Cuentos

Joaquín Díaz Garcés


Cuentos, Colección



De pillo a pillo

—Este es un minero de veras —me decía el mayordomo, señalándome a Andrade, un viejo de barbas blancas, tostado y rudo como un bronce viejo, alto, firme todavía, de ojos negros, brillantes e inquietos.

El sol moría tras los altos picachos de la mina. Sin transición de crepúsculo, como ocurre en las altas cordilleras, la noche venía encima. El primer fuego encendido chisporroteaba con los quiscos secos mezclados a las ramas de espino. De abajo, en medio del alto silencio de la montaña subía el tintineo de una tropa de mulas retardada en el camino. Andrade avanzó después de esa breve presentación que hacía un lacónico v elocuente compendio de su vida de penalidades. Porque el viejo había padecido; antes de oírlo, ya sabía yo que su existencia había sido golpeada como pocas. En su faz rugosa, agrietada, esculpida por un tosco cincel, se leían las privaciones del hambre, las brutales quemaduras del sol y de la nieve, tal vez algunas manchas de sangre y de crímenes inconfesables. Hombre nacido para la más ruda batalla, enseñado desde niño a todas las crudezas, no podía encontrar ya nada sobre la tierra que lo hiciera temblar. La nariz aplastada como bajo el golpe de un machete, parte de la espaciosa frente hundida, una oreja incompleta, la voz resuelta pero contenida; era fácil comprender que ese luchador derrotado ni tuvo niñez apacible ni alcanzaría tampoco vejez con reposo.

—Sí, patrón; como minero nadie ha visto más que yo. He tenido muchas veces la plata en la mano, pero se me ha resbalado, señor, cuando menos pensaba. Como padecer he padecido, como hambres nadie puede hablar... Pero la sed, la sentí envolverme en una tortura infinita.

—¿Dónde conociste la sed?

—En el desierto.

Los mineros salían de los recodos del camino silbando alegremente. El fuego ardía con llamaradas vivas alargando las lenguas de fuego en mágica chispería, bajo el fondo de cobre colocado entre cuatro piedras. De la altura bajaba un cierzo de nieve.

—En el desierto, patrón, volvía de Caracoles las manos vacías. Llegué tarde, la fatalidad me dio más penas que nunca. Una mala hembra me salió al frente y me acriminó, señor. Tenía que salir la misma noche y salí guiado por mi mala estrella. Después de dos días de marcha, perdí el rumbo y acabé la ración. El saco que me había acompañado muchos años lo boté al suelo; no me servía de nada; un bocado de pan y una cebolla fueron mi último almuerzo. En el desierto quema el sol más que en ninguna parte. Su merced ha corrido más mundo que este servidor y tal vez ha estado en África o en la tierra de los camellos donde dicen que no hay agua y las piedras son brasas de fuego... Pero le aseguro señor que en el desierto al mediodía sale humo del suelo y uno se ahoga. Al principio, señor, yo me reía, porque en penurias yo me las entiendo; pero no sabía que en el desierto mientras más se anda es peor. No se avanza un paso, no se sabe para dónde caminar, no hay una seña, no hay una huella, no hay un espino, no hay un peñasco siquiera. Pero yo andaba y andaba, porque volver era imposible y tampoco sabía de qué lado había salido. Esa noche dormí mal porque me parecía que de esa vez Andrade era hombre perdido. Cuando apenas aclaró me puse a andar; pero tenía fatiga. Fatigas he sentido y hambres he pasado; un día más, un día menos, sin probar un bocado, no es para asustar a un minero, ¿no es cierto ño Benítez? En la Deseada también sentimos hambre, pero nos reíamos. Los niños eran bravos todos y eran buenos para el padecer. Pero la fatiga del desierto era, señor, como el sol, cosa no conocida; a mis mayores enemigos a quienes se las tengo jurada por mi madre no les deseo esa fatiga, porque es peor que la muerte, patroncito. Principia una angustia en la cabeza que baja al corazón, que da comezón en los brazos y le quiebra a uno las piernas. A ratos uno se olvida de todo como si durmiera y se asusta de encontrarse caminando.

—Esta es la última, Andrade —me decía yo mismo—, habías escapado de tantas y venís a entregarte en este arenal del infierno...

La fogata ardía, ardía. Un silencio de muerte pesaba sobre todos. Encendidos los cigarros, los labios secos chupaban nerviosamente, y el humo envolviendo el resplandor del fuego se perdía inmediatamente en la negrura de la noche. Benítez, el cocinero, absorto en el relato de su amigo, se había quedado con la espumadera en la mano olvidado de revolver los frejoles y el agua hervía y saltaba, quemándose en los bordes de la quemante olla.

—En la Sonámbula han puesto trabajo de nuevo —dijo un apiri colocándose una mano al lado del ojo para que el fulgor de la fogata no le impidiera ver a lo lejos. Y en efecto, al frente, muy lejos, a inconmensurable altura en los más escarpados cerros, se veía, casi como una estrella, una chispa de fuego. Allí contaban seguramente otros mineros la historia de otras luchas no menos dramáticas.

—Fue entonces, patrón —dijo Andrade, volviendo del fondo de sus recuerdos con un suspiro—, cuando comencé a sentir sed. Se dice muy luego... Se siente sed muchas veces, pero se sabe que hay cerca un río, un estero, una acequia, una vertiente donde se puede tragar cuanto se quiera, y ésta no es la sed del desierto; la sed del desierto debe ser la sed del infierno...

—La Virgen Santísima nos libre —dijo a media voz el más joven de los apires, santiguándose maquinalmente.

—Uno mira a todos lados y todo es fuego. El fuego quema la cara, los labios, la lengua, la garganta, el pecho, el estómago, el alma, sí, señor. Aquí abrimos la boca y el aire nos refresca. En el desierto hay que llevar la boca cerrada porque el aire tuesta. La sed me desesperaba. No sentía el hambre. Ni la mala hembra de Caracoles, ni las puñaladas que esa perra maldita me hizo dar por su culpa, ni las venganzas me hacían ningún efecto. Nada me importaba, y si ahí hubiera tropezado con una piedra de plata maciza, la habría tirado lejos. Era agua, señor, lo que pedía. Porque, aunque iba solo, yo venía hablando fuerte, hablando a gritos; me estaría volviendo loco, pienso yo, cuando me acuerdo. De repente tropecé y me caí. No es nada, Andrade, adelante, gritaron cerca de mí; me di vueltas y no había nadie; era yo mismo, pero no era mi voz.

—Buen dar, dijo Benítez. Tanto padecer y ser siempre pobre.

—Esa noche, patrón, no dormí. Creo que tendría fiebre, porque las sienes me sonaban como un tambor. A cada rato sentía voces que me hablaban y siempre era yo. Creí una vez que aullaba un perro y me estuve medio sentado oyendo: nada, ni un grillo. Al amanecer resolví andar y andar, había que morirse andando, no había remedio. Yo había ido a Caracoles por mi bueno, y me volvía por mi mala cabeza. Mía era toda la culpa, a nadie le hacía falta.

Cuando ya salía el sol vi un buitre que volaba alto, muy alto. Éste va por el camino, dije, éste va para poblado, es el primer pájaro que veo; vamos bien, Andrade. Luego lo perdí de vista; pero más tarde volvió más bajo y más despacio. Entonces se me ocurrió, patrón, que el condenado tenía hambre como yo y sed como yo y que me venía ojeando y siguiendo porque esperaba que cayera.

—Diablo, buen dar con el buitre, bienaiga iñor con el avechucho— fueron coreando los oyentes uno tras otro. Habían comprendido el cuadro trágico de esa lucha del hombre y del ave de rapiña ante la desolación de la naturaleza. Pero la observación los hacía reír.

—Yo los hubiera visto, recontra, —exclamó Andrade—. No estaba yo para risas; me flaqueaban las piernas. Pensaba que el buitre me venía siguiendo de lejos y que si bajaba era porque me encontraba ya cara de muerto ¿no es cierto, patrón? La sed me apretaba la garganta tanto y tan fuerte que hubo un momento en que sentí dos manos que me querían ahorcar. Cuando quise defenderme vi que era yo mismo. No me sentía las manos pegadas al cuerpo, eran dos manos muy grandes, hinchadas, llenas de manchas. Mis pies estaban tan pesados que no pude más con ellos. Entonces caí y me quedé acostado de espaldas. No quería perder de vista al compañero que pasó otra vez mirando fijo hacia abajo; ¡contento debía estar el maldito! No sé si estuve así una hora o un día. Pero yo no me muero como cualquiera, señor, si no, que lo digan aquí los niños que me han visto en otras. Tengo siete vidas, como los gatos. Me santigüé, señor, le ofrecí a las ánimas media barra de una minita de oro que tenía entonces en Petorca, me acordé de mi madre que era viejita, y de repente, patrón, encontré que estaba llorando y pidiendo agua como un niño. No era cobardía, señor, yo no he sentido miedo a la muerte; pero una aflicción tan grande me tomaba que quise pararme y arrancar. Pude dar unos pasos y después corrí una media cuadra deshaciendo el camino hecho; quería volverme a Caracoles, acusarme, entregarme. Pero caí de nuevo. El buitre debía ser veterano, señor, porque parece que esperaba esta caída para bajar también él. Se quedó como a tiro de piedra parado, quietecito, mirando fijo. Cuando uno está andando, un buitre se ve muy chico: uno lo mira de alto abajo; pero cuando está tendido, viera, señor ¡cómo crece el condenado! Yo debía estar loco, ahora que pienso, porque sentía rabia de que fuera a servirle a la bestia para su apetito. Pero ya no podía más, me llegaba la hora, dejé de mirar el animal y cerré los ojos. A lo menos me dejará morirme, decía yo; Dios no ha de permitir que un buitre pueda más que un hijo suyo antes de que sea ánima. Cuando abrí los ojos, la bestia estaba bien cerquita y parecía durmiendo, abría un ojo y lo cerraba, tenía la cabeza bien metida entre las alas. Me parecía el diablo velando a un minero condenado en vida...

—No diga eso, ño Andrade— exclamó el mayordomo—. Todos hemos hecho alguna en la vida, pero las pagamos bien aquí mismo.

—Entonces, patrón, la Virgen se acordó de mí, tal vez porque en Andacollo le llevé a su altar un candelabro de plata maciza del alcance de la Colorada. Me vino una idea, señor, hacerme el muerto y ver quién pescaba a quién. Al fin y al cabo yo era un hombre y el otro un buitre.

—¡Buena cosa! ¡Bienaiga la idea! Este año ño Andrade es el mismo diablo en persona —comentaron los apires. La fogata amainaba. El cierzo helado bajaba siempre de las nieves. Dábamos diente con diente.

—El buitre se había acercado y siempre abría un ojo para verme y lo cerraba después. Yo veía sin abrirlos: lo sentía cómo estaba ya a un paso. No quería moverme para no asustarlo. Lo creía asustadizo al condenado; pero se me encogió una pierna con un calofrío, tal vez era la muerte que se ponía en contra mía, y él ni pestañeó. Quién sabe si así agonizan los que mueren de sed. Nos íbamos de pillo a pillo, señor, y esperábamos. De repente no sé cómo estuvimos trenzados. Yo le tenía una pata y buscaba con otra el pescuezo mientras sus aletazos me echaban al suelo a cada golpe. La fuerza del diablo, patrón, era bien grande. Yo quitaba la cabeza a los picotazos, pero me dio éste en la frente, ¿ve aquí señor? y dos o tres en los brazos. Pero lo tenía aferrado y pude ponerle la rodilla encima. Me costó encontrar el cuchillo, se me hacía eterno el tiempo, y al fin pude degollarlo. Con la sangre me entró al cuerpo la vida, pero la carne era dura y estaba tan flaco el pobre que no pude meterle el diente. Ahí me quedé hasta el otro día, patrón, esperando y esperando. Al caer la tarde, una tropa que subía a Caracoles pasó no lejos de ahí y pude correr... Aquí tiene, señor, la historia de Andrade con el buitre en el desierto.

Mientras Benítez invitaba a la comida, yo me puse de pie, tomé la cabeza de Andrade entre mis dos manos y se la agité nerviosamente. No me atrevía a besar esa frente salvaje, mordida por la lucha primitiva de las fieras, pero me sentí orgulloso de haber nacido en la misma tierra de ese atleta.

El frío arreciaba, los mineros cantaron y luego fue cayendo cada cual envuelto en el negro poncho de castilla. Yo entré a la ruca donde pasé una noche febril, recordando la frase tan simplemente dicha por el viejo inmortal: nos íbamos de pillo a pillo.

Cuando al amanecer vi a Andrade que subía por el duro patillaje del peñón con la broca al hombro, pobre como los otros después de vida tan intensa de amarguras, de dolores, de heroísmo, de crímenes y pasión, una lágrima veló mis ojos.

Director de veraneo

A la vuelta del veraneo no puedo menos de presentarlo en cuerpo y alma a mis lectores. Es un hombre generalmente panzón, de buena salud, de buen diente, que ha pasado todo el año metido en la oficina, asfixiado en papel escrito, con el tintero bajo las narices, la lapicera en la oreja, luchando con los sabañones, con el sueldo, con los honorarios, con las hijas y con la mujer, y que llega siempre al mes de diciembre amenazado de una neurastenia.

Recibe las vacaciones con el gozo salvaje del caballo de coche de posta lanzado al potrero, escoge un balneario barato y se va al mar resuelto a sacarle el jugo al «veraneo», a no dejar perderse un solo centavo de descanso y alegría. Me refiero a él, al que ustedes han conocido en Zapallar, Papudo, Los Vilos y Pichidangui, en Quintero, Concón, Viña del Mar, San Antonio, Cartagena, PichiIemu, Constitución, Penco y San Vicente, en Peñaflor, San Bernardo, Linderos, Limache, Salto, Calera y San Felipe, en Panimávida, Cauquenes, Jahuel, Catillo, Apoquindo y Chillán, en fin, en todas partes donde hubo una colonia veraniega, donde se bailó, representó, amó, encendieron fuegos artificiales, enviáronse listas a los diarios y abriéronse bazares de caridad. Me refiero al organizador de las fiestas, al hombre indispensable, al que manejaba familias, damas y donceles, corporaciones y autoridades desde el punto de vista del recreo y honesto pasatiempo veraniego.

Acababa de llegar a un punto de veraneo y después de los trajines consiguientes que da en Chile «la casa amoblada» cuando se acaba de comprobar que no tiene más muebles que cuatro malos catres, dos sillas desfondadas, un piano con teclas recalcitrantes y un ropero cuyas puertas no cierran y cuyos cajones entran a puntapiés, estaba sentado en un banco en el jardincillo, cuando vi entrar al hombre panzudo y de buen humor. Se sonrió con aire de viejo amigo y sin cuidarse mucho de saludarme, dijo como para sí:

—¡Hombre! ¡Ya llegaron los arrendatarios del chalet!

Después, rascándose una oreja en vista de mi acogida glacial, exclamó:

—No se arrepentirán de haber venido a esta playa. Es una maravilla. Aquí se divierte todo el mundo.

Como creí que se trataba de un monólogo, en el cual no tenía más papel que el de oyente, saqué un cigarrillo, lo encendí con calma, le arrojé el fósforo a un queltehue que corrió a picotearle y me entretuve con mis pensamientos. Después de un rato comprendí que el señor continuaba cerca de mí y esta vez parecía querer entablar una conversación a dos voces.

—¿Podría usted decirme si es el señor Pino?

—Servidor de usted —repuse.

—¿Es el mismo que escribe en la prensa?

—El mismo.

—¡Qué buena noticia para las veraneantes y para las monjas teresianas!

—¿Qué tienen que hacer las monjas con que yo sea... el mismo?

—Ya verá usted. Pasado mañana tenemos un concierto donde se representa El Zapatero y el Rey, y además se exhibe una cinta cinematográfica en veintisiete partes, y nos hacía falta un monólogo humorístico. Cuento con usted.

—No cuente, señor mío; no hago monólogos.

—Entonces, un discursito.

—Menos.

—Se lo vendrán a pedir a usted las Valenzuela.

—Lo siento; no incomode usted a esas personas.

—Son dos señoritas.

—Podrían ser cuatro y daría lo mismo. Yo vengo a descansar.

—¿A descansar ha dicho usted? Confíese usted en mí: yo he venido a lo mismo y yo sé lo que son los nervios. Usted viene neurasténico, duerme mal, está malhumorado. Siente usted dolores en el costado; su digestión es mala. Todo va a cambiar.

El hombre seguía hablando como máquina, con el mismo estilo de los avisos de drogas, lo que me hacía recordar otros y repetir mentalmente: «¿Le pica? Lugolina». Por fin lo interrumpí para preguntarle:

—¿Es usted el médico de la localidad?

—No, hombre, es decir, yo no soy profesionalmente médico, soy abogado, tengo mi oficina a dos pasos de la suya. Usted me habrá visto con seguridad. Soy Mancilla, usted sabe, el del juicio de reivindicación de los bienes de la señora Soledad Troncoso. Usted habrá leído mi estudio jurídico sobre las relaciones del público con las máquinas automáticas, romanas, cajas de chocolate, máquinas para vender estampillas, es decir, todo ingenio mecánico que recibe dinero en una verdadera transacción comercial y puede guardárselo sin devolver la mercadería. No soy médico; pero he llegado a este paraje bendito donde los días pasan como minutos, donde hay buen aire, buenos mariscos, buenos corderos, una sociedad aristocrática...

En este momento apareció la cocinera llorando. Es decir, yo creí que lloraba; pero se trataba simplemente de que el cañón de la cocina estaba hollinado y el humo se le entraba por los ojos y por la boca y por todas partes, y la infeliz protestaba de que no pondría jamás un pie en la cocina. «Malditas casas amobladas», exclamé. Pero el hombre tendió rápidamente su mano gorda y gelatinosa y la colocó sobre mi boca.

—Esto no es nada, amigo Pino. Venga una quila.

Y esto diciendo, arrojó su chaqueta sobre el banco, desprendió su cuello y puños postizos y corrió llevando a la maritornes de un brazo. Yo lo seguí balbuceando no sé qué cosas; pero debían ser agradecimientos mezclados con las más sinceras negativas. No quería que se metiera en mi casa; pero realmente no había medio de detenerlo. En menos que canta un gallo, el hombre estaba trepado en la cocina, en medio de una humareda infernal, y metía la quila por el cañón haciendo salir racimos de chispas por todos lados. La cocinera retiraba las ollas cubiertas de ceniza, tierra, carboncillo, humo y otras materias volcánicas.

—Ya está bien —dijo el hombre—, hay que tomarlo todo con alegría. Dos palos al cañón y se acaban los llantos de la niña. ¿No necesita usted nada más?

—No, gracias.

Pero en ese momento, una voz angustiosa grita desde uno de los cuartos:

—¡Ángel! Estos catres están todos chuecos.

Yo miro aterrorizado a este hombre que el hado fatal ha puesto en mi camino y que se precipita a la puerta por donde salía el clamor. Tras de él entré yo y vi el eterno cuadro que presenta la casa amoblada el primer día que se llega a ella. Por el suelo, tendidos en diversa posición, dos sirvientas y el mozo, tratan vanamente de unir los largueros a los travesaños en una lucha cruenta. El mozo se chupa un dedo que se ha atortillado con la llave inglesa y del cual mana sangre. Mi mujer está desfallecida en la única silla del cuarto. El catre ha vencido las resistencias. Es un verdadero problema económico. Pero el abogado, antes de saludar a nadie se arroja al suelo como para componer un automóvil, golpea aquí, recoge allá una tuerca, descubre que se han confundido las piezas de dos diversos catres, y después de una afanosa lucha, logra armar la débil construcción de fierro. Enseguida se levanta, hace una venia a todos y sale a lavarse las manos en la pila del jardín.

—Como le decía, amigo Pino —continúa—, no soy médico, pero lo voy a curar a usted. Aunque su tarea de decir cosas graciosas no puede compararse, en utilidad y en trabajo y en desgaste, a la de decir cosas legalmente atinadas, usted está neurasténico y en pocos días voy a dejarlo como nuevo. No en vano somos y hemos sido amigos. La carne se compra a veinte metros de aquí en el Mercadillo; las verduras no son buenas sino en el despacho del Tropezón, al lado del estero; los fósforos de bengala y los faroles chinescos al frente, precisamente. Hasta muy luego... Me olvidaba: soy encargado de la lista de veraneantes. Su nombre lo sé; pero el de su señora y el de sus hijitas...

En vano protesto de que no me gusta aparecer en esa famosa sección de veraneantes y que, como hombre de prensa, tengo una soberana indiferencia por la letra de molde. Pero debo rendirme.

—¡Ah! Ustedes tienen dos niñas. Hay aquí excelentes jóvenes; acabo de hacer un matrimonio...

—Descuide usted, señor Mancilla; mis hijas necesitan una vaca.

—No comprendo.

—Maman, señor mío; todavía maman.

—¡Ah! Entonces mañana tendrá usted la mejor leche del pueblo.

Y todavía volvió de la puerta exclamando:

—¡Pero qué distraído soy! ¿Necesita tal vez una ama? Tengo una de cuatro meses, que le sobra... —e hizo con la mano el amplio gesto de quien describe una cascada.

—¿Quién es ese hombre? —me preguntaban todos los de casa.

—¡Mi padre, nuestro padre, el padre común, el padre eterno! —respondí yo con un grito trágico, dejándome caer en el banco del jardín, único mueble que resiste una caída sin seguir el ejemplo.

Ya tenía a Mancilla metido en casa y dándoselas de mi amigo íntimo. Al amanecer se presenta un vendedor de corvinas y congrios enviados por el director general del veraneo. Poco más tarde, un arguenero con melones, y luego una mujer que vendía leche al pie de ella misma. Mancilla se había propuesto mostrarme los enormes recursos alimenticios de ese paraje. Pero no quiso detenerse allí, porque apenas terminado mi almuerzo penetró ruidosamente a ofrecerme un paseo por los alrededores. Me excusé como pude. Era necesario abrir maletas, arreglar la ropa, instalarme, en fin, como pudiera en este campamento que afuera tenía forma de «chalet» como decía el aviso, pero dentro era una habitación de trogloditas, obscura, húmeda, mal distribuida.

—Todo esto es sencillo —dijo el abogado, mientras empujaba vanamente los cajones de la cómoda no abiertos desde la primera vez que su dueño los tiró del sitio en que, a fuerza de martillo, los había embutido el artífice. A las dos tengo el ensayo del coro, a las tres repetición del drama, después hay que arreglar el cinematógrafo que no funciona bien. Pero dispongo de veinte minutos libres. ¡Ánimo, amigo Pino! Venga un martillo. ¡Corre niña! (se dirigía a una criada), pregunta por la casa del señor Mancilla y pide el cepillo, el atornillador, el formón, el cincel, el serrucho, el barreno y un alicates! Vente como un viento.

Entre tanto, la chaqueta volaba por los aires y en pocos minutos todos los cajones yacían en orden disperso por el suelo.

—Es necesario ensayar si alguno cabe en el hueco por casualidad. Vamos a ver el último. ¡Nada! Este otro parece más chico. ¡Ya! ¿Ve Ud.? Este cajón era de aquí.

Luego llegaron las herramientas y en diez minutos de un trabajo febril, el cuarto se llenó de virutas y los cajones entraron todos.

—Vamos ahora al ropero. ¡Uf! ¡Qué puerta!

Y formonazo aquí, golpe allá en la puerta, quedó más o menos corriente.

—Ahora hay que plantar clavos y poner perchas.

—No señor —protesto yo.

—Sí señor; Ud. no sabe nada. Vamos a ver señora, ¿dónde vamos a poner las sábanas de baño? Hay que colgarlas en el corredor... —y ¡paf! un clavo se fija en un pilar.

—¿Y qué dirá la niña de la cocina?

La cocinera pide que le pongan uno. Luego comienza una de martillazos por todas partes. Mancilla tiene la furia de la carpintería. Se le pasa el tiempo y una aglomeración en la puerta lo reclama a grandes voces.

—¡Señor Mancilla, el coro está listo!

Y Mancilla sale escapado diciéndome: «Hasta muy luego. Volveré con las perchas». Las sirvientes quedan encantadas de que las llamen niñas.

Medito, bajo un sauce, sobre mi triste situación. O resisto a Mancilla y me parapeto cerrando la puerta de calle y soportando un sitio en regla, o me entrego incondicionalmente. Recuerdo lo que dicen ciertos tertuliadores nocturnos cuando se ven envueltos por algunos amigos que han empinado más de una copa y con cuya alegría forman contraste molesto:

—Es necesario igualarse.

Opto, pues, por igualarme con la jovial borrachera veraniega del abogado y vibrar con él. Y así, apenas acabada la comida, cuando Mancilla, capitaneando una cadena de jóvenes y niñas con faroles chinescos, mandolines y pitos, pasan haciendo estruendo infernal y gritándome sin ceremonias:

—¡A la playa, Pino! ¡A la playa!

