples deberes, sin otro placer que el cuidado de su hijo, placer que se iba amargando á medida que el chico crecía, acercando la hora en que iría á buscarle la guerra miserable.

Empero, por un fenómeno—un fenómeno tan raro como un invierno sin fríos y sin lluvias,—los años transcurrieron en paz. El pequeño Claudio creció, se hizo hombre, se casó y la madre convertida en abuela, se dió á esperar una ancianidad tranquila, ya que no venturosa.

¡Vana esperanza! La malvada tornó al pago junto con los primeros perfumes de una radiosa primavera

Una tarde vinieron en busca de Claudio, le dieron un caballo, una divisa y una lanza y se lo llevaron.

Desde entonces Carmelina se convirtió en una especie de autómata, Todo el tiempo que le dejaban libre los quehaceres lo pasaba en el guardapatio recostada al palenque, observando el campo inmenso, esperando ver dibujarse en lontananza la silueta del hijo ausente.

Un día llegó un jinete; pero ese jinete no era Claudio, sino su amigo Pascual, compañero de patriada. No tuvo necesidad de contar nada, de hablar nada, para que la infeliz mujer comprendiese el horrible mensaje de que era portador.

¡Cómo el padre, cómo los hermanos, cómo el esposo, el hijo había sido sacrificado á la saña infecunda de la guerra!... Como ellos había sido devorado por la sangrienta divinidad, cuyo culto misterioso había renunciado comprender Carmelina tras las desesperadas reflexiones de sus largas angustias de hija, de hermana, de esposa y de madre.

Renunciando á comprenderla la odió con el odio feroz de la esposa honesta y buena hacia la mujer de placer que le arrebataba el cariño del esposo.

Durante el cuarto de hora que permaneció delante suyo el fatal mensajero, ella no pronunció una palabra ni hizo un solo gesto, secos los ojos, sellados los labios.

Y hacía rato que el otro había partido balbuceando vanas condolencias cuando se levantó de un brinco y corrió al interior del rancho para regresar trayendo en brazos al nietito, quien bruscamente despertado, lloraba á lágrima viva, agitando las piernas desnudas.

Ella lo separó de su cuerpo, lo miró con expresión indefinida y con arranque de furor insano empezó á gritar:

—¡Todavía quedás vos!... ¡Todavía quedás vos, para satisfacer á la perdida!... Pero no!... No tendrá á nadie más de mi sangre, á nadie más!...

Y completamente enloquecida corrió hacia el pozo, el pozo de balde de veinte metros de hondo, se apoyó en el brocal y arrojó de cabeza al pequeño...

Las tormentas

Para Artidoro de Viana.


Muere el día, estrangulado por un dogal de fuego.

En el poniente, el rojo cárdeno del sol que se va como con rabia, hace levantar de la tierra un vapor gríseo, parecido á la humareda de un asado que se quema.

En el oriente, ensombrecido ya, negrea, cual curva y enorme ceja de criolla, el monte espeso y bravío que borda las márgenes de un arroyo al que no sin razón le llaman «Malo».

Desde esa barrera obscura hasta el incendio crepuscular del occidente, la tierra y el cielo van ofreciendo suave graduación de luz, perfectamente abarcable á la vista desde el lomo empinado de la cuchilla.

En la amplia extensión del campo, sobre las lomas, los vacunos ambulan aún, indecisos, irresolutos, sin ánimo para seguir triscando la hierba y sin decisión para tenderse sobre ella y entregarse á la melancólica función de la rumia, que es, para las bestias, como prolijo recuento de lo ganado en el día.

Un ternero extraviado de la madre, bala lastimosamente á la distancia; y la madre, volviendo la pesada cabeza y buscándole con sus grandes ojos redondos, llenos de bondad y de pena, le responde con otro balido más angustioso aún.

Por los llanos, ya ennegrecidos, se encaminan lentamente hacia el rodeo, balando y tosiendo, las majadas.

Al ras de la tierra se escurren las perdices silbando con infinita melancolía, y pasan por delante de las cachilas, que de pie, inmóviles, junto á la maciega parecen esperar resignadamente algo maléfico.

En lo alto, tendidas y quietas las grandes alas potentes, planea un caraneho, ambarado el plumaje y enrojecidas, las pupilas por los reflejos del sol muriente; y, rígidas sobre los postes del alambrado, las lechuzas, esponjando el ropaje gris, lanzan de rato en rato un graznido más prolongado y más lúgubre que de costumbre.

En las casas, los eucaliptos ofrecen la quietud imponente de una fila de granaderos napoleónicos esperando serenos y sin jactancias, la carga, que saben formidable del enemigo presentido próximo. En cambio, los sauces de cabellera mujeril y las frágiles casuarinas experimentaban ligeros estremecimientos medrosos.

Los perros vagan sin sosiego, gachas las orejas, la cola entre las piernas, olfateando el suelo y echando vistazos al firmamento, desde donde presagiaban cóleras.

Las gallinas, con su habitual prudencia apresuráronse á instalarse en el cobertizo protector.

Y á medida que iban densificándose las sombras, acrecentábase el malestar ambiente; ese malestar, esa angustia, esa inquietud muda que precede a las batallas.

De pronto, en medio del silencio colosal del campo, cuando ya del sol sólo quedaba fina ceja roja cerrando el occidente, oyóse como un retumbo, cada vez más fuerte, cada vez más cercano. Era una potrada disparando sin objeto y sin dirección. Al llegar frente á la estancia, el escuadrón se detuvo de súbito, encandilado por las llamas del gran fogón de los peones. Un segundo, tan sólo; y de inmediato, cambiando de rumbo, reemprendió la azorada carrera huyendo despavorida.

La masa blanca del caserón perfilaba su silueta maciza, toda obscura, salvo la pieza del medio, de donde brotaba inusitada claridad, chorreando la luz amarilla de las bujías sobre el parral del patio.

En aquella pieza estaban velando á la esposa del patrón, muerta de parto en la madrugada de ese mismo día.

Y, en frente, recostado al palenque, inmovilizado en actitud hierática, él permanecía con los ojos clavados en lo infinito del negro horizonte.

Parecía que la vida se hubiere suspendido en todo su cuerpo, para concentrarse en el cerebro, en forma de vertiginoso torbellino, que le impedía sufrir, en la imposibilidad de pensar.

Salcedo había sido infeliz toda su vida. Su alma buena, plena de afectos, hubo de sufrir repetidas y amargas decepciones. Los hombres traicionaron su amistad, las mujeres desdeñaron su amor. Y ya en el ocaso de la existencia, conoció á Arminda y conoció toda la infinita felicidad que brota de la sólida soldadura de dos almas honradas y sinceras.

Recién entonces empezó á encontrar luminoso el cielo, verde el campo, gorda la hacienda, bello el arroyo, buenos los perros...

Y á poco más de un año de dicha absoluta, la causa de esa dicha se iba, triturada por los dedos de hierro, brutales, inconsiderados, de la muerte.

Allí, en la pieza vecina desde donde los cirios mortuorios enviaban amarillentos resplandores sobre el patio arbolado, se estaba velando su vida. En el alba siguiente, con seguridad bajo lluvia y viento, en medio del encono celeste, entre truenos y rayos, se cavaría la fosa destinada á guardar los despojos de la compañera adorada; y la misma tierra que cubriría sus despojos, sepultaría el ideal de su existencia....

Apretaba el calor: el calor húmedo, asfixiante, oprimente de la tormenta próxima. En lo opaco del cielo, trazaban rayas culebreantes los relámpagos. Un emjambre de bichitos, esos misteriosos bichitos que no se sabe de donde brotan, formaban nube sobre la atormentada cabeza del gaucho.

—Patrón,—dijo el capataz acercándosele.—Por mi gusto v’haber tormenta juerte... El Sarandí está bastante hínchao; la Cañada Grande rejuntó much’agua en la lluvia é l’otra güelta... y aura, si cái un aguacero largo, van á reventar los cañadones y apeligra augarse la majada fina del puesto Tala...

—Posible...—murmuró el patrón sin levantar la cabeza.

—Yo hice ensillar, y vía dir con tres piones p’ayudar al puestero Dionisio...

—Vaya...

—Pero pal lao de los uolles, la majada grande se va correr, dejuro, arrempujada pu’el viento de Teste,—que tráia agua como peste,—pal bañao de los Aperiases, que ya está hondo y...

—Se augarán.

—A la fija si no dimos á espantarla pal alto... y falta gente, patrón...

—Que se auguen...

—¿La majada grande?

—Tuita l'hacienda... Mande desensillar; que se queden tuitos aquí, velando á mi Arminda!...

Y entonces levantando la cabeza, fosforescentes los ojos, exclamó:

—¿Qué importa que se mueran diez mil ovejas? ¿qué significa la muerte de diez mil ovejas frente á la muerte de mi mujer?... ¿Pa qué preciso yo ovejas, ni vacas, ni yeguas, ni potros?... ¡Amalaya diluvee tuita la noche y tuito el día y desaparezcan tuitos los animales y mueran arrancados tuitos los árboles, y no quede una mata ’e pasto pa dar abrigo á un chingolo!...

—¡Pero patrón!...

—¡Mande desensillar!... Dispues que á uno se le ha quemao la casa, es zonzo preocuparse de qu’el viento no le lleve las cenizas!... ¡Pa qué sirven las cenizas!...

Por la gloria

A Domingo Arena.


A las nueve, la banda lisa de la Urbana formaba delante de la jefatura de policía y tocaba silencio, en prolongados redobles y en notas tristísimas, que las getas espesas de los negros arrancaban á los clarines, todo abollados. Orden innecesaria; en la plaza, donde los farolillos á kerosene alumbraban, como luciérnagas, los grandes eucaliptus de negras ramazones, no se oía ni un maullido de gato.

Era en invierno, hacía frío, lloviznaba, habíanse cerrado las tiendas y las familias dormían ya, sin temor de que ningún rodar de vehículos interrumpiese sus sueños. En la plaza, sólo permanecía abierto un negocio, «el» café. Se llamaba así «el» café, pues aunque había otro en el pueblo, no tenía su importancia.

Allí se reunía la mejor sociedad, bien que el salón no pudiera calificarse de suntuoso. Había dos mesas de billar, ambas con los paños raídos, llenos de «sietes» y manchados en el centro por el kerosene que goteaba de las lámparas, no obstante, la protección de los botecitos de lata colgados de cada recipiente. En la de «casín» jugaban: el actuario del juzgado, el maestro de escuela, el jefe de correos y el presidente de la municipalidad. En la otra caramboleaban los mozos de la élite empleados de la jefatura, del banco y de la tienda principal. Luego había cuatro comerciantes vascos, entregados, noche á noche, á las emociones del «mus», haciendo pendant, y rivalizando en gritería, con otra mesa donde se jugaba al truco. Finalmente, en el ángulo más obscuro del salón, se reunían los «intelectuales»: tres periodistas, un procurador, un profesor normal, el oficial primero de la jefatura,—fuerte en geografía—el médico,—un joven que traducía á Verlaine en prosa para el periódico local, y un mozalbete largo y fino, melenudo, pálido, ojeroso...

Esto era el auditorio. El principal personaje era don Marco Alvarado, el patriarca del pueblo, un hombre alto, grueso, robusto, de rostro moreno circundado por larga melena blanca y espesa barba nívea. Hombre extraño, aquel: parecía la obra de un loco genial: había en su psiquis detalles maravillosos, pero en conjunto era inarmónica, funcionaba mal,—andaba, pero no funcionaba.

De cualquier modo, su mentalidad era superior á la de todos sus comarcanos y como además tenía el prestigio de una austeridad irreductible que le había impedido ser útil, rehusando cargas por imperio, de su conciencia girondina, la población tenía por él, unánimemente, ese relativo respeto que las muchedumbres profesan á los zonzos que han desdeñado triunfar y que, por lo tanto, no se encuentran en condiciones de servir á nadie. Lo admiraban como se admira á la luna, que es bella, pero no sirve para nada; sin guardarle las consideraciones debidas al comisario, ó al caudillo,—el dueño de los mataderos,—quienes, no obstante ser ambos analfabetos, podían castigar ó servir, cometer una injusticia con ellos ó cometer una injusticia para ellos.

Don Marco era un lírico y, lo que es peor, un lírico en un villorrio de tierra adentro. Era un puro y se asemejaba á esos fanáticos de la higiene que se mueren de inanición á fuerza de temerle á los microbios.

Su ilustración era escasa; pero se sabía de memoria la Historia de la Revolución Francesa de Thiers, de la cual había hecho su Biblia. Bueno y pacífico como era, habría muerto á quien hubiese osado decirle que la tal historia era un monumento de palabras huecas, de falsedades y de vulgaridades como un alegato de abogado, y que su autor no pasó nunca de un leguleyo charlatán, como Gambetta, como Castelar, como otros tantos cerebros camelias, predilecta flor de la política.

Durante las tertulias nocturnas, en la penumbra del café, el buen viejo evocaba los episodios de la con justicia llamada «gran revolución»,—porque ha sido la que más daño ha causado—y su auditorio deleitábase escuchándole.

Pero lo escuchaban sin hacerle caso. El único á quien sus relatos emocionaban, era Hércules Fierro. Y Hércules Fierro, por sangrienta irrisión, era el mozalbete largo, fino, pálido, exangüe, melenudo y ojeroso que al principio cité...

Mientras el blanco patriarca narraba aventuras homéricas, él atendía, absorbía las palabras, dilatadas las pupilas, entreabiertos los labios, apoyado el mentón agudo en las dos manos de largos dedos afilados. De tiempo en tiempo, el maestro apuraba la copa de caña con guaco, y sus oyentes hacían lo mismo; pero Hércules no tocaba la suya, fascinado, cautivado por aquella evocación de acciones gloriosas.

—¡Aquellos eran hombres!—comentaba el orador.

—¡Así debe ser hermoso morir!—agregaba Hércules; y cuando el primero citó la frase con que Jean Bon Sain André fundó su voto pidiendo la muerte para Luis XVI; cuando el anciano dijo con voz emocionada:

—«¡No hay pueblo libre sin tirano muerto!»—el jovenzuelo se enderezó todo trémulo y gritó con voz de falsete:

—¡Un hombre así hace falta en nuestro país!...

Los contertulios se miraron inquietos, y el periodista dijo, señalando al oficial primero de la jefatura:

—Vea...

Y así, noche á noche, el joven fue emborrachándose, envenenándose con la retórica sonora del maestro.

A solas en su cuarto miserable, mordíale el insomnio, y veía danzar en la penumbra, episodios sublimes y frentes aureoladas de gloria sobre cuerpos ensangrentados. Luces y estrépitos de epopeyas llenaban su pobre cerebro anémico, y la idea del sacrificio le obcecaba.

—¡Es necesario que yo haga algo!...

Era el único que creía en que la gloria fuese comestible. A fuerza de oír al patriarca, fuéronle entrando indomables deseos de conquistar la gloria, y como, según la palabra del maestro, la gloria se obtenía sufriendo, privándose de satisfacciones materiales, matando enemigos del ideal encendido en el alma y muriendo por ese ideal, él se dispuso á ser héroe.

Esperó. Esperó poco tiempo, porque el derecho ofendido, la libertad pisoteada, la infamia de un gobierno que les daba un reducido número de puestos públicos á sus adversarios, hizo indispensable una revolución.

Hércules Fierro se alistó inmediatamente en las filas de los regeneradores. Lo que éstos iban buscando, no lo sabía, ni le importaba. Si la gresca habría de ser útil ó perjudicial á la patria, no se preocupó en averiguarlo. Él iba por la gloria.

¿Hay algo más hermoso que la rebelión de los que están abajo contra los que están arriba?...

La lógica brutal pretenderá decir que los que están arriba, lo están porque valen más que los que están abajo, pero eso no puede admitirse por los ideólogamente puros, para los que no pueden aceptar que Juan Jacobo Rousseau, escribiera sus tonterías sentimentales contra los aristócratas, después de haber comido opíparamente de la limosna de esos mismos aristócratas, que lo agasajaban con el cuidado y con el desprecio que se tiene para un perro de linda estampa y brillante pelambre.

Hércules Fierro se fué á la guerra, abandonando su empleo de dependiente de tienda y dejando en la miseria á su anciana madre, ¿Qué importa?... Iba en pos de la gloria, y ante la gloria desaparecen las insignificantes materialidades de la vida terrena.

Y la gloria se conquista con sacrificios. Sufra la madre, sufra el cuerpo, ríndase la vida... ¿qué importa todo eso ante la esperanza de ver grabado su nombre con letras indelebles en el mármol de la inmortalidad?...


* * *


En un combate de guerrillas lo mataron. Sus compañeros, derrotados, huyeron, y como era en una comarca casi desierta, no hubo quien enterrase los muertos. Los cuervos y los caranchos se los comieron.

La revolución siguió su curso, y cuando los destrozos causados por ella fueron excesivos, se hizo la paz, á base de unas cuantas diputaciones concedidas á los regeneradores.

Después se habló y se cantó el heroísmo de los patriotas que habían realizado aquella hazaña, pero nadie recordó el nombre de Hércules Fierro, y sus despojos no tuvieron nunca sepultura y su anciana madre se murió de pena y de hambre.


* * *


Durante la guerra y después de la guerra, las tertulias de «el» café continuaron sin variación apacible. Una noche, en la mesa de los intelectuales, alguien mentó el nombre de Hércules Fierro, y el patriarca dijo con su autoridad indiscutida:

—¡Pobre muchacho!... Un cabeza liviana!...

—Un neurótico,—exclamó el médico, traductor de Verlaine.

—Una lástima,—agregó el procurador; tenía linda letra...

Un silencio. Cada cual bebió su caña con guaco, y nadie volvió á recordar más al pobre diablo, héroe anónimo de la causa inútil.

La gloria.

Una achura

A Enrique García Velloso.


En un ángulo del galpón—ya casi obscuro—los peones, concluidas las faenas del día, tomaban mate, á la espera de la cena.

Animaba la tertulia Ciriaco Sosa, gauchito cachafaz, andariego y decidor, que se fué del pago y volvía á él, tras años de ausencia, con los prestigios de su juventud conquistadora, rica en aventuras de daga y de amor.

Cuando se fué, montaba un «patria», viejo y maceta, y era su «apero» un lomillo «basteriador», una carona de cuero crudo, cojinillos lanudos, rienda de guasca y freno de fierro. Un «vichará» como arnero cubríale el busto endeble, y un chambergo sin forma la melenuda cabeza, y no llevaba maletas, porque no tenía nada que llevar en ellas.

Sin una moneda en el bolsillo y sin un propósito en la mente, se fué, al trote fastidioso del tordillo lisiado y al azar del destino.

Lo que hizo en las comarcas lejanas, nadie lo sabía; pero regresó al pago con buenas pilchas, dos pingos de ley, «herraje» de plata y oro, y un «capincho» en cuyo vientre inflado dibujaban circunferencias las «amarillas».

Nadie le preguntó el origen de su prosperidad, aun cuando todos la suponían proveniente del naipe, la taba ó las carreras. Como era amable, divertido y generoso, lo aceptaron y agasajaron, sin entrar en averiguaciones fastidiosas é innecesarias.

Hasta el patrón y la familia del patrón colmábanlo de amabilidades, porque los entretenía con sus historias pintorescas, y porque, además, era acordeonista, guitarrero, cantor y bailarín sin rival en todo aquel pago, que él alegraba de uno á otro extremo, vagabundeando como un señor que disfruta sus rentas. Sin embargo, su cuartel general era la estancia Portillo, donde, como dejo dicho, todos le profesaban simpática admiración.

Todos, no. Apolinario era el único á quien el aventurero no había logrado cautivar. Mientras los otros, formando rueda en la penumbra crepuscular del galpón, gozaban oyendo los pintorescos relatos del gauchito, él estaba solo, lejos del grupo, trenzando un lazo, cuyos tientos escupía con rabia, como si quisiera envenenarlos, convertidos en víboras, repletas de ponzoña y de odio!...

Y sin embargo, la cara de Apolinario—una cara ancha, vulgar, rugosa, semilampiña—mostrábase serena, tranquila, inofensivamente buena. Cuando le ofrecieron un amargo, dijo:

—Gracias: no apetezco.

Cuando Ciriaco, después de liar un cigarrillo, le ofertó la tabaquera, respondió mostrando un pucho:

—Gracias: estoy pitando.

Al pasarle la limeta con caña para el obligado trago con que se «asienta» el mate, la rechazó manifestando:

—No sé beber.

