La danza de Schach
Hacía años que habían oído hablar de los camorristas del Apocalipsis y,
sin embargo, jamás se habían cruzado con ellos. Quizá sólo se trataba
de una leyenda, de un intento de amedrentarles para que se retiraran de
la ciudad. Por todos era conocido el temor que desprendía sobre los
anónimos transeúntes la banda de los albinos. El jefe sabía que algún
día tendrían que enfrentarse, pero su peculiar código de honor
imposibilitaba enfrentarse al adversario con ventaja alguna. Además, la
vitalidad y la alegría de su novia eran para el jefe su mayor ataque y
uno de los más preciados rincones donde refugiarse. Por ese motivo, para
evitar cualquier disparidad el día del enfrentamiento (que, por cierto,
se hacía de rogar) pasaba el día ensimismado intentando idear una
danza, una mezcla entre lo oriental y lo occidental que reuniera, que
provocara una armonía que combinara lo mejor de las artes marciales con
los majestuosos bailes de salón de la época cortesana. Y si bien
necesitaba un espacio y una cantidad de movimientos reglamentada, la
danza debería poder transcurrir con cierta libertad y espontaneidad por
parte de los distintos miembros de las dos bandas.
Hacía años que
buscaba la oscuridad de los apocalípticos, pero no los encontraba. Ya en
el último lustro decidió recurrir a los sistemas tecnológicos más
avanzados: Internet, la telefonía móvil, GPS, etc.
Supuso que al ser
su vestimenta oscura y el hecho de salir por la noche conseguían
camuflarse de tal modo que difícilmente podían ser descubiertos. Así que
el jefe albino decidió que había que tener eso en cuenta a la hora de
enfrentarse.
Igualdad de condiciones; por lo tanto el espacio en el
que se llevaría a cabo la danza debería compaginar lo oscuro con lo
luminoso, y aún así conservar la apariencia de un salón propio de los
mejores palacios jamás erigidos. A este espacio lo llamaría Xanadú.
Otra norma que debería tenerse en cuenta sería la de que en el momento
en que cayera uno de los combatientes, ese debería ser apartado del
campo de batalla y reservado para una posible resurrección que sólo
sería posible por medio de una pócima y un conjuro que se permitiría en
casos muy especiales y aislados.
Si había que conseguir armonía e
igualdad de condiciones, el número de participantes en dicha reyerta
debería ser el mismo en cada una de las partes. ¿Pero cuántos? ¿Y cómo
se distribuirían? Decidió que a cada lado del jefe y su novia colocaría a
sus amigos de más confianza; a su vez, estos estarían acompañados por
sendos motoristas que sólo podrían moverse efectuando una de esas
acrobacias en las que el salto es el protagonista. A su vez, los
motoristas estarían respaldados por dos forzudos que llevarían una
especie de estandarte para delimitar también el campo de combate o
salón de danza, como se prefiera. Y todos ellos tendrían un refuerzo
delante de cada uno de los mentados; todos con las cabezas rasuradas
para dar miedo al adversario, aunque el enemigo debería hacer algo por
el estilo con la misma finalidad…
Mientras los camorristas del
Apocalipsis era una banda conturna y noctámbula, los albinos se
levantaban al despuntar el alba, eran diurnos y les encantaba el deporte
de riesgo. De los apocalípticos se rumoreaba que andaban metidos en
asuntos turbios de dinero negro y magia negra.
En el campo de
batalla, la única magia que podría utilizarse sería la del sentido común
y táctico; y la tecnología sólo podría ser la del intelecto, la que
reside en la materia gris. De hecho, durante la batalla, tal contraste
entre las bandas a enfrentarse sólo podría llevar a una sensación
grisácea, tanto en la visión del acto como en la incertidumbre de su
consecución.
Lo que estaba en juego era mucho más que la hegemonía de la ciudad.
Por su parte, los Apóstoles de las Tinieblas (que así es como se
llamaban entre ellos los camorristas del Apocalipsis) conocían
perfectamente el paradero de la Banda de los Albinos. Hacía tiempo que
los tenían fichados y los rumores sobre una extraña danza no se hicieron
esperar. Al principio, la idea les pareció irrisoria, pero tras la mesa
redonda que se celebró para discutir y hablar del tema, se llegó a la
conclusión casi unánime de que la idea no era del todo mala; aunque
habría que hacer unos cuantos retoques.
He dicho que la conclusión
fue casi unánime. No fue unánime porque, como de costumbre, uno de ellos
se dedicaba a llevar la contraria a los demás. Era el antaño jefe de
los Apóstoles de las Tinieblas. En él todavía quedaban reminiscencias de
su despótico absolutismo, y los rencores salían a la luz cada vez que
se decidía algo por la vía democrática y, según él, aniquiladora del
espíritu con el que nació el grupo. En estos casos, sus compañeros de
fatigas se mofaban de él y le decían: “Atila, tómate una tila, ja ja
jaaa…!!! Con lo cual, éste se enfurecía más.
Pendiente queda un intento de retrato de Atila, porque no tiene desperdicio.
La partida de ajedrez o danza de Schach estaba al caer, muy al caer.
Juan Carlos Vinent Mercadal (Joan Lônnen)