Yo salgo, corro, hago cabriolas, le doy una palmada en la espalda al estrepitoso director de los honestos pasatiempos, tiro al aire mi sombrero y lanzo un rebuzno en medio de los aplausos generales.

—Eso es —me grita el panzón—, fuera las neurastenias.

—Este es otro milagro de la playa, que apuntará en sus crónicas.

En la playa cada cual escoge su rincón y yo quedo solo. Se ha averiguado mi estado civil y no encuentro pareja. Un grupo de gente más joven ensaya un coro: «somos los camaroncitos», etc. Es una novedad, según parece; pero seguramente un pretexto para que muchachos y muchachas se balanceen tomándose del talle.

—Esto lo he descubierto yo, me dice Mancilla; así los jóvenes se tratan.

—Exacto: trato y tacto.

—Entendido, ¡bravo!

La noche pasa como siempre, versos al mar. La voz de una niña entona la canción romántica. Un joven es invitado a tocar algo en la guitarra. La ola inevitable corretea a los paseantes y yo aprovecho para llegar de dos saltos a mi casa.

El concierto fue un escándalo público. La escena improvisada por los cuidados de Mancilla no tenía la solidez necesaria, y las bambalinas se vinieron al suelo en medio de la representación, sepultando, en sus pliegues y en nubes de polvo, a los actores. La señorita que debía cantar un trozo de Zazá se puso a llorar entre bastidores a causa de una riña con su mamá. Mancilla nos había reservado para el final una sorpresa humorística que fue un espectáculo digno de conmiseración. Salió con ademán seguro; carraspeó, y cuando ya parecía que iban a escaparse las palabras, hizo una venia de despedida y se entró de nuevo, en medio de ruidosos aplausos. Para una vez bastaba con la gracia; pero el hombre fue implacable, como era su carácter, y repitió diez veces la misma falsa salida, seguro del éxito. Las risas disminuyeron, luego se levantaron de varias partes voces lastimeras que decían:

—¡Pobre Mancilla!, tiene buena intención.

Algunas señoras se enjugaban una lágrima compasiva. A la sexta vez estallaron algunos silbidos y las tres últimas salidas causaron el tumulto consiguiente. Antes del cinematógrafo era necesario arreglar la escena, y el trabajo se ejecutaba a vista y paciencia de todos. El infeliz abogado continuaba con sus gracias de tony, estrellándose con el piano, tropezando en las alfombras, haciendo muecas al público. Había tomado una especie de porfía en no salir de la escena y fue sacado por fuerza por algunos veraneantes que se ocupaban de su prestigio.

Algunos días después habló de cierto record automovilístico que debía terminar en nuestra playa; Mancilla se agita en el acto paro organizar una recepción a la entrada del pueblo y enseguida un baile. La actividad desplegada por este hombre fue digna de una empresa mucho mayor. Todo el pueblo fue tomado por el contagio. Manejaba a la policía, a los carabineros, a los inquilinos del fundo vecino. Cinco o seis hombres a caballo galopaban todo el día llevando y trayendo órdenes, acarreando ramas verdes, banderas, escudos, estrellas, tules y cintas. Mancilla estaba al mismo tiempo en la organización de un sistema de estafetas para tener el oportuno anuncio de la llegada del automóvil, que en el arreglo de la improvisada sala en el corral de la policía, que en la dirección de los vestidos de las señoritas Valenzuela y de otras, en las disposiciones del buffet. Ha encargado a Santiago lápices rojos para que las señoritas se tiñan los labios, y los reparte a domicilio. En los intervalos que le dejan estas tareas ha seguido entrando a casa como a la suya para corregir mis muebles, arreglarme un lavaplatos y mil otros detalles.

Los automovilistas vienen efectuando un record que es un verdadero martirio. Al pasar por una cuesta han encontrado cierto terreno gredoso donde la máquina se ha embutido a medio metro de hondura. Sacada de allí, por el esfuerzo combinado de catorce hombres a caballo y cinco de a pie, han caído al estero. En la fragua de un herrero se hizo fabricar una tuerca, lo que ha demorado el record algunas horas más. Por fin se anuncia la aparición de los denodados sportsmen al caer la tarde. Vienen los infelices todos manchados de aceite, alquitrán y grasa. Uno de ellos tiene aceite hasta en el pelo, que se le ha erizado con la tierra y substancias extrañas acumuladas en el viaje. Además, los pobres han comido poco y mal, y bebido mucho y bien, porque de esto habían hecho almacén en la máquina. Al querer saludar y ponerse de pie en el fondo del coche, caen unos sobre otros, en hacinamiento lastimoso. Mancilla los llama intrépidos en un discurso en que asegura que el automovilismo significa la exploración del país, de sus riquezas y encantos naturales.

Uno de los automovilistas cree que ha sido insultado por el orador, se consulta brevemente con sus compañeros y cae sobre Mancilla, que al principio se cree abrazado, pero luego comprende que se trata de golpes y da la voz de «sálvese quien pueda». Sin embargo, todo se arregla, se cruzan mutuas explicaciones y el baile se efectúa por fin. Los automovilistas se quedan dormidos y uno de ellos reposa su cabeza alquitranada sobre el hombro de la señora Valenzuela.

No quiero fatigar con toda la crónica de los hechos veraniegos de Mancilla. Terminadas las vacaciones, he llegado hace tres días y he ido a su oficina. ¡Qué transformación! El abogado parece aquí un hombre apagado, sin sonrisas, humilde, de pocas palabras. Está sentado frente a una mesa cargada de papeles y escribe... en silencio. Ya no lleva los rutilantes trajes de franela, los sombreros de variadas formas, las corbatas rojas o verdes. Su indumentaria es sobria: una levita verdosa y gastada. Mancilla me dice misteriosamente que ya está economizando para su veraneo de 1915. ¡Que Dios se apiade de nosotros y lo lleve antes a gozar de su compañía!

El contemplativo

Era un niño solitario, de tez pálida y ojos grandes, negros y luminosos como carbunclos. Vivía del otro lado del estero, acompañando a su abuela achacosa, frente al pobre caserío con que remataba el valle en el rincón de cerros de la costa. Como el helechito tierno que aparece entre guijarros y los plumerillos de oro con que el espino se florece, el muchacho era lindo y delicado, y lo parecía más por contraste con el triste pedregal de la comarca. Las manos y los pies marfilados, la cabeza ovalada y la garganta esbelta, que el camisón de percal entreabierto mostraba siempre, hacían pensar en un caballerito robado por una bruja si no fuera que la anciana mostraba en su ajado rostro el modelo primitivo del viril retoño.

Panchito tenía ya dieciocho años cuando mostró un humor melancólico y contemplativo.

—¡Vamos, Panchito! —le decían el cura y el maestro de escuela, que por esos tiempos eran siempre amigos y compadres para bien del vecindario—, sacude esa tristeza y corre por los cerros con tus compañeros.

Sonreía tristemente el muchacho, movía la cabeza con cierto aire de empecinamiento oculto y se marchaba callado, los ojos fijos, embelesado.

—¿En qué piensa? ¿Qué sueña? Porque no es tonto... —reflexionaban los pocos vecinos capaces de reflexionar. Nadie lo sabía, tal vez ni él mismo. Cuando terminaba el trabajo, Panchito se sentaba en una piedra, siempre en la misma cerca del rancho apuntalado de la abuela, escuchando, contemplando, olvidado de comer, de reposar, de dormir.

Nadie decía que fuera perezoso, porque en las faenas igualaba a los más fuertes de su edad; pero era huraño. La Loica, una muchachita alegre y frívola, hija del carnicero, de labios y mejillas rojas come sangre, despierta y mujer para su edad, debía sentir la atracción de ser tan opuesto. Ella era superficie, el otro, fondo; ella era cuerpo, el otro espíritu; ella era bulliciosa, el otro callado; ella era calor y sangre en fin, mientras Panchito parecía pluma de nieve voltejeando sin rumbo. Era inútil que la aficionaran al empleado del telégrafo, tenido por buen joven y que vestía con un terno de casimir azul y camisa almidonada. No; la Loica devoraba con los ojos a este pobrecillo y se enardecía más en la imposible lucha. Hasta en la tarde lo buscaba con la vista al otro lado del estero, para divisar siquiera la silueta del CONTEMPLATIVO cerca del rancho de la abuela.

Más de una vez la chica le dijo bromas, y como Panchito no se enfadaba, fue haciéndolas subir de grado y de intención. Cierto día que lo encontró solo en la carnicería, le tiró de una oreja. Otra vez le apretó el cuello con las dos manos nerviosas y forzudas. El muchacho se ruborizaba tal vez un poco; pero más bien parecía insensible a ese forzado contacto que él no buscaba. No había ciertamente despertado al amor, y quién sabe si la voz del sexo venía retardada.

Y no era la Loica la única ave herida en el contorno, porque la Bernarda, moza casi madura, tenía también inclinación entusiasta por el Contemplativo. Ambas mujeres comenzaban a darse celos, sin que el muchacho se diera cuenta del hecho, pues de seguro se habría marchado.

Pero ésta, como más sabida y menos buena, comenzó a apretar el cerco y a molestar al soñador. Atribuía su melancolía a amor y le contó una historia que amargó a Pancho.

—Estoy convencida —le dijo— que eres el trauco, y así lo contaré si no me vienes a ver a mi casa. Tú sabes que en esta quebrada vive un trauco, y la prueba es que muchas niñas a quienes no se les ha conocido amor ninguno se han desgraciado. Yo sueño contigo y siempre sueño cosas que dan vergüenza. Anoche, puse en la puerta los doce montoncitos con arena, y te vi que los contabas.

—Eso es mentira —dijo el soñador—, yo pasaba por el corral y no iba solo. Benito me acompañaba. Y enseguida, el trauco es brujo y es jorobado y le hace mal a las mujeres; y yo no soy malo, ni me meto con nadie y soy buen cristiano.

Y como Panchito se afligiera y llegara a punto de llorar por la calumnia, la Bernarda lo quiso abrazar para consolarlo. El contemplativo huyó, dejando tras de sí a una enemiga mortal.


* * *
 

Yo llegué por motivos de salud a aquel rincón y alojé durante un mes, a lo menos, en la casa del excelente don Emeterio Ruiz, el cura gallego cuyo apostólico espíritu es conocido de todos. Y luego me topé con el Contemplativo; me pareció bien su silencio y lo tomé de compañero para las excursiones que el médico me recomendaba. Era una sombra. No hacía ruido. Esperaba le dirigiera la palabra para responder. Pero, ¡qué atmósfera de serenidad y de pureza difundía en torno suyo! ¿Cómo ese campesino, ese muchacho andrajoso, parecía coronado de estrellas? ¿Era sólo el fulgor y profundidad de los ojos, lo que lo hacía aparecer revestido de tanto interés? Sin quererlo pensé en ese cuento de Andersen: El pato feo, y me parecía ver un día al cisne desplegar sus alas y alejarse majestuosamente hacia el sol. Quise profundizar en ese tipo original, producto y como concentración del rincón de cerros melancólicos en que la tarde y la aurora mueren y nacen con el lastimero balido de las cabras que bajan o suben al faldeo. Aprovechar todas las ocasiones para interrogarlo y sorprenderlo.

Era inteligente, aunque apenas sabía leer y escribir; pero más que inteligente, tenía una sensibilidad asombrosa y natural. Me confesó que hablaba con los pájaros; por lo menos creía hablar con ellos. A sus silbidos respondían siempre, y eso pude comprobarlo. Las cabras se le acercaban sin recelo alguno. Remedaba todos los ruidos del campo, incluso el rumor de una pequeña vertiente que saltaba en las breñas. El zumbido de los abejorros, el canto de las chicharras, todo era reproducido con tan profunda ternura que comencé a adivinar que había algo más que un don imitativo en ese hijo de la tierra. ¡Y lo había, santo Dios! Nos sorprendió la tarde en la quebrada. De pronto el viento trajo la campanita del Ángelus. Pancho iba más adelante guiándome y vi que levantaba los brazos como para atrapar mariposas que yo no podía divisar.

—¿Qué hay? —le dije—, ¿qué insecto pescas? Se calló cohibido; luego me dijo:

—Son las avemarías que pasan. ¿Recemos una más nosotros?

Y rezamos en silencio; se me anudaba la voz en la garganta, como se me anudó cuando hice en el altar el voto de mi primera comunión.

Otra vez se detuvo en el camino y me preguntó con el aire respetuoso de siempre:

—¿No habrá un libro en que se lea lo que dicen los grillos en la noche?

Yo le pregunté entonces si sabía lo que decían los demás seres en la naturaleza y me contestó algo tan profundo que no sé hoy día si fue casual o voluntario:

—Sí, de casi todos; pero no del hombre.

Hablé con don Emeterio y le conté mi descubrimiento.

—Pues, sí, señor; es un artista, es un alma de predilección, un ángel que ha caído en estos cerros y se ha quebrado un ala. Cuando se le componga, volará.


* * *
 

Y entonces el buen gallego me contó lo siguiente:

—Como usted, mi señor don Joaquín, me interesé en saber lo que es este niño. Hoy lo sé, es un artista espontáneo, en el cual la tendencia a lo bello ideal nace como el perfume en una flor. No lo he traído aquí de sacristán, a pesar de que tendría mejor que comer, una ropita más abrigada y estaría cerca de sus santos, porque he creído que moriría cambiando esa su contemplación de la naturaleza, por esta otra del templo. No; es un místico de la luz, de las voces naturales, de las aves. ¿No sería eso mismo Juana de Arco? Bien, óigame usted. Este niño ha sido insensible al amor de la Loica y de Bernarda, no porque no sienta, sino porque es infinitamente superior a ellas. Estuvo aquí el pasado invierno una señorita de origen francés, delgada, alta como una espiga. Panchito fue su sombra; pero una sombra muy lejana, muy lejana, que no se acercó jamás a ella. La niña era enferma, había venido aquí con una anemia profunda y murió con el color de una azucena. No sé si esa criatura tendría una gota de sangre en las venas. Yo creo que el muchacho se enamoró perdidamente de la pobre; se parecían mucho. Un día que fui a ver a la Josefa, la abuela de Panchito, encontré a éste dibujando en la pared con un carbón, a la niña muerta. Se lo juro: me quedé pasmado; estaba tendida como un puentecillo sobre el estero, la cabeza apoyada en una piedra y los talones de los pies descalzos en la de la opuesta orilla.

—¿Qué has querido representar? —le dije—. Conmigo tiene gran confianza, me responde siempre a toda pregunta. Le costó explicarme; pero me lo hizo entender bien: «que así como el estero separaba su casa del pueblo, para salvar él la distancia de sus sueños a la realidad, necesitaba un puente como la realización de ese amor».

—Asombroso, y casi inverosímil.

—Así es; pero allí está en la muralla, un tanto borrado ya, el informe dibujo.

—Lo iremos a ver mañana.

Y fuimos. En efecto, la cabeza regularmente trazada, el perfil era delicado y se veía bien que se trataba de una muerta, porque los párpados estaban caídos a fondo. Para mí su respuesta fue más hermosa:

—¿Este es un puente? —le pregunté.

—Es una mujer-puente— replicó.

Desde ese momento mi resolución quedó formada. Me lo traería a Santiago, a la Escuela de Bellas Artes, le haría oír música y le abriría las puertas de la armonía, del color, de la forma. No quería oír de tal viaje; lloró y pretextó la soledad de Josefa. Don Emeterio se la llevaría a la parroquia. Dijo entonces que echaría de menos el lugar; sería un viaje corto, un ensayo. Así se decidió.

El viaje fue muy corto. Una visita al museo el primer día. Panchito, ya convenientemente vestido, sin aire campesino, pero sí de alma en pena, vagó de sala en sala, quemando casi con los ojos, que relampagueaban, cada tela y cada estatua. Pero, cuando menos lo pensaba, se quedó estático cerca de un retrato de señora, quiso arrodillarse como delante de una imagen y rompió a llorar a mares. ¡Qué desconsuelo!

—Nunca, nunca, nunca —repetía entre sollozos.

—¿Qué no será nunca?

—Nunca llegaré a hacer eso, a dejar así la figura que he visto.

Fue inútil consolarlo, inútil contarle la vida de Giotto, ese otro niño contemplativo, inútil hablarle de los genios que lucharon para levantarse desde la altura del gusano hasta el nivel de las estrellas. El contemplativo llegó a casa mudo, sombrío; no quiso comer, no sonrió. Lo llevamos después a un concierto sinfónico y se estuvo en la galería, la cabeza metida entre las dos manos, aplastado, ensordecido. Al día siguiente quiso partir y lo hice acompañar hasta su pueblo.

Me había olvidado del soñador. La vida de la ciudad embriaga, enerva, aun a los que la encuentran demasiado apacible y prosaica. La ciudad invita a la ingratitud. Yo había borrado de mi memoria a don Emeterio, el rincón de cerros, el contemplativo y todo aquello que tan adentro había tocado mis fibras sentimentales. Pero di por enflaquecer, la neurastenia comenzó a acecharme, y un día mi buen amigo el doctor me recordó el pasado.

—¿Por qué no vuelve usted allá? Yo creo que le sentó a usted muy bien ese clima tibio y seco. Anímese y suba cerros y volverá más fuerte.

Y fui. ¡Oh, don Emeterio, querido viejo! Estaba allí a caballo, en la estación, esperándome. Junto con llegar al estero y aspirar el perfume de la ñipa, de la ruda y del paico, revivió en mí el recuerdo de Panchito.

—¿Y qué es del poeta?

—Allí está —me dijo el cura— como siempre; trabaja, vagabundea y sueña. Es un santo, es un místico, tiene el secreto de la naturaleza.

Antes de conversar con él me tocó espiarlo, seguirlo y escrutar de nuevo su alma. Parece que de vuelta de la ciudad había entristecido mucho, andaba inclinado y como alicaído. Lo divisé una noche que se acercaba al estero para cruzarlo, y fui tras él, por el sendero de cabras que seguía. A cada instante se detenía a mirar la luna llena, que iba a asomar en los cerros y coronaba sus crestas con aureola plateada. Otras veces, ponía atento oído para escuchar los grillos. ¿Siempre querría saber lo que cantaban? Caminaba lentamente, embelesado con todo, como viendo, escuchando y aspirando al mismo tiempo todo lo que lucía, sonaba y respiraba en ese suelo del cual era retoño virginal e intangible.

Y hubo un minuto en que yo lo entendí y me lo expliqué. Primer vínculo de la naturaleza con el hombre, su intérprete, ¿no era Panchito el germen del genio? Este campesino incapaz de colorear, incapaz de entender los violines, pero traductor del insecto, de las notas de la campana, de los más finos sentimientos del alma, ¿no era el primer puente entre la realidad y el ideal? El padre de Beethoven, ¿no se detendría a escudriñar lo que decían las abejas en sus zumbidos? El padre de Rafael Sanzio, ¿no sería el embelesado contemplativo de las alboradas y de los crepúsculos de Fíésole? El padre de Caruso, ¿no remedaría a las cigarras de la Torre del Greco y de Sorrento?

—Fantasías, mí señor don Joaquín. Fantasías.

Don Emeterio era gallego y apenas le daba el cutis para entender lo que rebalsaba el alma del campesino prodigio.

Por lo demás, no podemos experimentar. Acabo de recibir una carta del señor cura en que me dice que el soñador ha muerto. Murió en la tarde, tenía fiebre, se hizo sacar a la puerta del rancho, donde recibió el Sacramento. Cuando sonaron los toques del Ángelus se descubrió y miraba pasar en el cielo bandadas de avemarías.

—Yo me voy con ellas —dijo.

Y murió sonriendo. Y entonces pasó el puente que había soñado: el puente que realizaba sus anhelos.

El cura de Romeral

Parroquia de cordillera chilena, por consiguiente pobre. Gran casa de un piso aparragada en la tierra y muy cerca del cerro. Rincón de huerto asoleado, poético, mezcla de la arboleda umbrosa del llano, con el monte criollo de maquis y quillayes. Una fila de enormes perales en el fondo, completamente nevados de albas flores, deja caer en vago espiral la plumilla caliente de las corolas que ya se marchitan. En el suelo, de la blanquísima alfombra que tiende toda esta florescencia moribunda, surgen centenares de retoños que el fruto caído y no levantado del suelo sembró y fecunda sin intervención de nadie. Arbolillos que levantan una sola varilla con hojas tiernas, van a suplir con los años los viejos perales apolillados y estériles, que lloran su savia por la agrietada corteza. ¡Así debía renovarse el bosque por sí solo! Otra fila de cerezos aún más floridos, alargan sus ramas sin hojas, solamente envueltas en abiertos copos que parecen de luna blanca. Al amanecer, antes de salir el sol, este follaje blanco destella con luz propia mirándolo contra el cielo de frío azul, y parece que cada flor es una estrella. En este pobre huerto hay diseminadas diversas plantas con que cada cura marcó su paso. Hubo uno aristocrático, un viejito delgado, de gran nombre, enviado a la cordillera por salud, que dejó algunos rosales finos. Le siguieron dos buenos curas campesinos y humildes que marcaron su pasada en algunas matas de pelargonia, dengues, artemisas, flor de la pluma.

Con otro cura venido del sur, pasó también su familia, y en ella brilló corto tiempo en la comarca una verdadera belleza del campo. Cuentan las crónicas de esos parajes que la sobrina del viejo párroco don Hilarión Pacheco, fue la más cumplida beldad que hayan conocido las cuatro últimas generaciones. Murió a los veinte años. He visto un daguerrotipo descolorido que presenta a la niña poco antes de la muerte misteriosa que la arrebató a los suyos. Sus grandes ojos pensativos, las largas pestañas sombrías, la estrecha frente velada con una masa negra que cortaba en línea recta sus cabellos cerca de las cejas, le daba cierto aire de pasión y de empecinada voluntad. A esa edad su busto se modelaba ya abundante como próximo a su fin. ¿Cuál fue la verdadera historia de Josefina Pacheco a quien llamaban «la Cantárida»? No es fácil saberlo; la leyenda y la verdad se mezclan tanto en los parajes de montaña, que no hay mina abandonada que no esté guardada por un león, ni vertiente que no tenga su historia, ni mujer misteriosamente muerta a cuyo nombre no se haya asociado el más tenebroso drama. Sólo sé que Josefina amó tempranamente, que dejó una niñita de pocos meses y que fue encontrada muerta en un despeñadero vecino al curato.

El cura actual es mi amigo. Con él hablo a menudo y varias veces he inclinado la conversación en torno de la Cantárida. El párroco es un santo y sin embargo cuando se la nombro dice indefectiblemente: «Dios la tenga en su santa gloria». Esto me prueba que la pobrecita no fue, a su juicio, ni una oveja descarriada ni una suicida. En el corredor de la vieja casa hay varias enredaderas, una de jazmín, otra de madreselva y otra de pasionaria. Fueron plantadas por Josefina, según me cuentan, y yo no puedo estar allí en noches de luna sin pensar en esa mujer tormentosa tal vez, apasionada hasta la muerte, que en la prosaica y monótona existencia de ese rincón salvaje no encontró paz alguna para su alma inquieta. Mientras el cura recita un rosario y su hermano don Francisco cabecea en su gran sillón de mimbres, yo siento aún el rumor de los besos que han quedado en ese rincón de huerto y que vienen en el aroma embalsamado de juventud y de poesía de la madreselva, la pasionaria y el jazmín.

El párroco del Romeral es sencillo y bueno como el pan. Por primera vez he comprendido, practicando su amistad, que no hay necesidad de filosofías, ni de letras, ni de ostentosa apariencia de virtud, para hacer el bien a los semejantes que tienen necesidad de socorros. Este párroco no es, como se dice siempre, el padre de sus feligreses: es en realidad el sirviente de todos. Lo he visto llegar un día, después de diez horas a de caballo, desmontarse y caer casi al suelo de fatiga, hacer abrir su cama prometiéndose una noche de reposo y llegar de pronto un minero a caballo:

—Señor cura, señor cura, la Melania se me muere. Quiere médico y confesor, y vengo donde usted que tiene todo en sus manos.

—¿Sabes de dónde vengo, hijo? De los piches. Si a la pasada me hubieras avisado le habrías ahorrado a este pobre viejo una galopada de cinco horas. Pero ¿qué le vamos a hacer?; ¡que no desensillen «el peuco»!

Y diez minutos más tarde el viejo partía de nuevo, con su maletín por delante. Eso sí; al día siguiente decía su misa a las nueve, como siempre. Nadie sabía que se había pasado la noche por las breñas y los senderos. Un día mientras oficiaba, el buen cura lloraba a lágrima viva. Le aconsejé ver al médico, porque creía que la fatiga física le estaba formando una neurastenia, y el viejo se sonreía.

—Déjate de neurastenias. Lloraba de consuelo. Mientras decía la misa pensé en el pobre Birlocho que murió anoche como un santo. Tú sabes cuántas había hecho en su vida.