Y todo eso lo decía con una voz blanca y desabrida como escarcha, sin levantar la cabeza, sin apartar la vista de la alezna con que iba apretando los tientos, prolija, concienzuda, sabiamente.

Los otros concluyeron por no hacerle caso; y él, contento, prosiguió escupiendo y tironeando los hilos de lonja, blancos, parejos, bien sobados... ¡como que eran para un lazo de catorce brazas, encargo de un pialador de fama!..

Apolinario siempre fué silencioso, taciturno, solitario. Era un contemplativo, y como tenía muchas cosas que conversar consigo mismo, faltábale tiempo para platicar con los demás.

Era lógico que ese modo de ser le enajenara las simpatías de sus camaradas, quienes atribuían á orgullo lo que era natural expresión de su temperamento. Por otra parte, el patrón profesábale particular estima y como todos veían en él al sucesor del viejo mayordomo, don Zacarías, más se acentuaba la repulsión.

Apolinario, que en el fondo era un buen hombre, sufría y se agriaba con las sátiras de sus compañeros, á las cuales no respondía por no responder con violencias. La palabra era para él un instrumento absolutamente rebelde.

Sus amores con Eudoxia, la hija del capataz, habían comenzado, según la mordacidad de los peones, de este modo:

En la fiesta tradicional de fin de esquila, Apolinario bailó con Eudoxia, ocho polkas y diez mazurcas, sin haberle dicho una sola palabra en toda la noche, por la doble razón de que, él, si hablaba bailando se «perdía», y cuando concluían de bailar, ella íbase en busca de mozos dicharacheros, y hasta zafados, que la entretenían con su «prosa». Recién en la madrugada, cuando se concluyó el baile, porque los guitarristas tenían llagados los dedos, el gauchito, haciendo un gran esfuerzo, dijo:

—Yo la quiero.

Ella fingió extrañeza.

-¿Vd.?

—Yo... ¿Quiere que seamos novios?...

Ella tuvo tentaciones de reír, al verlo con la cara de angustia, roja, llorosos los ojos, pero se contuvo y respondió:

—Bueno.

Y no hubo más. Se estrecharon las manos, se dieron las buenas noches... y quedaron de novios. Don Zacarías, consultado, dijo:

—Es güeña yunta,—Y después aconsejó al mozo:

—Ella es güeña, pero un poco dura ’e boca; no le aflojés mucho la rienda y en caso ’e necesidá, acomódale un mangazo.

Los amores prosiguieron sin gran gasto de frases. Apolinario pobló en la costa del Arroyo Malo, ocupando un potrerito cedido por el patrón, para cuidar una majada de la hacienda, y sus propios animalitos.

—Pa primavera, casamos;—había propuesto; y ella asintió, sin obstáculo y sin entusiasmo:

—Casaremo.

Pero á principios del invierno llegó Ciriaco al pago. Sus cuentos divirtieron á la criolla; sus dichos picantes la hicieron reír, y cuando un hombre divierte y hace reir una mujer, está muy cerca de ganarle el corazón.

Apolinario vió venir la catástrofe y no hizo nada para evitarla, ni dió á comprender á nadie que estaba enterado de la traición. Un día partió para la costa del Arroyo Malo, á pretexto de ultimar los trabajos de la población, y demoró allá cerca de un mes. Cuando volvió, los compañeros no ahorraron indirectas para hacerle saber la infidelidad de su prometida; pero él se obstinaba en no comprender.

Estuvo tres días en la estancia y volvió á marcharse á sus ranchos, tranquilo, impasible, confiado.

—¡No cái... la leña cargada!.—manifestó un peón.

—Es sonso ’e nacimiento,—agregó otro.

—Hay gentes—concluyó un tercero—que les gusta comer las sobras!...

Y transcurrió otro mes. Durante ese mes. Ciriaco, satisfecha su vanidad, había alzado el vuelo, dejando á Eudoxia abandonada á su vergüenza y á su miseria.

Poco después llegó Apolinario. Iba paquete y contento. Cuando todos estuvieron reunidos, anunció:

Ya están concluidos todos los preparativos vengo á convidar pal casorio.

El asombro fué general. La muchacha, sorprendida de principio, recapacitó y pensando, quizá, que la tontería de Apolinario daba para todo, ó tal vez, que eran suficientes para él los restos de amor que podía ofrecerle, le acarició con una mirada voluptuosa, y dijo á media voz:

—Cuándo?

—Pal otro domingo.

El viejo Zacarías, sintiendo rebelarse su nobleza gaucha, exclamó:

—¿Pero de endeberas; te vas á casar?...

—Y sí, don Zacarías!... Tengo la población concluida y como allí cerca encontré una muchacha güeña...

—¿Qué decís?—saltó Eudoxia, pálida de rabia.

—¿Con quién te vas á casar?

Tranquilamente, Apolinario respondió:

—Con Pancha, la hija del chacarero don Remigio.

—¿Con la ñata Pancha?—interrogó furiosa su antigua novia; y agregó con profundo desprecio:

—¡Linda achura!...

Él la miró fijamente, y con su habitual voz blanca y desabrida como la escarcha, dijo:

—Una achura, es verdá... Pero más vale achura fresca, que asao de res cansada...

Y ninguno rió, entonces.

Jugando al lobo

Para Luis Vittone, mi excelente intérprete y buen amigo.


Entre el azul de ideal del cielo y el verde sativo de las colínas, el sol esparcía su cálido polvo de oro, que á ratos besa y á ratos muerde, con la ternura y con la brutalidad de un padrillo encelado.

El exceso de luz enceguecía y embriagaba, impidiendo el más leve esfuerzo. El silencio absoluto y la inmovilidad de los seres y los árboles, daban la sensación de que la vida se hubiese suspendido repentinamente.

No soplaba una brisa ni aleteaba un pájaro en la atmósfera hecha ascuas.

En la estancia, todo el mundo dormía. Es decir; todo el mundo no. Aurelio, Lucas y Matías, se paseaban silenciosos, del patio á la cocina y de la cocina al galpón, sin que la rabia solar mortificase sus cabecitas descubiertas, ni sus pies desnudos.

La siesta no había sido inventada para ellos; le profesaban odio á la siesta, cuya terminación constituía el más grande de sus deseos, á fin de que llegara cuanto antes la hora, ansiosamente esperada del baño en el arroyo.

Los pobres chicos, el mayor de los cuales solo contaba ocho años, no tenían sobra de diversiones en la casa. Hacía diez meses que había muerto la madre y las preocupaciones del padre le alejaban continuamente de ellos.

Él los adoraba y los chicos correspondían al afecto de aquel «tatita» siempre bueno y cariñoso y complaciente con ellos.

Siempre fué así, pero tornóse más extremoso desde la noche trágica en que trajeron en el carrito aguatero, bien envuelta en un poncho, á la madre, inesperada y misteriosamente fallecida en el cercano rancho de la vieja Polidora.

A partir de esa fecha ingrata, don Ricardo consagraba todos sus momentos libres á jugar, conversar, reir y llorar con sus chicos. Cuantas veces necesitaba ir á la pulpería, regresaba con las maletas llenas de cosas á ellos destinadas; ropas, juguetes, golosinas.

Sin embargo, á los pequeños nada les divertía tanto como el baño. Cuando el padre, levantado de la siesta, iba al galpón para amarguear, rodeábanle los pergenios, inquietos é insinuantes.

—¿Tatita, ensillo ya el petizo? preguntaba el mayor.

—Tatita, ya está bajando el sol,—advertía el segundo.

—¿No vamo, tatita?—balbuceaba el más chico.

Y el padre, besando á uno, acariciando á otro, sentía disminuida la pena que eternamente ensombrecía su faz noble y bondadosa, y contestaba afable:

—Tuavía no, m’hijitos... dejen qu’el sol tranquée un poco más...

Dóciles, pero incapaces de dominar la impaciencia, los niños corrían para ir á observar el sol, cuya marcha perezosa les indignaba.

Luego era una alegría enorme y bulliciosa, cuando el padre ordenaba ensillar.

En medio de charla interrumpida, llegaban al arroyo. Quitado el freno á los caballos para que pacieran bajo la sombra de los pintangueros, encaminábanse al borde de la laguna, sobre cuya playa arenosa tendían los cojinillos. Don Ricardo comenzaba á desnudarse lentamente y aun hallábase á medio desvestir, cuando ya los chicos, en cueros, gritaban y brincaban sobre la arena.

Por fin, el padre llegaba á la orilla del agua; mojaba los dedos, santiguábase y corriendo un poco zambullía estrepitosamente. Regresaba entonces y los pequeños se lanzaban á su vez al baño ansiado. En seguida, daba comienzo á la diaria y siempre aplaudida fiesta: don Ricardo, haciendo de lobo, zambullía acá, aparecía allá, cogiendo de una pierna, bajo el agua, tan pronto á uno, tan pronto al otro, y ellos, los perros, lo rodeaban, lo perseguían, riendo con inmensa alegría.

Ocurrió una tarde que mientras estaban entretenidos en la habitual jarana, advirtieron, no sin sorpresa, un insólito bañista, que emergía en medio de la laguna, en lo hondo, en lo profundo, sosteniéndose sobre la linfa correntosa sin esfuerzo aparente.

Don Ricardo debió reconocerlo y debió causarle su presencia una agria impresión, por cuanto su rostro descompúsose tomando extraño aspecto de cólera extraordinaria. Súbitamente, lánzóse al cauce y braceando con vigor llegó hasta donde el otro parecía esperarle, provocándole con desdén.

Desde la playa, inmóviles, las criaturas quedaron un momento sorprendidas con aquella interrupción de su juego. Escarbando la arena fina y blanca con sus piesecitos tostados por el sol, observaban.

Y observaban un curioso espectáculo: en mitad del arroyo, los dos hombres habíanse trabado en furiosa pelea. Entrelazados los cuerpos, buscábanse las gargantas para estrangular, para sumergir, para ahogar... A instantes hundíanse y tornaban á salir á flor de agua, rodeados de un colchón de espumas producidas por sus pataleos. Por momentos veíanse mezcladas sus cabelleras, largas y negras como crines, y algún reflejo del sol muriente, con dificultad insinuado por entre las tupidas ramazones de la selva, daba brillo feroz á las pupilas dilatadas al máximum... Y volvían á hundirse, y volvían á salir y á bregar con soberbio encarnizamiento, que hacía pensar en singular lucha de saurios monstruosos en el silencio oceánico de las edades remotas...

Y desde la playa, los chicos, encantados, palmoteaban y gritaban:

—¡Dos lobos!... ¡Tatita pelea con otro lobo!...

Estaban contentísimos con la variante introducida en el programa. Tatita les proporcionaba una diversión nueva y ellos aplaudían hasta llorar, al buen tatita.

Los dos lobos tornaron á sumergirse, y esta vez demoraron mucho bajo el agua. Al fin salió uno, el forastero, que por un momento viró á impulsos de la corriente. Luego, con fatiga, con pena, braceando dificultosamente, llegó á la opuesta orilla y desapareció entre los árboles de la ribera.

Los chicos esperaron la salida de tatita. Vieron que el agua, río abajo, formaba gorgoritos; y los gorgoritos marchaban, marchaban, todo á lo largo de la laguna y se continuaban en el recodo angosto...

Tatita no salía. Las sombras iban invadiendo el bosque. Las palomas regresaban al nido; los pájaros cantaban la triste cantinela del crepúsculo; el blanco hacíase gris, el verde, violeta, y el silencio comenzaba á pesar como una cosa material.

Y los chicos, que instintivamente se habían juntado, abrazado, formando un grupo, con sus cuerpecitos desnudos, tiritaban de frío y sentían llenárseles de lágrimas los ojos siempre fijos en el agua inmóvil, esperando ver surgir al padre.

Y la noche, la horrible noche seguía cayendo lentamente sobre la mudez del campo.

Resurrección

A Juan José Soiza Reilly.


Don Fabián. Para todas las gentes de la comarca era «don» Fabián. Y para los forasteros que solían encontrarlo en la pulpería, cebando mate, era «don» Fabián. Y para los doctorcitos que en sus paseos de vacaciones lo encontraban haciendo un asado en el patio de una estancia ó en la orilla de un arroyo, era «don» Fabián. Nadie se atrevía á nombrarlo, estuviese ó no presente, sin anteponer la respetuosa partícula. A nadie se le ocurría reir de don Fabián, y don Fabián, sin embargo, era una caricatura animada.

Muy alto. Lo primero que llamaba la atención eran sus pies enormes, siempre metidos en unas botas toscas, eternamente embarradas; unas veces el barro estaba fresco, otras estaba duro, pero no faltaba nunca.

Las bombachas hallábanse llenas de remiendos y costuras tan torpemente ejecutadas, que denunciaban la mano masculina. Invierno y verano cubría su torso robusto, burda camisa de lienzo coloreado, que por debajo desbordaba sobre la floja pretina de la bombacha, y por arriba, siempre desabotonada, dejaba al descubierto un pescuezo arrugado y rojizo como de viejo gallo de pelea.

La cara, larga y fina, tenía por marco una barba poco densa, canosa y enmarañada. La nariz era grande y curva, los ojos buenos, la boca triste. Por debajo del chambergo desformado, verdoso, sin cinta,—que rara vez se quitaba,—fluía en ondas la melena «tordilla», tan revuelta y descuidada como la barba.

En todos los rasgos, en todos los gestos, en la tibieza de la mirada, en la frialdad, de la voz, en la desarticulación de la frase, aquel hombre expresaba la suprema melancolía de un ser que vive á desgano, ajeno á la vida.

Era viejo. Un viejo de cuarenta años, de esos en quienes, el porvenir se cierra sobre un pasado vacío. A la expresión de resignado sufrimiento uníase la de extrema bondad, y de ahí sin duda la simpatía y el respeto que inspiraba, no obstante su tosquedad, casi grotesca.

Don Fabián hablaba muy poco y tenía la virtud de no hablar jamás de sí mismo, En cambio, estaba siempre pronto para ayudar á cualquier vecino en cualquier trabajo, en cualquier apuro. Bastaba que uno dijese en su presencia:

—Necesito componer este alambrado y no tengo tiempo para ir á cortar unos palos,—para que don Fabián respondiese:

—Consígame una hacha güeña y yo se los viá cortar.

—Tengo que requinchar el rancho y no encuentro quien me corte paja.

Y poco después estaba don Fabián en el bañado, meneándole facón á la paja brava.

Sin embargo, no escaseaban las ocupaciones en su propia casa. Cuando aun no había asomado el sol, ya se hallaba él, en la chacra ó en la huerta, con el arado ó con la azada, infatigable en la pesada tarea que abandonaba al atardecer para repuntar la majada y enchiquerar los terneros de las tamberas.

Llenado su día, regresaba al hogar, sin prisa, porque esperaba allí lo más penoso de la jornada: la cena en compañía de su mujer, Catalina, y de su hijo, José.

Siete años hacía que don Fabián era casado con Catalina, una muchacha demasiado joven, demasiado linda y demasiado alegre para aquel hombre, liso y manso como una laguna.

Al regresar una tarde á su casa, después de seis meses de matrimonio, don Fabián encontró en el galponcito un forastero, con quien charlaba alegremente Catalina, cebándole mate.

Los dos hombres se saludaron y como en el campo no se usan las presentaciones pusiéronse á conversar, ignorándose mutuamente.

—¿Usted no es del pago?—preguntó don Fabián.

—No,—respondió la visita;—yo soy del Arbolito, del pago de Catalina.

—¡Ah!

—Yo soy primo de Catalina, Juan López, pa servirlo.

—¡Ah!—volvió á exclamar don Fabián.

Y luego, examinándolo con persistencia:

—Es raro que yo no lo haiga conocido.

—Vea... hace tiempo que falto...

El dueño de casa continuó observándolo con desconfianza. Juan López era un buen mozo, rubio, con unos ojos castaños llenos de malicia y una boca sensual, siempre risueña. Llevaba el cabello demasiado corto, tenía el rostro demasiado blanco y pálido, para un gaucho. No escapó ese detalle á la observación de don Fabián, quien preguntóle mirándole fijamente:

—¿Y ahora viene de?..

Rió el mozo, con risa forzada y contestó con llaneza:

—¡De la cárcel!... Nadie está libre de una desgracia... ¿No es verdá?

—Es verdá,—asintió don Fabián.

El hombre pernoctó en la casa. Partió al día siguiente. Volvió una semana después. Se hizo íntimo. Llegaba á cualquier hora, desensillaba, largaba, permanecía dos ó tres días y luego marchábase, sin decir á dónde iba como no había dicho de dónde venía.

Un año después nació José. Don Fabián sufrió con el acontecimiento atenaceante conflicto motivado por su espíritu justiciero y la duda clavada en el alma como una espina invisible.

Tenía la certeza de la infidelidad de su mujer, y después de haber dado piadosa sepultura á su cariño, soportaba la desgracia con el sereno valor de los corazones fuertes... El rayo, cuando no mata azonza: los zonzos son buenos, perdonan. La mitad de su alma estaba enterrada y la otra mitad, que le sujetaba en la vida, oscilaba incierta. ¿Era hijo suyo José, aquel chico que apenas tomaba en sus brazos y lo besaba febrilmente para después dejarlo con repugnancia?...

Así fué concluyéndose aquel pobre hombre; que no había sabido hacerse un sitio en el mundo, uno de esos hombres que desde que nacen tienen abierta su sepultura y se lo pasan dando vueltas á su alrededor hasta que el cansancio los obliga á acostarse en ella.

Poco á poco, el alma se le fué encalleciendo. Sabía que su esposa continuaba traicionándolo, cada vez que caía al pago López; lo sabía; pero como ellos eran discretos, él fingía ignorancia. En realidad, no le importaba absolutamente nada. Desde que había dejado de amar á Catalina, considerábala cual una persona extraña, dueña de disponer á su antojo de su persona. Cada uno efectuaba su labor en la casa, y como ambos cumplían con exactitud, constituían dos asociados en perfecta armonía.

Don Fabián había entrado en un período de calma absoluta. En la duda de si José era ó no su hijo, optó por aceptar lo segundo, y enterró el cariño paterno, como había enterrado el amor á su compañera.

Desde entonces, quedó completamente tranquilo, y hacía mucho tiempo que su existencia transcurría sin el más leve entorpecimiento.

Empero, al regresar á su casa una tarde, la encoutró desierta. Penetró en el cuarto de Catalina: y lo primero que vió, fué el baúl abierto y vacío. La silla de montar no estaba en el caballete, y por el suelo veíanse algunos objetos femeninos, olvidados ó abandónanos por inservibles. Un profundo silencio reinaba en la casa, pues hasta «Mandinga», el perro negro, había desaparecido...

Don Fabián no demostró pena ni sorpresa. Como de costumbre, fué á la cocina, reavivó el fuego, preparó el mate y, mientras se calentaba el agua, picó tabaco, armó un cigarrillo y se puso á fumar tranquilamente.

No haría diez minutos que había llegado, cuando apareció en la puerta de la cocina, José. El chico tenía en el rostro una intensa expresión de espanto. Extremadamente abiertos los ojos, contraídos los labios, trémulo el cuerpo, observaba al padre, sin decir una palabra.

Sorprendido, don Fabián lo interrogó con rudeza.

—¿De ande venís vos?

Entonces, el chico rompió á llorar y dijo entre sollozos:.

—Don López vino y le dijo á mama que se aprontase, que la iba á llevar... Mama contestó que güeno y se puso á rejuntar sus cosas y me mandó á mí que me arreglase... Yo le pedí que me dejara, que yo quería quedarme con vos.. Entonces, don López me dio una cachetada... y yo me juí... él me corrió, y yo gané el maizal, y dispués el bañao, y dispués el monte... Él se cansó de correrme... yo me escondí y empecé á bombiar y vide cuando él y mama salían á caballo, rumbo al paso chico... Yo tuve miedo y me quedé escondido entre unos sarandises, hasta que te vide venir... ¡Tatita, no me dejés llevar! ¡yo quiero quedarme con vos!...

Don Fabián sintió que sus viejos ojos se llenaban de lágrimas, y le pareció que se le abría el alma, inundándose de luz. Levantóse violentamente, cogió al chico en sus brazos y, besándolo con delirio, exclamó con expresión de suprema alegría:

—¡M’hijo!... ¡Sos m’hijo!

Carancho

A Hilario Percibal.


Muy pocas personas conocen su verdadero nombre; yo creo que él mismo lo ha olvidado á fuerza de sentirse llamar desde hace cerca de medio siglo, «Carancho», el negro Carancho y nada más.