Don Francisco debía ser en el fondo tan bueno como el cura, pero vivía para contradecirlo y escandalizarle. Contaba a menudo que por abarcar demasiadas confesiones, su hermano no atendía bien a los moribundos, y agregaba que el mejor negocio para él eran las muertes repentinas, porque así tenía más tiempo disponible. Con el aire de la mayor seriedad me decía que una vez le había tocado acompañarlo donde un feligrés de agonía demasiado larga. El cura recitaba las letanías de la buena muerte, y le daba miradas a hurtadillas al enfermo para ver si se despachaba pronto; pero viéndolo aún muy firme volvía a comenzarlas de nuevo, hasta que de pronto impacientado le dijo:

—¡Vamos muriendo luego, pues!

El cura se reía a más y mejor de estos cuentos, pero se sabía escandalizar de las expresiones vivas y demasiado pintorescas de don Francisco.

—Establézcase de firme, por aquí, mi amigo —me dijo un día—, y hace su casa aquí al frente al otro lado del camino, para que después de almuerzo nos pongamos cada uno desde su corredor a «platicar ocenidades».

El cura se santiguaba de tan nefando proyecto.

El cura de Romeral sabía que yo leía mucho y deseaba hacerme una consulta que, según él, debía estar resuelta en más de un libro.

—Aquí la gente es muy pobre, señor —me confiaba mientras nos paseábamos bajo los grandes perales—, y basta con muy poco para hacerla feliz. Por ejemplo, Ramírez, que tiene diez hijos, no ha podido este año pagar el arriendo de la tierra y ha vendido una yunta de bueyes, la única que tenía. Con un préstamo de dos o trescientos pesos lo pondríamos en estado de trabajar de nuevo. Si no, la familia se va a dispersar y sabe Dios lo que será de esos muchachos una vez en la ciudad. La viuda de Decilo Morales necesita una máquina de coser y está salvada de toda necesidad. Las huérfanas de Sabino Andrade van a perder la casita y el terreno en que viven si no pagan una miseria que le deben a don Marcelo el subdelegado. Con diez mil pesos pondríamos a todo este mundito en el paraíso; señor ¿no conoce usted en las obras que lee algún Banco para gente humilde que se haya establecido para prestar dinero a los trabajadores sin sacarles el alma con intereses?

Me enternecía este hombre con su corazón y al mismo tiempo con sus debilidades. Porque también las tenía. Delicado de constitución y muy sobrio para comer, no podía prescindir de los huevos frescos. Todo lo toleraba menos que faltara esta insignificancia en su vida. La vieja Gregoria tenía gallinas y andaba siempre azorada antes de almuerzo y de comida persiguiendo los nidales en la espesa maleza del huerto, para descubrir el tesoro que constituía la felicidad de su patrón. El cura del Romeral se conocía bien y se avergonzaba de esta flaqueza. En mil ocasiones me había hablado de su aversión insoportable a todo manjar que no fuera éste. Pero debían ser no sólo frescos y del día; sino todavía calientes, antes de haber perdido el calor del nido, porque el huevo ya frío pasaba a ser un alimento despreciable para tan exigente paladar. «Te irás al infierno por esta tontería —le decía don Francisco—, y allí te harán comer huevos de lechuza». Era inútil, el viejo había dejado, por sacrificio, el vino, el cigarrillo que él mismo liaba en sus manos temblonas, el ají, las mejores legumbres, aún la leche, porque desayunaba con chocolate con agua; pero se había apegado como un niño a este capricho inofensivo, los huevos del día, que él mismo debía palpar antes de ponerlos en el agua caliente los dos minutos requeridos. La tarea no era fácil, según nos contaba Gregoria cariacontecida, las gallinas ponían poco, el zorro salía a hacer sus incursiones y llevarse algunos; para remate, en el fondo del sitio había unos relaves de una pequeña antigua fundición, donde las aves tomaban unas convulsiones que allí llamaban soroche y morían luego.

En la casa del lado al curato, vivía una señora que decían todos era ni más ni menos que la hija de Josefina Pacheco la Cantárida. Ya de cuarenta años, doña Rita era una real hembra: a juzgar por sus ojos y pestañas que hacían recordar los del daguerrotipo, no debía andar muy descaminada la suposición. Muy joven, viuda, vivía retirada en su arboleda con una parienta anciana y hacía cuanto podía, arreglando en la parroquia los altares, sacudiendo y barriendo, suministrando los remedios prescritos por el cura, aconsejando a unos y hasta socorriendo materialmente a otros. Por lo demás parecía insensible a todo, y don Francisco había escollado muchas veces en sus galanteos y hasta en la inconveniente pretensión de atisbar al través del cerco de colihues, cuando en el rigor de la canícula, doña Rita tomaba un baño en el transparente canal que pasaba por el fondo. En sus mayores apuros, Gregoria recurría a doña Rita. Si el cura estaba enfermo y se empecinaba en no tomar un remedio, doña Rita acudía y su presencia era para el pobre viejo como la del demonio, porque apenas sentía su voz cálida y musical, ya gritaba: —«¡Que no venga, que ya lo estoy tomando!». Y en realidad lo tomaba. Sobre la aversión del párroco a su buena vecina, hacía don Francisco las más graciosas disquisiciones. «Para mi hermano, decía, no hay sino tres enemigos, el mundo, el demonio y la carne. El mundo es la ciudad, el demonio soy yo y doña Rita es la carne». Tal vez recordaba el buen viejo la historia romántica de la Cantárida y veía en la hija, cercana ya al crepúsculo de la vida, algo de ese ardor en la mirada y de esa seducción en la voz, que debieron ser la causa de las desgracias y penas de familia de su remoto antecesor. El hecho es que los vecinos hacían su vida cada uno por su lado, sin ignorarse pero casi sin verse.

Gregoria confió a su amiga sus luchas por los huevos del día. En el campo, entre vecinos, los bienes son comunes, y la buena mujer recibió generosa protección de la vecina. Cada vez que faltaba el consabido manjar, un grito al lado de la palizada advertía a doña Rita que debía pagar su tributo de amistad y media hora después llegaban los huevos calientes, como recién salidos del nidal. ¿Por qué ponían más seguido las gallinas del lado? Pregunta era ésta que preocupaba a Gregoria. El hecho era que el problema había recibido solución práctica y que todo sonreía en ese rincón del mundo fácil de contentar.

Don Francisco era un espíritu irónico e inquieto. Nunca dejaba de mirar al través de los colihues y más de una vez me hizo reír con sus fantásticas invenciones. Continuamente tocaba a Gregoria el punto de los huevos frescos y le increpaba su incapacidad para la crianza de gallinas. Dábale un día recetas para mezclar al maíz pan tostado o tabaco, asegurándole que así la fecundidad de las aves aumentaría; confiábale otras veces que un químico había descubierto que cortando tres plumas al gallo en cada ala y quemando las plumas en el fogón de la cocina, el poder de éste aumentaba en forma extraordinaria. La pobre campesina lo hacía todo y mucho más aun de su cosecha; pero nada mejoraba.

El cura del Romeral andaba un día en unas confesiones lejanas. Yo leía en el largo corredor que daba sobre la plaza del pueblo y dejaba vagar la vista en la vibrante atmósfera fundida por el sol. Ni una alma pasaba por la calle: soledad de la aldea en medio del fuego del estío que enmudece los pájaros, retiene al hombre a la sombra de sus árboles y hace pesar los párpados hasta el sueño. De pronto, don Francisco llegó precipitadamente, se dejó caer en su gran sillón de mimbres y soltó una carcajada homérica. Era inútil hablarle. Todo su cuerpo se sacudía con convulsiones, y la risa detenida un momento volvía a resonar como una explosión histérica. Un perro llegó velozmente y se detuvo a ladrar verdaderamente irritado con los alaridos del viejo. Yo concluí por contagiarme y cada vez que lo miraba me reía con igual entusiasmo, ignorando en absoluto la causa de tan continuada hilaridad. Mucho trabajo me costó sacar la historia que la provocaba. Don Francisco persiguiendo el esclarecimiento del misterio de los huevos, había descubierto el nidal. Pertrechado tras del cerco que separaba el huerto de la casa vecina, reteniendo casi el aliento, había descubierto que doña Rita buscaba los huevos entre el pasto, los elegía cuidadosamente y colocaba los dos más grandes y hermosos en su seno, metiéndolos bajo su camisa según lo aseguraba el espía ensañado en la víctima. De esta manera con tan piadoso ingenio, la buena mujer suplía el calor del nidal y contentaba al viejo cura. «¡Si supiera Ramón —decía el malvado en medio de nuevas explosiones de risa— de qué nido salen calientes los huevos que se engulle con tanto deleite!». Le supliqué no contar a su hermano el descubrimiento. ¿Para qué privarlo de este único placer de su vida? Pero el inexorable verdugo encontraba una infinita alegría en figurarse la escena con que el cura habría de rechazar su alimento contaminado con uno de los más perversos enemigos del hombre. Oyó el pobre cura la historia, se ruborizó intensamente y cuando Gregoria entró llevando el par de blancos y tibios huevos de su almuerzo, levantó iracundo su mano y los hizo saltar violentamente. La pobre mujer quedó como una estatua; yo hacía esfuerzos por no enternecerme y me sonreía y don Francisco salía estremeciéndose de nuevo con sus carcajadas.

El cura del Romeral me ha contado melancólicamente que hoy día odia los huevos a muerte; que siente el más profundo disgusto cuando los encuentra en un cesto en gran cantidad, y que cuando ve pasar unas mujeres jóvenes a su lado, cree que llevan siempre bajo su blusa un par de tan desagradables objetos calentándolos para otro confiado que se apega demasiado a las cosas materiales de esta vida.

El maestro Tin-tin

Así lo llamaban en todos los alrededores porque desde muy lejos ya se sentía el golpe del yunque en su fragua del barranco del río. Era un viejo de cara sumamente bondadosa, ojos suaves, y aspecto inofensivo y simpático. Herrero desde muchos años, prestaba sus servicios en la hacienda, componiendo un día la llanta de una carreta, supliendo otras el perno de un arado, haciendo el cerrojo de un portón o soldando los zunchos de una tina.

Desde el amanecer se sentía ya el vibrante golpe del yunque, llenando todo el barranco y sobresaliendo sobre los mil ruidos del despertar de las mañanas de campo. Era una nota aguda, alta, cristalina, que contribuía a alegrar el comienzo del trabajo, como un valiente toque de diana. Y cuando pasaban los peones con la herramienta al hombro para ir a ocupar el puesto que a cada cual le correspondía en la batalla del día, decían entre sí:

—Ya está el maestro Tin-tin en la fragua.

Cada día llegaba alguien hasta la puerta de su casa, abierta entre dos álamos viejos, y adornada con dos frondosas matas de cardenales rojos, en consulta de algún descalabro de ferretería. Y el maestro Tin-tin salía con las mangas arremangadas y su delantal de mezclilla azul, y siempre sonriente, siempre amable, lo resolvía todo a ojo de buen varón.

A medida que la tarde declinaba iba bajando el diapasón de los golpes del maestro, hasta que junto con hundirse la última extremidad del sol en el poniente, se sentía el último golpe, el del combo que caía abandonado sobre el yunque.

Entonces el viejo salía a la puerta a ver pasar a los que volvían del trabajo, y allí permanecía hasta que al otro lado del río tocaban el Ángelus y lo rezaba él con la cabeza descubierta y la vista baja para entrarse después a la casa donde ya hervía la olla de frejoles al fuego.

El maestro Tin-tin tenía cuatro hijos, de 23 años el menor, y de 32 el primero; pero ninguno vivía allí al lado de esa fragua y de ese yunque a cuyo golpe habían despertado y se habían dormido tanto tiempo. Le querían, le respetaban, le oían; pero cada uno había partido con su saquito al hombro, siguiendo ese errante camino de nuestros peones, que no necesitan de brújulas, ni de reloj, ni de calendarios.

El viejo se iba gastando. Sentía que el martillo no caía con tanta fuerza y echaba la culpa de esto al fierro, que según él «estaba ya tan duro como el corazón de un impenitente». Pero resultó que un día se quebró una llanta que acababa de componer; otro resultó inservible un perno para un arado; y cada vez demoraba más tiempo en las más insignificantes operaciones.

El patrón, respetando la ancianidad y los servicios del maestro Tin-tin, le dejó su fragua, su casa, sus herramientas, y buscó en la vecindad otro herrero joven que fue a establecerse no lejos de él.

Trabajaba un día el maestro y golpeaba penosamente el fierro enrojecido, lamentando que cada día lo hicieran más duro y tenaz, cuando creyó sentir alternados con sus golpes otros más lejanos, pero más fuertes, más sonoros, más enérgicos. Pensó en el primer momento que soñaba; pero dejando quieto después su martillo pudo escuchar claramente los golpes de otro martillo y otro yunque.

Y entonces cayendo desalentada la cana cabeza sobre el pecho, pensó con la más amarga sonrisa:

—No era el fierro el que estaba duro, era mi brazo que estaba débil.

Y después alegrándosele el rostro, iluminándosele los ojos, se hizo todo oídos, y llamando apresuradamente a su hija, le dijo:

—¡Oye, oye! ¿Sientes ese otro martillo? Así tan fuerte, tan vigoroso, tan robusto era el brazo de tu padre. ¡Así golpeaba yo! ¡Así debe golpear un herrero!

Pero vencido después por la amargura de su impotencia, sollozando como un niño, apoyó su cara en el hombro de la muchacha y apenas pudo hablar.


* * *
 

Desde entonces el maestro Tin-tin se echó a buscar por los caminos, trozos de hierro, pedazos de llanta, clavos, zunchos, pernos, tuercas, y echándolos todos a una bolsa, se volvía paso a paso a su casa y la vaciaba al pie de la fragua. Durante muchos días se le vio vacilante, rendido, sudando, pero sin cejar un punto en su tarea hasta que el montón subió algunas varas.

Después comenzó con el ardor de sus buenos tiempos la tarea de enrojecer los fierros y golpearlos y unirlos. No le era posible estar mano sobre mano, sin ver encendidos los carbones de la fragua, y sintiendo sólo los golpes del otro herrero, del forastero que había venido a suplantarlo. No podía el incansable viejo darse por derrotado antes de morir.

¿Qué hacía el maestro Tin-tin? Nadie lo sabía. Cuando con diversos trozos de hierro había formado uno solo de medio metro de largo, lo dejaba y comenzaba uno nuevo; y todos estos bastones forjados a golpe de combo iban a parar debajo de su catre, hacinados en un montón.

De nuevo había vuelto el vecindario a acostumbrarse a la incansable actividad del maestro Tin-tin. Desde lejos se sentían alternados, cada dos golpes sonoros y vigorosos del herrero joven, uno apagado y débil del herrero viejo. Parecía aquello el sonar de un péndulo, la disputa de la vida con el tiempo, un diálogo entre el aliento juvenil del que comienza y el jadeo anhelante del que acaba...

Una mañana salió el sol, avanzó el día, comenzó el herrero joven a dar en el yunque, y el maestro Tin-tin callaba... ¿Qué le pasará al maestro? se preguntaban todos, y poco a poco fueron llegando las vecinas, y entrando a la modesta casita de los cardenales rojos.

El viejo estaba en cama, tendido de espaldas y respirando con fatiga. Muy luego pasaron el río y avisaron al cura que debía ayudar al herrero a hacer sus maletas para el último viaje.

Entretanto el maestro Tin-tin había dado orden de llamar a sus hijos, y la muchacha sentada a la puerta fue enviando el aviso con todas las carretas, arrieros y carruajes que pasaban en diversas direcciones.

Un largo, un interminable día de agonía, transcurrió con la lentitud del dolor y del sufrimiento.

—¿Qué cosa es la vida —decía el cura al salir— sino una herrería en que cada cual da en el yunque hasta que se fatigan los brazos y se apaga la fragua?

A la noche llegaron dos de los hijos y el otro al amanecer. Muy tempranito, cuando apenas clareaba el alba, un ruido de campanillas y de rezos se dejó sentir hacia el río, donde atravesaba el cura en su carruaje a traer el viático al moribundo.

Lo recibió éste en medio del recogimiento de todos y de los sollozos de los hijos que, arrodillados en torno de la cama, cogían de sus manos curtidas y secas al agonizante.

El viejo quiso hablar, se incorporó, miró a los tres muchachos que, con los ojos llenos de lágrimas le atendían, y dijo con desmayada y torpe voz:

—Debajo de mi cama hay cincuenta varas de fierro. Mi única disposición es que me hagan mis tres hijos, con ellas, una cruz grande para plantarla en mi tumba. Trabajen en esta obra incansablemente porque no podré estar tranquilo en la otra vida, mientras no esté mi cuerpo a la sombra de esa cruz.


* * *
 

Los tres hijos se pusieron entonces a la obra. Encendieron la fragua y comenzaron ardorosamente a unir las varas para formar la cruz. Durante un mes resonó todo el barranco del río con los martillazos de los fuertes y robustos herederos del maestro Tin-tin.

Por fin, quedó la cruz concluida y los tres marcharon a la tarde hasta el cementerio parroquial, donde la clavaron respetuosamente y rezaron con las cabezas descubiertas.

A la vuelta los esperaba humeante la olla sobre el fuego; y la hermanita soplaba los tizones con la faz aún encendida y llorosa.

Los hermanos se miraron y quedaron pensativos un instante. Por fin, el mayor dijo:

—Yo creo haber entendido la última voluntad de mi padre. Tanto daba poner en su tumba una cruz de palo como una cruz de piedra. Pero él quiso que la hiciéramos nosotros, de fierro, para que nos acostumbráramos a su oficio y le tomáramos cariño a la fragua... Yo no corro más tierras; he aprendido ya a golpear el fierro y me quedo aquí de herrero...

El segundo exclamó:

—Yo he aprendido a caldear la fragua... Te acompaño.

Y agregó el tercero:

—Yo también me quedo.

Y se quedaron los tres. Y es fama que los golpes de su yunque sonaban diez veces más que los del herrero nuevo, porque el maestro Tin-tin, rejuvenecido ya en la otra vida, ponía toda su fuerza en los brazos de sus tres hijos.


* * *
 

Un día pasamos en coche por el barranco del río. El señor cura asomando la cabeza por la ventanilla hizo un saludo cariñoso a los tres robustos herreros, y sonriendo, nos dijo:

—Esos son los sucesores del maestro Tin-tin.

El más bruto de los héroes

Estay había sido preso por «homecida», como decía él a los que indiscretamente se lo preguntaban, al través de las rejas de la cárcel. Y a confesión de parte...

Pero, en fin, malo no era el pobre Estay. Se habían metido faldas de por medio, y seguramente copas también. Alguien le insultó, salieron a la vuelta de la esquina, pusieron de testigo al policial y se acuchillaron durante media hora. ¿Qué culpa tenía Estay, que el muerto hubiera sido el otro? En cambio, había sacado una cuchillada en la cara, otra cerca del ojo, un puntazo en la frente y rasmillones por todas partes.

Con la cara llena de sangre fue llevado a la comisaría, donde se la estancó, antes que pudieran evitarlo, con tierra recogida en el suelo. Y así, con el rostro mitad fiero, mitad grotesco, se paró ante el juez, se encogió de hombros, no le sacaron palabra y fue a parar al presidio.

Allí vegetó el infeliz homecida, muriéndose de inanición. No era la vergüenza ni el remordimiento, los que le enflaquecían: muchas veces había dicho a propósito de su víctima, que bien muerto estaba, y que no rezaría ni siquiera un Padre Nuestro a las ánimas, por el descanso de la suya. Lo que debilitaba sus fuerzas era la falta de libertad. Falta de libertad que era la muerte para ese incansable aventurero, libre y soberano como un cóndor, que no reconocía autoridad, ni ley, ni superior siquiera, que no dormía bajo techo, ni calentaba sus manos en brasero alguno, ni conocía madre, ni mujer alguna. Falta de libertad, que era la muerte para ese hombre que no sentía el amor, que no entendía la virtud, que no sabía el alfabeto, que no usaba caballo ni carretela, ni tren, para movilizarse leguas arriba o leguas abajo, buscando un jornal, un compañero o una trilla. Falta de libertad, que era la muerte para ese hombre, que si estaba enfermo se emborrachaba, que si alguien se le ponía por delante le despachaba de una cuchillada, que si quemaba el sol se acostaba a mediodía con la cara contra el suelo y si estaba húmeda la tierra, de espaldas contra ella.

Estay se moría, sin majestad, sin convulsiones, sin tristezas. Moría, como muere un animal de su clase: emperrado. Juntó un día los labios, se los mordió para no abrirlos, y se tendió junto a una muralla. Lo pateó el guardián y él ni gruñó siquiera.

—Ese bruto se muere —le dijeron al alcaide.

Y el alcaide, que en esa fecha —(1879)— era dueño y señor del presidio, hizo tomar a Estay, ponerlo en la puerta de la calle, pegarle una patada por la espalda y decirle:

—¡Camina, asno! ¡Anda a tomar un rifle! La pólvora te sentará bien.

Estay abrió los ojos y vio no ya la urdiembre mezquina del sol que entraba a la celda, ni esa luz sucia y como mortecina que caía por la ventana. Era aquella explosión de sol, aquella abundancia de aire, lo único que podía ser: la libertad absoluta. Y corrió como un loco y se cayó varias veces al suelo, y fue a golpear un portón grande, macizo, donde sabía que le iban a recibir con los brazos abiertos y allí le gritaron:

—¡Quién vive! y él contestó con bríos:

—¡Quién ha de ser, cáspita! ¡Quién ha de ser! ¡Yo!

El sargento Lambrecht torció el gesto, y exclamó en el cuarto de banderas:

—O me equivoco, o el que llega es lo único que nos falta para barrer con los peruanos.

Y era él, era el famoso, el conocido Estay, el más bruto de los rotos.

A los dos días, harto ya de frejoles, no era el homecida, era el soldado.

«Las marchas han sido largas —escribía meses después el sargento a su mujer—, largas; pero nadie se ha aburrido. Estay habla, canta, insulta todo el día y toda la noche. No deja dormir, pero tampoco deja bostezar a nadie. Tiene a los peruanos en la punta de la lengua, parece que no les tiene mucha ley y que si los encontramos luego, Estay hará alguna de las suyas».

Iba en la tercera compañía; pero le conocía todo el regimiento. Cuando armaban carpas, le pasaban a Estay un cigarro para desatarle la lengua; y tendidos unos, y sentados otros, y los demás de pie, formaban esos grupos en que los pintores recrean el pincel, grupos de soldados en víspera de batalla, que se ríen a carcajadas, como si la muerte no les siguiera a retaguardia.

Contaba Estay todas las cuchilladas que había recibido en su vida. ¡Eran muchas! A los quince años había saltado, en compañía de otro pillo, las murallas de una arboleda para robar gallinas. Surgió la discusión sobre quién se llevaba el gallo; Estay quiso zanjar el asunto a bofetadas; pero el otro tenía más mundo y, sin decir agua va, le metió un cuchillazo en el pecho. Y el homecida se abrió entonces la camisa, para que otro le alumbrara con un fósforo y se viera la zanja, aún no cerrada por el tiempo, en sus carnes duras y tostadas.

Desde entonces, apenas pasó un año sin que le tocara dar o recibir puñaladas. ¡Qué hacerle! había tanta gente mala en el mundo; y luego, todo era llegar a una parte sin meterse con «naide», y armarse la camorra en menos que canta un gallo. Porque, francamente, ¡hay cristianos que parecen judíos!

Era un arnero ese bruto de Estay. Dicen que los gatos tienen siete vidas; pero el soldado del Buin debía tener setecientas.

Al caer la noche, los ronquidos de Estay eran los últimos. Principiaba por cantar, y seguía después con el tema de los peruanos. Y aún dormido, arrollado ya con la manta, bajo la atmósfera pesada y sofocante de la carpa, insultaba todavía con una pesadilla de tigre.


* * *
 

La mañana había amanecido luminosa; pero con olor a pólvora. A las cinco, se levantaba en el oriente como un vapor amarillo la primera luz del alba, que más tarde alumbraría un campo de batalla. A esa hora, el corneta brincó sobre su manta, despertado por el capitán de la compañía, oyó dos palabras, vibrantes y secas como un disparo, empuñó el instrumento de bronce, y momentos después el toque de zafarrancho convertía el campamento en un infierno.

El primer grupo fue el de Estay. Sus ojos vivaces lo habían adivinado todo: iba a comenzar la batalla. Instintivamente palpó su rifle, se lo acercó al cuerpo y lo estrechó como si fuera una mujer amada.

Entretanto, a su lado había un infierno de carreras, gritos, interjecciones violentas, saltos, movimientos desesperados, ese preliminar de un regimiento que despierta con el enemigo encima, con la muerte aleteando como un murciélago enorme sobre las cabezas aún dormidas.

Cinco minutos después, la tempestad se calmaba, las compañías buscaban las líneas, el rumor decrecía lentamente y bajaba sobre el antiguo vivac desordenado y bullicioso esa majestad silenciosa del ejército que aguarda el combate.

El regimiento se puso en marcha, descendió una ladera, ocupó el camino, torció una curva, desembocó en un valle extenso y no tardó en hacer alto y aguardar a discreción. Por todos lados, corrían ayudantes a caballo, llevando órdenes y trayendo datos.