Porque Carancho hace mucho tiempo que es viejo, El cuerpo enorme, alto y ancho se conserva siempre erguido, pero los ojos, color borra de vino denuncian una montonera de años y, por otra parte, las motas están casi blancas, cosa que en un negro indica la proximidad de la centuria.

Así y todo, Carancho continúa fuerte, capaz de voltear con cuatro hachazos un coronilla de veinte postes y de quebrarle la «carretilla», de un «seco», al bagual más cogotudo.

Carancho vive y ha vivido siempre allá por Cerro Largo, cerca de la frontera, y probablemente nació allí, aunque él no lo sabe, como tampoco sabe quiénes fueron sus padres. Si alguien se lo pregunta, responde invariablemente:

—No mi acuerdo; cuando nací era muy botija; pero carculo que debo haber nacido en un bañao, de algún güevo guacho de ñandusá farrista, porque á pesar de haber rodao por tuito el país, como si juese taba ’e chancho, en tuavía no he tropezao con un pariente.

—Los parientes son los peores, cuando la familia es larga—filosofó uno, cierta vez; y el negro respondió:

—La mía es como cola ’e perdiz.

Cuando era joven, Carancho tuvo sus veleidades revolucionarias, y como casi todos los negros, se hizo blanco. De sus campañas le quedaron dos cosas: la fama de muy guapo y un profundo disgusto por el oficio.

El solía decir:

—Como siempre tuve una juerza ’é toro, con cada lanzazo hacía un dijunto, y me cansé de trabajar pa los cuervos, los caranchos y los chimangos!...

—¿Como cuanta gente habrá muerto Carancho?...

A quien le interrogó de esa manera, el negro respondió mirándolo severamente:

—Hay tres cosas que no se deben contar nunca: las muertes que se hecho en la guerra, las onzas que se han perdido en la carpeta y las copas que se han chupao en la pulpería!...

Carancho tenía un campito en Cerro Largo, cerca de la frontera. Allí, solitario, cuidaba sus vacas, sus ovejas, sus caballos y cultivaba su chacra. Desde que pobló allí, varias revoluciones soplaron, más ó menos apamperadas, sobre el país. Nadie pudo conseguir que volviera á ceñirse la divisa.

—El primer cordero de mi señal que carnié,—respondía,—lo asé en un fogón hecho con los pedazos de mí lanza dé urunday... '

Y así, invariablemente, se negó siempre á reanudar las aventuras revolucionarias. El viejo grito de «¡Carne gorda y aire puro!» no le entusiasmaba ya. Al contrario, le hacía mal efecto. ¡Quién sabe qué luz misteriosa había penetrado en su cerebro simiesco por la abertura que le hizo en el cráneo el formidable hachazo con que lo acostó en el Sauce un dragón colorado!...

Si los revolucionarios no conseguían arrancarlo, los gubernistas lo respetaban siempre.

Es más: cuando el departamento quedaba sin policías, entregado á la saña perversa del malevaje, Carancho «juntaba á los suyos»,—veintitantos diablos de su calaña,—y se constituía en guardián de vidas y haciendas.

¡Y ay de los delincuentes que llegasen á caer en sus manos!... Su justicia era sumaria y sin clemencia. Durante una de las últimas revueltas políticas, varios bandidos sorprendieron á cuatro paisanos que regresaban de vender una tropa de vacunos en el Brasil. Luego de haberlos desvalijado, les obligaron á cavar una zanja que poco después les servía de sepultura.

Carancho, enterado del crimen, se movió rápidamente y consiguió dar caza á los victimarios, á quienes condujo, amarrados á conciencia, hasta el sitio del delito. Les impuso que destapasen la zanja, los hizo degollar y los arrojó á podrirse en compañía de sus víctimas.

Justicia hecha, se fué al pueblo, se presentó al encargado de la jefatura y dio cuenta de lo pasado.

—En las puntas del Zapallar, á media legua de la estancia del portugués, van á encontrar la zanja con los dijuntos,—dijo.

Y disponiéndose á retirarse, agregó:

—Los seis de arriba son los bandidos; los troperos están abajo.

Y Carancho, erguido el cuerpo enorme, salió con la serenidad y la solemnidad de un justiciero.

Compadres

Al doctor Pedro E. Pico.


Después de escarbarse los dientes con la punta del cuchillo, y de limpiar la grasa de éste refregándolo en la bota, y después de envainar, Aquilino sacó la «guayaca», armó un cigarrillo, encendió, escupió, echó una mirada al contorno para ver si estaba solo, y entonces, dijo:

—Esto va’ tener que quebrarse!... A la larga ó á la corta no hay lazo que no se reviente...

Pitó con rabia; tragó mucho humo; casi se ahogó; tosió, carraspeó, escupió y volvió á decir:

—Las tarariras grandotas, mañeras, con más artes que un procurador, concluyen por tragar un anzuelo!... Y élla...

—¿Quién es élla, compadre?—preguntóle Etelbino, que había entrado silenciosamente al galpón.

Aquilino volvió rápidamente la cabeza; por instinto echó mano á la daga y respondió con voz áspera como lengüetazo de gato:

—¿Yo he preguntao?

—No; pero como vide que hablaba, supuse que sería con alguno.

—Era conmigo—replicó el gaucho cuadrándose en actitud provocativa y tan visiblemente decidida,—que el otro, guapo de faina, tragó saliva dió media vuelta y se fué murmurando un:

—Dispense....

Solo de nuevo, en las sombras y en el silencio del galpón vacío, sin cueros, sin lanas, sin nada más que el olor acre que venía de los bretes linderos, quedóse meditando el mozo.

Recostado á un horcón, pitó de nuevo con fuerza y á la luz roja de la brasa del cigarrillo se le antojaron extrañas y fascinantes visiones.

¡Ella!... Siempre ella!... La única mujer que amó en su vida, que siempre juzgó destinada á compartir con él los calores y los fríos del rancho... Ella, á quien jamás le había hecho una proposición amorosa, pero á la cual, por mucho tiempo, había regado con su cariño, dándoles diarias, innumerables pruebas de afecto; ella á quien jamás le dijo con la boca, con los labios, con la voz... «¡Yo te quiero!»... porque, durante años, sus acciones se lo estaban diciendo á cada instante... Recordaba una vez, bajo la tristeza gris y fría del invierno, ella regresaba, al caer la noche, desde el arroyo, con el atado de ropas sobre el hombro. Una vaca chucara, recién atada, furiosa porque le habían encerrado la cría, la embistió en momentos en que él venía de la chacra, con la azada al hombro... Rápidamente se interpuso, y las guampas, recién despuntadas, de la vaquillona, le quebraron dos costillas... Otro día,—entonces era en pleno verano, en el ardor de enero, en la abrumante pesadez de la siesta, cuando hasta los perros dormían en la estancia, ella fué á recoger los huevos del nidal de una «bataraza» que ponía entre las habas de la huerta. Era la hora de los lagartos y de las víboras. Ella avanzaba descuidadamente, bella y confiada, su faz morocha que el sol bravo perlaba en sudor... Y desde la enramada, tendido sobre dos cojinillos negros de carnero, él la miraba, la seguía, la adoraba... La vio levantar el delantal, la vio inclinarse, toda lincha de oro bajo la ducha de sol, y la oyó lanzar un grito, un terrible grito de espanto.

Saltó entonces; corrió, voló y llegó en el preciso instante en que una víbora de la cruz, gruesa, grande, formidable, se aprestaba á morder. Sin un titubeo, el mozo plantó su pie desnudo sobre el cuello del reptil, manteniéndolo inerme... Sin decir una palabra, ella se alejó de allí...

Pasado un tiempo, en un baile, alguien se permitió sobre ella una alusión ofensiva: él retrucó el insulto con una bofetada. Le respondieron con un tiro; contestó con una puñalada; y otro tiro, y otra puñalada... y: un muerto y la cárcel... Estuvo dos años...

Al volver, purgado el delito, seguía amándola con igual intensidad é idéntico mutismo. Él siempre tiernamente apasionado, ella siempre muy amiga, pero sin asomo de advertir la pasión de su constante y solícito protector.

Poco tiempo después, de pronto, causando asombro á todos, Rufina apareció casándose con Luis Alberto Medina. Fué algo así como una de esas apuestas que se improvisan en unas carreras de pulpería: se encuentran dos amigos; observan sus respectivas cabalgaduras:

—Está lindo su overo.

—Rigularcito; su zaino tamién se presienta.

—¿Le corro trescientas varas?...

—¿Por cinco onzas?

—Desensille.

Y se le «bajan las garras» á los «montaos», se les pone un cojinillo, se les monta de salto... y al camino!...

Para todos, aquello fué una sorpresa; para Aquilino fué un golpe doblemente terrible, pues Luis Alberto era su mejor amigo, su hermano casi.

Mortalmente afligido, Aquilino pretextó el llamado urgente de un tío que vivía á más de cien leguas de allí, y partió dispuesto á no regresar jamás.

Sin embargo, al cabo de dos años, nostálgico de los arroyos y las cuchillas, y los llanos y los ranchos del pago, y considerándose curado de aquel amor torturante, retornó.

Todo estaba lo mismo, todo era igual. Luis Alberto, encantado de volverlo á ver le obligó á hospedarse en su casa y Rufina lo recibió con la cariñosa amistad de siempre.

Pasó entonces algo raro; raro para la mentalidad rudimentaria del gauchito: mientras él se esforzaba en ser amigo, ella comenzó á demostrarle otro sentimiento.

Al principio creyó engañarse; luego con la certidumbre, tuvo momentos de crueles indecisiones...

El proceso siguió; siguió en un declive, cuyo término fatal sería la infamia. Una tarde, después de la cena, Luis Alberto llamó aparte á Aquilino y lo llevó hasta el fondo del patio. Había, en la punta del cielo una luna muy grande y en lo restante, un enjambre de estrellas: tanta luz, que se veían caminar los bichos colorados sobre las anchas hojas de las baldranas.

Luis Alberto sacó la tabaquera y el papel; lió un cigarrillo y se lo ofreció á su amigo y lió otro, se lo puso en los labios, tomó los avíos, hizo fuego, lo ofreció; prendió aquél, prendió él. Al rato, indolentemente dijo:

—Hermano... por qué si vos no sos mi hermano, quién había ’e serlo?... hermano... t’ he llamao á una cosa muy seria...

Aquilino, pálido, bajo la pálida claridad lunar, respondió con voz angustiada:

—Habla.

—Una cosa muy grave.

—Andá diciendo.

—Algo que sólo se puede pedir á los verdaderos amigos, á aquellos que saltan la tranquera ’e la amistad para hacerse hermanos aunque hayan nacido de distintos vientres!... ¿Vos sos asina conmigo, verdá?...

—Asina...—tartamudeó Aquilino.

—Güeno,—agregó el otro, poniéndole cariñosamente la mano en el hombro;—güeno... hay que cristianar la gurisita que ya va pál mes... -y tenés que ser padrino.

—¿Yo?—exclamó sin poderse contener el mozo.

—Vos;—respondióle con calina el amigo.—Es necesario que seamos compadres... Primero porque nos queremos mucho y dispués...

—¿Qué dispués?

—Y dispués, qu’el compadre no puede codiciar la mujer del compadre. ¿Has comprendido?

Quedó un momento silencioso Aquilino y luego, tendiéndole la mano, dijo:

—He comprendido hermano.

Y él, estrechándosela, completó:

—Hermano... y compadre.

Aquilino soltó la mano y abrió los brazos; y la luna se ocultó en ese momento entre un abrojal de nubes, quizá para que no se viesen mutuamente los gauchos las lágrimas que brotaban de sus ojos al abrazarse después del solemne compromiso.

Triunfo amargo

A José R. Gómez.


Hacía más de cuatro años que Fausto Vera viajaba por Europa, estudiando á veces, recreándose en ocasiones, aburriéndose casi siempre, cuando recibió aviso telegráfico del repentino fallecimiento de su padre.

Inmediatamente hizo sus preparativos, y un mes después estaba de regreso. Á su llegada á Buenos Aires se aisló, substrayéndose á sus numerosas relaciones, y, apenas concluidos los trámites de la testamentaría, se largó á su estancia de Entre Ríos.

El capataz y los peones que fueron á esperarlo á la estación con un breack y un carrito, previendo copioso equipaje que transportar, sufrieron una desilusión. Fausto sólo llevaba consigo una pequeña valija, una escopeta y dos perros.

Durante la primera semana rehuyó ocuparse del establecimiento. Substituyó el zapato por la bota, el pantalón por la bombacha, el jacquet por el ponchito. Antes del amanecer estaba en el galpón, y después de cimarronear copiosamente en franca camaradería con los peones, ensillaba él mismo su caballo y se largaba al campo con su escopeta y con sus perros. Experimentaba satisfacción inmensa volviendo á recorrer las lomas y las hondonadas, los dorados esteros, las verdes embalsadas, las plácidas lagunas y los boscosos potriles, toda aquella naturaleza bella, fuerte, virgen y calcinada por el sol que había adobado su juventud.

Sentía como una imperiosa necesidad de deseuropeizarse, de expulsar del alma los clisés ahumados, los paisajes gríseos, las impresiones penosas de sociedades enormemente viejas y gastadas que durante años le habían obscurecido y desnaturalizado su yo, en cuya reconquista afanábase.

Cuando se consideró saturado de ambiente nativo, resolvióse á tomar las riendas del establecimiento. Se estaba entonces en plena fiebre de cruzamientos, de mejoramientos de razas. Él resistió á la moda, prefiriendo la selección á la mestización, y al cabo de varios años de lucha inteligente y tenaz, sus rodeos no desmerecían de los mejores mestizos, ofreciendo las ventajas de la rusticidad y de una salud á prueba de epizootias.

Su teoría criolüsta triunfaba y enorgullecíase de un triunfo que halagaba sus sentimientos y su vanidad de intelectual.

—He querido demostrar y he demostrado—solía decir—que el patriotismo no es una palabra hueca, sino un deber impuesto por las leyes naturales para obtener el perfeccionamiento de las razas.

—Con las cruzas se anda más ligero—replicábanle.

—Se anda más despacio, porque las mejoras son momentáneas y las definitivas sólo llegan cuando se llega al criollismo, á la perfecta adaptación al medio; por selecciones sucesivas yo he llegado á la perfección en menos tiempo y con menos riesgos... A la larga, lo natural priva siempre sobre lo artificial...

—Hay que mejorar—argüíanle.

—Sin duda—asentía él;—pero mejorar no quiere decir substituir.

Y así, lleno de satisfacción, comenzó á envejecer, sin más disgusto que ver reducida su prole á una única hija. Pero he ahí que un mal día llega á la estancia un joven ingeniero francés, que éste corteja á su hija, y que su hija, legítimamente criolla, se enamora á su vez del extranjero.

Lo mismo que en las haciendas, él desconfiaba del cruzamiento en la raza humana; soñaba con la selección de aquella grande y fuerte raza nativa, de aquella vigorosa raza española que tres siglos de incontaminación habían convertido bajo la poderosa influencia del medio ambiente, en raza americana. Después de agotar inútilmente razonamientos y ruegos, cedió á los deseos de su hija y consintió la boda.

Desde entonces vivió en agitación perpetua. Aquel enlace se convirtió para él en un ensayo experimental. Su hija era sana, robusta, inteligente; su yerno reunía las mismas cualidades... ¿cuál sería el resultado de la cruza?...

Y entonces una lucha terrible se entabló en su espíritu: como padre, ansiaba un nieto fuerte de cuerpo y de espíritu; como sectario, deseaba una desgracia que justificase sus teorías...

Llegó el día de la prueba: nació un hijo... Y el hijo era un monstruo: una enorme cabeza plantada entre dos gibas!

Lo primero que hizo Fausto fué lanzar un grito de alegría.

Lo segundo, ponerse á llorar como una criatura.

El destino, con irónica crueldad, le ofrecía, al mismo tiempo que la prueba definitiva de la exactitud de sus teorías, el mayor dolor de qué fuese susceptible un hombre de su edad y de su carácter.

Clavel del aire

Al indio querido, Gumersindo Gadea.


Allá, en mi país, en el regazo de una de esas graciosas cuchillas que forman el mayor encanto de mi tierra uruguaya, el viejo Faustino Laguna poseía cien cuadras de terreno, seis bueyes, cuatro caballos, un rancho, dos hijos y una nieta.

Uno de los hijos contaba treinta años, el otro veintidós, la nietita cinco. El viejo Faustino ignoraba su edad; sólo sabía que eran muchos los años, muchos.

En la pequeña heredad trabajaban los tres hombres, sembrando maíz, trigo, zapallos, porotos y garbanzos. La ganancia no era mucha, pero se vivía, humildemente, sobriamente, resignadamente. Si la labor era ruda y no faltaban motivos de tristezas, había en cambio tres focos de luz y alegría: el sol, el cielo y la pequeñita Marta.

Algunas veces se presentaban inviernos malos. El frío era cruel, las lluvias continuas, los huracanes feroces. Se sufría entonces, pero se soportaba en la seguridad de los días lindos y buenos que habrían de suceder á las borrascas.

Pero he ahí que de pronto, inesperadamente, en pleno verano, se obscurece el cielo indicando la proximidad de una terrible tormenta, la más terrible, la más espantosa tormenta: la guerra civil. La guerra, ya se sabe, es un huracán al cual no resisten ni los ombúes centenarios, ni los coronillas de hierro. Por donde ella pasa se señorea la desolación. Destruye todo, hasta la esperanza, hasta la fe.

Al viejo Faustino le llevaron los dos hijos, dicíéndoles que los necesitaban para hacerlos matar—no sabían dónde—en una loma, en un llano, al norte ó al sur... para hacerlos matar en algún paraje en nombre de... en defensa de... ¡Para hacerlos matar!... '

Desde aquel día de enero en que se inició la tormenta en mi amado é infeliz país, no hubo, en largo transcurso de nueve meses, un sólo día de sol: fué un formidable temporal.

El viejo Faustino estaba ya demasiado viejo para labrar la tierra por sí solo. Las cien cuadras de su heredad,—que antes lamentara pequeña como su poncho rabón,—se le aparecían ahora extensión sin término. Y cuando, al obscurecer, largaba los bueyes y volvía al rancho, fatigado su achacoso cuerpo, sin fuerza casi para quitarse los tamangos embarrados, cuando contemplaba el silencio y el aspecto de ruina que iba adquiriendo su casita otrora tan limpita y alegre, un nubarrón de tristezas invadía su alma. Un nubarrón que sólo aclaraban un poco las risas y las caricias de la nietecita, la única hija de su única hija, la pobre Eufrasia, á quien dos años antes habían enterrado en el bajo, junto á las piedras altas, al borde del cañadón del fondo del potrero, en un retazo de tierra infecunda.

En el transcurso de los meses, el rancho, castigado por los pamperos, se fué inclinando, inclinando, cual si quisiera, él también, acostarse á descansar sobre la tierra.

Y el poderoso cuerpo del viejo, se inclinaba lo mismo hacía la tierra, embestido por la furia de otros pamperos más terribles, los que rugen y escarban en el interior de las almas. El viejo se sentía morir, escapándosele la vida como se escapaban las pajas del techo, una á una, en destrucción continua, y pensaba amargamente en sus hijos ausentes, en aquellos hijos que, según toda probabilidad, no habrían de estar á su lado, en la hora suprema, para cerrarle los ojos y para cavarle la fosa, allá abajo, junto á las piedras altas, al borde del cañadón del fondo del potrero, donde dormía, desde hacía dos años, la infeliz Eufrasia.

Sin embargo, una mañana, mientras uncía trabajosamente los bueyes, vió llegar un vecino que alegre como unas pascuas, le gritó:

—¡La paz, viejito!... ¡Se ha firmao la paz!... Y sin añadir palabra, el vecino se alejó á todo lo que daba el jamelgo, para continuar su gira anunciando la buena nueva por el pago.

—¡Bendito sea Dios!—exclamó el viejo.

Y todavía con la coyunda en la mano, cayó de rodillas y comenzó á mascullar una oración fervorosa.


* * *


Poco á poco, hoy uno, mañana dos, empezaron á caer al pago los mozos que la guerra había arrebatado á sus hogares. Hoy uno, mañana dos, iban llegando los mozos del pago; pero los hijos de don Faustino no aparecían.