Un instante después, allá a lo lejos comenzaba un tiroteo parejo, continuado, lejano, y una línea de globitos blancos, como copos de algodón, aparecía entre los árboles, marcando la infantería enemiga.

Suena la corneta, las voces de mando se suceden lacónicas, como pistoletazos, y el regimiento se desgrana como un rosario de cuentas. Un instante después, diseminadas las compañías y tendidos sobre la yerba los soldados, comienza el fuego, desgranado e inseguro al principio, continuado más tarde, y parejo como cien ametralladoras, enseguida.


* * *
 

Estay acompaña sus disparos de una verdadera explosión de insultos. Con los pies da golpes furiosos en el pasto y llega a enterrar en la tierra húmeda la rama punta de sus botas despedazadas. El sudor le cubre la cara y el humo deja caer sobre ella un hollín glorioso, bautizo de los reclutas.

Sobre las líneas de cabezas, recostadas en el pasto, barre el viento la nube de humo blanco como si quisiera ocultar las compañías. Una bandada de pájaros vuela agitada, proyectando sus sombras en el suelo. Y más lejos, un trueno lejano demuestra que la artillería entra en combate y que éste es de vida o muerte.

Dos veces en una hora avanza el regimiento, volviendo a tenderse en línea. El tiroteo tiene sus alternativas, pero no se extingue; y ya se ve que las balas son mortíferas porque la línea se ralea y quedan muchos bravos con la barriga al sol.

Estay grita y dispara, dispara y grita. Lambrecht lo admira:

—¡Cállate animal! —le dice— deja que hable tu rifle.

—¡Si es que las balas se me atoran, sargento!

—Lo que a ti se te atoran son las palabras, bandido. ¿Quieres callar?

—¡Ya me callo! Las ganas que tengo yo de botar esta escopeta y echarlas a cuchillo limpio... ¡Mire usted que se mueran los niños como moscas, por éstos... de peruanos!

Y Estay echaba mano a la cartuchera y quería meter de a tres balas juntas en el rifle, y se desesperaba de que aquello no matara como él deseaba que matase.

El combate se hacía fuerte, fuerte. El sol quemaba como un tizón. La sangre corría a hilitos entre el pasto, y cada soldado con tierra y sangre, con sudor y pólvora, se veía fiero como un perro bravo.

¡Adelante! Estay se revuelve como un toro, brama, ruge, se enronquece. Tira el rifle, lo recoge, se lo echa a la cara, dispara, vuelve a gritar. Es un endemoniado que ya no se contiene tendido, que ya no cree en su rifle, que rebosa ira y coraje.

—¡Bah! Sargento, ahí va la escopeta, es un trasto inútil —gritó de pronto el bruto de Estay, botando lejos el rifle humeante y echando a correr hacia el enemigo, sin que Lambrecht lograra alcanzarlo.

—¿Qué va a hacer este bandido? —preguntó aterrado el sargento.

Pero Estay corría, corría. De pronto se detuvo y pareció tropezar.

—Le metieron una píldora— gritó un soldado.

—¡Nada! —dijo otro—, éste tiene siete vidas. Sigue... ¿lo ven?

Y Estay seguía, pero pareció cambiar de pronto su plan. Se detuvo, accionó enérgicamente insultando a las líneas peruanas. Su voz se oyó desde las guerrillas del Buin, y centenares de ojos enrojecidos lo miraron con asombro. Y enseguida, dio vuelta la espalda a los enemigos, se desató la correa que ataba los anchos calzones de dril blanco, volvió hacia ellos lo que encontró más despreciativo volver, inclinó casi hasta el suelo la cabeza para mirar a los peruanos por entre sus piernas, y gritó con un rugido supremo:

—¡Apunten aquí... cochinos, bandidos, facinerosos! Una bala fue a vengar el insulto. Estay cayó de lado, con la desnuda espalda bañada en sangre, y se estiró, tieso como un poste.

Lambrecht se quedó con la boca abierta.

Otros han caído con majestad, con heroísmo, con firmeza; Estay tenía que morir como era: a lo bruto.

El tránsito del demonio

Clodomiro Pérez es corista varón del Teatro Municipal. Su cara de asno joven se destaca vigorosamente en la escena, y hace el regocijo de las galerías y del elemento joven que concurre a oír la ópera.

Como prisionero númida en el segundo acto de Aida, infundía pavor al mismo Amonasro. Enseguida, se le ascendió por su fealdad y por su buena conducta a sacerdote egipcio, y cuando en el fondo del templo resonaba pavorosa la ronca y tétrica acusación de traidor a la patria, sobre todas las demás se alzaba la voz de Clodomiro Pérez, que en esos momentos creía realmente tener en sus manos la vida de Radamés.

En Fausto, en el coro de las cruces, Mefistófeles, más que por la presencia de ese signo odiado para él, temblaba ante la cara que ponía Clodomiro Pérez, para vencerlo y aterrorizarlo.

Pérez era, indudablemente, el rey de los coristas. Sabía abrir los ojos desmesuradamente, mirar al vecino como para comunicarse la impresión de la romanza cantada por el tenor; mover los brazos desmesuradamente, inclinar la cabeza, en fin, dramatizar a su manera.

Clodomiro era casado con una mujer vieja y sorda, un abocastro tal, que ni siquiera había conseguido figurar en el coro femenino del Municipal, donde son cualidades que se aprecian mucho la fealdad, la vejez y el no tener oídos.

En la noche del miércoles, el pobre Pérez, dejando a su mujer en cama, con una grave enfermedad, se vio obligado a asistir al estreno de Mefistófeles, donde le correspondía el honroso puesto de demonio, para salir con el gran tenedor de tres dientes en el segundo acto, en la escena del infierno.

¡Qué bien se veía Clodomiro, metido bajo su capuchón rojo fuego, con las orejas salidas hacia afuera y como mandadas hacer para servir de receptáculo a tanto golpe de orquesta, los ojos saltados y redondos como si fueran los de un loro, con la razón extraviada, y finalmente, la boca abierta, con una expresión idiota de mula fatigada! Era un demonio real y verdadero, y al divisarlo salir del camarín, una bailarina que no debía andar con la conciencia muy limpia, casi se cayó desmayada y desapareció como un celaje dándose vueltas en las puntas de los pies.

Llegó, por fin, el acto del infierno, y Clodomiro Pérez hizo su aparición en el piño de demonios, saltando sobre los pies y levantando en alto el gran tenedor dorado. Algunos concurrentes de la platea descubrieron con sus anteojos la adorable figura de Pérez, y estuvieron contemplándolo en medio de esa atmósfera roja, hasta que saliendo por un costado, volvía a bajar por la ladera de la montaña del fondo.

Al salir el actor, corrido ya el telón, y cuando todavía no se apagaba el resplandor rojo que bañaba el escenario, un vecino de la casa de Clodomiro le anunció que su mujer estaba agonizando.

Pérez dio un grito, y olvidándose del traje quizá un tanto impropio que llevaba, salió como un loco por la puerta de la calle de San Antonio y echó a correr en dirección a la Alameda.

¡Qué solitaria y triste se encuentra la Alameda pasada la media noche! Los quemadores incandescentes difunden en torno suyo un resplandor pálido que, vacilante y confuso, se pierde en la lejanía, moviendo las sombras y dándoles una extraña animación.

De cuando en cuando parece como brotar de un tronco la oscura silueta de un transeúnte que, a paso de marcha se dirige al domicilio donde alguien lo espera, o donde nadie lo espera.

Allá, de tarde en tarde, un carruaje muestra a lo lejos sus faroles rojos como dos pupilas de borrachos, y golpeando ruidosamente el pavimento se acerca al galope de los caballos.

La ciudad, agitada y alegre en el día, se pone medrosa y sombría a esas altas horas, en que bien podrían salir duendes y penar ánimas.

Eso decía el guardián que, de punto frente a la calle de San Martín, casi se moría de miedo en tal soledad. La campanita sonora y armoniosa del reloj de San Borja, había dado las doce tres cuartos. El guardián bostezó y naturalmente se santiguó la boca con el pulgar, para que por ella no entrara ningún mal espíritu.

De repente fijó la vista a lo lejos, hacia arriba, y creyó divisar un punto oscuro que corría desaforadamente por el fondo de la Alameda. Muy pronto y a la pasada de un farol divisó que era rojo, y que llevaba algo en la mano que brillaba a la luz.

—¡Cáspita! —dijo— cualquiera creería que eso es el diablo en persona. Y volvió a santiguarse.

Pero el bulto crecía, crecía, hasta dejar ver el gran tenedor dorado que llevaba en alto, y el gorro puntiagudo que, rojo como todo su traje, le cubría la cabeza. El guardián corrió como un loco a refugiarse al pie de un farol, sin atinar a llevarse el pito a la boca y pedir auxilio, y desde allí, con los ojos abiertos, veía acercarse a grandes saltos ese demonio color de fuego, que llevaba levantado el tenedor con que indudablemente clavaba a los condenados.

Pérez, olvidado enteramente del traje peculiar que lo cubría, pensó en la necesidad de pasar antes a la botica de turno más cercana, para llevar a su mujer un calmante. Se dirigió, pues, al guardián haciéndole señas con el tenedor; pero con profundo asombro vio que éste, dando un grito, se trepaba por el farol, semejando, a la luz del gas, un murciélago gigantesco que cubría el quemador con sus alas negras.

—¿Qué es esto? —se dijo Clodomiro y como si tal cosa hizo su pregunta de estilo:

—¿Sabe usted dónde está la botica de turno?

Hubo un momento de silencio en que se sentía la respiración agitada del guardián.

El reloj de San Borja dio los cuatro cuartos y enseguida una campanada vibrante y argentina.

Después con voz apagada, temblorosa, el policial dijo:

—Ver ver ga ra es... es... es... qui... qui... na... de de de de... nada más pudo agregar, porque el terror le paralizó la lengua, y Pérez, aburrido, echó a correr de nuevo, creyendo sencillamente que se había encontrado con un guardián ebrio.

De repente, allá en una esquina divisa la ventanilla alumbrada de una pequeña botica, tras cuya puerta dormita seguramente el boticario, reclinado en una silla, después de haber vendido un papelillo de calomelano para un cólico y un frasquito con jarabe de ipecacuana para un niño con tos convulsiva.

De súbito, tres golpes suenan en la puerta. El boticario se incorpora, corre a la puerta, asoma su cabeza por la ventanilla y dando un salto atrás, la cierra de golpe y le pone nerviosamente el aldabón. Ha visto al demonio, lo puede jurar, rojo, alto, con un tenedor en la mano.

El pobre hombre se da golpes de pecho y jura devolver la plata que ha recibido de sus parroquianos por el calomelano falsificado que está vendiendo desde hace tres meses.

En ese instante, solamente, Clodomiro Pérez lo comprende todo. Vestido así, de demonio, no puede entrar a ver a su mujer; es imposible, la mataría. Y como le viene el recuerdo de la pobre que se muere, se acerca a un poste de teléfonos y se pone a llorar amargamente...

Un trasnochador que pasa por allí, con el cuello levantado, el sombrero caído sobre los ojos y las piernas un poco débiles, da un salto de tres metros al ver ese diablo que solloza; emprende después una carrera loca y hasta cree sentir olor a azufre.


* * *
 

Amanece. Comienza a difundirse sobre la Alameda la luz indecisa del alba, y un vientecillo frío baja de la cordillera haciendo dar diente con diente a los guardianes de punto.

Un comisario encuentra a Clodomiro Pérez, y venciendo el primer impulso de temor, se lo lleva a la comisaría arriándolo por delante.

Una cocinera que va al mercado con su canasta de mimbres al brazo, se queda con la boca abierta, inmóvil sobre la vereda, sin saber qué significa ese oficial de policía que va empujando con su caballo a un diablo con cuernos, cola y tenedor en la mano.

El infeliz de Clodomiro Pérez solloza y solloza; y lo sorprende el sol sentado en la comisaría, sobre un piso de junco, con la cabeza baja y apoyada sobre las dos manos asidas al tridente dorado.

Un grupo de muchachos lo rodea a cierta distancia, en silencio, y hasta con respeto.

Es un cuadro original y divertido.

Pero entre tanto, nadie hace desistir al policía de la segunda comisaría de retirarse del puesto de guardián y perder su sueldo, a no ser que lo releven para siempre de hacer la guardia en la noche.

Huevos importados

Cuadro de gallinero
 

«Han llegado 1.800 huevos
de gallinas, procedentes de
los Estados Unidos y consignados
a los señores W. R. Grace y Cía.».
 

El gallinero amaneció revuelto. Uno de los más prestigiosos miembros de la alta sociedad femenina había sido echado en un nido de paja en el rincón del patio, sobre diez huevos de un aspecto sospechoso. La noble y virtuosa gallina, cuyo color negro la hacía aparecer aún más noble y virtuosa de lo que era, había luchado largo rato entre la repugnancia de cubrir bajo su pechuga tibia esos huevos con un timbre morado que decía «Fresh Eggs Company Limited New York», y su inmenso y desbordante deseo de maternidad jamás agotado y siempre entusiasta.

Sin embargo, mientras para ejemplo de la nueva generación cerraba sus ojos con íntimo recogimiento, las más terribles dudas le asaltaban. ¿Qué iría a salir de cada uno de esos huevos envueltos en una especie de esperma, con esas letras que bien podían significar insultos, herejías o burlas contra el mismo alto ministerio del empollamiento? ¿Qué clase de seres degenerados, viciosos o simplemente extranjeros, romperían la cáscara y asomarían a la luz del día?

—Consulta, hija, a los caballeros que tienen experiencia —le decía una amiga después de observarla largo rato con un ojo fijo y redondo.

—Allí los tienes tú —replicaba la virtuosa, señalando tres o cuatro parejas de gallos que se perseguían dándose picotazos y estocadas, —allí los tienes. Ellos son los causantes de que estén trayendo huevos de los países protestantes.

—¿Por qué?

—Porque no producen lo suficiente...

—Pero aquí vienen algunos senadores de consejo que pueden dártelos buenos.

Un grupo de patos avanzaba balanceándose de un lado a otro, y manifestando con su grito nasal una satisfacción íntima y sincera. Gracias a ellos no se perturba el orden en el gallinero, porque aunque a veces parece que se caen al andar, sus patas, admirablemente construidas, los mantienen equilibrándose. Se puede decir que si los gallos tienen el talento en las estacas, los patos tienen el buen sentido en sus patas.

Llamados a examinar los huevos, lanzan gritos en diversos tonos. Uno de ellos hace una venia y dice:

—Estos huevos son yanquis. Es digno de notarse que Chile, que parecía destinado a exportar huevos, esté ahora recibiéndolos del extranjero. Esto quiere decir que el circulante de huevos escasea. Es un fenómeno natural.

—Es necesario distinguir, colega —dice otro.— ¿Ha crecido el consumo de huevos por habitante? ¿Ha disminuido la producción por gallinas? ¿Han aumentado los usos del huevo?

—Yo creo que sí —dice un pato portugués, destinado al príncipe de Braganza—, porque ayer he visto a una señora que se reventaba un huevo en la cabeza y se lavaba con él el pelo.

—Vea usted, ése es un dato. ¿Llevará estadística de esto don Vicente Grez?

—Yo propongo —dice uno, que generalmente es conocido con el nombre del pato distraído— que se acuerde continuar en este gallinero hasta nueva orden.

—Escuche usted, señora gallina, a este colega. Siempre se distrae y sale presentando proyectos que no tienen nada que ver con lo que se discute.

—Entre tanto —pregunta la gallina—, ¿seguiré sobre estos huevos? exponiéndome a un futuro tan incierto?

—Sí, señora. Saldrán pollos norteamericanos, que son sumamente independientes y laboriosos. Con seguridad, para no perder el tiempo, ya están aprendiendo castellano adentro de la cáscara. Pero en todo caso sería conveniente tomar votación, y para eso aquí viene la mayoría.

Una tropa de hermosos pavos se acerca, haciendo al andar vigorosos signos de asentimiento con sus cabezas.

—Han dicho que sí —dice el pato portugués.— ¡Tan disciplinados!

Y todos se van, dejando a la virtuosa vestida de negro, al frente del incierto problema. Un hermoso ex gallo de plumaje rojizo, que pasa al trote con un pequeño sapo en el pico, se detiene un instante y le dice:

—¡Cuidado, señora! Yo he oído decir que los norteamericanos tienen una famosa doctrina de Monroy, que consiste en comerse ellos el maíz y dejarle la tierra a los demás. ¡No vaya a estar criando cuervos!

—Este es bueno para Ministro —le dice la futura madre a su amigo—, porque es tan conciliador. Siempre está bien con todos, y nadie le tiene mala voluntad.

—Sí, hija. Seguirá el camino de los demás de su clase. Hoy están de moda en el Ministerio. ¡Los gallos venidos a menos!

Un gallo de largo plumaje atornasolado avanza. A cada instante se detiene, levanta una pata, da vueltas la cabeza, mira con un ojo, y sigue adelante. Es un gallo de pelea; sabe cacarear; tiene continuamente en alarma al gallinero y da mucho que hacer al dueño de casa, que ha resuelto o cortarle la estaca o mandarlo a otra parte.

—¡Qué alarma han metido con estos famosos huevos! Es natural que si escasea este circulante en las cocinas se le aumente. ¿No han dicho el otro día aquí al lado de afuera, que faltaba plata y la debían traer de Europa? Pues bien, si faltan huevos, que los traigan.

—Pero ¿por qué no hay más? Es culpa de ustedes.

—Muchas inversiones, muchas inversiones. El gallinero crece cada día más. Un consejo, amiga mía. ¿Cómo sabes si esos huevos no están pasados por agua?

—¡Qué sospecha!

—Pero ¿no te acuerdas que la gallina castellana estuvo seis meses sobre unos huevos comprados en la Quinta Normal y nunca salió nada de ellos? Eran huevos fritos.

La gallina salta como por un resorte y abandona el nido. Apenas ha dado unos pasos, cuando una robusta mano la pesca de un ala.

—¿A la cazuela? —dice el gallo en forma de monólogo— ¡Siempre los mismos atropellos! ¡Qué bien nos vendría una doctrina Drago para defendernos de esta fuerza brutal e invencible de las cocineras!

Incendiario

Don Serafín Espinosa tenía su tiendecita de trapos en la calle de San Diego, centro del pequeño comercio, que, ya que no puede tentar por el lujo de sus instalaciones ni por el surtido de la mercadería, atrae por la baratura inverosímil de sus artículos. Se llamaba la tienda «La bola de oro», y mostraba en el pequeño escaparate tiras bordadas, calcetines de algodón, hilo en ovillos y carretillas, broches, horquillas, jabón de olor, polvos, botines, tejido al crochet y loros de trapo. Los géneros se reducían al lienzo común para ropa interior de pobre, al tocuyo tosco y amarillento, al percal barato y de colores vivos, y a una que otra variedad de velo de monja para mantos de poco precio.

Don Serafín era el alma más candorosa de la tierra. Se arruinaba lentamente tras del mesón; pero sin perder su encantadora sonrisa, modales amabilísimos, su generosidad innata y su fina cortesía. Si alguna mujer le pedía la llapa, al meter la tijera en el lienzo, corría como media vara más el corte y daba después el vigoroso rasgón sin importársele un ardite. Si un chico lloraba de aburrido mientras la madre regateaba largamente un corte de ocho varas de percal, corría él a la vidriera y cogiendo un loro de trapo se lo obsequiaba para calmarle la pena. Si una sirviente volvía desolada a devolverle tres varas de tocuyo, porque era de otra clase el que le habían encargado, recibía el trozo y daba del otro, guardando el inservible pedazo para algún pobre. Y en fin, lo que menos tenía don Serafín eran cualidades para comerciante.

Muchas veces, al caer la tarde, su vecino de la esquina, un simpático italiano, natural de Parma, dueño del almacén de abarrote «La estrella parmesana», se le acercaba en mangas de camisa, despeinado, sudoroso, pero aún no cansado de la fatiga del día, y le charlaba una media hora.

—¡Buona sera, don Serafine! ¿Cómo va questo? Malo ¿eh? Ma ¿qué quiere usted, signore? Non se puede ser santo e comerchante a la veche, non. Per ganare la plata se necesita malizia, acortare la vara, pasare de cuando en cuando una cuarta meno, vendere un lienzo de mala calitá... ¡Sí don Serafine! ¿Cómo quiere usté, santo varone, prosperare cuando lo da tutto? Usté sirá del chelo derechito y verá a Dios; pero lo que es el dinero no lo verá, non.

Don Serafín sonreía, porque él más que nadie estaba convencido de que habría hecho muchísimo más de lego recoleto que de dueño de «La bola de oro». Pero ¿tenía él la culpa de que al frente se hubiera establecido ese maldito «Bazar Otomano» con tres puertas, dos vidrieras y tantas medias lunas? ¿Tenía él la culpa de que todos prefirieran a su pobre tenducho con los eternos loros de trapo en la vidriera, los brillantes escaparates del vecino, con rosarios de concha de perla, collares de vidrio y polvoreras de cristal?

No, ¿y entonces? Y don Serafín seguía sonriendo amable y encantadoramente, obsequiando los loros de trapo y dando llapas de media vara.

Pero el negocio iba a menos rápidamente, y los cinco mil setecientos pesos que tenía en mercaderías corrían grave riesgo de fundirse.

—Si yo fuera un pillastre, un hombre sin conciencia —decía don Serafín—, le prendería fuego a «La bola de oro» y luego la Nacional me entregaría mis cuatro mil de seguro. Pero como tengo temor de Dios, y prefiero vivir pobre que deshonrado, no haré jamás tal crimen, y me contentaré con ver resignado cómo se van escurriendo entre los dedos estos cinco mil pesos, fruto de tantos años de trabajo.

En estos únicos momentos de amargura desaparecían de la cara de don Serafín la sonrisa amable y el gesto candoroso y en esos mismos momentos acortaba considerablemente la llapa.

La idea del incendio, rechazada tantas veces como criminal y pecaminosa, era, sin embargo, la única solución del negocio. Si yo le prendo fuego, lo que Dios no permita —pensaba don Serafín—, hago una cosa mala; pero si llega otro, sin que yo lo sepa, y sin que yo se lo aconseje y me quema «La bola de oro», entonces ¿qué culpa tengo yo?

Y desde entonces don Serafín se dedicó a hacer rogativas y mandas por lograr el completo incendio de sus mercaderías. Creyó conveniente, ya que de fuego se trataba, dirigirse a las ánimas benditas del purgatorio, que tienen las llamas al alcance de su mano, y las llenó de promesas, súplicas y oraciones.

Entonces se le vio a don Serafín Espinosa más alegre que de costumbre, agotando los loros de trapo de la vidriera y llegando a dar de llapa hasta una vara larga de tocuyo.

Por fin, fue oído el constante incansable tentador, y como la Nacional, ignorante de todo, no apeló por su parte a las ánimas para destruir el efecto de las velas, flores y oraciones de don Serafín, la cosa se inclinó del lado de éste.


* * *
 

Una noche, la tranquilidad de la calle San Diego fue turbada por el repiqueteado toque policial y gritos de ¡incendio!, ¡incendio! En un momento se despertó toda la cuadra, hubo voces, llamados, carreras, y cinco minutos después la ronca y fúnebre campana del cuartel general de bomberos sonaba en el silencio de la noche, haciendo poner en alarma media ciudad.

A patadas fue abierta la puerta de una colchonería, vecina a «La bola de oro», y una vez caídas las hojas, salió una llamarada envuelta en humo, que barrió en un instante con su letrero de madera: «Se llenan colchones».

Uno de los oficiales de policía fue corriendo a avisar a don Serafín, que dormía como un bienaventurado en su casa. Saltó éste de la cama, se impuso de la fausta nueva, se metió un macfarland y un par de zapatillas y salió a la calle brincando como un loco.

La sorpresa del policial que tímidamente estaba llamando a la ventana: «Señor Espinosa; no se alarme usted, pero se le está quemando la tienda», subió a un extremo indecible, al ver que don Serafín se le colgaba del cuello, lo estrechaba contra su pecho y hasta le estampaba un entusiasta beso en la punta de la nariz.

—Señor oficial, ¿no se chancea usted? ¿Es verdad que se me quema todo? ¡Qué dicha, Dios mío!

Y corría como un desesperado apretándose el macfarland para que le cubriera el cutis ante las miradas risueñas de los que lo miraban pasar.

En ese momento ya llegaban las bombas con una algazara de mil demonios: campana, gritos, galope de caballos resbalones, insultos, órdenes, arrastre de mangueras, piteos, en fin, un infierno.

Ya está un grifo listo, ya arde un fogón, ya late furiosamente una caldera, ya puja el agua ruidosamente en uno de los pitones, ya sale el chorro y barre a la muchedumbre que se apiña y hace saltar la bola de latón sobredorado de la tienda de don Benjamín y cae sobre el techo sofocando un penacho de llamas y de humo.