Dos meses, dos largos meses de esperanza y de angustia transcurrieron así. Había vuelto la primavera, la luz, las flores, los pájaros, la alegría en los campos y en las almas, pero el viejo, esperando siempre, veía marcharse sus últimas fuerzas y con ellas la esperanza de contemplar el regreso de sus hijos, de cuya suerte nadie sabía informarle.

Al fin, una tarde, alguien más bueno ó más malo, quien sabe, le dio la brutal noticia:

—«Murieron los dos, en una peleíta al ñudo allá por la frontera».

No brotó una lágrima de los atormentados ojos del anciano; pero volvió á caer de rodillas y durante mucho rato, mucho rato, sus labios estuvieron moviéndose, recitando una plegaria. Luego se levantó y anduvo errando por el campo, sin objeto, como un sonámbulo.

Al atardecer ensilló su matungo y llamó á la nietita que palmoteaba de contento, diciendo en su media lengua:

¿Pachiá pitizo, güelito?

La alzó, montó él también y echó á andar, lentamente, hacia afuera, sin dirección, sin propósito. Iba huyendo de la desgracia, iba huyendo de su casa de dolor, iba á esperar la muerte en otro sitio cualquiera.

Anduvo de ese modo, en silencio, sin detenerse hasta llegar al arroyo. Bajo los grandes y frescos sauces del paso, se apeó. Tenía sed, una horrible sed que le abrasaba el tragadero. En cuclillas, al borde del arroyito, bebió, bebió largamente; en seguida, á manotadas, se bañó el rostro, experimentando una inmensa sensación de alivio.

Obscurecía con adorable placidez primaveral. Sobre la alta grama verde, la chiquilla, semejante á una garza rosada, saltaba y corría rebosando contento en la tibia tarde llena de perfumes agrestes. El viejo, al verla, sintió algo caliente humedeciendo sus ojos áridos. Lloró, lloró, y el llanto parecía irle sacando tristezas de adentro.

Se enderezó, dio unos pasos y fué andando hacia el gramillal donde pastaba el petizo, murmurando como en un delirio:

—Día... noche... ceibo muerto... clavel del aire...

Y luego, dirigiéndose á la chiquilla, le gritó cariñosamente, casi alegremente:

—¡Clavel del aire!...

La casa de los guachos

Al oriental chaqueño Nicolás Sifredi.


—¿Qué es aquello?—pregunté á mi guía, indicándole un numeroso grupo de jinetes que, á lo lejos, se veía avanzar lentamente por el camino real.

—Debe ser un entierro—respondió; y en seguida:—Sí, pues; el entierro del finao don Tiburcio Morales... ¿No ve aquello que blanquea d’este lao del cerrillo?... Es el pantión de la estancia.

—Don Tiburcio Morales ¿no era un estanciero muy rico, muy querido en el pago?...

—El mesmo... Luego vamo á pasar por su casa... la «Casa ’e los Guachos»..como le dicen...

Al final de un cuarto de hora de trote llegamos al «cementerio», donde resolvimos esperar la fúnebre comitiva, observando la sencilla necrópolis gaucha. Diez varas de terreno cercado por cuatro hilos de alambre; emergiendo de la hierba alta y copiosa, varias cruces de hierro enmohecidas, inclinadas, como si ellas también ansiaran acostarse ó dormir junto á los muertos, cuyos nombres recuerdan en los corazones enclavados entre sus brazos. Al frente, sobre la orilla misma del camino, se alzaba el «panteón»: cuatro paredes ruinosas, verdes de musgo, una puerta descalabrada y un techo de hierro, comido por el orín... Poco confortable la morada, pero... ¿qué más necesitan las osamentas de quienes pasaron la vida desafiando el rigor de todas las intemperies?...

La comitiva llegaba. Delante, en un carrito de dos ruedas, llevado á la cincha, iba el modesto ataúd, la caja idéntica para todos los muertos, pobres y ricos, de la campaña: cuatro tablas de pino forradas de merino negro, y en la tapa una cruz blanca, hecha con cinta de hilera. Seguían luego, en formación de á cuatro, unas cinco docenas de personas. Iban viejos, iban jóvenes é iban niños, y todos guardaban el mismo respetuoso silencio, idéntica actitud de condolencia.

Hicieron alto. Un par de peones, tomando las palas que llevaban en el carrito, abrieron rápidamente un hoyo, no muy hondo, porque «los dijuntos no se juyen». En seguida, siempre en silencio, se efectuó la inhumación.

Los acompañantes volvieron á ponerse los sombreros—que desde la llegada al cementerio habían mantenido en la mano,—y montando á caballo, empezaron á despedirse y á partir en distintas direcciones.

Quedó un grupo de treinta y tantos hombres, la mayor parte vestidos de luto, Las bombachas de merino y la golilla de seda, llevadas con gallardía gaucha, amenguaban lo ridículo de los chambergos, demasiado nuevos y lustrosos, y de los sacos, groseras confecciones, llenas de arrugas, que iban pregonando su reciente salida de los baúles de la pulpería.

Mi acompañante me presentó al hombre que encabezaba el grupo, Julio Morales, el hijo mayor del finado Morales. Era persona de unos cuarenta años, la barba ya canosa, la fisonomía severa y franca.

—¿Va pa Los Laureles?... Queda en camino: haga el mediodía en casa, y en la tarde le sobra tiempo pa llegar con luz á la Quebrada.

Echamos á andar, cambiando en el trayecto unas pocas frases indiferentes, y un par de horas más tarde desmontábamos en el galpón de la estancia. Todos los del grupo desensillaron, largaron los caballos, «acomodaron sus aperos»: gente de la casa.

Nos invitaron á «pasar p’adentro»; y como hacía calor nos instalamos en el patio, bajo un viejo parral, para «matear» á la espera del almuerzo. Por aquel patio, enorme como una plaza de armas, cruzaban, rápidas y silenciosas, muchachas grandes y chicas, todas vestidas de luto, todas con la cara oculta bajo el negro pañolón. Y al pasar y repasar, no producían la menor inquietud en la numerosa población del patio. Á más de las gallinas que picoteaban por todas partes, de los pavos que dormitaban al sol, colgante el largo moco cárdeno, y de los patos que paseaban balanceándose grotescamente, como viejas chinas gordas veíanse allí dos chajás, una cigüeña, cinco ó seis corderos guachos, un carpincho, una nutria y multitud de pájaros —cardenales, sabias, calandrias, urracas,—que tan pronto brincaban entre las patas de las aves como se posaban familiarmente sobre ia cabeza de un perro dormido.

Aprovechando un momento en que quedamos solos, manifesté á mi guía la extrañeza que me causaba semejante arca de Noé, donde, por otra parte, parecía reinar la más completa armonía. Sonrió el gaucho viejo y respondióme:

—Ya le dije que ésta era la «Casa ’e los Guachos»... Bicho que los peones encuentran sin madre en el campo, se lo traen á la patrona, que en seguida los cría guachos... Al que Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos... ó guachos.

—¡Cómo!—exclamé extrañado:—¿no tiene hijos?... ¿Y toda esa mozada que hemos visto en el entierro y aquí?

Volvió á sonreír el gaucho.

—Esos son los guachos del finao. Él tamién tenía la mesma debilidá, y como le conocían el lao ñaco, se le iban arrimando, haciendo alusiones, dando á entender... ¿compriende?...

—Comprendo; y el viejo se dejaba engañar...

—Vea, el decía: «pueda ser que no sean hijos míos... pero tamién pueda ser que lo sean... y de cualquier laya sería una canallada dejarlos andar rodando por ahí!... De tuitos modos, la casa es grande, y á Dios gracias, carne pa pulpiar no falta!»...

—¿Y cuántos son sus... hijos?

—Vivos, trainta y tantos...—y el viejo concluyó filosóficamente:—¡Dios lo haya perdonao, pero era un bruto el finao Morales!...

—Sin duda—asentí,—un bruto. Lástima que no abunden los brutos de ese pelo y de esa marca!...

¡Salga San Pedro!...

Al Dr. Ramón G. Saldaña.


Recorría yo por segunda vez el sur del Salto Oriental, atravesando nuevamente los Mataojos, los Arerunguás, los Valentines, toda esa abominación de piedra suelta y de agua brava, que traen á mi mente, el más trágico recuerdo de mi vida.

Los bordes áridos, desprovistos de vegetación, reverberaban bajo el sol calcinante, y en los lechos rocosos, corrían míseros filetes de agua, de agua como plata. Paisajes tristes, pero apacibles. Y sin embargo, yo los volvía á ver como otros tantos torbellinos espumosos, poblando de lamentos y de imprecaciones las sombras espesas de aquellas noches de maldición.

Nunca, jamás, tendrán belleza para mí aquellos aciagos parajes, y por eso, hice apresurar la marcha, rumbo al fondo de los Arapeys, donde debía pasar una temporada de campo, en la estancia de un amigo.

Hacía tiempo que me mortificaba la nostalgia de las cuchillas y de los arroyos, y sentía imperiosa necesidad de ir á «revolcar el alma sobre los pastos, para quitarle el olor apestoso de la ciudad».

Y ni buscado exprofeso hubiera podido encontrar mi deseo sitio más en armonía con las atávicas predilecciones de mi espíritu. Por aquel rincón de los Arapeices—barra de la Paloma—la naturaleza conservaba aún el agrio perfume del alma indígena.

Las cuchillas masculinizaban la aterciopelada suavidad de la gramilla, con frecuentes verrugas de piedra gris,—«belvedere» de lagartos y guarida de crótalos—y con isletas de molles y talas, cuyas ramazones inhospitalarias parecen crines de aguarás. De trecho en trecho, brilla una cañada, cuyas aguas gruñen y ruedan rabiosas, mordiendo las paredes rocosas de la zanja que las aprisiona. Y luego viene la selva, una selva huraña que todavía puede dar asilo á las pavas en lo alto de los vivarós, y á los pumas, en la húmeda penumbra de la maraña...

En un fresco y perfumado potrero de esa selva, sentados sobre la grama, que ofrecíase como mullido cojín, formábamos círculo alrededor del asador, que clavado en el suelo, sostenía un cordero, dorado cual si fuese de oro.

—Bueno, muchachos;—dijo nuestro anfitrión, el doctor S***, todo un criollo de vieja cepa—hay que echar pie á tierra, y cada cual á tajear á gusto.

Aquel asado exquisito, comido á dedo, cortado sobre la jeta, en aquel paraje esencialmente gaucho y entre un grupo de irreductibles tradicionalistas, obligó á que la conversación girara sin cesar alrededor del mismo tema nativo.

Se habló de los sentimientos religiosos del gaucho, y todos estuvimos contestes en que siempre fueron poco intensos.

—Supersticiosos, á lo más—dijo uno.

—Hasta cierto punto;—objeté—las supersticiones gauchas, su devoción á su manera, por tal santo ó santa, no era, generalmente, sinó una expresión de la amistad, el más hondo, el más firme sentimiento de aquella raza extraña.

—Yo conozco un caso,—insistió el doctor S*** —y oliendo un cuento, todos á una le llevamos la carga.

—¡Desensille y largue, aparcero!...

Él no se hizo de rogar.

—Pues... mi abuelo don Felipe era, como ustedes saben, un gaucho con todas las de la ley: gran hacendado, gran domador, gran enlazador y boleador... Pero ante todo, era domador, en cuyo arte con nadie admitía cotejo. A sus tropillas no había de entrar ningún caballo que no llevase su marca y no hubiese sido amansado por él.

Era su pasión y su orgullo.

—Yo he oído decir—interrumpió un paisanito domador—que domaba fiero el finao don Felipe; sancochaba no más...

—Es posible,—asintió el doctor S***—es posible, porque era muy rabioso el viejo y más dispuesto á amansar que á enseñar... Era robusto, y cuando rabiaba, la emprendía con todos los santos del calendario... Es decir, con todos, no; con todos menos San Pedro. Con San Pedro era amigo, aun cuando nadie lo sabía; pero él era amigo de San Pedro y no se metía con él, ni permitía que nadie se metiese.

—La madre y el amigo no tienen defectos—interrumpió el gauchito.

—Así es; bueno... Como á todo el mundo, los años habían concluido por endurecerle los caracuces y ablandarle las pulpas al viejo, y de ahí que más de una vez lo basureasen los potros... Recuerdo una ocasión...

—¡Ha ’e ser lindo!—exclamó el indiecito, clavando los codos en las rodillas, hundiendo las carretillas entre las manos, y relampagueándole los ojos.

El doctor S***, cuya fisonomía tiene un notable parecido con la de Fructuoso Rivera, lo miró con cariño y prosiguió:

—Fué así: mi abuelo había hecho agarrar un bagual moro, grande como mundo y más arisco que un aguará... Del primer corcovo le dió contra el suelo. Levantóse el viejo, echando espuma por la boca y echando maldiciones á San Juan, San Pablo, San Antonio... todo el santoral, exceptuando, naturalmente, San Pedro.

Le bolearon el potro, se lo trajeron; lo volvió á montar... y volvió á recibir otro porrazo. Entonces, lleno de rabia, tomó el sombrero como si fuese una bolsa y empezó á ordenar, señalando la boca con el dedo á seres imaginarios:

—¡Entren aquí San Juan, y San Luis, y San Pedro y San Antonio!... ¡Entren, hijos, de una tal por cual!... ¡Entren San Lucas, San Anselmo, San Ignacio!... ¡Entre San Pedro, también, caracho!...

Cuando el sombrero estuvo lleno de aquellos santos varones, cerró las alas y se dispuso á arrojarlo contra el suelo; pero titubeó un instante, abrió un poco la boca del chambergo y ordenó:

—¡Salga San Pedro!...

Cuando calculó que el santo amigo había salido arrojó el sombrero al suelo y empezó á pisotearlo ferozmente á los gritos de:

—¡Tomen, canallas!... ¡Tomen, bandidos!...—Salvo San Pedro, los demás santos debieron quedar como chatascas.

—¡Es claro;—concluyó filosóficamente el indiecito—San Pedro era amigo!...

Crimen de amor

A Emilio Becher.


Cuando todavía existían en el Entre Ríos gaucho la estancia nativa, la hacienda chúcara, el potro bravo y el paisano de ley, Aquilino Platero habíase conquistado, allá en los pagos de Yuquerí, una triple fama de bravo, de diestro y de buen mozo.

Las dos cualidades primeras le fueron quizá impuestas por la última, á fin de poner á raya la mofa campera. Aquilino tenía, en efecto, una belleza demasiado femenina. Era de mediana estatura, de abultadas caderas, de cintura estrecha, de pequeñas manos y de pequeños pies. La hermosa cabellera rubia, cuyos rulos caían sobre la espalda, sombreaba suavemente un rostro ovalado, fino, con grandes ojos azules de mirar aterciopelado, con su nariz correcta, ligeramente aguileña y con su boca mujeril coronada de una rala pelusilla de oro. La voz suave y un leve ceceo, contribuían á darle el aspecto de feminidad que le obligaba á ser temerariamente bravo, para desvirituar apariencias, desdorosas en aquel medio de virilidades extremas.

Por demás está decir que Aquillino hacía valer su hermosura, realzada en el espíritu de las criollas, por sus habilidades de bailarín, de cantor y de guitarrero. Era el ídolo y el tormento de todas las buenas mozas del pago, y sobre todo de Rosa María, la linda trigueña del Puerto Chico. Cortejábala Aquilino de igual modo y sin mayor preferencia que á las demás; lo cual traía fuera de sí á la joven que experimentaba por él un amor salvaje, absoluto, intransigente, dominador.

—¡Aquilino será mío, mío; mío sola! solía exclamar en sus noches de fiebre, de rabia y de celos.

Ella multiplicaba las coqueterías á fin de rendir el corazón del desdeñoso galán; pero sus rivales luchaban también y el gauchillo se dejaba adormecer por la música de ese coro amoroso, confiado en que siempre tendría tiempo para decidirse.

—En tuavía soy muy chúcaro pa que me priendan al yugo—dijo riendo una vez.

—En el camino se hacen güeyes—replicóle un paisano sentencioso.

—Deje sobar las coyundas—contestó.

Y su alegre vida de picaflor se prosiguió hasta la catástrofe ocurrida en el último domingo de diciembre, en que había tenido lugar el gran baile ofrecido por el patrón de la estancia, en celebración del término de la esquila.

El baile, comenzado después del mediodía, terminó poco antes de aclarar. Las damas fueron á reposar, acomodándose como pudieron en las habitaciones de la estancia; los mozos hicieron cama con sus recados en el gran galpón contiguo. Sólo Aquilino se resistió á dormir «enchiquerao». Tomó su poncho y un par de cojinillos y fué á tender cama bajo un frondoso paraíso, detrás de la cocina. Antes de acostarse «bombeó» por la ventanilla de aquélla, «por si había quedao alguna con quien pelar la pava». Como no había nadie, se tendió boca arriba y se durmió.

Un par de horas después, en medio del profundo silencio que reinaba en la estancia, se oyó un grito horrible, seguido de otro y otros que en un segundo pusieron de pie á todo el mundo. Casi de inmediato, Aquilino penetró en el galpón, dando alaridos y cubriéndosela cara con las manos. Cuando se hizo luz y sus amigos lo observaron, no pudieron retener un grito de horror. Todo el rostro era una brasa. ¿Qué había ocurrido?...

Él apenas podía explicarse; le habían arrojado probablemente por la ventana de la cocina un tacho de agua hirviendo.

Se hizo infructuosamente todo genero de averiguaciones para dar con el culpable. Aquilino fué asistido en la misma estancia, siendo Rosa María su solícita, infatigable enfermera. Sus ojos estaban enrojecidos por el sueño y el llanto, pero no fué posible alejarla del lecho del enfermo durante el mes largo que duró su suplicio.

El gauchito era fuerte, el cuidado fué extremo, pero no hubo qué hacerle y á treinticinco días de padecimientos, espiraba en los brazos de Rosa María.

Quedó ésta como trastornada. Se encerró en una pieza de la estancia y allí estuvo dos días sin que nadie lograse conformarla. Al tercero salió, demostrando perfecta calma y pidió que le ensillasen el caballo para volver á su casa. Después, negándose terminantemente á que nadie la acompañase, partió á galope.

Llegando á un bajo á media legua de la estáncía, cambió de rumbo y se dirigió hacia el juzgado. Allí desmontó y llevada á presencia del juez, largó de sopetón:

—Vengo á darme presa... ¡Yo fuí quien asesinó á Aquilino!...

Y ante la extrañeza y la duda del funcionario, agregó:

—Yo fui. Yo lo quería, lo quería por él, no por su lindura, y quise ponerlo feo pa que más ninguna lo desiara y yo pudiera casarme con él y amarlo mucho, mucho!... ¡Y lo maté, mamita, lo maté á mi adorado!... ¡Aquí estoy, señor juez, pa que me mande afusilar!... ¿No podría afusilarme aurita mesmo?...

Don Bruno el perverso

A Otto Miguel Cione.


Si por hombre bueno se entiende aquel que ríe siempre, que divierte á los demás con sus decires, que perdona ofensas y renuncia derechos, que infamado, tiene lástima por el infamador, que robado, prefiere perder su bien á abrirle la cárcel al ladrón; al que siente lástimas, compasiones y misericordias; al que, frente á la falta ó al delito, busca atenuantes en vez de agravantes... don Bruno Sepulveda no era un hombre bueno.

Todo lo contrario. Era estúpidamente honrado y recto; tenía un carácter absurdamente inflexible, y no existían para él sino hombres honrados y hombres pillos, hombres trabajadores y hombres haraganes. Para aquel á quien juzgaba dotado de las dos cualidades primarias de honestidad y laboriosidad, su bolsa estaba siempre abierta, por grandes ó por pequeñas sumas. Abría y reabría créditos y en ocasiones tomaba el grueso lápiz de carpintero, que usaba para sus apuntes, y borraba de un rayón una deuda.

Cuando alguien necesitaba de su ayuda para trabajar, su ayuda era segura; pero implacablemente impedía desensillar y le negaba un churrasco al gaucho vagabundo y haragán, que rueda de rancho en rancho imponiendo el prestigio de sus habilidades en el manejo de la guitarra y del facón.

Con tal carácter, don Bruno Sepúlveda, pasaba en el pago por un hombre malo. Casi siempre y en casi todas partes acontece lo mismo: al que es fuerte y justo, se le califica de malo.

A don Bruno se le acusaba de haber propendido á la captura y enjuiciamiento de varios gauchos rateros; de mantener amistad con el comisario, siendo el comisario de filiación política contraria á la suya; de haber quitado una chacra de maíz dada á un criollo que pasaba la vida en las pulperías, reemplazándolo por un tano roñoso que no paseaba, no jugaba, no bebía y era bestialmente trabajador, pero que no sabía bailar, ni tocar la guitarra, ni cuidar un parejero... Y en esa forma y de esa índole, el capítulo de los cargos era interminable.

Un día cayó á la estancia Marciano Ruiz, muchacho fornido y de linda estampa.

—Vengo de lejos—dijo;—somos diez hermanos y en el campito de mi padre ya no cabemos... ¿Hay ocupación aquí pa un hombre juerte, trabajador y honrao?

Don Bruno clavó en éi sur, ojos acerados, y con su invariable voz grave, contestó:

—En mi casa siempre hay ocupación para los hombres fuertes, trabajadores y honrados... Quédese y probaremos, pero vaya sabiendo que el día en que falle una de esas condiciones, no tiene más que ensillar y marcharse.

—Comprendido—respondió Marciano.

La prueba fué satisfactoria. El muchacho resultó laborioso, activo, inteligente y honrado á carta cabal. Gradualmente fué ganando las simpatías del patrón, quien no las exteriorizaba en palabras, sino en continuo aumento de posición y de sueldo y con frecuencia regalos. A los cuatro años de su ingreso en la estancia, Marciano había llegado al empleo superior de mayordomo y poseía un buen plantel de vacunos que procreaban en el campo.

Y he ahí que al final de esos cuatro años, después de terminada la esquila, Marciano se presentó á don Bruno y le dijo:

—Patrón, vengo á pedirle que me arregle la cuenta, porque he resuelto dirme.

Asombrado Sepúlveda interrogó:

—¿Irte? ¿Por qué?...

—Vea, patrón; yo estoy muy agradecido á los favores que usted me ha hecho, y por esa misma razón debo marcharme y me marcho.

—Está bien—replicó severamente el ganadero;

—pero también me debes dar una explicación y te la exijo.

Titubeó el mozo.

—¿Usted la exige?

—Sí, la ordeno.

—Pues bien, es esta: yo amo á su hija Inés, ella me ama... Poco á poco y sin pensar en lo que hacíamos, sin darnos cuenta, quizá, nos hemos ido dejando resfalar... Yo sería un loco si soñase con que Inés puede ser para mí... pero, como el cariño me ha cavao muy hondo y no puedo arrancarlo, es juerza que me vaya... Además, usted mesmo me albirtió que cuando dejase de ser juerte, trabajador ú honrao, debía ensillar y marcharme... He dejao de ser honrao, engañándolo á usted á quien tanto debo... y me marcho.

Don Bruno, que había escuchado en silencio,6 dijo con calma inmutable:

—Lo que me acabas de contar, ya lo sabía: me lo dijo Inés hace una semana y me he callado, esperando saber si seguías siendo honrado; tu proceder me prueba que lo sos más de lo que yo pensaba... Quedate y fija fecha para el casorio...

En la orilla

Al eximio pintor nacional Pío Collivadino.


Casi en seguida de cenar, apenas absorbidos dos cimarrones, Santiago abandonó el balcón y fué á recostarse al cerco del guardapatio, recibiendo con fruición la gruesa garúa que no tardó en empaparle la camisa. Con el cuerpo en actitud de absoluto abandono, con el chambergo en la nuca, tenía la mirada persistentemente fija en el horizonte obscuro.

En su mente de baqueano desarrollábase, con precisión de detalles, todo el paisaje borrado por las sombras: la loma acuchillada; un cañadón pedregoso, tras el cual el alambrado y la cancela, abriéndose sobre el camino real que corre, casi en línea recta, cosa de cinco leguas hasta el fangoso y temido paso de la Espadaña en el sucio Cambaí; después, cortando campo —y cortando alambrados— se podía, en cuatro horas de buen galope, ganar la frontera brasileña; en total, unas veinte leguas, una bagatela, no obstante estar pesados los caminos con la persistente llovizna de tres días...

Más de veinte minutos permaneció Santiago en muda contemplación; y más tarde, trasponiendo el guardapatio, fué hasta donde pacía, atado á soga, su doradillo. Le tanteó el cogote, le palmeó el anca, le acarició el lomo, y volvió, con calmosa lentitud, hacia las casas. Penetró en su cuartito; puso sobre el cajón que le servía de baúl el cinto, la pistola y el facón; armó y encendió un cigarrillo y se tiró vestido, boca arriba, sobre el catre de cuero, aflojándole la rienda al pingo de la imaginación.

Estaba tranquilo. La agitación febril de los días anteriores desapareció cuando su espíritu se hubo detenido en una resolución irrevocable: Bonifacio no se casaría con Josefa por la suprema razón de que los muertos no pueden desposarse.

En cuanto á ella... Á ella pensó matarla igualmente, pero el cariño se le atravesó por delante, defendiendo á la ingrata... Ella que viviese, que fuese feliz—si se lo permitía la conciencia,—pero no con aquel hombre que había sido su mejor amigo, su camarada inseparable, su hermano de corazón... y le había robado el amor de su prenda!...

La evocación de este recuerdo agitó violentamente al gauchito, que supo serenarse en seguida. Se levantó, y andando con paso tranquilo fué hasta el galpón. No había nadie allí: en un rincón, rojeaba el trashoguero rodeado de tizones apagados; al lado, la caldera y el mate; junto á éstos, con el hocico entre las cenizas tibias, dormitaba el gran perro barcino. Satisfecho, Santiago exclamó:

—¡Va güeno!...

Con el mismo paso firme y lento fué en busca de su doradillo, lo recogió de la soga, y, luego de ensillar prolijamente, lo ató de la rienda á un poste del guardapatio. Hecho eso, volvió al cuarto, se colocó el cinto y las armas, se echó al hombro las maletas y el poncho, y disponíase á salir cuando un bulto blanco apareció en la puerta.

La lluvia había cesado y, á la relativa claridad del cielo, Santiago reconoció á Josefa... ¿Qué iba á hacer allí á horas semejantes?... Ella lo empujó hacia el interior de la pieza y, echándole los brazos al cuello, díjole con voz llorosa:

—¿Qué vas á hacer, Santiago?... ¡El viejo Paulino me ha contado todo!... ¡Vas á matar á Bonifacio!...

Él quiso rechazarla, pero los brazos y el aliento de ella lo quemaban.

—¡Déjame, Josefa! ¡déjame!—suplicó.

—¡No! ¡no!—yo no quiero que hagas eso, yo no quiero que te perdás por mí!... Por mí, que te he querido, que te quiero siempre!...

—¿Vos, Josefa, vos, que te vas á casar con él!—interrogó el mozo, casi rendido; y ella, cariñosa, mimosa, felina, respondió:

—Hay que comprender la vida, queridito... Yo no tengo nada, vos tampoco... él es casi rico, es mayordomo de la estancia, tiene ganados, hace lo que quiere... ¿comprendés?...

Santiago la apartó de sí con un gesto brutal y dijo rabiosamente:

—¡Compriendo!... Compriendo qu’he sido un animal queriendo á una yegua como vos, que me ha empujao hasta la orilla del crimen!...

—¡Santiago!... ¡Santiago!—clamó ella; y él, apartándola con mayor violencia, exclamó:

—¡Quedate con él, casate con él y harán una yunta pareja!... ¡Tienen el alma igual, negra como hollín, falsa como rial de estaño!... ¡Ni él ni vos valen una bala de mi pistola!...

Y con paso rápido, Santiago salió, llegó al guardapatio, montó á caballo y partió al trote rumbo á la portera de la cañada pedregosa, rumbo al Cambaí, rumbo al Brasil, adonde llegaría antes de la hora calculada, pues iba alivianado de dos pesos grandes: una ilusión y un crimen!...

Por la petiza lobuna

Al Dr. Pedro Manini y Ríos.


Era un grande, un hermoso dominio—cerca de cien leguas de campo,—pero, muerto don David, liquidaba la testamentaría, pagadas las costas, el tasador, el agrimensor, el procurador, el abogado, á cada uno de los catorce hijos del brasileño ricacho, sólo le quedó un guiñapo de tierra; cinco ó seis leguas por cabeza, unas chacras como quien dice.

Se hubiesen considerado pobres con la herencia paterna; pero cada uno de ellos—machos y hembras—tenía su fortuna propia, constituida á base de matrimonios inteligentes. Los Souza, los Ribeiro y los Andrade, formaban una gran familia de estancieros millonarios. Casábanse siempre entre ellos desde tiempo inmemorial, y si la raza iba degenerando por el pernicioso efecto de la consanguinidad, en cambio acrecentábanse cada vez más las fortunas. Todos ellos eran extravagantes, desequilibrados, medio locos; pero todos conservaban incólume la virtud ancestral: la tacañería.

El viejo David, un filósofo analfabeto, como deben ser los verdaderos filósofos, un viejecito enclenque, giboso, exageradamente barbudo, solía decir:

—Os Souza, os Ribeiro y os Andrade, têm mais cornos que todos os fazendeiros da naçâo.

Y, según las estadísticas oficiales y la murmuración comarcana, no mentía.

Su hijo mayor, Hildebrando, viudo de su prima Liberata, había desertado la grande estancia que le aportó su mujer, y se había ido á poblar en el campo heredado del padre. Construyó un rancho bajo y panzudo, á la orilla misma del arroyo,—no para hacer más cómodo el baño, sino para facilitar el acarreo del agua,—y allí se instaló en compañía de una contraparente pobre.

Allí vivía enteramente feliz. Él era ya viejo, ella era joven y cada año nacía un cachorro que Hildebrando hacía anotar en el Registro Civil con todas las formalidades de estilo. Y si algún vecino se permitía una insinuación satírica, él contestaba resueltamente:

—Bicho que nace no meu campo, é meu, e eu marco con minha marca!...

Y se agarraba una borrachera feroz para festejar el acontecimiento, porque no se emborrachaba nunca si no era para celebrar un acontecimiento, como ser el aniversario de alguno de la familia, y como la familia era innumerable, venía á resultarle casi á acontecimiento, y, por lo tanto, á tranca por día.

Las cosas iban muy bien; contenta Ciprianina, contento él, cuando ocurrió la muerte de su tío Ladislao, que dejaba una fortuna inmensa y soltera á su séptima hija, Leocadia.

—¿Qué va facer a pobre menina?—se preocupó Hildebrando.

Ciprianina su compañera insinuó:

—¡Si tu casaras cu’ella!... A fortuna ’e boa...

—Sim: é um bom bocado.

Pensando, pensando, Hildebrando se resolvió, hizo el viaje, arregló el asunto y regresó para acomodar á Ciprianina. Pronto se entendieron en lo esencial: él le escrituraba una suerte de campo, poblada con mil vacas y tres mil ovejas. En otros pequeños detalles estuvieron acordes, pero hubo uno en el cual no lograron armonizar: la petiza lobuna. Ciprianina la quería para sí; Hildebrando la reservaba como obsequio á su nueva esposa. Aquélla manifestó formalmente que no se iba de la casa sin llevarse la petiza. Él se encogió de hombros, se fué, se casó y se vino con su mujer, una rubia de quince años.

El conflicto estalló. Durante tres meses ambas mujeres, ocuparon la casa, disputándose atribuciones, riñendo diariamente, de palabra y de hecho, impidiendo á Hildebrando dormir tranquilamente sus borracheras. No pudo más y cedió.

—¡Leva á petiza!—dijo.

Ciprianina le saltó al cuello, lo besó con cariño y comenzó los preparativos para el viaje.

Tres días después, ambas mujeres se besaban con efusión y se separaban ofreciéndose sus casas respectivas.

Ciprianina iba en su overo, detrás del carretón que conducía á los chicos, y llevaba de tiro la petiza lobuna, el animal que más había querido en su vida y que prefería á todos los otros animales: las vacas, las ovejas, Hildebrando y sus hijos…

Voltiando palos

A Julio María Sosa.


Iba acabándose el día. Metido hasta media pierna en el bañado, Elviro meneaba facón á la paja brava con valentía apasionada.

Y mientras metía facón, decía:

—Dos mazos más, y dispués á voltiar los cuatro coronillas que m’encargó el patrón pa postes del rancho de l’agregada... ¡Dale facón, Elviro, y dispués, dale hacha!...

Y al rato:

—Güeno; esto y’astá. Aura vamos á los palos.

Caminó unos cincuenta metros, penetró en el monte, observó un árbol, le pareció bueno, y empezó á herirlo á golpes de hacha.

Y cantaba:


Para mí todo es lo mesmo.
invierno que primavera:
yuyos cuando cai l’escarcha:
y al beso del sol yuyera!...


—Pucha que lo tiró de las cuatro raíces al coronilla éste!... Había sido más duro qu’aspa de güey barcino.. L’encajé con fuerza y rebotó no más. ¡Ah toro! Pero á la larga no hay cotejo, m’hijito: yo te volteo ó el diablo carga con los dos, con vos pa leña, conmigo pa sebo p’hacerte arder... No... no te defendás porq’es al cuete: lo mesmo te vía dar contra el suelo, porqu’entre pístola’e chispa y remitón, no es ni carrera!...

Pegó otro hachazo. Hizo saltar astillas, rojas y mojadas. Y cantó:


Para mí todo es lo mesmo.
para mí todo es igual:
que me maten de un balazo.
que me achuren con puñal.


El gauchito reposó un momento. Miró el cielo, miró el árbol, miró el hacha y dijo:

—Sos duro, pero yo te bajo d’esta hecha!... Resistite no más, qu’es pa pior!...

Dio un hachazo feroz y la herramienta rebotó.

—¡Ah! ¿Conque no?... ¿un ñudo?... ¡Siempre he de encontrar ñudos en mí vida!... Pero esperate: allá va esto!...

Y enarbolando la herramienta, afirmándose en los garrones, blandió el hacha y descargó un golpe tremendo, que hizo temblar la copiosa ramazón del coronilla.

—¿Qué te parece?... ¿Tenes miedo que t’echen al fuego ó que te claven de horcón pa presenciar miserias?... Y tendrás que aguantar, m’hijito, tendrás que aguantar no más... ¡Disculpa si te lastimo!...

El fierro había quedado clavado en el tronco del árbol, Elviro se escupió las manos, arrancólo y mientras lo levantaba con bríos, exclamó:

—Si no cais d’esta vez, viejo coronilla orgulloso, no cais nunca!... Pero tenés que cair!...

Y al golpe formidable el árbol exhaló un quejido y se desplomó con majestuosa lentitud.

Elviro resolló fuerte. Sacó la tabaquera y el librillo de papel Duc; lió un cigarrillo, lo encendió, chupó, echó una boconada de humo, y dijo, mirando al coronilla abatido.

—Permítame que te ponga la pata encima... ¿Te duele?... ¡Ya sé!... En un tiempo yo también fui coronilla y me metieron hacha y me voltiaron y me pisaron... Aguanté como varón... ¿Te duele che?... Diculpá, hermanito, no quise hacerte daño, pero me mandaron cortar, y corté... Si no corto, me cortan... ¿Es razón?.. A mí me da pena por vos y por los pájaros que hacían nido en tus ramas... ¡La pucha, cuánto nido!... Vos has sido un árbol güeno... pero estás grueso, grandote, y había qu’echarte abajo... ¡Disculpa, hermano!... Vos sabés que si no hubiesen cuchillos, las vainas estarían demás. Te mato porq’es preciso matar pa darle vida á otros... Sin leña no se hace asao!... ¿Es bruto, che, coronilla?... Sí; pero es asina.

Calló de pronto el gaucho. Arrojó el cigarrillo. Oprimióse las sienes y dijo:

—¡Cuánta charla al ñudo!... ¡Pucha! ¡y cuánto trabajo al cuete!... ¡Con el facón y con el hacha yo hubiera podido hacer muchas otras cosas mejores y más de provecho pa mí!... Un pescuezo de cristiano es menos duro que un cerno de coronilla... Pero...


Para mí todo es lo mesmo.
invierno que primavera...
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«Y dispués, al fin y al cabo, entre matar á un hombre ó á una mujer,—una mujer y un hombre, es casal,—pa ser justo, vale más matar un árbol... Y sin, embargo, á las veces un árbol vale más que un hombre y que una mujer... solos ó en yunta!...

La última tropa

Al maestro don Juan Antonio Cavestany.


Física y moralmente, don Pantaleón Quesada era el arquetipo del gaucho, del gaucho originario, de la subraza motivada sin cruzamiento de ninguna especie, por el medio ambiente.

Era alto, era ancho, era recio. Tenía cabeza pequeña y la cara grande, como la mayoría de los uruguayos, como los aborígenes charrúas.

Espesa melena poblaba su cráneo; la faz arábiga, de fuerte nariz curvilínea, de grandes ojos pardos, de cejas copiosas, de labios espesos, estaba encerrada en un corral de barba densa y larga.

Era gaucho de una pieza don Pantaleón. De joven, anduvo en la guerra; después, se enamoró de María, la hija del puestero López; y como López no lo quiso por yerno, la robó. Hubo huidas, hubo tiros; pero al fin, las cosas se arreglaron. En una estancia amiga, le dieron población. No tenía plata, pero tenía crédito, el crédito que los gauchos ricos abrían á los gauchos honrados en la época bruta en que no existían, ni remotamente siquiera, los bancos ni los agiotistas.

Se hizo tropero. Llevó ganado al Brasil y realizó buen negocio. Fué tropero mucho tiempo, ganando mucha plata. Compró campo—una suerte—y lo pobló con reses escogidas; pero siguió tropeando y siguió comprando campo á los linderos y llenándolos de novillada y de vacaje flor.

A los cincuenta años, estaba muy rico y hubiera podido descansar, entregado al cultivo de su numerosa hacienda, entre el cariño de su vieja y de sus dos hijos, Lauro y Antonio; pero para él, tropear era una pasión. Los soles, las lluvias, los días sin comer, las noches sin dormir, las rondas azarosas, las tormentas temibles, las disparadas trágicas, la constante perspectiva de perder una fortuna y de perder la vida defendiéndola, constituían el placer intenso del jugador, aumentado con la gaucha satisfacción de afrontar peligros y vencer dificultades. De ese modo, lo que en un principio fué medio de ganarse la vida, concluyó por ser un deporte. Para acarreos vulgares no había que contar con él. Su tiempo de aparte eran los días bravos de agosto; su costumbre, amontonar centenares de reses, y su predilección, adquirir novillada chúcara, cerril, ligera de pies y fuerte en cornamenta, pronta para clavar la uña al primer relámpago y potente para reventar el lazo del maturrango que no sabe aflojar y sentarse á tiempo...

En cincuenta leguas á la redonda, su estancia era conocida por la Estancia del Tropero Viejo.

físte tropero viejo frisaba entonces en los sesenta. Los reumatismos le habían anulado el brazo derecho, impidiéndole enlazar, y sabido es que cuando un gaucho se ve impedido de poder enlazar, yo no se le tiene en el concepto de gaucho.

Se resignó á cuidar la hacienda en compañía de sus dos hijos, Lauro y Antonio.

Ese año, hubo peste, langosta, isoca y sequía; la mortandad fué enorme. El viejo tenía en su baúl, muchas onzas acumuladas; compró haciendas para repoblar el campo. Pero en seguimiento de la tristeza, vino la aftosa... y las reses, contaminadas por el flagelo, murieron, murieron miserablemente.

Don Pantaleón vió su gran campo casi desierto, improductivo; pero un campo siempre vale plata; hipotecó y compró ganado ovino, ovejas, muchas ovejas, treinta mil ovejas.

El saguaipé se las concluyó antes de la esquila

Nuevamente, recurrió á la hipoteca; adquirió novillos de invernada, muchos, y se dispuso á pelearla por el desquite.

Y vino la guerra civil. Los colorados, que lo suponían blanco, le carnearon la mitad de la haclenda; los blancos, como contribución partidaria, le carnearon la otra mitad, y en un combate cercano de las casas, sus dos hijos, llevados á la fuerza al teatro de la lucha, dejaron la osamenta en una loma, agujereados á balazos.

Fué el derrumbe. Dos años después, el viejo tropero no poseía nada, nada más que su vieja, y la vieja murió una noche, de cansancio, de tristeza, de aburrimiento...

Vino la liquidación, y en una radiante mañana de enero, don Pantaleón, cabalgando un petizo matiado y bichoco, abandonó su casa, arriando su tropa, constituida por media docena de cerdos, quince gansos y cinco corderos guachos.