—¡Dios quiera que no quede ni un miñaque, ni un ovillo, ni un loro, ni un calcetín! —exclamaba el feliz tendero, balbuceando a ratos avemarías y atrayendo muy curiosamente sobre sí la atención de los vecinos.

El cielo lo oía; pero lo oía también el juez del crimen de turno que daba órdenes inmediatas para arrestar a don Serafín.

Trabajaron tenazmente las bombas; el agua destruyó al par que el fuego, y cuando ya no quedaron sino tres o cuatro murallas y un montón de escombros, se declaró extinguido el fuego, se tocó llamada y se recogió el material.

Un piño de curiosos se detenía delante de las humeantes vigas y de los húmedos adobes, que despedían un olor acre y pegajoso, y entre ellos se veían las albas mangas de camisa del dueño de «La estrella parmesana» que no había alcanzado a sufrir nada.

—Yo no masusto —decía a su auditorio— per esto se necesita calma. Así son las cosas de la vita. Don Serafine se resolvió a ser comerchante, e non santo. Así no sirá tan derecho del chelo pero tendrá en cambio dinero. Questo es la realitá, la realitá pura; el comercho non vive del oscurantismo.

Entretanto don Serafín estaba sentado en un banco con la cabeza sobre el pecho y los brazos cruzados, esperando la hora en que debía llegar el juez a instruir el sumario. Se encontraba en un vago estado de incertidumbre. Por un lado, daba gracias al cielo por el incendio, y por otro, le pedía salir bien librado de la delicada situación en que estaba.

Un guardián lo sacó de la incertidumbre, anunciándole que el juez lo llamaba. Don Serafín salió del calabozo y apareció con su cara serena, candoroso, amable, ante el juez que esperaba su llegada.

—Señor Espinosa. Parece que el incendio de «La bola de oro» ha sido intencional.

—No sólo lo parece, señor juez, sino que lo es.

—¡Hola!

—Sí, señor juez, como intencional, pocos lo habrán sido más.

—¿De manera que usted, señor, reconoce haber prendido fuego a su tienda de la calle de San Diego?

—Perdóneme, su señoría. ¡Eso no, eso nunca, eso, ni loco! Yo soy honrado ante todo... Se lo diré al señor juez. Este incendio es de lo más intencional que cabe, pero sólo porque yo he puesto toda la intención posible en que sucediera. Yo no vendía nada, señor juez. En la última semana, sólo he logrado salir de un jabón de olor, tres varas de huincha blanca y dos carretillas de hilo. Eso no era vida. En esta situación, le hice una novena a las ánimas benditas. No se ría, su señoría, porque me han oído... Por eso digo que como intencional lo es ¿a qué lo niego? ¿Pero mancharme, señor juez? ¡Eso nunca!

Y el simpático viejo se quedó mirando al juez con su amable sonrisa de siempre, sintiendo no tener un loro de trapo para dejárselo sobre la mesa para que aplastara con él tanto papel, y limpiara en su pechuga la pluma.

—Quítenme de aquí a este señor —dijo el juez—, y déjenle en libertad. Oiga usted, caballero: usted se ha equivocado, aquí no es donde debe purgar sus faltas.

—¿Y dónde será, señor juez?

—En el limbo...

Y en medio de una risa espontánea salió don Serafín después de hacer una venia.

No había llegado aún a los restos humeantes de «La bola de oro» cuando se topó con su amigo el parmesano, que le dijo:

—Amico don Serafine, suomo felice. Usted me debe solamente tres litres de parafine, que son sesenta centavos.

—¿Por qué?

—Per le inchendie qui io solo lo ha fato anoche.

—¡Usté!

—Cállese, don Serafine, que pueden oírnos. Yo lo he escuchado a usted que dicheba: «¡Anime dil purgatorio, inchéndiame 'La bola de d'oro'!». La colchoneta dechía poco meno. Yo mai dítto: «Non questo non é il camino. L'ánime dil Purgatorio non tienen parafina, io la tengo e mato dos pacaros d'un tiro. Hago un favore a due amichi y vendo parafina». ¿Non e vero?

—¡Pero esto es un crimen!

—¡Bah! ¡Silencio, bárbaro!

Y la férrea mano del simpático parmesano apretaba tan fuertemente el brazo de don Serafín, que éste, vencido y atónito, se buscaba en el bolsillo los sesenta centavos...

Juan Neira

Neira era el capataz del fundo de Los Sauces, extensa propiedad del sur, con grandes pertenencias de cerro y no escasa dotación de cuadras planas. Cincuenta años de activísima existencia de trabajo, no habían podido marcar en él otra huella que una leve inclinación de las espaldas y algunas canas en el abundante pelo negro de su cabeza. Ni bigotes, ni patillas usaba ño Neira, como es costumbre en la gente de campo, mostrando su rostro despejado, un gesto de decisión y de franqueza, que le hacía especialmente simpático. Soldado del Valdivia en la revolución del 51, y sargento del Buin en la guerra del 79, el capataz Neira tenía un golpe de sable en la nuca y tres balazos en el cuerpo. Alto, desmedidamente alto, ancho de espaldas, a pesar de su inclinación y de las curvas de sus piernas amoldadas al caballo, podía pasar Neira por un hermoso y escultural modelo de fuerza y de vigor.

Enérgica la voz, decidido el gesto, franca la expresión, ¡qué encantadora figura de huaso valiente y leal tenía Neira! Su posesión estaba no lejos de las casas viejas de Los Sauces, donde he pasado muy agradables días de verano con mi amigo, el hijo de los propietarios. La recuerdo como si la viera: un maitén enorme tendía parte de sus ramas sobre la casita blanca con techo de totora; en el corredor, eternamente la Andrea, su mujer, lavando en la artesa una ropa más blanca que la nieve; una montura llena de pellones y amarras colgada sobre un caballete de palo; y dos gansos chillones y provocativos en la puerta, amagando eternamente nuestras medias rojas que parecían indignarles.

Cada año cuando a vuelta de los exámenes llegábamos a las casas de Los Sauces, nuestra primera visita era a la Andrea, que suspendía el jabonado de la ropa para lanzar un par de gritos de sorpresa y llorar después como una chica consentida. Siempre nos encontraba más altos, más gordos, más buenos mozos (con perdón), y concluía por ofrecernos el obsequio de siempre: harina tostada con miel de abejas.

Después había que ir a buscar a ño Neira, seguramente rondando por los cerros. Desde lejos, al recodo del camino, nos conocía el capataz, y pegando espuelas a su mulato, llegaba como un celaje hasta nuestro lado. Qué risas, qué exclamaciones, qué agasajos; a nuestros cigarros correspondía con nidos de perdices que ya con tiempo tenía vistos entre los boldos y teatinas, y comenzaba a preguntarnos de todo, de si habría guerra, de si habíamos concluido la carrera, de si habíamos encontrado novia. Pero debemos repetir que aún andábamos de calzón corto, y si no, ahí estaban los gansos de la Andrea que nos dieron más de un picotazo en las piernas, débilmente defendidas.

Desde nuestra llegada a Los Sauces, ño Neira no daba un paso sin nosotros: yo a su lado, mi amigo al otro. ¡Qué preguntar, y averiguar y curiosear! Terminaba ño Neira de responder y ya le caía una nueva pregunta encima, y si él tenía placer en contestarnos, no lo teníamos menor nosotros en oír su lenguaje expresivo, su peculiar manera de comerse las palabras, y hasta el colorido especial con que lo revestía todo.

Dos años dejé de ir a Los Sauces, y cuando ya bachiller en humanidades me lo permitieron mis padres, avisé a mi amigo con un telegrama que en el tren expreso de la mañana dejaba a Santiago. Al llegar el tren a la estación, estaba él allí a caballo, con el mío a su lado y el sirviente apretando cuidadosamente la cincha. Un abrazo entusiasta, las preguntas de estilo sobre nuestras familias y ¡a caballo!

—¿Qué llevas ahí? —me preguntó mi amigo, aludiendo a un paquete que asomaba a mi bolsillo...

—Un corvo para ño Neira...

—¡Bien le hubiera venido cuando lo asesinaron!

¡Cómo! ¿A ño Neira? ¿Es posible? —Y entonces se me escapó una pregunta, la única que podía hacerse tratándose del valiente capataz:

—¿Y Neira se dejó asesinar?

—Te lo contaré todo —me dijo mi amigo—, pero apura el paso porque nos va a pillar la noche en el camino, y en casa estarán con cuidado.

Y tomamos trote por la alameda.


* * *
 

Lo que de mi amigo oí y que me conmovió profundamente, es lo que cuento enseguida, tres años después de la muerte de Neira. Ño Neira estaba sentenciado. En nuestros campos se da a esta palabra una importancia excepcional. El capataz dio un día de chicotazos a un individuo de mala índole, a quien había pillado en un robo, negándole enseguida todo trabajo dentro del fundo. Éste había «sentenciado» a Neira.

—Deja no más —le dijo—, algún día nos encontraremos solos.

Neira se encogió de hombros; bien sabía él que al infeliz no le convenía ponérsele solo por delante; lo malo era que buscaría una cuadrilla para asaltarle. Pero en fin, ¿no tenía él en su silla un cuchillo que ya le había servido muchas veces para defenderse?

Pasaron los días. Neira no faltaba ninguno a su ronda del cerro y paso a paso regresaba al caer la tarde para llegar hasta la casa del administrador y decir que no había novedad en el ganado.

Un día fue al cerro con su hijo mayor, un muchachito de doce años con grandes ojos negros, fiel retrato de su padre y fundada esperanza de los patrones de Los Sauces. Llevaba al chico por delante de la silla y conversaba con él, mientras más abajo, en el plan, la vieja Andrea, de cabeza sobre la ropa, la hacía levantar lavaza y blanquísima espuma de jabón, al restregarla entre sus manos.

Llegaba la tarde, y el sol poniente sin rayos ya y convertido en un disco rojo, se hundía como un rey depuesto. Una desordenada orgía de colores inundaba el horizonte y el resto del cielo era intensamente azul y limpio de nubes blancas.

¿Quién no ha visto los cerros chilenos cubiertos de boldos? Un faldeo gris, con manchas doradas de teatinas; algunos quiscos que se levantan como brazos armados; y los boldos del más oscuro e intenso verde que parecen escalar el cerro como peregrinos haciendo penitencia.

En la plana superficie, ño Neira se había desmontado para apretar la cincha de su mulato y echar una pitada al aire. El chico se había puesto a andar en busca de algunos guillaves maduros... De repente, Neira creyó notar que un boldo se movía; tomó una piedra pequeña y la arrojó.

Un individuo se separó del árbol y comenzó a andar en su dirección silbando alegremente. Una mirada sola bastó para hacer comprender a Neira que estaba frente a una emboscada; el gañán que tenía por delante era el que lo había «sentenciado» y no había sido tan necio para ir solo a buscarlo al cerro. Con una mano se palpó la cintura, y al encontrarse allí su corvo de los días de fiesta, sacó con la otra la tabaquera, y se puso a liar un cigarro.

—¿Estabas escondido, ah? —preguntó burlonamente vaciando el tabaco en la hoja de maíz...

—Esperándolo, ño Neira.

—No vendrás solo, por supuesto —continuó el capataz—: no sois vos de los que pelean cara a cara...

—¡Eso... quién sabe, iñor! —y el gañán avanzaba lentamente, como avanza un gato, arrastrándose casi.

—Bueno, párate un poco y déjame pitar este cigarro. Hay tiempo...

El peón se paró. O era admiración o era miedo; pero el asesino quedó dudando.

Neira chupaba deprisa un cigarro, porque le debía quedar poco tiempo. El sol apenas asomaba ya un extremo de su disco rojo, que parecía mancha de sangre, y las sombras alargadas de los boldos duplicaban el número de peregrinos que escalaban el faldeo y parecían apurarse para que no les pillara la noche en tarea tan pesada.

El cigarro se concluía y Alegría se pasaba la mano por la cintura buscando algo.

—Tú —dijo Neira, tomando del brazo al chico— te pones detrás de mí, y no te mueves. ¡Cuidado con llorar!...

Y una mirada lanzada abajo a la llanura, lo hizo recordar a la vieja que probablemente colgaba en ese momento la ropa en el cordel.

Después puso la mano en la cacha de su corvo, enrolló con el otro brazo su poncho negro de castilla y le dijo al gañán:

—¡No te expongáis, Alegría! Llama a tus amigos. No ensucio mi corvo de los domingos en ti solo.

Un silbido sonó y Alegría volvió la cabeza para ver si estaban todos. Cinco hombres caminaban subiendo a saltos, y buscándose los cuchillos en la cintura.

—Ño Neira, le ha llegado su hora.

—Y la tuya tamién, cobarde...

Y de un salto todos estuvieron encima del capataz que se echó atrás y levantó el brazo en que tenía envuelto su poncho.

En ese instante el crepúsculo invadía con su indeciso y vago resplandor las cosas todas, haciendo ya difícil distinguir los objetos. Neira, con los ojos fruncidos para ver mejor, se colocó de un salto fuera de este círculo en que alevosamente le podían matar como un perro, pensando en defender su espalda y ese pedazo de su corazón que tras de ella se refugiaba llorando a gritos.

Alegría logra alcanzarle un brazo con la punta del cuchillo, al mismo tiempo que otro de los bandidos le estrella el suyo en las costillas. Neira se contenta con defenderse barajando los golpes. De repente el viejo capataz se transforma, es el soldado del Valdivia y el sargento del Buin, las dos heridas le arden y lo irritan como a un toro bravo, y en vez de huir del círculo que lo quiere estrechar, salta adelante y hace silbar el aire con la más fiera de las cuchilladas que ha dado brazo chileno.

Uno de los bandidos se desploma y cae y la furia de los otros se duplica en medio de rugidos, amenazas e insultos. Neira es una fiera; tan pronto acomete como se defiende; ya la batalla es silenciosa y sólo se siente el ronquido del que agoniza y el aliento jadeante y cortado de los que se acuchillan. Todos están tan juntos que cada cuchillada encuentra por delante la vigorosa carne de Neira, y todo avance del heroico capataz abre un vientre o rasga un pecho.

En el momento en que las sombras se hacen más densas, surge de abajo del llano, una voz que todos han oído con la cabeza descubierta... Es la campanilla del fundo que toca el Ángelus, y que el viento hace aparecer a ratos como un gemido y a ratos como una voz de mujer que llama.

Pero hay demasiada sangre para que al través de ella se sienta y se mire. Los cuchillos se chocan, el corvo entra cada vez hasta la empuñadura y la sangre corre cerro abajo en un delgado chorro que va rodeando las piedras y abriéndose paso al través de las matas. Pero los bandidos están sintiendo ya el vigor de Neira, porque otro de ellos cae al suelo en fuerza de la sangre perdida, y el capataz no da muestras de cansancio.

El asedio aumenta, el capataz abraza a Alegría que ha errado un golpe y trata de estrangularlo con sus manos; pero al verlo indefenso los otros lo acribillan a puñaladas. Neira lanza un grito de angustia y cae al suelo abrazado con su enemigo. El combate ha llegado a un momento supremo y desesperado. Neira ya no es temible para los otros, y todos sus esfuerzos se concretan a estrangular a Alegría que se retuerce desesperadamente en el suelo mientras sus vigorosos dedos aprietan el pescuezo ensangrentado del traidor y se sumen entre las secas fauces que todavía lanzan ronquidos de ira.

Los tres bandidos comprenden que aquello ha terminado y echan a correr. Neira salta del suelo, abandonando a su víctima, y quiere alcanzarlos y apuñalearlos por la espalda, pero siente que vacila como un ebrio y tambaleando vuelve donde su hijo, que pálido y desencajado no puede ya ni llorar.

—¡Asesinos! —alcanza a gritar. —¡Infames! ¡Cobardes! —y rueda por el suelo al lado de los tres cadáveres que no valen juntos lo que vale una gota de sangre de ese héroe.

Y la noche cae con toda su pavorosa, helada e inhospitalaria oscuridad.

Largo rato Neira respira fatigosamente y el chico inclinado sobre él, calla lleno de estupor y de miedo. De repente el capataz se incorpora, se arrastra hasta un árbol y tomándose de él logra ponerse de pie.

—Trae el mulato —alcanza a decir.

El chico lleno de sangre, también, aunque no herido, pálido como un cadáver, se acerca a tientas al mulato y vuelve con él paso a paso. Pero Neira ha vuelto a caer al suelo desfallecido y sólo tiene fuerzas para quejarse.

—¿Está el caballo? —pregunta con voz apenas perceptible.

—Sí, taitita.

—Bueno.

Y de un nuevo esfuerzo Neira está de pie, y tomando a su hijo lo coloca sobre el mulato que pacientemente tasca el freno. Enseguida, reúne todas sus fuerzas y poniendo un pie sobre el estribo logra montar dolorosamente no sin que se le escape un quejido de angustia y sufrimiento.

El caballo comienza a marchar. Neira siente abiertas todas las heridas y el calor de la sangre que corre a través de su cuerpo y de su ropa. Pero no importa; el capataz quiere llegar sólo a las casas del administrador y pronunciar las palabras sacramentales de todas las tardes:

—No hay novedad en el ganado —y después agregar en voz baja al oído de su hijo: —me llevarás a mi casita para morir tranquilo en mi cama, porque estoy muy cansado. Ahí está la cruz con que murió mi padre y también quiero yo que me la ponga la Andrea sobre el pecho.

Pero ya era tarde. Neira sintió un desvanecimiento y cayó al suelo como un tronco que se desploma. El mulato dio un brinco y arrancó furiosamente alameda abajo, mientras el chico, aferrado a la silla, creía llegado su último momento. El caballo detuvo su galope frente a la casa del administrador, donde casi todos los vivientes del fundo, alarmados por la larga demora de Neira, se aprovisionaban de luces para ir al cerro en su busca.

El chico fue tomado en brazos, interrogado, suplicado, pero sólo podía leerse en sus ojos dilatados que había ocurrido algo muy grave al capataz.

Y todos los vivientes, incluso la Andrea y el administrador, se pusieron en marcha, y gran parte de esa noche se sentían gritos de hombres y mujeres, que el eco respondía pavorosamente:

—¡Ño Neira! ¡Ño Neira!

Y Neira veía a lo lejos las luces que le buscaban, como ánimas errantes que lo llamaban a sí. Su pecho latía como una caldera próxima a estallar, y sus labios convulsos y ensangrentados querían en vano responder: ¡aquí estoy! Pero la voz moría en la seca garganta y sólo salían las palabras en secreto como si fuera una confesión.

Por fin las luces se acercaron, y el primero que llegó al lado de Neira fue don José, el administrador, que se inclinó paternalmente sobre el capataz sumido en un extenso charco de sangre y palpitando como una fiera cansada.

Neira reunió sus últimos esfuerzos, el último resto de su asombrosa vitalidad y dijo con voz entera:

—No hay novedad.

Y fueron las últimas palabras del valeroso capataz de Los Sauces. Siguiendo la línea de sangre que se veía en el camino dieron, casi a medianoche, con los tres cadáveres de los bandidos, y ahí pudieron medir el heroísmo de Juan Neira, el ex soldado del Valdivia y ex sargento del Buin.

—¡Sesenta cuchilladas tenía en el cuerpo! —me dijo mi amigo.

—¡Pobre Neira!


* * *
 

Al día siguiente fui al cerro, solo, y me arrodillé al lado de la verja de madera con que se había rodeado una modesta crucecita que recordaba el sitio del asalto. Allí recé por el alma de Juan Neira, el más valeroso, bueno y leal de los servidores. ¡Qué corazonazo tan grande había en ese cuerpo tan robusto!

Ese hombre, instruido, habría sido un general formidable, un león de los combates; malo, habría sido el más fiero bandido de la sierra.

En cambio fue leal como un perro guardián, bueno como la leche y valeroso como un tigre.

La cafetera rusa

Desde hace mucho tiempo, desde los años de la Universidad, época en que se propalan los más absurdos rumores sobre el matrimonio, he tenido para mí que la felicidad conyugal descansa sobre dos firmes columnas: el buen café después de las comidas y el piano bien tocado en las veladas del hogar.

Tan arraigadas he tenido estas convicciones y con tanta pasión las desarrollé ante la que iba a ser mi mujer, que no es de extrañarse que en el primer año de mi matrimonio nadie bebiera mejor café en Santiago, y nadie oyera mejor ejecutadas las sonatas de Beethoven, La Polonesa y Nocturno de Chopin y numerosas composiciones de Mendelsohn, Rubinstein, Schumann y otros maestros.

Pero como siempre ocurre, el café fue empeorando lentamente, y la ejecución de las piezas relajándose. Esto último se explica con la presencia de un nuevo habitante en mi casa, que con sus gritos, caprichos y enfermedades variadas distraía las facultades de la pianista y hacía nacer las de la madre.

Cada día se producía, después de comer, una escena análoga. Mi mujer esperaba que llevara a mis labios la tacita de café para observar concienzudamente el efecto que éste me producía. Enseguida, juzgando por la alteración de mis rasgos fisonómicos, llamaba a la sirviente:

—¿Qué café es éste?

—El mismo de ayer, señorita.

—¿Lo has tostado más que otras veces?

—No, señorita. Lo mismo que siempre.

—Sin embargo, está peor que nunca.

Yo notaba, a medida que avanzaba el tiempo, una honda desesperación en mi casa. El café empeoraba, como el cambio, y nada podía, como a éste, colocarlo en su antiguo pie. Para no agravar situación, ya grave de suyo, me abstenía de dar juicio alguno, y este silencio exasperaba indudablemente a mi mujer.

—Tú te callas; pero por dentro estás furioso. Te conozco. Con tus ideas estrafalarias estarás juzgando por el café, que yo te quiero menos y que no me preocupo de tus cosas.

—Estás equivocada. Yo tengo paciencia y creo que han de venir mejores días para el café. Pero no te afanes. Todo tiene compensación, y si es cierto que el café que me das parece una solución de tanino, también es verdad que las sopas han mejorado...

—Pero, seguramente, tú crees que las sopas no tienen nada que hacer con la felicidad del matrimonio. Nunca te has referido sino al café y al piano.

—Tienes razón. Aunque en mi programa matrimonial no figuraban las sopas, pueden, sin embargo, agregarse...

—Pero, prométeme, además, que no irás nunca a buscar buen café al Club.

—Te lo prometo, a pesar de que la tendencia natural del hombre es al progreso, a mejorar lo que es susceptible de mejoramiento...

La cuestión se agravaba, y el café iba pasando por transformaciones sucesivas: aclarándose unas veces hasta parecer tintura de yodo disuelta en mucha agua; ennegreciéndose otras hasta el negro absoluto; pero siempre sin su cualidad de aroma y de sabor de los primeros tiempos.

Una tarde, mientras escribía en mi escritorio para hacer tiempo, mi mujer entró ruidosamente, y colocó sobre mis papeles una serie de piezas de latón, algo deterioradas.

—Aquí está —me dijo con una sonrisa de triunfo.

—¿Qué es esto?

—Aquí está el secreto del café malo. ¿Ves tú este filtro? Está roto. El depósito está gastado y le da al agua gusto a soldadura de plomo. Hay que comprar otra cafetera. Me ha costado medio día de trabajo.

Aunque no comprendía el porqué de tanto trabajo, ni me explicaba que el secreto no hubiera sido revelado un año antes, examiné las piezas y comprendí que se imponía una nueva cafetera. Pero como yo soy hombre reflexivo, detuve la impaciencia de mi mujer, que corría ya a ponerse el sombrero frente a un espejo, y le dije:

—Es necesario andar con pies de plomo, lo que no quiere decir que la cafetera deba ser de este metal, por supuesto. Supongo que en el comercio hay cafeteras de diversos sistemas. Vale la pena saber qué país bebe mejor café, y entonces sabremos cuáles son las mejores cafeteras.

—Eso es un disparate —replicó mi mujer—, porque donde hay mejor café es en Bolivia y en Costa Rica, y nunca he oído hablar de cafeteras bolivianas o costarricenses.

Comenzamos a eso de las cuatro de la tarde una larga peregrinación al través de las mercerías, de las lamparerías, y hasta de las librerías, porque siempre tengo como aforismo que en los almacenes donde no debe haber un artículo y lo hay, se encuentra éste más barato que en otra parte.

Se nos ofrecieron cafeteras inglesas, americanas y francesas. Las primeras eran excesivamente sencillas y caras; las segundas eran de un metal nuevo que no inspiraba mucha confianza, y la tercera tenía numerosas piezas y ofrecía en grandes letras ser económica, elegante y barata.

Después de muchas vacilaciones, uno de los vendedores abrió una vitrina y de entre otros objetos heterogéneos extrajo uno, asegurándome que era una cafetera rusa. Me causó esta afirmación el mismo estupor que si mañana me dijeran que el monumento Montt-Varas estaba destinado a disparar el cañonazo de las doce. Había visto muchas veces esos aparatos y los creía lámparas de enfermo o de minas; jamás se me pasó por la mente la idea de que fueran lisas y llanamente cafeteras rusas.

Cargados con la peligrosa novedad, regresamos a casa.