Iba rumbo al pueblo, y cuando alguien le preguntó qué hacía, respondió con voz grave y serena:

—Hago mi última tropa, amigo... Voy á vender estos animalitos, para de, ese modo, poder pagar el cajón con que me han de enterrar. Y asina seguiré siendo hasta la fin, el tropero viejo!...

Aura

Al amigo e ingeniero José Serrate.


En medio del bosquecillo de paraísos, que crecía en el ángulo formado por el cerco de la chacra y al que daba entrada al potrerito del lavadero, Serapio, después de haber abierto cuatro hoyos á punta de pala, ensayaba plantar el primer horcón

No se daba prisa; nunca tenía prisa Serapio. Tranquilamente colocó el palo en el hoyo, y comenzó á mirarlo, á moverlo, «buscándole la vuelta». Cuando estuvo conforme, lo sujetó con ambas manos y empezó á voltear con el pie la tierra extraída.

—Así va güeno—dijo.

Largó el coronilla, ya firme, y cogiendo la pala, echó sobre el agujero la tierra que restaba. Apisonó. Ratificó la posición del horcón.

—Ta güeno—tornó á decir.

Sacó los avíos, armó un cigarrillo, encendió y tomó otro horcón para plantarlo en el hoyó vecino.

En ese instante apareció Eufrasia, que venía del lavadero con un gran atado de ropas sobre la cabeza. Lo dejó caer, se arregló las mechas, se puso en jarras, y, observando la construcción de Serapio, que no existía á medio día, cuando salió para el arroyo—dijo:

—¡Hué!..¿Estás poblando?

—Así parece, che—respondió el mozo sin mirarla preocupado con su labor.

—Casa chica, parece.

—Es pa los chanchos.

Y ella, riendo:

—Vas á estar bien ahí adentro.

—Sí; en tu compaña.

La china hizo un gesto despreciativo, recogió el atado de ropas, y exclamó con desprecio:

—¡Andá que te lamban!...

Y á pasos menudos y rápidos se encaminó á las casas, zarandeándose y sin dignarse mirar atrás.

El mozo continuó su tarea y sóio cuando ya ella estaba lejos, entrando al guardapatio, levantó la cabeza y se puso á contemplarla.

—Tuavía, no—exclamó, volviendo tranquilamente á su trabajo.


* * *


Cuatro meses después daba principio la esquila

Gran trajín en la estancia. Había que voltearles el vellón á más de veintemil lanudas. Cuarenta esquiladores sudaban apestosamente bajo el cinc hecho fuego del techo del galpón, cubiertos de grasa, arrodillados, una oveja entre las piernas, la tijera en la mano... Las ovejas medio asfixiadas, gemían lastimosamente; de pronto balaba una, pateando, al sentir que le arrancaban un palmo de cuero en tajo brutal... En frente, una oveja vieja, de carretilla pelada, candidata al rodeo de consumo, tosía soportando impasible la tortura á que le habían habituado su seis años de experiencia: «¡agacharse es un alivio, cuando es más fuerte el contrario!»

Aplastadora la tarea para el personal de la estancia. Serapio, ensillando con el alba para arrear las majadas destinadas á la esquila del día, desempeñaba luego el oficio de «acarreador», «agarrando», maneando, y «arrastrando» ovinos para que siempre estuviese ininterrumpida la línea de animales que ocupaba el centro del galpón, á disposición de los esquiladores.

Por su parte, Eufrasia estaba «abombada» por el exceso de trabajo, abrumador y continuo. No se «deshacía las trenzas»; las mechas le caían obstinadamente sobre la frente; la pollera de percal estaba toda arrugada, á fuerza de acostarse vestida, las más de las noches, vencida por el cansancio.

Cuando en el obscurecer de aquella tarde, él entró al patio y fué al pozo, sediento, y la encontró á ella haciendo esfuerzos penosos al tirar de la soga, y se la quitó y sacó el balde de agua fresca y bebió gozosamente en el jarro que ella le alcanzara, tuvo la inspiración de desabrochar el alma y... El gran fogón de la cocina iluminaba el rostro de la criollita, Su rostro color de trigo marilleaba de cansancio; anchas ojeras lindabana sus ojos de carbón; los gruesos labios, entreabiertos, estaban pálidos...

—Tuavía no—pensó el gauchito; y se volvió á los galpones en silencio.


* * *


Al terminar la esquila hubo baile.

Eufrasia, que era una china apetecible, tenía muchos admiradores, y ella, coqueta, «aflojaba piola» á todos, pero concentrando sus indecisas simpatías entre Toribio López, sargento de policía, asistido por el principio de autoridad; el indiecito Martíínez, guitarrista, presumido y que siempre le estaba cantando al oído vidalitas mojadas en miel de camoatí; y Serapio, quien, sin haberle dicho jamás palabra de amor, le había enseñado hasta el fondo del alma en las miradas encendidas de pasión.

En el baile Martínez fué preferido desde el principio. Bailarín de fuerza, conversador agradable, cautivaba.

El sargento, cuarentón presumido, se mordía los grandes bigotes, torturando su magín en busca de un recurso para meter de cabeza en la barra al indiecito ladino.

Y Serapio, calmoso, tranquilo, se hacía á un lado, se ocultaba en la sombra, disimulaba su presencia.

A eso de la media noche, Eufrasia, que había bailado cuatro piezas seguidas con el indiecito guitarrero, salió al patio y se fué hasta el bosquecilio de paraísos, donde se detuvo apoyada un horcón del chiquero de chanchos construido por Serapio.

Este, qué desde hacía un cuarto de hora estaba allí, sentado en el suelo, meditando, la vió y guardó silencio, ocultándose á su vista.

A poco apareció Martínez. Se acercó á ella, le tomó una mano con aire de triunfador y díjole:

—Yo sabía que mi paloma había de obedecer al palomo...

—¿Obedecer?—replicó ella algo irritada.

—Claro ¡Dame un beso!....

—¡No!—gritó Eufrasia esquivándose...

—¿Por qué?

—Porque yo sólo besaré á mi marido.

Y él persiguiéndola zalamero, meloso, exclamó:

—Y desde aura mesmo puedo ser tu marido...

—¡Ah, sí!—replicó ella rechazándolo indignada.—¿Ah, sí?... ¿Eso piensa el mozo?... Equivocó la picada... ¡Puede ensillar y dirse!...

Inútiles fueron las súplicas del guitarrero. La chinita, ofendida, lo dejó plantado y se volvió á las casas.

Hora después, Serapio regresaba al salón de fiesta. Eufrasia danzaba con el sargento. Él se quedó en la puerta, fingiendo no advertir las miradas provocativas que le enviaba la china cada vez que giraba cerca suyo.

Un peón, compañero, sabedor de la intriga amorosa, le dijo:

—¿Y por qué no atropella hermano?

Sonrió el gauchito replicando:

—En californias, caballo que sale cortao en punta, cuasi nunca gana... Hay que carcular el momento ’e la atropellada...

Y ni una vez, en toda la noche, se dignó acercársete, hablarla, solicitarle el honor de una pieza. El gauchito estudiaba, esperaba..

En mitad de una polca, Eufrasia obligó al sargento, su compañero, que la sentase. Estaba furiosa. Enderezó á la puerta y le pegó un empujón á Serapio.

—¿Pa cuando?—preguntóle con sorna el amigo.

—Aura—respondió él.

Y tomándola de la mano, se adelantó hasta los guitarreros y dijo con voz imperiosa:

—A ver una mazurca linda pa bailarla con mi novia.

Y le clavó los ojos; y los ojos de ella dijeron que sí.

Atinaron las vihuelas, rompieron en acompasado son de una lánguida mazurca.

—Aura—dijo él..

—Aura—dijo ella entregándose...

Por no doblarse

A mi amigo, el ilustre gobernador de Corrientes, Dr. Juan Ramón Vidal.


En lo más obscuro de lo más hondo del monte; en algo como una ampolla que formaba la selva,—una ampolla reventada al término de la senda de pumas que iba en caprichoso caracoleo, desde la vera pantanosa hasta la barranca que contiene el furor de la laguna;—en el medio de una glorieta cerrada y toldada por lapachos más viejos que Nembucú,—el bisabuelo de mi bisabuelo,—humeaban los tizones de un fogón recién apagado.

La mucha sombra que envolvía el diminuto potril, parecía aumentar el silencio de aquel sitio agreste y espinoso en que hasta las aves consideraban con respeto la majestad protectora de sus troncos envejecidos y endurecidos en lucha inmemorial con los pamperos que soplaban de arriba y las aguas que castigaban de abajo en las crecidas insolentes de otoño.

De un lado del fogón estaba Cantalicio, mordiendo la bombilla de lata del amargo, encontrado singularmente amargo aquella tarde.

En frente estaba Eloíso, con su cara apacible y serena, semejante al tronco seco de un ceibo viejo cuya copa continúa verdeando de hojas y rojeando de flores.

De pronto, Cantalicio, dijo:

—Hermano, ya m'encomienza á jeder la vida?...

Y Eloíso, apretando el cigarrillo entre sus labios color de camalote arrancado, contestó:

—Hum!...

—Estoy cansao;—continuó el del mate, tirando el mate sobre la yerba,—¿Pa qué hacerle botón á un lazo que no tiene presilla?... ¿No te parece?...

—¡Hum!

—Hasta aura, dispués del primer rajón dao en el poncho 'e la vida, fi cosiendo; pero aura se mi hace que y’ estoy como carona 'e negro: más tientos que cuero!... ¿No hayás?

—¡Hum!....

—¡Qué vida!... Condenado á peliar jaguaretés y vivir como vizcacha por haber muerto una perdiz... ¿No es triste?...

Cantalicio se incorporó un poco y levantando el brazo por encima de los tizones, descargó pesadamente la mano sobre el hombro de Eloíso, que se dobló diciendo:

—¡Hum!

—¿Verdá qu’es zonzo,—continuó Cantalicio,—pasárselo así cuidando y componiendo un caballo pa no correrlo con naide? ¿Verdá, hermano, qu’es triste tener güenos dientes pa mascar leche como los guachos y tener uñas de tigre para rascar caraguatases?...

—¡Hum!

Ya era de un todo noche, ó ya era, por lo menos de un todo obscuro. Ni una pava se movía sobre las gruesas negras ramas de los lapachos. Del campo, cerrado por una muralla forestal de quince cuadras, no llegaba una voz; y del otro lado, el río, inmediato, separado del potril por pocos metros de tierra poblada de espeso y áspero bigote de frondas, corría en silencio, plácido bajo la plácida claridad estelar.

—¡Decí algo, pues!—gritó Catalicio, sacudiendo el hombro del amigo; y el otro, tranquilo, sosegadamente, respondió:

—¿Lo qué?...

—Te hablo y siempre decís: ¡Hum!

—¡Hum!

—Siempre lo mesmo.

—Siempre es lo mesmo.

—Algunas veces cambea.

—Nunca... Y dispués, ¿á qué gastar palabras al ñudo?... La fuerza del lazo está en la calidá de los tientos y no en la primura de los pasadores...

—¿De modo que yo?

—¡Hum!...

Y Eloíso volvió á pitar con fuerza.

Catalicio, irguiéndose á medias en un brusco ademán, pegó con el pie en los tizones, y el fuego que ardía en silencio bajo cenizas, relampagueó en una llama roja.

Entonces el rostro amarillo, arrugado, inexpresivo de Eloíso, el rostro semejante á un tronco de ceibo muerto que continúa produciendo hojas y flores, cobró vida, ardió cual pajonal reseco y exclamó con vehemencia:

—¡Hum! Asina t’ he contestao hast’ áura!... El perro que de güena ó mala gana, sigue al amo ande el amo vaya... ¿No soy un perro yo?... Tu padre me crió guacho y vos me acariciaste de chiquito... Yo juí fiel... Cuando vos dibas al arroyo yo diba con vos. Una vez que cuasi te augaste en la laguna sucia, yo casi me augué pa sacarte d'entre los sarandises; en otra ocasión, en un aparte de noviyada chúcara, me quebré una pata aplastao po’ el mancarrón que costaló en la pechada que le di al toro que t'iba á ensartar en las guampas mientras le bajabas el recao al doradillo marca flecha que se te había aplastao en el aparte... ¿Te acordás?

—Me acuerdo!...

—Y dispués, cuando mataste á Sandalio,—en güena ley, no hay que negarlo, aunque le pegaste unas cuantas puñaladas de más,—yo te acompañé en la juida y con vos he matreriao hast'áura, sin una queja.

—¡Vos sos mi hermano!... Si hubiera que seguir así...

—Seguiremos... Del cuero salen las correas y mientras tengamos cuero pa jugar, seremos ricos; pero... ¿me permitís que te hable y te aconseje una vez?... ¿Sí?... Yo sé que desís que sí... Güeno: oíme. ¿Qué culpa tiene la pobrecita Jesusa de que el otro la hubiese codiciado?... Vos la querés, vos sabés qu’ella te jué fiel siempre, y sin embargo, comés carne revolcada en yel, atravesando entre los dos cariños, un dijunto qu' está sobre tierra como una ñeblina...

—Hermano,—dijo Catalicio en voz muy trémula,—¿vos crees qu' ella me quiere?

—Yo creo,—respondió el hombre de cara semejante á un ceibo viejo,—yo creo que cuando no se cree en que hay quien nos quiere, no vale la pena montar á caballo... Si vos querés yo lo veo al padre qu’influirá pa conseguirte el indulto... Dispués te arreglarás más fácilmente vos mesmo con Jesusa... y güelta á vivir la vida de la gente, dejando de incomodar á los bichos, que aunque la casa es grande, ellos son muchos de familia... ¿qué te parece?

—Me parece,—respondió con voz firme el mozo,—muy lindo... pero pa eso hay que humillarse y entonces...

—¿Y entonces?

—Que yo no dentro por puertas en que hay que doblar el cogote!..

—Asina?... No hablar más... Vamos á preparar el churrasco!...

—¿Estás conforme en seguirme?

—¡Pregunta boba!

Cómo se vive

A mi buen compañero I. Medina Vara.


Felisa había permanecido toda la noche en vela.

Era una noche de invierno, del áspero invierno campero, impetuoso como un toro cerril, soberbio como río salido de madre, inclemente como el granizo.

Una noche amedrentadora.

El cielo era negro cual hollín de cocina vieja. Ni una sola estrella habíase atrevido á aventurarse en lobreguez semejante.

A ratos, reventaba el trueno en las lejanas cavernas del firmamento.

A ratos zigzagueaba un relámpago, semejando el brillo fosforescente de los ojos de un felino rampante entre húmedos pajonales.

El viento, en ráfagas discontinuas, silbaba agrias melodías al enredarse en las férreas ramazones de los eucaliptos, donde anidaban águilas... ó voltejeaba, al ras de la tierra, resquebrajando y humillando á los rosales y á los jazmines, á las camelias y á las glicinas...

Solita, en el sobrado de la Estancia, solita en el lecho, que parecíale inmenso para ella sola, Felisa, sentía helársele la sangre á cada centelleo eléctrico, que inundaba de luz el cuarto y á cada retumbo de trueno que hacía estremecer las tejas del techado...

Luego, en un reposo de ruidos y luces amenazantes, tras un pequeño silencio, la lluvia empezó á caer, á caer en gotas gruesas, espaciadas, lentas... Cesó de pronto... En seguida, violentamente, ferozmente, el aguacero se desplomó con ansias de exterminio, mientras rugían los truenos, y se cruzaban en todo sentido los relámpagos, marcando arrugas lívidas sobre la faz carbonosa de la noche.

Noche de rabia. Una de esas noches en que el pavón nocturno y el cuervo simbólico y el buho agorero, parecen reunirse en fatídica trilogía para salmonear la divinidad del suicidio y el encanto del precipicio, para las almas transidas, exhaustas y deshojadas...

Las horas iban transcurriendo, cada vez más rabiosas en reventar de truenos, en estallar de centellas, en vociferar del viento, en azote de la lluvia...

Iban pasando las horas con esa lentitud con que pisan las cuentas del rosario para un chico que se muere de sueño.

Rugía afuera el huracán. El cielo, el masculino fecundador, parecía complacerse en demostrar su superioridad brutalizando sin clemencia á la tierra, su esposa...

Y las horas pasaban, y Felisa se agitaba febrilmente en el lecho, esperando al esposo... Y, en el insomnio y al influjo de la noche tempestuosa, las ideas negras proliferaban en su alma.

Ella nunca quiso á aquel hombre que por ser joven, bien parecido y muy rico la adquirió de su padre como quien adquiere un caballo, pagando mucho, por capricho de poseerlo.

Nunca la quiso, pero casada con él, se esforzó por quererle; y cuando vino un hijo, empezó á creer en la posibilidad de una fusión sentimental, la alegría de la flor recompensa del rosal á los afanes de quien le cuida y le defiende con esforzada solicitud...

Y seguía bramando la noche. Y las horas caían lenta, muy lenta, muy lentamente, sin que ladrase un perro anunciando la llegada del patrón, quien, dos días iban, partió para el Ceibal: carreras, juego, baile, farra...

La majestad del Sol impuso respeto al cielo. La electricidad cerró los ojos y enmudeció. Cesaron los truenos y los relámpagos. Calmó la lluvia. El huracán, avergonzado de su acción destructora, moderó sus ímpetus...

Y cuando Felisa, horriblemente torturada por una noche de angustioso insomnio, comenzaba á vestirse, vio entrar á Lucindo, su esposo.

¡En qué estado!

Venía hecho una sopa; el poncho de arrastro; el blanco pañuelo de la golilla todo manchado con el rojo innoble del vino; los cabellos semejaban un trigal pisoteado por una tropa de yeguarizos en desbandada; la frente era un mármol ultrajado por las intemperies; los ojos eran como una lámpara que humea, agonizando, falta de aceite; los labios, cansados, recordaban los áridos labios arenosos de un arroyuelo desecado por el estío...

No cambiaron palabra. Ella concluía de vestirse, mientras el concluía de desnudarse. A poco, roncaba.

Ella lo observó con desprecio. Iba á salir. Vio uñ papel en el suelo, caído de los bolsillos de su esposo... Lo recogió, lo leyó y lo arrojó con asco...

Descendió la escalera del sobrado y fué, mecánicamente á ocuparse de las tareas domésticas... Hizo fuego, preparó la pava y dirigióse al aljibe que estaba en mitad del patio, á la sombra del parral.

Se detuvo allí. Miró lo hondo y negro del pozo. La acerada pupila de aquel abismo le atrajo. Se inclinó para mirar... Se inclinó mucho...

Al otro extremo del patio, Luisito, el hijo único, en zapatillas y en camisa, en medio de una gallina rodeada de polluelos, observaba con asombro á la madre y, sin decirlo, pensaba:

—Mamá no quiere nunca que yo me asome al pozo y ella se asoma mucho!...

Y en ese mismo instante Felisa se lanzaba de cabeza en el aljibe, obedeciendo á la fatídica voz de la trilogía del cuervo, del buho y del pavón nocturno, incitadora del suicidio libertador.

El pequeño, azorado, corrió gritando en la intuición de su desgracia:

—¡Mamá!... ¡mamá!

Mas, como nadie respondiere, imploró desesperadamente:

—¡Papá!... ¡Papá!...

Pero el papá dormía su borrachera, soñando con la mujerzuela que le había retenido dos días entre sus brazos, fuera del hogar...

Mi prima Ulogia

Al doctor Claudio Willintan.


La pulpería de Umpiérrez, en la Cuchilla Brava, cerca del Arerunguá Chico, era casi un cubo, y á la distancia, aislada como estaba en la cumbre de la loma, sin un árbol á su alrededor, parecía inmenso y pulido bloque de piedra blanca, plantado sobre la felpa verde de la colina.

Sin embargo, en aquel dorado domingo de enero, el habitual aspecto de la pulpería había cambiado. A su alrededor, blanqueaba un escuadrón de carpas y negreaban las enramadas, construidas en un día con cuatro horcones de blanquillo y varias carradas de ramaje de laurel y chalchal.

Además, veíanse desparramados por el contorno, carretas y carros, caballos y bueyes; y mientras de costumbre reinaba un silencio adusto, entonces, era todo bullicio: chocar de arreos de plata; sonoras interjecciones de gauchos y de perros, chillidos de acordeón y de mujeres; lloriqueos de guitarras y de niños; lamentables mugidos de bueyes hambrientos, y sonoros relinchos de parejeros ansiosos de lucha...

Junto á un ombú, un paisanito empurpurado, balbuceando frases de amor al oído de una chinita derretida...