El aparato venía acompañado de un plano en que estaban indicadas las diferentes piezas, con números, desde 1 hasta 12. Leímos con interés las instrucciones escritas en inglés, francés, portugués y español. Era esa eterna y engorrosa historia: se pone agua en el depósito 1, se introduce en su interior el filtro 2, se coloca el café entre éste y el filtro 3, se ajusta sobre ellos el tubo 4, con un ajuste a la bayoneta (esta palabra daba cierto aspecto sangriento a la descripción), se tapa todo con el depósito 5, se atornilla el mango en la rosca 6, se coloca todo en el soporte 7, se enciende el anafe 8, teniendo cuidado que el alcohol no se extienda a la base 9. Se extingue el fuego con la tapa 10, cuando salga vapor por la válvula 11, y se invierte la cafetera durante cinco minutos, sirviendo después las tazas con ayuda del mango 12.

Se puede apreciar la importancia que tiene este escape del vapor. La primera noche, sin saber cómo, nos sentamos a la mesa más temprano. En medio de las copas y de nuestra modesta vajilla, se ostentaba luminosa la nueva cafetera, porque según disposición de mi mujer, el café sería confeccionado por nosotros mismos, ya que el plano, con las explicaciones adjuntas en cuatro idiomas, habría sido ininteligible para la sirviente.

Se preparó todo, y se encendió el anafe a la altura de la sopa. Cuando menos lo pensábamos, y en el curso de una interesante conversación, sentimos un ruido extraño, miramos hacia todos lados, pero sin explicarnos qué lo produjo, volvimos a distraernos. De pronto, un vaho caliente humedece mi cara.

—¡La cafetera! —grito.

Nuestras cuatro manos se precipitan a invertir el depósito conforme a las instrucciones, mientras ésta parece sacudida por convulsiones interiores.

Por fin, después de todo, logramos servirnos, y un líquido demasiado rubio cae a nuestras tazas. Sin embargo, nos vemos obligados a declarar que la bebida estaba excelente.

—Jamás había probado nada mejor —digo yo.

—No me figuraba que pudiera hacerse un café más aromático, agrega ella.

Transcurrió la noche sin incidentes; pero allá cerca de las doce notando a mi mujer preocupada le digo:

—No me ocultes nada, ¿te sientes mal?

—No; no siento absolutamente nada.

—No me lo niegues. Estás inquieta, no hablas, dime francamente qué tienes.

—Te diré. Pero no lo tomes a mal. Confiésame que el café estaba muy malo.

—Detestable.

—¿No es cierto? Yo no me atreví a decirlo antes, porque te vi tan entusiasmado con tu cafetera rusa. Pero eso es intolerable. Hemos perdido el dinero y el tiempo.

Al día siguiente, volvimos a sentarnos temprano a la mesa, y cargamos el filtro con más café. Pero como el vapor salió muy rápidamente, y la cafetera quedó invertida cuando apenas nos servían la sopa, comenzamos a apurarnos de tal manera en comer, que la sirviente corría desaforadamente.

—Ésta es una esclavitud intolerable —dice mi mujer—, ya no podremos comer despacio o ligero, según como nos dé la real gana, sino como nos obligue esta cafetera endemoniada.

El líquido ha resultado mejor y más oscuro. Pero siempre hay un profundo desconsuelo en la sobremesa.

El tercer día, al encenderse el anafe, el alcohol se desparrama y se incendia una superficie de media vara del mantel. Se arroja sobre ella agua, vino, salsa inglesa, pan y servilletas, hasta extinguir el fuego.

Yo grito indignado a la sirviente:

—Llévese usted ese aparato a la cocina, y que no lo vuelva a ver en el comedor. Allá se hará el café en adelante, y allá ha debido hacerse siempre.

Mi mujer aprovecha el momento para decirme con voz muy suave:

—¿Por qué no renuncias al café?

—Eso nunca.

—Hazlo por galantería, por buena educación, ¿con qué objeto estamos perdiendo la tranquilidad por una tontería?

En ese instante se siente a lo lejos una detonación; luego los pasos precipitados de la sirviente se acercan; la puerta se abre, y antes que formulemos una pregunta, ella dice casi sollozando:

—La cafetera ha hecho explosión.

La gitana redentora

Prólogo

Era la cárcel de mujeres: testimonio, abundante todavía, de esas negligencias de un estado que no reparte bien sus rentas, monumento extraño en todas partes, pero no en Chile, de improvisación, de mala adaptación, de ignorancias y descuidos. Caserón de fundo, con puerta, torno y locutorio de convento; serie de patios cuyas construcciones van degenerando y empobreciendo hacia el interior. Afuera, paredes pintadas, naranjos en flor, jaulas con canarios; más adentro, corredores sin baldosas, arbustos lacios y raquíticos; en el fondo, charcos en los corrales, techos rotos, goteras por todas partes, yerbas en las murallas. No ha alcanzado el dinero, ni la previsión ni el estudio. Es una cárcel en que hay detenidas por una semana, al lado de presidiarias perpetuas. Y al frente de todo esto, las religiosas del Buen Pastor, que hacen lo que pueden, que rezan, que suspiran, que agitan llaves en las manos.

Cruzamos los patios un día y fuimos viendo el cortejo de esa pobre carne histérica. Muchachuelas de ojos vivaces, tempranamente cínicos, muestran en los rostros malhumorados la exasperación que causa el brusco salto de la libertad a la obediencia, al lado de otras ya resignadas y pasivas, que se mueven como autómatas, con los ojos embelesados y las manos puestas sobre el vientre, cerca de las compañeras más normales que bordan en silencio, haciendo proyectos más serenos para el porvenir, o se aturden moviendo los pedales de las máquinas de coser. En cada sala, una virgen de yeso policromo, entre marchitas flores y hojas de papel plateado, símbolo de ese rezo monjil, gangoso y formulista, recuerda que las detenidas están sujetas a un régimen maternal y religioso.

Mirábamos los grupos de pecadoras y recordábamos esa cadena de figuras enfermas que el escultor Biondi vaciaba un día en Roma, para abogar en eterno monumento por la reforma de las cárceles; y venían a nuestra memoria frases dolorosas de un drama de escritora italiana, Casa di Pena, y tantas observaciones de psicólogos y penalistas para interesar a la sociedad en curar a la mujer criminal antes que castigarla.

Narración

En el último patio de la cárcel, encerrado por bajo muro de campo, que lo dividía del huerto, tres mujeres vestidas de mezclilla azul, se inclinaban a lavar en un pozo de bajo brocal lleno de lavaza. Había olor a jabón y a ropa húmeda; a carbones mal encendidos en el brasero; a sudor y a basuras. Algunos pájaros llegaban a picotear y a saltar sobre las tejas del muro y escapaban luego seguidos por las miradas de las presas. En cuerdas tendidas de lado a lado, colgaban algunos trapos blancos e hilachentos. Por la calle pasaba una carreta en la cual iba un hombre cantando, y aunque su voz era desafinada y áspera, medía la triste y callada soledad del patiezuelo.

Una de las presas llamaba la atención: la Primitiva. No podía tener más de treinta y cinco años, a juzgar por sus ojos, en que había un sano y franco vigor de juventud, y en su boca grande, derecha, apenas levantada en las comisuras con levísima mueca de sonrisa. Pero lucía muchos hilos grises en la negrísima y loca cabellera, y su espalda parecía cansada y los hombros caían como agotados. Parecía una gitana y tal vez lo era, porque nadie podía deducir de qué pasta, de qué mezcla, estaba formada esa enorme mujer que tenía tan bondadoso aspecto y era, sin embargo, una cruel homicida.

Cuando fue encerrada, permaneció sin comer muchos días y sin hablar muchos meses. Era una fiera agazapada. La habían traído con grillos; pero la madre Cristina, gran domadora, obtuvo se los quitasen. Se fue entregando poco a poco y se notó que era la capilla el sitio de su reposo. Miraba asombrada los cirios y las imágenes, escuchaba rezar con cierto misterio poniendo el oído para pescar un coro lejano y extraño y se embelesaba con el órgano, un armonio en el cual cada tubo de madera y metal, maltratado y envejecido, disonaba a más y mejor.

Muy pronto notaron las religiosas más viejas que la Primitiva era una mujer original y superior. No manifestó nunca uno de esos escapes histéricos tan frecuentes en las detenidas. Algunas de tales manifestaciones provenían de necedad, otras de aburrimiento y otras de pequeñez y maldad. Las religiosas hacían verdaderos ejercicios de paciencia: ya era una muchacha que se arrancaba los cabellos en medio de los alaridos de las otras, o que se pinchaba los brazos con un alfiler, o que se colocaba al pie de uno de los chorros que en día de lluvia caían de las canaletas y tejados. Habían terminado por ensayar con éxito la indiferencia porque mientras más se afligían con estos incidentes, más se repetían.

—«¡Madrecita!, —gritaba una— ¡mire cómo la Antonieta se está empapando en el patio!».

Y la madre decía imperturbable, sin mirar siquiera:

—Déjela a la pobre; tendrá mucho calor y se estará refrescando.

Jamás la Primitiva manifestó impaciencias, porfías o caprichos. Era serena como un animal de labor; casi majestuosa como una fiera grande y libre. Nada sabía de Dios. En una sarta de monedas peruanas y bolivianas que llevaba al cuello, le había encontrado la madre Cristina una medalla de la Virgen María. Fue éste el motivo de entrar en esa primera conversación, llave del alma.

—¿Qué representa esta medalla? —le preguntó la religiosa.

—Es mi negrita —repuso sencilla y sonriente—. Así la he llamado siempre, desde chica. Trae la suerte en amores, también libra del mal de ojo.

Primitiva fue poco a poco dando algo de sus secretos. Los sacaba con lentitud, con vergüenza y con dificultad, como del fondo de un arcón viejo se sacan telas rotas y apolilladas. Le habían contado que en un circo, en Iquique, había una mujer muy grande, muy obscura, a la cual llamaban la Mora. Venía de muy lejos y jugaba con puñales que tiraba muy arriba y recibía en las manos sin herirse. También subía a un trapecio vestida con terciopelo, seda y género de oro. Esta mujer se mató un día cayendo desde lo más alto de la carpa. Pero también se dijo que le habían dejado suelto el cable que debía mantener segura la barra.

Según oyera la Primitiva, la Mora dejó una niñita de pocos meses, y esa criatura que nunca confesó suya la malabarista, era ella misma. A lo menos le dieron las caravanas de la infortunada y la sarta de monedas con la negrita. Primitiva creció en el circo, grupo ambulante compuesto de un empresario yankee mulato, de un payaso italiano, de un acróbata ruso y un equitador mexicano. Era golpeada a menudo, y cuando tenía apenas doce años se fugó en Calama. Fue protegida primero y enseguida ocultada por un chino que trato de hacerla su esclava.

Durante semanas estuvo atada a un poste con una cuerda que oprimía la cintura; casi sin comer, y víctima de vejaciones incontables, cuyo solo recuerdo hacía santiguarse a la madre Cristina. Unos muleteros que por allí pasaban hacia las minas de la cordillera, se la llevaron una noche, oculta entre la carga. Trabajó en un malacate con la cocinera india que cuidaba de los mineros y siguió después a unos pastores, atraída por la primera llama boliviana que veía.

Primitiva tenía el recuerdo más fresco de ese desierto llano, con montañas bajas, azulejas y el aire muy puro y cortante. Permaneció, según creía, meses y meses, sin hablar con alma humana; dirigía la palabra solo al rebañito flaco y tiñoso que le habían confiado. Tenía dieciséis años, más o menos, cuando un minero la encontró agraciada, le propuso hacerla su mujer, y sin más ceremonia la trajo a la Pampa, y la alojó en la oficina de la Coya. Era su china; la calzó bien y la vistió en la pulpería. Y así, pasaba un año, cuando Primitiva encontró que sabía amar, porque tuvo celos; pero celos locos, frenéticos, según parecía. Todavía, de esas cenizas, salio un resplandor de fuego, al contar que, entrando un día al cuarto de su vecina, encontró a su marido y con el propio cuchillo que llevaba a la cintura y que había caído al suelo lo degolló de un golpe.

—¡No estás arrepentida, pobre hija mía! —preguntaba la religiosa.

—Estoy arrepentida de mis pecados, sí, madre; pero no de la muerte que hice. La volvería a hacer ahora.

Primitiva no lloraba; era una estatua de greda que miraba con esa serenidad de los ojos que no tienen vista hacia afuera. ¿Era de sangre africana, española, asiática? ¿Había en la suya mezcla de todas? Y su alma, ¿cómo estaba formada? ¿qué había dentro de su cerebro?

La primera vez que vi a Primitiva, llevaba diez a doce años de cárcel. Merecía el indulto por su conducta pero se había negado a pedirlo.

En esa senda del misterio que recorren muchos seres humildes, Primitiva ha seguido la más extraña. No queda casi nada a la imaginación creativa del escritor en la vida de la pastora gitana de la altiplanicie. Como otra María Egipciana, que pagaba con su cuerpo al barquero que la hacía cruzar el río, la santa del desierto salitrero comenzó por estar atada como un perro en el inmundo tambo de un chino, fue asesina brutal y fue aventurera de sublime misión.

Años después de haber tenido las primeras noticias de la encarcelada de la calle de Lira, me interesé por saber de su existencia. Seguía silenciosa, pareja, serena, rezando sin aspavientos, trabajando sin levantar cabeza. Parecía de piedra. Las asiladas habían concluido por olvidarla y no dirigirle la palabra. Pasaba por todas partes como uno de esos perros del huerto que no ladran, que no hacen daño, que no juegan, que son compañía pero no confidentes.

La madre Cristina recibió un día dos noticias que la aterraron. Se acordaba a Primitiva el indulto. La esposa del Presidente de la República había sido impuesta de la callada virtud, de la redención de este extraño ser, y las gestiones siguieron su trámite normal en breve plazo.

Y, por otra parte, y esto era lo más extraño del mundo, el padre Ceferino, el capellán provenzal, viejo achacoso y gotoso, partía con ella a las salitreras a redimir cautivas, a buscar Magdalenas.

—¡Santo Dios! ¡Santo Inmortal! —repetía la religiosa tomándose la cabeza entre las manos— ¡Si son dos locos! Es necesario advertir sin pérdida de tiempo al Arzobispo.

Pero, sin aguardar los empeños y conferencias a que esto daría lugar, la madre abordó a don Ceferino.

El viejo estaba realmente resuelto. Quería terminar su vida, luchando, no en un confesionario de monjas, lo que, —según decía— aburría y empalagaba con esas digestiones difíciles de conciencias meticulosas, sino en un campo abierto, con fieras. Había ido descubriendo en el alma de Primitiva profundidades insondables; era una santa y quería ser una mártir de la redención de sus hermanas. «¡Figúrese, madre! La idea ha sido de ella; la ha pensado, ha vivido con ella y está de tal manera compenetrada, en años y años de incubarla y calentarla, que ahora no vive sino para esta alma nueva que le ha nacido del crimen, como una flor en el fango. Los designios de Dios son inescrutables: Primitiva viene de generaciones antiguas, que estuvieron en contacto con los focos humanos donde corrió la sangre del esclavo que levantó las Pirámides y los templos, la de los mártires que majaron el suelo africano, la de los árabes que hicieron una civilización de esplendor y de nobleza. ¿Cómo sabremos de dónde viene directamente esta mujer extraña que tiene la serenidad del tiempo, la fe de toda una religión, la fuerza de varias razas? De reina, de esclava, de santa, de lo que sea...».

La madre Cristina sonrió compasiva.

—¡Don Ceferino! No divaguemos; no perdamos la cordura. No hay duda de que los designios de Dios son inescrutables; pero también es insondable la falta de criterio... y me parece.

El capellán estaba sofocado. Le habían echado un balde de agua sobre el cerebro. Le costó serenarse.

—Yo no pretendo —dijo con lentitud y voz humilde— comunicar el entusiasmo de una idea que es, por cierto, extravagante. Estaba en el África, y la madre Ceferina me recuerda que no he salido de la calle de Lira. Me he dejado llevar por mi fantasía, pues había dicho que esta mujer podía ser una esfinge, una momia egipcia, algo raro que renace. Dejemos, pues, la poesía y vamos a la realidad.

—¿Y ella es?

—Que parto indefectiblemente con la presidiaria indultada. Me ha convencido. Convencerá a todo el mundo. Ella pasó niña por la Pampa. Apenas recordaba, al llegar aquí, lo que había visto y vivido. Pues bien, lleva quince años de pensar a toda hora, y ha comprendido tan bien su camino, que quiere volver allá. Eso sí, la compañía de saltimbanquis con que recorrió la Pampa, será menos triste; pero no menos cómica... En vez del empresario mulato irá el capellán gotoso y en el sitio de la Mora, la redentora. La Pampa salitrera es un sitio de lágrimas, de dolores, de esclavitud moral; es un desierto de almas. Y cuando uno ve que en una pobre presidiaria, surge la luz del sacrificio por la humanidad; que en un vaso de dolor y de expiación se precipita tanta piedad y tanta ternura, ¿cómo no secundarla, madre?

La religiosa era chilena, de origen vizcaíno, buena, pero fría y seca. Seguía riéndose de esa pareja inverosímil: don Ceferino y la Primitiva. «Será la Congregación de Hermanas Gitanas Aventureras», —dijo.

—Exactamente, —respondió como un eco el capellán.

Poco se sabe de la grotesca, y triste, y humilde aventura de las pampas. Si ambos soñadores y bohemios quisieron morir por Dios, por él murieron.

Porque se cuenta que, apenas desembarcados, se encontraron envueltos en los desórdenes de la huelga del puerto y fueron tomados por sospechosos. Después, para desarrollar el plan que en el viaje se habían trazado, se fueron en ferrocarril al interior.

Ansiosos de comenzar su misión, la gitana buscó como estación de partida uno de los caseríos más abundantes, pero más corrompidos de las salitreras. Bajo la toldería de calaminas tostadas por el sol, una vasta sociedad de taberneros y rufianes hervía como gusanera en los chatos burdeles donde gemían tantas esclavas como lo había sido la gitana en su adolescencia. La misma autoridad del poblacho, que era la explotadora del crimen, se encargó de expulsar a los caminantes.

En día asoleado, tuvieron que partir a pie con escaso equipaje; los seguía como único acompañante fiel, un perro que era el primer discípulo ganado a la causa. Avisados en la oficina más próxima, por los empresarios del caserío, los colegas de profesión, los recibieron a pedradas, haciéndolos seguir más adelante.

Esta era la traición; lanzados de cara al desierto. ¡Qué fueran a redimir mujeres a los arenales y caliches solitarios! En los espejismos de la soledad, vieron muchas veces el mar, naves de blancas velas que los conducían a sitios hospitalarios, bosques y castillejos, ciudades con campanarios. Ya no escucharon el lejano silbato de los trenes, ni humos de chimeneas, ni explosiones de minas. Bajó sobre ellos la gran soledad de la naturaleza y comenzó a seguirlos de lejos, en puntillas, la muerte, pálida y fría como una camanchaca invisible.

Ya no era posible volver. El perro corría olfateando y regresaba con aullidos lastimeros. La antigua pampina tenía fe, no perdía la esperanza y continuaba exponiendo con simples palabras las líneas más simples de su cruzada. Seguiría contando su vida, como la había contado en Punta de Rieles. Le gritarían asesina, pero no importaba. Ya había alcanzado a ver ojos de hermanas de los cuales corrían lágrimas que desteñían el carmín de sus mejillas.

Parece que, en las torturas del hambre y de la sed cortaron los hilos del telégrafo. La gitana había muerto sonriente, recostada como para dormir sobre el paquete de su manta. El capellán, que tal vez adelantó algo más de camino, en compañía del perro, había caído más lejos, de cara al suelo, y tenía su libro en una mano.

Unos ingenieros encontraron los cadáveres, fueron identificados en la policía del cuerpo, y la brevísima investigación hecha trajo hasta la madre Cristina el lastimoso fin de «los saltimbanquis de la caridad», como los llamaba no sin profunda piedad y respeto por sus dos amigos locos.

La sandía

Un roto podrá no tener camisa, cosa que le pasa muy a menudo; no tener ni una mala chupalla para taparse el mate, lo que es el colmo de la escasez; pero, eso sí, no le faltarán diez centavos en el fondo de su bolsillo para darse una pasada por un negocio en que se venda fruta y pedir con toda facha una sandilla.

Para el roto fino, de buena ley, que se come una cebolla cruda con tres ajises, sin pestañear, vale la pena vivir sólo por hartarse en el verano con la adorada, apetecida y jugosa sandía.

Colina es la mapa de las buenas sandías, de carne rosada, llenas de abundante y helado jugo. De ahí parten esas carretadas que se bambolean con el peso de la monstruosa fruta, y que se detienen en la ciudad frente a los puestos que generalmente se instalan en los edificios en construcción o en las puertas cocheras.

Allí se forma entonces una cadena, que no es ciertamente la masónica. El carretero de pie en la culata de la carreta arroja la sandía a otro de pie en el suelo de la calle, el que a su vez la dispara a su mujer, y ésta a su hijo mayor, que va acumulando el montón, dejando en diversos lados las grandes o de a veinte, las medianas o de a diez, y las chicas o de a cinco.

Ahí llegan luego los interesados, los peones que trabajan en la casa del frente; el carpintero que pone los tijerales en la del lado; el cargador que acaba de ganar un corte y quiere darse gusto con él; y la niña convidada que tiene apuro en llegar a su casa porque la está esperando su mamá.

Como la sandía es la fruta nacional por excelencia, y la que más compra nuestro pueblo, se ha amoldado su venta a las exigencias y carácter de los compradores. No se vende sandía sin estar calada. El roto no se aventura a perder su diez para que le salga una sandía verde, o desabrida. Se prueba la cala, y si está buena se le mete cuchillo.

El sistema de las sandías caladas, que retrata mucho al hombre desconfiado y diablo, es el sistema que aplican nuestros, rotos a todos sus asuntos.

La sandía hace su primera aparición en la Pascua; me refiero a la sandía chilena, porque ya desde antes se vende una sandía importada del Perú. ¡Pero qué aparición! ¡A cinco el mono! Y el mono es un pedazo que lo único que hace es excitar el apetito. No hace mucho tiempo en una misión se le preguntó a un viejo:

—¿Crees en Dios?

—Sí, padre; porque las sandillas y los chicharrones no los puede haber hecho sino Dios.

Y es claro, un roto se siente feliz poniendo sobre su rodilla media sandía, y estrujando entre sus sedientas mandíbulas el corazón tierno, jugoso, encendido, de la fruta. La sandía se come también de un modo enteramente nacional, a puro cuchillo; usar para ella tenedor sería una herejía, cosas de gringo seguramente.

Sin embargo, la sandía es ingrata para el roto, que la adora tanto. No lo sigue cuando se marcha del país, como siguen el charqui y los frejoles las bayonetas de los regimientos.

La sandía se queda, se queda en los hogares de compañía y consuelo a las mujeres afligidas y desamparadas.

La sandía es la fruta casera y nadie pensará condensar su esponjosa pulpa para llevarla a las campañas.

Pero aquí, dentro de los muros de Santiago, tiene ella también su historia... Cuando entraron a San Bruno, el siniestro jefe de los Talaveras, a Santiago, montado en un burro con las piernas amarradas por debajo de la barriga del animal, los rotos le arrojaban a la cara mitades de sandías... ¿Pero dónde está el sentido práctico de nuestro pueblo —se dirá— que se vengaba perdiendo sus sandías? ¡Ah! Bien tristemente lo supo San Bruno. Esas sandías ya estaban bien comidas y raspadas, y en lugar del antiguo relleno se habían llenado... ¡calculen ustedes con qué!

Muchos contemporáneos de la revolución del 20 de abril del 51, que entonces eran niños, recuerdan que cuando el sublevado Batallón Valdivia bajaba de la Plaza a la Alameda por la calle del Estado para arrojar un ataque a la Artillería, entonces, al pie del cerro, los soldados tomaban sandías al pasar por un puesto y las partían sobre sus rodillas, chupando con avidez el jugo para matar la sed de la zozobra y del temor.

Si tratándose de gente culta se dice que están «al partir de un confite», tratándose de dos chicos del pueblo se puede decir que están «al partir de una sandía», para indicar la amistad y la unión de ambos.

No es raro oír cerca de un puesto de sandía un diálogo como el que sigue. Él, anda con pantalones oscuros, sin chaleco, pero sí con blusa y con sombrero de paño sumamente sucio; ella, con manto, es claro, y con vestido de percal rosado.

—Se la hago con sandilla, señorita.

—Gracias, caballero.

—Vamos entrando, pues.

—Voy muy apurada, mire.

—Una sandilla no es nada: ¡métale, señora!

—Vaya, pues; pero una no más.

¡Oh! Si un verano no se dieran sandías en Colina, ni en ninguna parte, los pobres rotos se morirían de tristeza y de rabia.

Ellas sí que dejarían un vacío difícil de llenar... Ni con aguardiente.