Junto á las casas, un bullicioso grupo de jugadores de taba....

Junto á un carretón, una vieja friendo tortas y pasteles, rodeada de parroquianos y lanzando zafadurías por sus labios de pergamino, sin dejar caer el cigarro de chala...

Más allá, la pista, alisada, peinada como criolla en noche de baile, y varios profesionales que la recorren, estudiándola en todos los detalles de las trescientas varas comprendidas entre la «largada» y la «raya».

Y sobre todo eso, sobre el cubo blanco, sobre las carpas grises, sobre los hombres, sobre los animales, el sol, el gran sol de enero, derramaba fuego.

Entre la enorme concurrencia que todos los pagos vecinos habían volcado sobre la pulpería de Umpiérrez, atraída por el aliciente de unas «carreras grandes», encontrábase don Filémón Saldaña, viejo y riquísimo hacendado cuya estancia blanqueaba sobre la misma Cuchilla Brava, al margen boscoso del Arerunguá Chico.

Había llegado justo en el momento en que «enfrentaban» para la «california» los cuatro parejeros del primer tercio.

A caballo, inmóvil sobre su tordillo viejo, apoyadas las manos sobre la cabezada del «basto», siguió impasible todas las peripecias de la luchá hípica.

Los gritos de:

—¡Cincuenta onzas al malacara!

—¡Doy cinco á cuatro y voy al overo!

—¡Doy el campo con el malacara!...

...Todo el bullicioso tiroteo de las apuestas que enfebrecía al paisanaje, dejábalo indiferente. En medio de su rostro moreno, circundado de espesa barba blanca, sus ojos, sus grandes y buenos ojos de niño, se movían siguiendo los caballos en las partidas; pero sus oídos no oían, y sus labios no se desplegaban para nada.

Así estuvo mientras se corrió la «carrera grande» y así estuvo mientras se corrieron otras subalternas, retirándose cuando ya la noche mandaba atrancar la pista.

Entonces, se fué al tranco, hasta la pulpería. Cenó con el pulpero. Después, cuando levantada la mesa, se instaló la partida del «monte», él, desde un extremo de la mesa, observaba, observaba, siempre en silencio, siempre impasible.

Umpiérrez, acercándose para ofertarle un mate, le preguntó:

—¿No le dan ganas de tantiar la suerte, don Filemón?

—No; no me dan ganas—respondió sonriendo el viejo.

Y el otro, intrigado, insistió:

—Sin embargo, cuentan que usted fué un jugador terrible.

—No es mentira..

—Que solía pasarse dos días sin levantarse de la carpeta, tallando una banca.

—Y tres también.

—Que era un jugadorazo. A la taba...

—A naides rispetaba.

—En cuestión de carreras...

—Era capaz de dentrar con el petizo del barril del agua...

—Y ahora ¿á nada juega?... Es porque está muy rico.

—No; estoy muy rico, porque no juego, y, sobre todo, soy feliz porque no juego... Tuito se lo debo á mi prima Uíogia...

—Me gustaría saber.

—Puede saberse... Mi prima Ulogia...

—¿Es su mujer?

—La mesma... Mi prima Ulogia se crió en casa, y tata la quería como á hija... Nos criamos juntos... Yo, que siempre juí perdido por el juego y las mujeres, ni albertí que la gurisa s’iba poniendo linda... Pero aconteció, yo no sé cómo aconteció... Parece qu’ella me quería dende tiempo, y... cómo jué, por qué jué, dónde jué, no mi acuerdo, nunca mi ’é acordao... hice una barbaridá... una e las muchas barbaridades que llenaron mi vida como los yuyos en gtterta de dejao...

La pobrecita sufrió mucho. Yo seguí galopiando al ñudo por los campos de la existencia, Un presto por lindas cuchillas, tan presto por tierras sucias, bañao, espina y barro...

Cuando murió tata y juí dueño del establecimiento, los alambraus comenzaron á cairse; las ovejas estaban comidas de sarna; las vacas ni balaban ya de flacas... y tuito se redetía como terrón de azucara echao al agua... Tuito se jué yendo, una pajita aura, y otra luego, y después muchas... A la fin... la ruina. Las carreras, las carpetas, la cancha’e taba, el beberaje y las mujeres me comieron más ligero que comen una osamenta de vaca los cuervos, los caranchos, los chimangos y los gusanos...

En la noche del día en qu’entregué la estancia al acreedor hipotecario, cenamos juntos Ulogia y yo.

—¿Y aura qué pensás hacer?—me dijo ella, Y yo le dije:

—¿Vos te cres que si yo juese capaz de pensar algo, me hallaría en este brete?

—Hay que pensar—dijo ella.

—Sí; pienso que lo mejor sería tirarme al agua; el arroyo es hondo, y la correntada es juerte; cuesta poco augarse.

—Eso es maula—me dijo Ulogia.—Los gauchos no se matan nunca, porque los gauchos tienen coraje.

—¿Y p’ande querés que rumbee?

—Rumbiá pal Iao del so).

—El sol encandila.

—Bajando el ala del sombrero, se hace sombra.

—Yo ya ni sombrero tengo...

—¿Querés que yo lo sea?—me dijo medio así como si llorara...

—Güeno—dije, y la miré y vide que entuavía era linda y tenía una cara de güena como la virgen del altar mayor en l’iglesia’el pueblo.

—Güeno—volví á decirle, y le di un beso...

Y dende entonces, agaché el lomo, no l’hice asco á nengún trabajo, ni juí á las pulperías... y hoy, soy el estanciero más rico de Arerunguá... y el hombre más feliz también... Y tuito se lo debo á mi prima Ulogia...

Como en el tiempo de antes

Al gran amigo Fulgencio Pinaseo.


El techo celeste estaba como la bóveda de un horno calentado con leña de coronilla.

En el ardor de fragua de aquella siesta excepcional, hasta el aire tenía pereza de moverse.

En medio del firmamento, el sol era como una inmensa mano de hierro enrojecido, pesando sobre todo lo terrestre.

Era colosal el silencio, porque los fuelles pulmonares, alimentados por lenta corriente sanguínea, no podían efectuar su tarea de oxigenación sino mediante el casi absoluto reposo de todos los órganos.

La naturaleza entera dormía sin un susurro, la naturaleza toda respiraba apenas, sin movimiento visible, sin ruido perceptible.

En la estancia de los Eucaliptos, los peones, tirados sobre cojinillos, medio desnudos, soportaban el flechazo de los tábanos por no mover una mano; y en sus bocas abiertas, para facilitar la entrada y salida del aire sin ningún esfuerzo, solían meterse, curioseando, las moscas.

El calor, derritiendo la grasa de los maneadores, había aflojado el «ñudo», y el cuarto de oveja cayó desde la cumbrera hasta tocar el suelo del galpón... «Malaquías»—el perro viejo y artero, más ladrón que una urraca;—«Malaquías», que estaba sin comer desde la víspera, olfateó la carne, levantó la cabeza, y volvió á bajarla, sin ánimo para levantarse, arrancar un trozo y mascarla.

El gato barcino soñaba sobre una bolsa de cerda, cuando una rata le pasó atrevidamente por delante. Abrió un ojo; la raya de la pupila se dilató en círculo; pusiéronsele erécticas las orejas y las uñas... y volvió á entornar los ojos, á envainar las agujas unginales, y á hacerse un ovillo, entregándose al sueño..

A esa hora, un paisanito, de rostro color de cerno de coronilla, de ojos de árabe, iba costeando al tranco de su overo sudoroso, el alambrado de la chacra de la estancia de los Eucaliptos. Se detuvo; empinándose sobre los estribos, echó la vista sobre el maizal, y encontrando lo que buscaba, gritó:.

—¡Güeñas tardes, tía Paula!...

De entre los altos tallos verdes, alzóse rápidamente, azoradamente, una vieja mujer que soltó de pronto las puntas del delantal y cayeronal suelo varias espigas de maíz y una sandía que se partió al caer, y quedó semejando rojo corazón de toro, abierto de un tajo...

—¡Ahí ¿sos vos, muchacho exclamó.—¡Qué susto me has dao!... Créi que juese...

—Alguno de la estancia que la sorprendiera trabajando en chacra ajena, á media siesta...

—Vine á rejuntar algunas espijas cáidas,—dijo la vieja excusándose.

—Vea, mi tía; yo no le hago cargos: los patrones no se han de comer todos los choclos y todas las sándias, y no hay delito en que una pobre vieja haga lo que hacen las cotorras, comerse algunas...

—Ansina es, sobrino.

—Güeno, vengo en su busca.

—¿En busca mía?... ¿pa qué, muchacho?....

—Porque yo tamién ando con ganas de robar una sandia, y al dentrar á la güerta quiero que usté entretenga los perros pá que no se me vengan al humo...

La vieja se acercó al alambrado, cuidando de ocultarse entre los altos tallos, y preguntó intrigada:

—¿Siempre encamotao con Belarmina?

—Siempre. Ella es pa mí como el sebo pa las guascas, lo que da vida...

—Güeno, pero no pensarás hacer una barbaridá?...

—No, tía... Pienso robarla esta noche y necesito que me ayude...

—¿Robarla?... ¡Jesús, María y José!—exclamó, haciéndose la escandalizada, la vieja andrajosa.

El gauchito rió.

—¿Y di hay, tía Paula?...;Y á usté no la robó el finao tío Evaristo?...

—¡Era otro tiempo m’hijo, era otro tiempo!... Entonces no había alambraos, los montes eran espesos, los polesías no tenían remintones, ni había fierrocarriles, ni telégrafos, ni telefonos... ¡Era otro tiempo, m’hijo!...

—Pa los gauchos de verdá, son lo mesmo todos los tiempos... ¿Qu’importa disparar en matungo flaco, si el que nos persigue también viene mal montao?....

—¿Y qué querés de mí?

—Que me ate los perros. Don Evaristo, el capataz y los peones Telmo y Galleguito están en las carreras del Venao Arisco... En l'estancia sólo queda Aniceto, que es aparcero, y cerrará los ojos y los óidos... A la hora ’e la cena usté cái por las casas y le comienza á dar prosa á ñá Venancia... Hablelé mal de todas sus amigas; eso le gusta.

—Eso nos gusta á todas las mujeres...

—Cuentelé algunas zafadurías..

—¡La patrona sabe más zafadurías que yo!... ¡Es zafada la vieja, che!...

—¡Mejor!...—Dejelá tallar de cuando en cuando y comídase pa sebar el dulce y... ¿entuavía ha de tener aquellos yuyitos que hacen dormir?...

—¡Sosegate, muchacho!... ¿Con la patrona?... ¡Sosegate!...

—Le regalo la lechera yaguané...

—¿La yaguané de ubre grandota?...—exclamó tía Paula con codicia.

—Sí.

—¿Y el ternero tamién?

—Tamién.

—¿Es un overito crespo, medio cruzao?

—Sí...

Ella meditó. Luego dijo:

—¡Pucha, che, qué compromiso!... Pero en fin, por servir á un sobrino... p’algo es la familia... ¿Y estás seguro que Belarmina v’a cabrestiar?...

—Ese tiento yo lo afino.

—Siendo de esa laya... Anda indicando lo qu’hay que hacer...

—Cosa más clara que agua’e manantial... Usté se allega á las casas á la hora’el pulpeo; como misia está sola y se muere por prosiar, de fijo que la invita á comer y dispués... el mate dulce...


* * *


En el gran comedor de la estancia.

Doña Venancia, repantigada en su sillón tapizado con cuero de ternera peludo, ríe estrepitosamente, haciendo bailar el vientre enorme y dejando al descubierto las encías sin dientes...

—¡No, che! Yo no puedo creer que mi comadre Marcelina... asina... ¡No, ché, son mentiras tuyas!...

—¿Mentiras?—replicó tía Paula, fingiendo indignación.—Eso sí que no admito, misia Venancia!... Mire: que la parta un rayo si hay un piacito’e mentira en lo que le cuento... Gracias á Dios yo no soy mala lengua ni me gusta desagerar á naides.. Tome otro mate, misia.

La gorda patrona bebió el «dulce», bostezó y dijo:

—Pucha, m’está dentrando un sueño... ¿Ande está Belarmina?...

—Aquí estoy, mama—respondió la chinita, entrando en el comedor.

—Están ladrando los perros.

—A la luna... Noche de luna, noche de...

Misia Venancia quiso reir, pero un bostezo le embargó la boca. Cerró los ojos, reclinó la cabeza en el respaldo del sillón y quedó inmóvil.

—Y’astá á punto el asao—gritó la vieja.

El gauchito penetró en la habitación.

—¿Vamos, prenda?—preguntó cariñosamente á Belarmina.

—Vamos,—respondió ella decidida. Fué a la pieza inmediata, de donde volvió con un atado de ropas.

—Vamos,—volvió á decir.

Y cuando se disponían á partir amorosamente abrazados, tía Paula los detuvo, diciendo al mozo:

—Ché, no te vas olvidar de mandarme la yaguané...

Las gentes del Abra Sucia

A Félix Lima.


Cuando Delfina tenía quince años, era la morocha más agraciada del pago del «Abra Sucia»,—que tenía fama de ser un pago de chinas lindas, hasta el punto de que los mozos no trepidasen en galopar treinta leguas por concurrir á un baile en «Abra Sucia».

Hijas del amor, casi todas; producto de los fugitivos amores de un malevo escapado del bosque, con riesgo de la vida; flores silvestres, hurañas, con mucho de salvaje en la forma, en el color, en el perfume...

Sus rostros parecían hechos con corazones de ñandubay; sus cabellos tenían los reflejos negro azulados de las alas del urubú; sus ojos chispeaban como fogones; sus bocas atraían con la voluptuosidad de los gruesos labios encarnados, pero imponían con la doble fila de dientes menudos, parejos, afilados, amenazantes... En la altivez del rostro, en la gallarda solidez del cuerpo, en la rudeza provocativa de la mirada, en la elegancia de los gestos, había algo de la potranca arisca, criada á orillas del monte, siempre recelosa, siempre pronta á escapar buscando refugio en la intrincada maraña de los espinillales...

Eran todas lindas, las chicas del pago; pero Delfina descollaba entre todas. Su padre, un bandolero famoso, fué muerto á tiros por la policía, una noche en que dormía confiado en el rancho de su amada. Ésta, que no podía negar la raza, peleo á la par de su hombre, y sucumbió dos días después de resultas de las heridas recibidas.

Delfina fué recogida por don Saulo Manzanares, antiguo contrabandista y cuatrero, á quien se atribuían sinnúmero de crímenes, pero que había conseguido liquidar amigablemente sus pleitos con la justicia, había comprado un campito, y se había sosegado, llegando á ser el más rico y considerado estanciero del pago. Las malas lenguas murmuraban que muy rara vez carneaba una vaca de su marca ni una oveja de su señal... pero deberían de ser calumnias... Desde hacía muchos años, la policía toda, empezando por el comisario, se sentía muy orgullosa de ser recibida y agasajada por don Saulo Manzanares...

Delfina contaba cinco años cuando fué recogida por el potentado del lugar, quien tenía un hijo único, Santos, muchachón que á los quince anos, era ya la propia piel de Judas.

Hijo de tigre, overo ha de ser. Y aunque el padre se hubiese llamado á sosiego para disfrutar tranquilamente el producto de una vida deshonesta, no por ello habría de haber transmitido á la prole otra herencia que la de su verdadero acervo moral.

En el pago de la «Abra Sucia» sólo había bandidos. La honestidad era ave que nunca hizo nido en las almas de allí, fuesen masculinas ó femeninas.

La situación geográfica que incitaba al contrabando; la topografía del paraje, que se prestaba admirablemente para albergar bandoleros, burlando la persecución policial; la historia comarcana, rica en aventuras, en episodios bélicos, siempre terminados con el triunfo del malevaje, y agregado á esto la poderosa influencia de la sangre en varias generaciones de bandidos, mantenían, en hombres y mujeres, el tipo rudo, violento, todo pasión y todo instinto, audacia, aspereza y rebeldía...

Saulo, bandido inteligente, echó una raya—trazada con onzas de oro,—separando el pasado del presente y del futuro. Pero lo que no supo prever fué lo que habría de producir su estirpe, De semilla de cardo, cardo habría de nacer.

Todos los malos instintos, todas las perversiones brotaron lujuriosamente en el alma de su hijo Santos. Los lazasos con que á menudo intentaba corregirlo, sólo sirvieron para avinagrar su alma perversa. Y cuando Saulo apareció una mañana, tendido á la entrada del Abra, muerto de un balazo en el corazón, todo el pago atribuyó el crimen al hijo...

El hijo tenía entonces veinte años y se convirtió en el más tiránico señor del pago.

Delfina fué una de sus víctimas. Delfina amaba á Panta, joven contrabandista, fuerte y bello, y guapo, y que á los veintidós años de edad contaba ya en su haber glorioso, cuatro muertes. Pero Santos decidió que la china fuese suya, y lo consiguió á rigor.

Ella lo odiaba. Él le era continuamente infiel y la trataba con grosería brutal.

Panta y Delfina se encontraron una vez en el monte. Ella le contó sus cuitas. Él dijo:

—Si vos querés... Cortando el árbol se acabó la sombra...

—Sí vos te animás...

Y una noche, una noche de invierno, obscura, fría y lluviosa, Panta llegó á la estancia del viejo Saulo, pidiendo posada. Santos, medio borracho, lo hizo entrar, lo invitó á compartir su cena; luego á jugar al truco.

Delfina cebaba mate.

Santos, como de costumbre, «pasteleaba», arrastrando las onzas del forastero, que parecía no advertir la trampa, y con la alegría de su fácil ganancia, le pegaba sin cesar á la botella de caña.

—Bien dicen que tuitos los días nace un zonzo y que la cuestión es encontrarlo...

—Asina es—respondió el cuatrero sin incomodarse.

Y empezaron otra partida. Santos daba las cartas y «sacó del medio» con torpeza infantil. Su contrincante sonrió, miró sus naipes y jugó callado.

—¡Dos ríales envido, maula!—gritó el dueño de casa.

—¡Allá va la falta, guapo!—respondió Panta; y levanta adose rápidamente, le deshizo la cabeza de un pistoletazo.

En ese momento entraba Delfina con el mate.

—¿Ya está?—preguntó tranquilamente.

—Ya está. ¿Lo dejamos aquí no más?

—Dejuro. No nos vamos incomodar cargando basura...

—¿Tenes pronto el atao de ropa?

—Pronto.

—Vamos pal monte.

—Vamos.

Y al poco salían, serenos, tranquilos, sin un remordimiento, en busca del espinillal, refugio seguro de todas las fieras.

La venganza del buey

A Emilio Frugoni.


Pitando fuerte el colorado rionovo envuelto en chala, el viejo Sandalio borbotó una humada gris con la cual confundió en un solo tono, su faz gris, sus ojos grises, su cabello, su barba y sus grandes bigotes grises, y dijo con una voz grísea también:

—¿Hará tiempo d’eso, no?...

Desconcertado por la irónica interrupción, don Pedro Lucas truncó el relato y púsose á considerar á su compadre, medio con rabia, medio con lástima.

Es axioma zoológico, que los animales más pequeños sean los más ponzoñosos;—justa compensación, en la lucha por la existencia, concedida por la madre Natura á quienes carecen de otro medio para asegurar la supervivencia. Ella da cerebro á unos; músculo y garras á otros; agilidad á éste, hipertrofia visual ó auditiva á algunos; humildes, pero protectores mimetismos á los más indefensos, y veneno á los ínfimos, á los que condenados á vivir arrastrándose, en penosos serpeos, están siempre expuestos á ser aplastados por el tacón de un sabio ó por el casco de un bruto.

Don Juan Lucas era un hombre grande, morrudo, sin una achura de desperdicio; grande, fuerte y bueno como un buey.

Al igual de los bueyes, tenía unos bofes potentes, capaces de oxigenar muchos litros de sangre por día; y un corazón amplio, de sólidas paredes y con maravillosas válvulas,—aspirantes y expelentes, incansables é infalibles en su ruda labor de riego; y un estómago que era un concienzudo químico; y un hígado y un riñón que resultaban celosos policianos... Sólo tenía, como los bueyes, un órgano pequeño y flojo, don Juan Lucas: era el cerebro.

Nunca se le había ocurrido pensar. Pero, si los bueyes pensasen, ¿seguirían pacientemente el surco, soportando el tirón de la oreja y el escozor del clavo de la picana?... Si los bueyes pensasen hoy por hoy no se dorarían con flor de trigo los collados, ni desparramarían luces diamantinas los dedos de muchas mujerzuelas, ni burbujearía el champagne, en copas de cristal, frente á la alba pechera de muchos capitalistas.