Han probado la sandía al mismo tiempo que la leche de sus madres, porque fieles al aforismo médico de nuestro pueblo, se estruja sandía entre los labios de los chicos de tres o cuatro días, para que no se les reviente la hiel.

¿Cómo olvidarla entonces? Es barata, refrescante y engañadora, porque al principio llena mucho.

Es cierto que no andaba muy cegado por su rabia don José Joaquín de Mora cuando hizo ese atroz soneto contra nuestro roto, en que parecía atribuir esos «alientos que no exhalan ambrosía (no lo tienen, menos los de su tierra) a la desgraciada combinación de los porotos con la sandía, que debe ser explosiva».

Pero ¡qué le vamos a hacer! Italianos y españoles comen ajos, y vaya lo uno por lo otro.

Sería curioso saber cuántos miles de sandías se consumen en Santiago y en los alrededores. Y cuántos hombres y mujeres llegan a los hospitales con indigestión y contestan a la consabida pregunta del médico:

—¿Qué has comido?

—¡Sandilla, señor!

Muchas veces ha hecho reflexionar a nuestros médicos la fortaleza de este pueblo, tan enérgico para el trabajo. Su alimentación no puede ser más defectuosa: dos galletas y un plato de porotos al día, es ración de ayuno. Y con eso viven y con eso crían unos músculos de gladiadores, y unas espaldas poderosas de atletas.

Ahora, la sandía, lejos de alimentar debilita; pero vaya alguien a preguntárselo a un roto y primero conseguirá que diga que es cholo, que afirme que la sandía no le alimenta.

Estamos ahora en plena época de sandías. Salidas a luz el día de Pascua se expenden al principio a precios enormes: a cinco el mono; pero poco a poco comienza a llenarse el mercado y la sandía baja, baja lentamente.

Y ahora, cuando está barata, se la busca por el pueblo y se la apetece con deseos enérgicos y poderosos.

Salen los rotitos de los puestos limpiándose con la manga los bigotes mojados con el caldito de la sandía, con unas caras tan alegres, tan satisfechas, que no parece sino que dijeran parodiando la rima de Bécquer:


Hoy la he visto, la he visto, y la he probado,
¡hoy creo en Dios!
 

Bienaventurada la sandía que da de comer y de gozar a tanta gente. Ella es chilena y nacional, como es el cóndor que vuela en nuestras montañas, el maitén que ha crecido siempre en nuestros valles, y el pejerrey que se remonta en nuestros ríos.

Ella crece, se desarrolla, madura, bajo este sol que preside los trabajos de los campos, las batallas de nuestros soldados, y las desgracias o alegrías de la nación.

Ella es chilena, como que es el refresco de nuestros rotos, tan ardientes, tan sucios, pero ¡tan hombres!

Los dos patios

Cuadros de la ciudad
 

En una apartada calle de Santiago, de ésas que suelen figurar más en los partes de policía que en los planos de la ciudad, existía una especie de conventillo de no mala apariencia, que constaba de dos patios cuadrados y grandes.

En el primer patio, las piezas eran espaciosas y altas y el valor del arrendamiento no estaba al alcance del inquilino pobre y desheredado. Veinte pesos no es cantidad despreciable para un jornalero, que gana el doble o muy poco más; pero sí lo es para el cajista honrado que cobra veinte pesos en la semana, o para la costurera activa que alcanza alrededor de diez, en el mismo tiempo.

El segundo patio ofrecía el aspecto general de nuestros conventillos. Salido el empedrado, no se había tenido cuidado de renovarlo, y el pavimento de tierra apretada había dejado formar charcos en diversos puntos, que ni olían bien ni presentaban un agradable aspecto. La acequia corría a tajo abierto por el medio, arrastrando hojas, desperdicios de cocina, cambuchos de botellas, corchos, papeles y otras materias igualmente putrefactas. Sus bordes tenían cierta vegetación musgosa y mezquina, que ni crecía ni se agotaba, luchando entre las aguas con jabón de las artesas derramadas que le llevaban la muerte, y los numerosos abonos, portadores de fósforo y otras materias azoadas que la comunicaban nuevo vigor y alientos nuevos. Las piezas del segundo patio se llamaban despreciativamente «cuartos» y valían entre cinco y siete pesos, según estuvieran más o menos lejos del pasadizo que comunicaba con el primero. Allí se lavaba al aire libre, se injuriaba en voz alta y se hacían muchísimas otras cosas que no permitían nunca una atmósfera respirable y limpia. Con un poquito de paciencia nos podemos orientar más en los dos patios, y tomar partido en favor del uno o del otro en la reñidísima lucha civil que los mantuvo divididos por largo tiempo.

Entrando al primero, en lo que debiéramos llamar zaguán, si una casa particular se tratase, estaban dos hermanas huérfanas, de veinticinco años una y la otra de edad indefinida, que podría fluctuar muy bien entre los cincuenta y los veinte. Ambas buenas como pan, beatitas de buena ley, hacendosas y honradas, habían sido encargadas por el dueño del conventillo de cobrar los arriendos y reservarse un cinco por ciento de ellos por comisión. Vivían allí con una tía, señora buena de verdad, que se había encontrado en el incendio de la Compañía1, tomaba indefectiblemente un mate por la mañana y otro por la tarde, tan puntuales, que servían para marcar la hora los vecinos, y rezaba en el resto del día sin cesar para que Dios le perdonara los poquísimos e insignificantes pecados que había cometido. Las chicas —llamémoslas así— tenían esas caras que no son ni feas ni agraciadas, tan comunes en la gente humilde, que no cuida de ornamentarlas, sino que cuando mucho las restriega con un jabón barato y el agua potable de la llave.

Seguía por un lado un señor español, carlista furioso y profesor de bandurria, que se pasaba todo el día y noche de por medio, dando clases y acaparando pesos, por consiguiente.

Enseguida estaba el cuarto de una señora de buena cara y mejor ropa. Mirándola por detrás, parecía una fragata acorazada, y por delante, una característica sin contrata. De perfil no estaba todavía mal para galantearla, y aun de frente, pues el profesor de bandurria, todas las noches al acostarse se arrimaba a una puerta que daba al cuarto de su vecina, y le decía con su acento andaluz:

—Vecinita, ¡qué malo es estar solos! El día que usté quiera mirá a este servior, llamamos ar cura que está aquí cerca, y entonces economizamos una pieza.

—¡Que se alivie, señor Fernández! ¡Es mejor estar sola que mal acompañada!

Nuestra amiga tenía un tordo en su correspondiente jaula, colgado al lado afuera de la puerta, y ante él agotaba el Diccionario de los términos amorosos y melifluos, que parecía haber hojeado mucho en su vida.

—¡Ay! —decía muchas veces, suspirando, y a media voz— no me disgusta el señor Fernández. Lo malo está en que él querría informarse de mí, y a mí sólo me conviene quien me tome a fardo cerrado.

Frente a la señorona, un colegial provinciano tenía su aposento, y repasaba en la puerta todas las mañanas su lección de Código. Abrigó ciertas esperanzas de ser correspondido de su vecina en cierta época, y al efecto, le envió un ramo de flores con una tarjeta en que la llamaba «fruta madura», «granada surtida» y «rosa abierta».

A continuación seguía la perla del primer patio... ¡Ya nos decidimos por el primer patio! Pero no; seguimos imparciales y apuntamos sólo, como cronistas de verdad. A continuación seguía una costurera joven y casi, casi bonita. Se daban opiniones: el profesor de bandurria la encontraba francamente hermosa; pero la señorona, su vecina, decía que eran los veinte añitos los que la agraciaban. En cuanto a las hermanas del zaguán, le reconocían una doble belleza: la del cuerpo y la del alma.

—Es buena —decían—, por eso se ve bonita.

Y sin embargo, ellas eran también buenas y de ninguna manera bonitas.

La costurera se llamaba lisa y llanamente Juana, como se llaman tantas otras que ni son costureras, ni buenas ni bonitas. Tenía pelo negro y ojos negros, como la generalidad de las chilenas, una boca sumamente graciosa sin ser pequeña, un cuerpo que, entregado a una corsetera hábil, resultaría ideal. Pero como Juana se peinaba echándose todo su pelo, abundante y sedoso, hacia atrás, y se ponía el manto sin arte ninguno, y se calzaba a la vuelta de la esquina, y no usaba ni siquiera los elementales polvos de arroz en su tocador, se veía poco más o menos como otras, sin llamar sobre sí la atención como la hubiera llamado con un peinado artístico, con un buen manto chino puesto con unos zapatitos de charol delante un espejo por mano maestra, o con unos zapatitos de charol de importación casi europea.

¿Que por qué vivía sola mujer tan acabada? Su madre, a quien acompañaba, tendió un día el vuelo, dejando a su cordera deshecha en llanto. Ella le cerró los ojos y le rezó las letanías de la buena muerte y la amortajó. Su padre, piloto de un buque y tan mal marido como mal padre y buen piloto, no podía o no quería hacerse cargo de ella. En cuanto a su hermano Andrés, sargento del Buin, allí estaba enteramente absorbido por el cuartel y sin poder hacer nada para juntar el antiguo hogar con el par de jirones sueltos que quedaba en el mundo.

—¿Sola estoy? —se dijo Juana—, bueno, entonces, a trabajar, a juntar unos reales y a casarse si la suerte...

No; no decía «si la suerte» Juana, porque era muy buena cristiana y porque si algo le pedía a Dios, era que le enviara un novio de buena estampa, trabajador, honrado y limpio.

Y todavía nos queda otra mujer. Rubia, un tanto desenvuelta, desabrida de cara, con buena voz, corista del Variedades, sin preocupaciones de ninguna clase y con ochenta y tres pesos de sueldo mensual por presentarse tres veces cada noche en las tablas a hacer de aldeana, de chula, de valenciana o de aragonesa, a cantar hoy una jota y mañana un tango, a pescar hoy aplauso y otro día un silbido y hasta alguna papa cruda, si venía al caso.

Los demás vivientes del primer patio eran brevemente y sin retrato, un francés peluquero, un agente de frutos del país, un matrimonio empleado en una casa de comercio y un repórter de un diario de la mañana.

Naturalmente el segundo patio andaba mal en la calidad de los vivientes. El más caracterizado e importante de todos era el señor Vildeter, alemán de origen, pero un incansable aventurero que había estado en la Finlandia de esquimal, en el sur del África de Boer y en el Ecuador de revolucionario y de marido, porque allí contrajo matrimonio. Era gordo como una tinaja de greda, chato, coloradote y corto de vista. Usaba en los días de sol un sombrerito hongo tan chico, tan diminuto, tan insuficiente, que parecía una perilla, y en los de lluvia un sombrerete de tan largas alas que semejaba una tapa. Profesor de idiomas, excitaba la hilaridad de los alumnos, ora con la perilla, ora con la tapa. El señor Vildeter era, además de profesor, un sablista incansable y un bebedor de cognac no menos incansable.

El señor Vildeter estaba unido a casi todos los acontecimientos sudamericanos. Tenía un colegio en Chorrillos y se lo quemaron los chilenos el 79; puso un hotel en Río de Janeiro, y cayó el Imperio; estableció otro colegio en Guayaquil y se incendió junto con un hijo suyo, en el gran incendio que devoró esta ciudad; se vino a Chile y cayó la conversión y el viejo lloraba bajo su descolorida tapa porque le devolvieron en billetes un reducido depósito que el infeliz había hecho pocos días antes en relucientes monedas de oro.

También había allí un par de lavanderas, que se lo pasaban todo el día canta y canta, lava y lava, restriega y restriega. Procaces como pocas, ponían al señor Vildeter de oro y azul cada vez que un poco más bebido que de ordinario, se aventuraba éste a ir a darles un pellizco en los brazos desnudos llenos de lavaza y de agua.

Tres costureras, pero de muy distinta calidad de la perla del primer patio, cosían allí ropa militar que iban a buscar al taller de Justiniano, donde la llevaban después concluida. En el día daban vueltas a la máquina Singer y en la noche le daban a la guitarra, armándose en torno suyo tales zalagardas que ya las hermanas de la puerta se estaban escamando.

Enseguida venía el más tarde celebérrimo caudillo del segundo patio, Benjamín Hernández, oficial de carpintería, soltero, menor de edad, turbulento, enamorado, botarate, tuno y hablador. Se podía ganar, marchando bien y sin San Lunes, cosa de veinte pesos en la semana; pero con esa cabeza de chorlito que tenía, si sacaba dieciséis se daba a santo, y de puro gusto se bebía la mitad con sus amigos y la otra mitad con las costureras, sus vecinas, al son de guitarra. Alto, delgado, de espléndida talla para soldado de caballería, ojos vivos y alegres, Benjamín Hernández tenía más novias que pesos había botado en su vida.

Pero, ¿a qué negarlo? Juana, la hermosa Juana, la seria, modesta y callada costurerita del primer patio, lo trastornaba. La había conocido con su madre cuando él también vivía con su padre, y entonces el viejo le aconsejó más de una vez que se casara con Juana. Pero después, andando el tiempo, Benjamín había cambiado mucho y Juana había quedado igual. El muchacho reconocía ahora la superioridad de su antigua amiga, y se complacía en reconocerse él inferior e indigno de conseguir su amor. Cuando Dios quiso que se encontraran de nuevo Benjamín Hernández tenía ya tratada su pieza en el primer patio; pero al divisar en él a Juana creyó que debía conservar la altura en que la tenía en su corazón, y sin averiguar más, fue a ocupar una modesta pieza del segundo.

En cuanto a Juana, tenía puesta su alma en su almario, y a pesar de lo tímida, sensible y apasionada que era, miraba estas cosas con serenidad y sangre fría. Benjamín había sido su amigo, y en vida de su pobre madre, casi su novio. Pero después, el muchacho buen mozo serio de entonces se había vuelto un truhán sin respeto a nada ni nadie. Es cierto que allá en lo más íntimo de su corazón había algo que le decía que podía ella con sus solas fuerzas volver a Benjamín su vida de antes. Y es cierto también que cada vez que en su sueño pensaba en el matrimonio, única solución de su vida solitaria, se veía casada con Benjamín y no con otro.

Hernández había notado en los primeros días de su llegada, que Juana no lo recibía mal. Muchas veces sentado frente a ella cuando cosía en la máquina en la puerta de su pieza, conversaban largamente sobre el trabajo, sobre los vecinos, sobre el tiempo... Jamás sobre ello mismos, porque Juana pasaba como sobre ascuas por muchas cosas a que intencionadamente la quería atraer Benjamín.

Pero llegó un día en que Juana le recibió con visibles muestras de mal humor. A sus preguntas respondió con monosílabos; a sus quejas se calló sin decir esta boca es mía; y concluyó por manifestarle muy cortésmente que la fastidiaba verlo delante de ella.

¿Qué había pasado? Muy poca cosa; pero al mismo tiempo mucho. Una tarde, Juana volvía de su taller con el paso menudito que la agraciaba tanto al andar, cuando de repente se encontró, al doblar una esquina, con un viejo que le tendió la mano pidiéndole limosna. Al instante se detuvo a sacar su portamonedas; pero mientras buscaba en ella algo con que aliviar el hambre del limosnero, le miró fijamente a la cara y casi se fue de espaldas. Era el padre de Benjamín Hernández, el mismo antiguo amigo de su madre, el excelente viejo que tantas veces la sentó sobre sus rodillas para cantarle el:


...duérmete, niñita,
duérmete por Dios...
 

—¡Señor Andrés! —dijo consternada la muchacha— ¿Usted pidiendo limosnas?

—Yo, Juanita, yo mismo.

—¿Teniendo un hijo que gana veinte pesos a la semana?

—¡Qué quieres, niña! ¡No todos son buenos hijos como tú!

Y el viejo suspiró con honda tristeza y apretó la mano que Juana le alargaba con una moneda. Allí oyó cómo Andrés había perdido puesto de portero en el Ministerio de Marina, porque por sus achaques no servía ya para maldita la cosa, y cómo desde entonces vagaba del hospital a la calle, encontrando mucho más felices las horas en que tenían postrado en la cama los dolores reumáticos, que la en que Dios quería dejarlo libre de ellos, pero entregado a todos los vientos del hambre, de la sed y del frío.

Al separarse, Juana le dijo con la voz emocionada:

—Señor Andrés: ahí tiene usted esa miseria; todas las tardes lo encuentre le daré lo mismo. Pero usted en pago, pídale a Dios que me dé un buen marido.

—Sí se lo pediré, ángel —exclamó el viejo—, y mis súplicas ser ayudadas en el cielo por tu madre.

¿Podía, después de este incidente, mirar la impresionable Juana con ojos tranquilos a Benjamín? No; habría sido ella también una ingrata... y no lo era, no.

Desde ese día Juana compartió con don Andrés su escasísima comida, y al acabarse ésta, el vicio salía del conventillo y se iba a dormir en la primera grada que encontraba.

La ruptura de Juana con Benjamín terminó con el último lazo que unía al primero con el segundo patio. El señor Vildeter ponía el grito en el cielo contra la avaricia del propietario que no cerraba la acequia ni empedraba el patio. Las costureras mancomunadas con las lavanderas hablaban pestes de las mujeres del primero, de las que decían eran unas hipócritas que guardaban la seriedad y la honradez para la noche y que por el día tendían el vuelo quién sabe a dónde. Benjamín exceptuando a Juana tenía cada día un incidente con alguno, citándose con escándalo el caso de que Hernández había tomado de la nariz al estudiante y remecídolo en el aire, por un cambio de palabras que había ocurrido entre los dos.

Las hermanas de la puerta eran buenas, pero no enérgicas. Y además la energía les habría costado una pérdida en su comisión porque habrían permanecido los cuartos largo tiempo desocupados. No había, pues, que esperar nada de ellas, y constituido el profesor de bandurria con el estudiante y con el agente de frutos, en comité de salvación pública, resolvieron unánimemente implantar la ley marcial y hacerse justicia por sí mismos.

Un día un chiquitín, hijo de las costureras o de las lavanderas o de todas juntas, levantó su patita frente a la puerta de Juana. Le pescó el señor Hernández de un brazo y le dio una tunda de palmadas, despachándolo en el pasadizo del segundo, con los calzones aún mal amarrados y chillando como un verraco. A la mañana siguiente, desapareció la jaula con el tordo de la señorona, y ésta puso el grito en el cielo y derramó más lágrimas que una Magdalena.

Ya estaba encendida la lucha civil, y vino a marcar el período álgido de ésta la resolución del propietario de poner el pilón de agua potable en el medio del primer patio, y no en el pasadizo que comunicaba a éste con el segundo. De esta manera, los revoltosos quedaban tributarios del primer patio.

¡Oh!, era de oír en esos días al señor Vildeter, contar a sus alumnos su asendereada existencia.

—¡Qué injusticia! —decía, con su peculiar pronunciación, que suplirán los lectores—; ¡qué injusticia! Todo va al primer patio y nada al segundo patio. Los del primer patio respiran aire, los del segundo respiramos miasmas fétidas. Los del primer patio nadan en agua; nosotros no tenemos agua ni para beber. El día menos pensado, morirán los del segundo patio...

Este era siempre el término de las quejas del señor Vildeter: la muerte en masa de los vivientes del segundo patio.

El plan de batalla de Benjamín era desesperar a los del primero y hacerlos abandonar las piezas, para que el propietario entrara en cuidados y buscara una transacción poniendo el pilón en el pasadizo.

El lado vulnerable del primer patio era la corista, y el lado invulnerable, la costurera. Pero la corista tenía a su servicio no sólo el repertorio de insultos chilenos, que era escogido y abundante, sino también el de insultos españoles aprendidos entre bastidores. Una mañana se vestía ésta para salir, y con la fortísima vergüenza que suele quedar después de presentarse a diario en las tablas a la gente menuda de teatro menudo, se asomaba a la ventana de su pieza un poco más desnuda que lo conveniente. Benjamín charlaba a la orilla de la llave con una de las lavanderas que llenaba un balde de latón, cuando acertó a mirar hacia la ventana. Llenó inmediatamente el tarro que quedaba colgado en la llave para beber, y con una puntería admirable se lo lanzó a la pequeña Patti en el escote, mojándola enteramente.

¡No fueron insultos y gritos los que cayeron solamente sobre Hernández, que reía a carcajadas en el medio del patio!

El profesor de bandurria salió indignado de su pieza, y al enterarse del hecho, le disparó a Benjamín la caja de la bandurria que tenía en la mano. En mala hora lo hizo, porque aunque de dos saltos corrió a refugiarse en su puerta, no alcanzó a cerrarla y Benjamín lo sacó a pescozones del cuarto, lo tumbó debajo del pilón y después de dos o tres sopapos demasiado fuertes para la contextura del profesor, le largó el chorro en la cara. La señorona, entretanto, increpaba a Hernández, llamándolo roto, bandido, asesino, ladrón...

—¿Ladrón yo?

—Sí, tú.

—¡Caramba!, ¡qué costumbre de tutear tiene usté, madama!

—¿Dónde está mi tordo?

—¿Cuál? Porque el grande se lo acabo de remojar debajo del pilón, y el otro, se lo di al gato para que saboreara.

—¡Insolente! —gritó la señorona— ¡Criminal! ¡Ladrón!

Había llegado la lucha civil a un grado intolerable, y el propietario resolvió tomar cartas en el asunto. Avisó a la policía y acompañado de un comisionado, conminó a los del segundo patio con las más enérgicas medidas en caso de que siguieran los desórdenes.

Por el momento, los ánimos se apaciguaron, y Benjamín, satisfecho de todas las barbaridades cometidas, se tranquilizó.

Era un domingo en la tarde y los dos patios estaban sumergidos en la sombra y en el silencio. En el primero, dos voces de mujer perturbaban este silencio cantando a media voz. Una de ellas era la de las hermanas de la puerta, que ensayaban un Tantum ergo Sacramentum, que debía cantarse en la iglesia vecina en una de noches del jubileo Circulante, y la otra era de la corista que tarareaba aquellas coplas de la Revoltosa:


Cuando clava mi moreno
Sus ojazos en los míos,
Too el cuerpo se me enciende,
Y me se pierde el sentío.
 

Una de las costureras del segundo patio pasaba de vuelta del despacho con una libra de arroz y un frasco de vinagre, cuando creyó sentir voz de hombre en el cuarto de la Juana. Con una sonrisa diabólica se acercó a la puerta en puntillas y pudo, en efecto, constatar que allí dentro había un hombre.

Con eso solo estaba derrotado, miserablemente derrotado, el primer patio. ¡La perla resultaba falsa, indignamente falsa!

Voló más bien que corrió la costurera a llevar la noticia a Benjamín, que estaba entretenido con sus compañeras, dándole al ponche con bastante entusiasmo.

—Hay un hombre en el cuarto de la Juana.

—¡Mentira! —gritó Benjamín, saltando de un piso de totora en que estaba sentado y tirando lejos el vaso en que bebía—. ¡Mentira y requete mentira!

—¡Hombre! —dijo riendo la costurera—, si te quedan brasas escondidas todavía, anda a apagarlas poniendo el oído en la puerta de la Juana.

Ya había salido Benjamín, y de dos saltos estaba con el oído pegado en la puerta.

—¡Pobre diablo yo! —pensó Benjamín—. Me ha echado la Juana y se ha reído de mí. Ese será su novio, joven, honrado, bueno, como ella lo desea y yo seguiré siendo un borracho como soy; pero, ¿es propio de la Juana que esté encerrada a estas horas con su hombre?

Y pálido, tambaleándose como un borracho, llegó al cuarto de la costurera y, dejándose caer sobre su asiento, dijo con voz ronca:

—Es cierto.

—Bueno, pues —saltó una de las lavanderas—, ha llegado el momento de vengarnos de todas las que nos han hecho.

—Sí, ha llegado —contestó Benjamín.

—Vamos todos al primer patio.

—Vamos.

Y fueron. Aun el señor Vildeter con su perilla en la cabeza se mezcló en la turba y llegaron todos ante el cuarto de la Juana.

—¡Aquí está la santa, la hipócrita! —decía en voz alta una de las mujeres.

—¡Vengo a ver a la perla! —decía otra.

Y cada uno de esos gritos era coreado por una carcajada. De repente la llave del cuarto de Juana giró violentamente, se abrió la puerta y apareció la costurerita pálida y temerosa en el umbral.

—¿Qué es esto? ¿A qué han venido ustedes? ¿A qué has venido tú, Benjamín, que nos has quitado a todos la tranquilidad? ¿Vienes a armar otra gorda? ¿La has tomado conmigo?

—Señorita Juana —repuso Benjamín, con sorna, buscando fuerzas en el ponche que había bebido—. ¡Señorita Juana! ¿con que tenía usted novedades? ¿con que se quiere usted con otro y se lo guarda bajo llave?

—¡Que lo muestre! —gritó una de las lavanderas.

—¡Vaya con la santa Filomena del primer patio!

Juana, pálida a ratos, roja a otros, ya quería entrarse, ya se arrepentía y se quedaba en el umbral. Estallaron por fin las cuchufletas y los insultos; alguno más fuerte que otro le arrancó dos lágrimas; los vivientes del primer patio salían todos de sus piezas, y la reputación de Juana estaba en ese momento como si hubiera pasado por la acequia del segundo.