Hay tres especies animales que no desaparecerán jamás de la tierra: los tigres, los bueyes y las víboras.

Sin embargo, buey y todo como era, Juan Lucas se encrespó ante la insidiosa interrupción de su compadre, que desde rato hacía,—y, por otra parte, como siempre, le venía fastidiando así, clavando estacas en todo lo largo de su relato.

Y tanta rabia le dió que después de considerarlo un momento, levantó la manaza y dijo:

—Si no te callás...

—¡Y'estoy callao!—se apresuró á responder don Sandalio.—Seguí no más, ya que te agrada correr solo...

Don Pedro Lucas detuvo el ademán y prosiguió mirando á don Sandalio. Y, cosa rara, le fué apareciendo como un hombre completamente distinto de aquel Sandalio que conocía desde que ambos eran niños y en cuya comunidad había vivido por cerca de medio siglo.

Recién entonces se dió cuenta de la fealdad repugnante de aquel hombre que había constituido la mayor afección de su vida.

Vio recién que la frente era ancha y fugante como la de un felino; que los ojos, pequeños y turbios y sin el suprarayado de las cejas desaparecidas, estaban dispuestos en distintos planos, haciendo que unas coincidieran sobre el mismo punto sus visuales; que la nariz, alta y fina, cortaba el sesgo de su faz ondulosa, cubierta de piel áspera, rojiza, taraceada de barros negros en el poco espacio dejado libre por la frondosidad capilar; que la boca, hundida por la carencia de dientes, era también irregular y sinuosa. Viejo, completamente viejo sin haber llegado á la vejez, tenía todo el aspecto repulsivo de una oveja flaca y sarnosa que va perdiendo la lana.

—¡Pucha que sos fiero!—exclamó el coloso.

—¿Te parece?—contestó el otro riendo con una sonrisa negra.

—Y ruin—agregó Pedro Lucas.

Y siguió observándolo insistentemente. No; no era posible que floreciese un solo sentimiento bueno dentro de aquel hombre, que todo el mundo odiaba, que todo el mundo despreciaba por haragán, vicioso, cobarde y malo y de quien él se había constituido en perpetuo defensor.

—¡Sos fiero mesmo!—volvió á decir con amargura, porque pronto, en inusitada iluminación de su espíritu opaco, vislumbraba toda la verdad de la crítica y la justicia de las befas de que durante años y años él había sido objeto, á propósito de su encariñamiento por aquel reptil, que le había robado todo, hasta el honor, y que hacía públicamente gala de su vileza.

—¡Sos fiero mesmo!—tornó á decir.

Y Sandalio, incomodado, respondió provocativo:

—¡Avisa si es polka...—Y luego, con la más perversa de las entonaciones de su voz perversa, preguntó:—¿Tu mujer piensa lo mesmo?...

El buey sintió que le temblaban las carnes, desde la planta de los pies hasta la raíz del cabello, y echó mano á la cintura, sacando el cuchillo de ancha, aguda y afilada hoja... Pero se contuvo al ver la expresión miserable y despreciable, de espanto, que su gesto había dado al rostro del canalla.

Con ademán pausado y sereno, con el ademán del buey que agacha la cabeza y sigue el surco volvió á envainar.

Se cruzó de brazos y dijo sin encono:

—No vale la pena ensuciar la daga matando una víbora vieja que ya ni colmillos tiene, aunque le sobre veneno!... Pero siempre es repunante una víbora... ¡Andáte!... ¡Andáte!...

Y cogiendo el rebenque, comenzó á darle mangazos por la cabeza. Atinó el otro á parar los golpes, anteponiendo el brazo; pero como el buey continuase embistiendo enfurecido, se levantó y echó á correr.

Y el buey detrás, castigando á rebenque.

Así anduvieron varias cuadras en pleno campo. Al fin, Sandalio, rendido, imploró gracia.

—¡No me pegués más!...

—¡Sí!—replicó furibundo el buey.—Levantáte y seguí!... Aquí cerquita está la portera... La cuestión es echarte juera’e mi campo!... Más p'ayá, es ajeno.

Y á fuerza de chicote, le hizo transponer la cancela, y lo dejó entonces.

Por un momento, permaneció quieto. Se pasó la mano por la frente, cubierta de sudor, y dijo:

—¡Caracho! ¡Cómo cansa ser malo!... Y la pobre mi mujer ha’estar con cuidao por mi tardanza...

La vuelta á la aldea

Para Atilio Chiapori.


Muy vaga, muy indecisa idea conservaba yo de mi pueblo. Diez años contaba cuando salí de allí, y más de treinta medí entre la partida y el retorno.

Varias veces, en distintas épocas había sentido tentaciones de visitar el sitio de mi nacimiento; pero desistí siempre. El viaje era muy largo y sólo tristezas podía ofrecerme aquel lugar; mis padres no reposaban en su camposanto; no poseía allí deudo alguno, ni amigos, ni era ya de mi propiedad la casita donde murió mi abuelo y donde nacimos mi padre y yo.

El azar de la guerra me llevó allí cuando menos lo soñaba. El ejército había acampado en las inmediaciones y como era sólo media tarde, en vez de desensillar, fuíme, solito, á visitar la aldea, esperando gozar intensas sensaciones al contemplar las canchas de mis proezas infantiles, el evocar los recuerdos remotos.

Desde que penetré en el pueblo, una tristeza infinita se apoderó de mi espíritu: todo aquello era una ruina. Los edificios cubiertos con verdinegra techumbre de teja española, presentan los muros denegridos, mostrando las injurias del tiempo en las desconchaduras del revoco. Las maderas de las puertas, que apenas presentan vestigios de la antigua pintura, se separan formando hendijas que semejan cuchilladas; tras los barrotes de las rejas, rojos de orín, las ventanas sin vidrios, con los vidrios rotos ó sustituidos con chapas de latón, pregonan la extensión de su indigencia.

Por allá se ve un eucalipto gigantesco; cercano, un álamo soberbio que se estira con ambiciones de alcanzar el cielo: tras de una tapia decorada con lujuriosas madreselvas, los durazneros, los perales, los manzanos y los guindos forman bosques de lozanías tropicales. En un terreno baldío entre un ombú que se ha caído de viejo y una casa que se está cayendo mordida por la incuria, el hinojo y la cicuta mezclan sus hojas finas y sus flores blancas, y forman monte tupido, alto de dos metros, ofreciendo albergue en su soledad húmeda y obscura á millares de reptiles que en el bochorno de las tardes salen para tomar el sol sobre las arenas de las calles desiertas.

En tanto los edificios se desmoronan y mueren ante la indiferencia de los que moran en ellos las plantas crecen con rabioso empuje en aquellas tierras gordas, cuyas ubres generosas debieran alimentar la planta de pan y sustentan malezas: al igual de la vaca, que por desidia del pastor, entrega su leche á la culebra astuta, mientras su propia cría se esqueletiza y se muere de consunción...

Siguiendo á lo largo de una calle parecida á un médano, triste y desierta como todas, salpicada de casas que parecen sepulcros donde reposan muertos sin deudos, que semejan jóvenes envejecidos en prematuro hastío de ia vida, llegué hasta el otro extremo del villorrio.

Vi allí, señorearse una quinta donde los árboles frutales se extendían en legión compacta, donde el maíz ocupa varías cuadras en su verdor alegre, donde los álamos se yerguen á incalculable altura, donde las naranjas negrean, juntando fuerza para engendrar, al beso de la helada, sus esferas de oro.

Es todo un himno á la vida.

Y más allá, un poco más allá, después de un médano de arenas blancas y estériles, vese un muro bajo, cárdeno, derruido en partes, cercando la mansión de los muertos.

Allí está la muerte en la inmensa melancolía del abandono absoluto: la muerte en su verdadera significación: el fin.

Impresionado, empujé el portón de maderas casi podridas, y entré.

Hay una callejuela casi por completo invadida borrada por las hierbas. A uno y otro lado, entre matorral espeso, entre gramillas y ortigas, se ven cruces negras, inclinadas, torcidas y que parecen bostezar de fastidio y sentir deseos de acostarse también sobre la grama para dormir el sueño sosegado de las osamentas que custodian.

No hay árboles que den sombra; no hay tampoco flores que sonrían con sus colores y canten con sus perfumes. Los pájaros no revolotean por allí; las mariposas no tienen nada que hacer en aquel sitio, y si alguna llega, será el pavón nocturno, el gran coleóptero de vestimenta macabra.

Durante la noche, deben arrastrarse por el suelo los ofidios recelosos, el tatú taciturno y la astuta comadreja; por encima de los pastos pasarán volando sin ruido las lechuzas y los murciélagos.

Hay algunos sepulcros que casi desaparecen en medio de la vegetación herbácea, y hay algunas crucecitas de hierro que tienen un corazón entre los brazos. Se ve algo escrito en esos corazones: un nombre, una fecha, una frase afectuosa; pero todo ello ininteligible, borradas letras y palabras por la impiedad de la intemperie.

¿Quién reposa aquí?... No se sabe.

¿Qué le han dicho en llorosa despedida, el padre, la madre, el esposo, la esposa, el hijo, la hermana?... No se sabe tampoco.

El tiempo, hermano de la muerte, riendo de la necia ambición humana de perdurar siquiera en recuerdo, lo ha borrado todo.

Los muertos de aquel cementerio están definitivamente muertos...

Comenzaba á ser noche. Tuve miedo y salí. Monté á caballo y á galope, sin volver una vez la cabeza, me alejé de mi pueblo llevando el firme propósito de no volverlo á ver.

El baile de ña Casiana

A Héctor Gómez.


Allá por las puntas del Yaguary, cerca de la frontera brasileña, en el foñdo de un vallecito rodeado de sierras poco elevadas, pero sucias y escabrosas, estaba el campo de Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa.

Doscientas cuadras de campo ruin, mal cercadas por un alambrado de tres hilos, en muchas partes cortado, flojo y con postes quebrados ó caídos, en la casi totalidad de su extensión.

Trescientas ovejas criollas, comidas por la sarna; dos yuntas de bueyes; media docena de lecheras escuálidas, cinco matungos lanudos, y un enjambre de perros, constituían la hacienda de la «Estancia».

Unos ranchos chatos, negros, despeinados, huérfanos de árboles, de jardín y de huerta, rodeados de ortigas, abrojos, cepa caballo, baldeana, cicuta y malvaviscos, eran «las casas».

Los vecinos decían: la «chacra» del portugués.

Pero Elviro Santanna Riveiro Silveira da Sousa, que, efectivamente, era portugués, decía: «Minha Estancia!»

Elviro era un viejo grandote, gordo, enormemente haragán, superlativamente sucio. Su larga melena y sus copiosas barbas, sabían del peine lo que saben del hacha las selvas amazónicas.

Su mujer, ña Casiana, era una china petiza, gorda y panzona, activa, siempre en movimiento, pero más rezongona que negra vieja y más zafada que pilluelo de arrabal.

Trabajaba sin cesar y sin cesar echaba sapos y culebras, insultando al haraganote de su marido, quien, con tal de no hacer nada, soportaba los insultos con soberana indiferencia. Con eso, y con tener caña y tabaco, era feliz.

El 5 de diciembre, santo de ña Casiana, había baile todos los años, y en aquel año ella esperaba una fiesta suntuosa. Había muerto cuatro gallinas, asado dos lechones, hecho cinco docenas de pasteles y un fuentón de arroz con leche.

Desde temprano empezó á preparar la sala. Elviro, á la fuerza, la ayudaba. Con gran fatiga, fué colocando los escaños contra los muros, después dijo:

—Y’ast'a!... Ainda un bocadinho mais y tudo fica arranyado!... ¡uff!... ¡Vida arrastrada!... ¡Mesmo para divertirse carece travalhar!... ¡Uff!...

Ña Casiana interrogó sin mirarlo:

—¿Ande pusiste el escaño chico?...

—La, na esquina.

—¡Hombre túpido!... ¡Si no tiene geito pa nada!... ¡No sirve ni pa espantar moscas, y ande mete la pata salta el barro á la fija!.. ¿Te parece lindo asina?

—Mulher, eu creiba...

—¡Salí, salí! ¡No te da el naipe pa nada!...

La china cogió el banco, lo dió vuelta, dejándolo en el mismo sitio, y exclamó con aire de suficiencia:

—¡D’esta laya!

—E o mesmo que eu fise...—aventuró el portugués; y ella encolerizada;

—¿Lo mesmo, no?... ¡Es claro!... ¿Como pa vos tanto da caracú que aceite’e pelo!...

—¡Ta bon... ta bon!...—murmuró él resignadamente..

—¡Salí de acá!... ¡salí de acá!... ¡Más mejor será que no hagas nada!...

—¡Eso e o que eu gusto!...

—¡Parece mentira!... Aurita no más van á comenzar á cáir los envitaos y no hay ningún preparo hecho!... Se mi hace que no van á alcanzar los asientos, por que carculo que va venir gente como mundo...

—¡Con certeza!...

—Pueda que venga hasta el comesario...

—¡Não tein dubida!...

—Y las muchachas del mayordomo Peralta.

—¡Pois eh!...

Ña Casiana había sostenido este diálogo ocupada en sus arreglos, dando la espalda á su marido. De pronto volvióse:

—¿Pero qu’estás haciendo, haragán?

—Estou descansando.

—¡Picando tabaco sobre el escaño ricién lavao!... ¡Si serás cochino!... ¡Animal desasiao!...¡Con vos, con el gato barcino y con la perra tuerta nanea se puede tener limpia la casa!...

Él quiso protestar:

—¡Ora isto, senhora, ora isto!

Ella, amenazándole con la escoba, ordenó furiosa:

—¡Mandate mudar de aquí, portugués caspudo!

—¡Sosiega, mulher, sosiega!...

Y se apresuró á salir, sin más protestas...

Pasaban las horas y no llegaban más invitados que cuatro negras y media docena de gurises atraídos por la perspectiva de la comilona.

Comenzó á declinar la tarde; llegó la noche: nadie.

Ña Casiana estaba hecha un basilisco. ¡Semejante desaire á ella!...

—¡Eiviro!... Elviro!...—comenzó á gritar.

A las cansadas apareció el portugués, bostezando y restregándose los ojos.

—¿Qué e o que pasa, mulher?...

—¿Qué pasa?... ¿No ves lo qué pasa?... ¡Qué no ha caído ningún invitao!...

—¡Melhor!... ¡Mais leite para o ternero!... ¡Mais caña para mí!...

—¿Con que mejor, no?... ¡Hacerme á mí ese desaire, toda esa punta de arrastraos y arrastradas!... ¡Hacerme ese poco caso á mí!...

Y luego, dejándose caer sobre un banco, y llevándose las manos á los ojos llenos de lágrimas, exclamó con infinita angustia:

—¡Ensuciarme el santo asina!...

La cerrazón

Al Dr. Carlos Travieso, fraternalmente.


Atardecer de Junio.

Fresco sin frío.

Un cielo barroso. Un sol con pereza,—como trashoguero tapado por la ceniza: no calienta, no alumbra, pero arde...

Las cosas se iban borrando con el polvo gris de la neblina, en virtud de cuya exageración andaluza, los postes de alambrados parecían eucaliptos, bosque sombrío el cardal misérrimo, avestruces las perdices que presurosamente corrían en busca del nido, y mastodontes las ñacas lecheras que ambulaban por el camino real buscando una hierba que triscar antes de echarse á dormir...

Quien ha visto una cerrazón campera sabrá que se asemeja á los celos. Lo agranda y lo deforma todo. Desorienta y desconcierta. Tiene caprichos y perfidias de mujer. La sombra oculta; la niebla engaña.

¡La cerrazón!

En la noche toldada, negra, sin una baliza estelar, solitario en la inmensidad del campo, el campero medita, olfatea, escucha, cierra los ojos inútiles en el caso.... y «rumbea».

Hay lógica, hay ciencia, en su decisión. En el diccionario de la lengua no existe el verbo «rumbiar», debido probablemente á que en la academia española no hay ningún gaucho; y es lástima.

Cuando las tinieblas caen como llovizna de cisco, y lo borran todo, el llano, la colina, el monte y el arroyo, la tapera y la estancia, el yuyal y la huerta; cuando el viajero sorprendido en la infinita soledad del despoblado no alcanza á ver ni las orejas del caballo que monta,—cuando no se ve ni lo que se conversa,—se despreocupa del terreno, pasa revista al mapa que lleva impreso en la mente, «toma rumbo»... y es raro que se pierda y no llegue á su destino.

Pero cuando la cerrazón cubre el campo con su poncho gris, ya no hay baqueano posible. Es una hada que trueca las formas de los objetos; se ven, pero no se reconocen; los parajes más familiares parecen extraños, nunca vistos... Una vaca que rumia echada al borde del camino, figura roca enorme que nunca existió en aquel paraje; más allá un «tacurú» adquiere proporciones de rancho, un cardo es un ombú y un caraguatá, un álamo...

Así era la noche que sorprendió á Julio Sánchez en viaje de regreso á su casa tras varios días de parranda, de carreras, de taba, de naipe y beberaje. Al salir de la pulpería llevaba más carga en el cerebro que en las maletas. Sus insomnios, las emociones del juego y el exceso de alcohol llenaban de neblina su espíritu. La conciencia de su falta, la perspectiva de la escena desagradable que le esperaba al llegar al rancho, con los mudos, pero elocuentes reproches de su mujercita y de la pequeña hacienda abandonada, el remordimiento de su mala acción, de su cobardía, de su egoísmo, le habían hecho perder el rumbo moral.

Apresurando el trote por el camino reseco y solitario, hacía vanos esfuerzos por orientarse, buscando una explicación lógica y una atenuación aceptable. Y no las encontraba. La cerrazón, envolviendo su espíritu, le había hecho perder el rumbo...

Y cuando marchaba así, despreocupado del camino, confiado en su pericia y su conocimiento del pago, se le ocurrió mirar y se encontró perdido.

¿Dónde estaba?... A su izquierda negreaba un monte... ¿Qué monte?... El único arroyo que existía en el trayecto, corría á su derecha... Más adelante vió tres ranchos... Los ranchos del negro Pío, á legua y media de su casa, eran dos, solamente... ¿Y aquellos?...

Con rabia, con mucha rabia, gritó:

¡Lo que me faltaba! ¡perderme á la puerta ’e mi casa!...

Desmontó, púsose en cuclillas y observó... A corta distancia brillaba el agua de un arroyo.. ¿Un arroyo por delante?... No podía ser... ¿El Quebracho Chico?... Pero si el Quebracho Chico iba al costado y no tenía que atravesarlo para ir á sus ranchos...

—¿Lo habré vandiáo sin albertirlo?—exclamó; y montando de nuevo continuó la marcha. Encontró un arroyo; lo vadeó; siguió andando, al azar, sin conciencia, sin dirección.

Trotaba, trotaba y el tiempo parecíale inmóvil. Su casa debía estar allí cerquita, allí no más... y no llegaba nunca.

Sofrenó el caballo. Hizo inauditos esfuerzos por orientarse. Vanos esfuerzos... Recordó que llevaba un frasco de ginebra en la caña de la bota. Bebió. Bebió varios tragos seguidos, y continuó trotando.

Anduvo mucho tiempo. De cerca en cerca bebía. Y las dos cerrazones, la de su espíritu y la de la atmósfera, seguían espesándose.

De pronto sintió un lejano ladrido de perro. Reconfortado apuró la marcha. Donde hay perros hay poblaciones y él ansiaba llegar á una, cualquiera que fuese, para terminar el viaje y la pesadilla atroz.

¿Qué rancho era aquel?...

Uno muy miserable. Él lo reconoció y tuvo deseos de volver á montar á caballo y echarse íí vagar de nuevo por el campo... Pero su voluntad estaba mustia, floja, inservible...

Fué á la ventana y golpeó, diciendo:

—¡Filomena!

—¿Quién es?—respondió una voz soñolienta.

—Soy yo, Julio... ¡Abrime Filomena!

A poco, la ventana se abrió.

—¡Vos!—exclamó asombrada la china!...

...Y pasaron los días, las semanas, los meses, y Julio Sánchez reconquistado por su antigua amante no volvió al rancho donde su mujercíta lloraba, cuidando al pequeñuelo y cuidando la hacienda abandonada como ella.


Publicado el 26 de agosto de 2022 por Edu Robsy.
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