De repente se enrojeció como púrpura, abrió la puerta de un solo golpe, saltó afuera y, pescando a Benjamín de la blusa, lo empujó hacia adentro.

—¿Querías ver? ¡Ve, mal hijo! Ahí está el viejo de tu padre, muerto de hambre, con quien comparto yo la mitad de mi comida, porque el desalmado de Benjamín Hernández no le da ni un pan. ¡Ahí está! Hártate de verlo, hambriento, enfermo y moribundo.

Benjamín estaba desencajado, verde, con la cabeza baja, al viejo que se había puesto de pie al lado de la mesa en que encendida la lámpara de parafina.

De repente una lágrima asomó a sus ojos.

—Perdón, padre —murmuró—, perdón, Juana, yo prometo ser bueno, ser honrado como tú..., pero, ¿por qué no nos juntamos los dos a cuidar a este viejo, para que le cerremos a él sus ojos como tú se los cerraste a tu madre?

Maestros de barrio

El inmenso entusiasmo con que la humanidad recibió la invención del aeroplano no ha igualado, por cierto, el que acogió el descubrimiento de la rueda.

Yo me figuro a ese hombre primitivo y perezoso, a quien la tribu despreciaba por su inutilidad, meditabundo, en la rama de un árbol disputándoles las nueces a los monos y viendo llegar a sus compañeros arrastrando por el suelo, sobre enormes ramas y troncos, las piedras para construir la casa y los venados muertos para acumular charqui para el invierno. Me lo figuro sonriendo con ironía de todo ese trabajo mal aprovechado y dándose esa palmada en la frente que ha precedido toda invención. Tal vez un día se marchó solo con un hacha al hombro, y volvió como un triunfador precediendo una verdadera carreta de burdas ruedas hechas de una sola pieza —como torrejas de troncos— tirada por un buey, o, si se quiere, por un toro. ¡Qué locura sería la de la tribu!

Pues bien, yo espero igual frenesí para celebrar el descubrimiento que nos permita darnos baños calientes bajo techo, con oprimir una sola vez el timbre eléctrico o dar vueltas al conmutador o arrojar un comprimido a la tina. Porque la humanidad, principalmente la humanidad santiaguina, es esclava de un reducido grupo de hombres de perversas inclinaciones y de infinita torpeza, que se dan a sí mismos el nombre de gásfiters, y no podrá prescindir del tributo de dinero y de salud que ellos le extorsionan mientras exista el calentador automático de baño llamado cálifon, sea de tipo cilíndrico o cúbico, de níquel o de cobre, de mármol o de celuloide o de papel mascado o de... cualquiera cosa.

Pero no precipitemos los acontecimientos. Hagamos un poco de historia. El origen del calentador de baños se pierde en la noche de los tiempos. Tubalcaín, que, según el Libro Santo, inventó la corneta-pistón y utilizó de diversas maneras el bronce, no soñó siquiera en esta máquina que sobre una consola, en un rincón de los hogares, trama tranquilamente nuestra ruina. Los hombres dejaban entonces al calor solar el cuidado de entibiarles el agua. Aun nosotros hemos visto, en el patio interior de las viejas casas, una tina de latón colocada bajo los rayos directos del sol y las miradas cálidas de la cocinera, preparada para el baño anual del dueño de casa. Pero también hemos conocido el sistema que siguió inmediatamente al aprovechamiento del Astro Rey —como llaman los poetas al sol cuando necesitan de tres sílabas que no los comprometan a nada—, y era el famoso calentador a carbón que tenía la apariencia de un barco de guerra y provocó en la infancia soñadora muchas vocaciones de marinos. Era un aparato de latón que fabricaba en cada hojalatería un maestro cualquiera, compuesto de un cañón chato y grueso para introducir el combustible y de otro más largo y estrecho para ventilar el interior. La máquina nadaba en el agua y lograba preparar un baño quitado del hielo, en cerca de seis horas.

Pero he aquí que la mecánica moderna, descontentadiza siempre y aconsejada por el demonio que ya había lanzado al mundo sus primeros gásfiters, vende el calentador a gas. ¡Qué lujo, qué comodidad! Así como ahora se invita a una persona para ir a ver una galería privada, se llamaba entonces a las relaciones para observar el calentador de gas en funciones. Hubo santiaguino acaudalado que recibió a sus relaciones como Marat a Carlota Corday, dentro del agua; pero sin las consecuencias. Tenía, sin embargo, esta máquina sus peligros y, como toda conquista del progreso, costó algunas vidas humanas y también algunas lágrimas. Era necesario, naturalmente, dar primero el agua y encender después el quemador de gas; pero con frecuencia se alteraba el orden de la operación y numerosas criadas andaban con el pelo y las cejas quemados, algunas con más graves deterioros a consecuencia de la explosión. Una señora retiró su calentador, pues le echó la culpa del malestar de una de sus sirvientas, que tuvo después un hijo. Algunos de estos aparatos metían más ruidos al marchar que toda una fábrica; trepidaciones sordas y a veces notas bajas de tubos de órgano llenaban el silencio del hogar.

¿Cómo no íbamos a recibir alborozados el invento del cálifon? ¡Oh, gran cálifon...! Pero no avancemos demasiado. Esta máquina tenía la ventaja inapreciable de calentar el agua por el simple acto de dar vueltas a la llave que tiene la indicación Hot. Usted mueve la Hot y se enciende una parrilla de luces silenciosa. El agua comienza en el acto a despedir vapor. Naturalmente, antes de esto, ha debido encenderse un pequeño quemador o mariposa que corre horizontalmente sobre la parrilla. Pero antes todavía, usted ha debido arreglar su cañería de gas y de agua y hasta cambiar el medidor, si es preciso. Es decir, el cálifon en marcha representa la friolera de seiscientos pesos (en 1916).

El cálifon es un aparato moderno y, como moderno, sujeto a intermitencias de salud y de carácter. Además, es inglés y sufre de spleen. El cálifon necesita hacer diario ejercicio, estar aseado, no tener nada alemán por delante. Es de una susceptibilidad atroz, y tan pronto se introduce una mano de obrero en sus entrañas, cuando se apoderan de su funcionamiento disturbios verdaderamente irlandeses. Así como el sistema parlamentario se aplica solamente a los países muy civilizados, los califones de todos los sistemas son aconsejables solamente para las personas que se bañan con regularidad. Pero ocurre que todo el mundo se ausenta de la casa por una temporada. Al regreso de vacaciones, el cálifon ha adoptado siempre esta actitud prescindente, que causa la desesperación de sus clientes.

Desde entonces tomé yo conocimiento personal del gásfiter amaestrado o en libertad. El hermoso, el radiante, el bruñido cálifon que había adquirido, en legítima moneda de 18 peniques, había perdido su voluntad. Era tan inútil dar vueltas a la llave Hot como a la llave Cold; el aparato daba pequeños resplandores y se extinguía, o bien no se alteraba en absoluto, como si fuera un bloque de cobre electrolítico. Entonces pregunté por un gásfiter entendido. El amigo a quien consulté lanzó una carcajada histérica como en las novelas; pero no estaba loco como todos los que lanzan carcajadas histéricas en ellas. Me dijo enseguida que era más fácil encontrar un buen Ministro de Hacienda que un buen gásfiter. Pero como la cosa era urgente resolví llamar al primero que me deparara la suerte, así, sin adjetivo; bueno, regular, malo o pésimo. Después he comprendido que todo gásfiter tiene un mismo grado de preparación, como los compositores de los campos, y que sus éxitos dependen de la casualidad.

El primero llegado a casa era «el compadre Juandinacio», llamado así por el sirviente. Venía acompañado de un perrito negro y de algunas tenazas y llaves inglesas, más un tarro con pintura y un puñado de estopa. Olía todo entero a gas y a agua potable, a cañería y a carbón de piedra. Sonrió con visible aire de superioridad al ver mi cálifon descompuesto. Depositó ruidosamente sus herramientas en el suelo y comenzó a retirar tuercas y a sacar tornillos. ¡Qué competencia demostraba ese modesto obrero! Yo escribí ese mismo día un artículo nacionalista exaltando las cualidades de inventiva de nuestra raza; porque «el compadre Juandinacio» retiró dos o tres varas de cañería por inútiles. «Cosas de los gringos» —dijo con aire despreciativo—. Enseguida me manifestó que todo estaba bien y que el agua salía a 40º a la sombra. Cobró por esto la módica suma de veinticinco pesos. En efecto, el agua salía caliente, pero en escasa cantidad; la llave parecía un gotario. El compadre Juandinacio había aumentado la temperatura disminuyendo el líquido. Pero esto no habría sido nada, porque, a poco andar, comenzó a salir del interior de mi cálifon un lamento desgarrador y después el bullicioso e isócrono resoplido de un émbolo. Cuando me acercaba a observar tan extraños síntomas una explosión me paralizó y luego brotó un verdadero penacho de volcán, compuesto de lava, agua caliente y metales derretidos. Escapé de las quemaduras y cerré las llaves precipitadamente.

Fuíme entonces a la casa importadora donde había comprado mi máquina y encontré allí otras muchas aguardando a los clientes incautos y admiradores del moderno confort, cuya tranquilidad iban a perturbar. Precisamente, el vendedor le decía en ese momento a una señora del sur que ostentaba: dos brillantes en sus orejas, un pequeño marido en el brazo derecho y una gran bolsa de mostacilla repleta de dinero en la mano izquierda:

—Llévese usted este grande, señora; hemos vendido cien en la semana. Doña Isabel Andonaegui de Irriberrizaga ha pedido dos por teléfono, uno para sus sirvientas y el otro para su hijo que se casa con una millonaria del Tucumán. No tema usted interrupciones ni descomposturas. Este cálifon es eterno...

Yo me ruboricé ligeramente y disparé mi obús:

—Necesito en el acto un gásfiter que vaya a componer mi cálifon que ha hecho explosión.

El vendedor da un salto, me mide con la mirada, llama en voz alta, apunta palabras incongruentes en una libreta, derriba una barra de níquel al avanzar, la apoya contra la señora en vez de dejarla en la mesa; en fin, la confusión y el pavor. En dos palabras, se me promete un gásfiter y corro a mi casa.

El nuevo gásfiter agrega a su nombre la palabra Míster, llega en bicicleta, usa casquete de paño verde metido hasta las cejas y anteojos de automovilista. Una vez colocado frente al aparato pronuncia su sentencia:

—Aquí ha estado un animal.

—Sí, efectivamente, un maestro de barrio.

—¿Dónde están los cañones que sacó?

—Helos aquí.

—Pues bien, hay que ponerlos.

Los cañones quedan puestos y la máquina marcha regularmente.

—Lo que se necesita —dice con lenguaje sentencioso—, es un medidor más grande; hay poco gas. Llame a la Compañía.

—¿Cuánto vale este trabajo?

—Cuarenta pesos.

Una vez que el Míster colocó los billetes en su cartera, me dijo:

—Olvidaba recomendarle que, cuando esté prendido el cálifon, no prendan la cocina al mismo tiempo.

Y se marchó tocando la sirena de su bicicleta.

Entró, pues, en un nuevo régimen. Dan las diez de la mañana, enciendo el cálifon, doy vuelta a la llave Hot y despacho un mensajero o mensajera que grita en la escalera:

—¡Emperatriz! (mi cocinera se llama Emperatriz). No pongas los huevos porque el patrón se va a meter al baño.

Otras veces el extraño diálogo tiene lugar en la mesa.

—Estos pejerreyes parecen crudos.

—Tú tienes la culpa. Has estado en el baño toda la mañana.

Un visitante que oyera estas palabras creería que yo me alternaba en el agua con una familia de pejerreyes. Aunque el modus vivendi podría prolongarse, esta situación subalterna del baño ante la cocina se me hace insoportable.

Me olvido decir que vivo en una casa moderna. La casa antigua produce pulmonías, dolores reumáticos y otros males; pero la casa moderna produce toda clase de pequeñas incomodidades. Las puertas y ventanas de la casa moderna se hacen por grandes cantidades y son todas iguales en todas las casas edificadas en los últimos cuatro años. Tienen la propensión de dar estampidos por la noche y de abrirse, en las más caprichosas grietas, por las cuales puede asomarse un ojo entero y ver lo que se hace en el interior de un cuarto. Además, tienen todas aberturas en la parte superior, llamadas tragaluces. Estos tragaluces no tienen otro objeto que obligar a taparlos con un género azul plegado o con cualquiera otra substancia que no deje pasar el sol o la luz donde no es necesario tragarlos. Además, si la puerta tiene cristales hasta abajo, la chapa estará al término de los cristales, a la altura de la rodilla del hombre. Como usted se inclinará cien veces en el día para abrir o cerrar una puerta, adquirirá un mal de cintura que no se aliviará por el Urodonal. Pero esto no sería nada si quedara una sola perilla en su sitio, un solo picaporte o llave sin quebrarse, después de diez días de usar la casa. No, la ferretería de lujo queda hacinada en un cajón y no será posible en pocos días asegurar ninguna puerta. Entre estas novedades de la casa moderna figura el capricho de no poner ventilador alguno en el cuarto de baño. A pesar de mis reclamos no lo obtuve y como el quemador de gas lanza al techo una menuda lluvia de hollín, el vapor de agua de mis baños calientes me lo devuelve sobre la cabeza en forma de lluvia. Por las paredes, por las puertas, corren los hilos de agua, arrastrando el carboncillo, y dejan una serie de pequeñas fajas grises que son un encanto.

Otra peculiaridad de la casa moderna es el ascensor que trae del tercer piso la comida y los platos y devuelve enseguida todo el servicio. Yo he visto de estos ascensores en muchas partes del globo terráqueo y son suaves, silenciosos, livianos. La industria nacional ha inventado uno que hace la tortura de las gentes. Unas veces el biftec se queda paralizado en el segundo piso y es necesario ir a comérselo a domicilio o mandar hacer otro más cerca. Otras veces son los platos que resuelven no llegar hasta el comedor. El sirviente, que es un mozo de cordel, tira en vano de un cable. Es una verdadera operación náutica. Después de inútiles tentativas pide refuerzos y entra de la calle el vendedor de fruta, hombre hercúleo que se cuelga a dos manos de la soga. De pronto el ascensor se desprende bruscamente y cae contra el suelo. Los platos se quiebran todos. Hay que decir, eco sí, en honor de la verdad, que se quiebran medio a medio, en dos partes perfectamente iguales. Un día sacamos de debajo del aparato a una criada que había cambiado de forma.

Esta pequeña digresión sirve para demostrar la cantidad de mecánicos que deben entrar a una de estas casas que podríamos llamar «artificiales». Después de la visita del Míster a que me he referido más arriba, han venido a la mía dieciséis gásfiters de diversas edades, nacionalidades y tarifas. La dolorosa experiencia de los primeros me ha manifestado la necesidad de no pagar a ninguno mientras mi cálifon no quede reparado. Uno de estos últimos visitantes es orador y partidario de la jornada de ocho horas. Pero no debe de ser muy sincero porque si a él lo obligaran a trabajar siquiera cuatro, bien trabajadas, se moría. Cada diez minutos descubre que se ha quedado algo olvidado en el taller y sale a la calle. Dirige piropos a las criadas, frases insidiosas a la gente que pasa en coche y miradas de entendido a los carteles que anuncian nuevas películas. Demoró tres días en declararse impotente para hacer más daño a mi cálifon. Ya no tenía tuerca que echar a perder.

¡Oh, jóvenes que escucháis la vocación escénica cuando llegan a Santiago actores que pronuncian mal! ¿Por qué no hacéis una revista en que salga un coro de salvajes que canten: «Somos los gásfiters», con la música de «los marineritos» de la Gran Vía, para que nadie la conozca?

Y, a propósito; noto que se me viene encima una atroz responsabilidad. ¿Se puede decir gásfiter? Se lo preguntaremos a don Perfecto, como dicen en una pieza de Echegaray. Declaro formalmente a los autores de «vocablos propios», o de «locuciones impropias», que escribo no para entrar a la Academia o sentar fama de atildado, sino para que me entiendan cuantos quieren darse el trabajo de leerme. Tengo un Diccionario a la mano, precisamente la decimotercera edición del de la Academia. (Vean ustedes; ya se pasó de moda porque hay otra). Si quisiera decir palabras con patente y dejar con la boca abierta a mi público, tengo allí de donde sacar por docenas, como ocurre con las guindas, que es difícil tomar una sola. Podría haber dicho plomero; pero yo no quería significar «al que trabaja o fabrica cosas de plomo». En cambio, como el Diccionario habla de gas, gasómetro, gaseoso y gasolina, habría querido llamar gasterópodos a los gásfiters; pero si me habría dado el placer de significar que eran «moluscos terrestres o acuáticos que tienen en el vientre un pie carnoso mediante el cual se arrastran, su cabeza es más o menos perceptible y su cuerpo se halla cubierto por una concha», nadie habría entendido que deseaba vengarme de los daños que me han hecho.

Volvamos tranquilamente a la casa moderna. Algo que llama la atención del observador y mucho más del arrendador, por los cabezazos que han de darse, es la concupiscencia con que el instalador eléctrico coloca el tablero de distribución con los tapones en el sitio más importante de la casa, en el lienzo de muro más aprovechable para un cuadro. De la misma manera, los enchufes que podrían estar en el suelo se colocan en la pared, salientes como callampas.

La casa moderna tiene, finalmente, otro grave error. Se economiza demasiado espacio en la puerta de entrada. Yo no he visto en ningún país puertas más angostas. Un amigo mío tuvo que dejar en la calle y desprenderse de sus servicios, un armario no desarmable, una suegra en regular estado de uso y un autopiano. No cabían ni por la puerta ni por las ventanas. En muchas de esas casas llamadas «para diplomáticos» hay que entrar de costado y quedarse después de comer hasta que haya terminado la digestión.

No crean mis lectores que soy exigente y que pretendo una casa fantástica, humorista, con sorpresas. No; se ha descubierto que cuesta la misma cantidad de dinero hacer una casa en que el arquitecto haya discurrido, que una improvisada y sin pies ni cabeza. Si yo pusiera mañana una plancha: Ángel Pino, Arquitecto, no inventaría nada, copiaría lo bueno, lo simple, lo cómodo que en todas partes, menos en Chile, abunda y a mucho menor precio. Y, enseguida, oiría las observaciones justas del que va a habitarla y piensa pagar puntualmente sus cánones.

Matrimonio con príncipe

Señora de mi consideración y respeto:

Al poner el pie en el estribo, el lunes pasado, para abandonar su hospitalaria casa, me decía usted, refiriéndose a sus hijas:

—¡Y afánese usted por educar a estas muchachas! ¡Se casarán con cualquiera! En cambio, ahí anda ese príncipe de los Abruzzos, que ha pasado tantas veces por Chile sin mirar a una mujer, enamorado ahora de una protestante y de una zafada.

Como mis acompañantes se ponían en movimiento y no era posible perder el tren por debatir el punto, me privé, señora, del placer de oírla a usted discurrir sobre este tema, que según el prólogo debe ser muy gracioso en su boca. Permítame usted que ahora, con tiempo y con papel por delante, le diga lo que pienso y lo que no pienso, sobre lo que usted dijo y sobre lo que seguramente pensaba yo y no decía. Realmente sus dos chicas de usted son dos princesas. No sé yo si un jardinero es capaz de conseguir que en el mismo terreno y con una misma semilla se produzcan dos flores tan diversas y tan hermosas, como son diferentes y hermosas sus hijas de usted. Me hacían recordar, al verlas en el corredor de la casa, cierta estrofilla española que tiene reflejos orientales:


Eran dos muchachas
libres de afición:
una blanca y rubia,
más bella que el sol,
la otra morena
de alegre color,
con dos claros ojos
que dos soles son.
 

Ya lo he dicho, son dos princesas; pero usted no ha hecho nada, seguramente, para educarlas y formarlas para tales. Y ha hecho bien, porque en lo que llevamos de vida independiente —cuente usted un siglo y no se equivoca— han pasado por Chile cinco o seis príncipes, y es poca ocasión en tantos años. Educar niñas para estos príncipes filantes que, como los cometas, no tienen períodos fijos, es como si un comerciante invirtiera hoy día todo su capital en collares de perlas. Quedamos, pues, en que sus niñas son princesas por la parte de afuera; pero que nada se ha hecho, y con razón, para que también lo sean por dentro. Sus hijas de usted saben bastante castellano para manejarse en Chile, para ser mujeres de un hacendado rico, de un diputado, de un ministro de Corte; pero del francés no recuerdan lo que estudiaron, y del inglés ni siquiera saben lo que dijo Carlos V, que era idioma para hablarles a los pájaros. Comprenderá usted que no habiendo príncipes traducidos al castellano, ni menos aún príncipes en esperanto, en caso de que llegara uno y alojara, como nosotros alojamos, en la hospitalaria casa de Los Sauces, no podría hablar sino con su viñatero de usted, que sabe dos idiomas y los habla cuando no está ebrio. En esta forma ha podido venir dos o tres veces el príncipe de los Abruzzos y no conocer ese par de sirenas que usted cree, y con razón, que van a caer en manos de un cualquiera.

La señorita Elkins, cuya habilidad para la pesca de ballenas conoce hoy el mundo entero, porque me parece, señora, que hacer morder el anzuelo al posible heredero de un trono, que es además, un sabio, un gentleman y un marino, es pescar un productivo y gigantesco pez que da, al mismo tiempo, barbas, aceite y huesos: la señorita Elkins, digo, es tan hermosa como cualquiera de sus hijas de usted. Sabe, además, inglés, francés, alemán e italiano; ha estudiado el latín, vive en Estados Unidos, y la moneda que recibe en dote, el mentado dólar, se cambia, cada uno, en el país del novio, por cinco liras. Un país que tiene muchachas bonitas, ilustradas y con una moneda tan suculenta, abarrotará los príncipes, señora mía, y no dejará para nosotros sino muy poca cosa.

Vea usted. La niña norteamericana no es zafada, como usted piensa: tiene sus bisagras buenas. No hay que confundir la soltura de movimientos, la arrogancia y desplante del porte, con zafaduras o con frescuras. Es un producto de los ejercicios físicos, de una gran confianza en su voluntad y de un uso constante del agua fresca. No se sabe dónde ni cómo se juntó la sangre francesa con la inglesa para crear esta niña, que es, al mismo tiempo, bella, elegante, reflexiva e impetuosa. Cuando la famosa Miss Roosevelt recorrió el mundo en compañía del señor Taft, dejó estupefactos a los periodistas franceses, con el apretón de manos que dio al Presidente de la República.

—Mi padre —le dijo— me encarga saludarlo a usted. Él tiene de usted una excelente idea, lo estima un hombre de Estado y se interesa mucho por su programa.

¿Qué es esto? —dijo la prensa—. Es éste un nuevo tipo de mujer, de que va a hablar, seguramente, la historia. ¿Qué habría hecho una señorita francesa en su lugar? Ruborizarse, bajar los ojos, hacer una venia elegante y encogida y después marcharse con su aya o con su mamá. Hasta hubo algún cronista picaresco que supuso que la hija del Presidente había pedido consejos a Miss Roosevelt para adoptar su manera de ser, y que había retrocedido escandalizada ante ciertos saltos y volteretas gimnásticas. Aparte usted, señora, lo que hay de broma o de exagerado en todo esto, y piense usted lo irresistible que sería su hija Adela, la rubia, con tres dedos más de estatura, con dos centímetros más de carne en algunas partes y dos menos en otras; con cuatro idiomas; con un baño diario helado; con conocimientos de historia, de ciencias, de arte, y hablando poco, sin embargo; con diez millones de pesos y viviendo, finalmente, en Washington en vez de vivir en la calle de Duarte o en las hospitalarias casas de Los Sauces. Por lo demás, hija y nieta de senadores es aquélla, como ésta lo es de diputados, y los títulos de las propiedades en Virginia no serán más limpios que los de su marido de usted en la frontera.

Además, sus hijas de usted no saben una palabra de literatura, ni de la historia del arte y de la música, ni de latín; tampoco sabemos, ni usted ni yo, nada de eso, porque aquí nos contentamos con poco y sacamos a los niños del colegio para que vean luego el mundo, si son mujeres, y para que vayan ganándose su ropa, si son hombres. (¡Como si no hubiera tiempo para saberse de memoria el mundo, y para ganar y perder su ropa cada cual!) En cambio, la señorita Elkins, después de hacer los estudios generales, ha entrado al College, que es como la Universidad para las mujeres, y allí ha perfeccionado sus conocimientos con esos estudios superiores de que le hablo.

Por otra parte, señora amiga mía, seamos justos. ¿Qué sacaríamos con hacer aquí tan perfectas las mujeres, cuando las vamos a casar enseguida con los habitantes del país que tienen como lema en sus monedas: por la razón o la fuerza? Además, aquí un día estamos ricos y tenemos a las mujeres como reinas, y al otro día quebramos y las echamos a la cocina a hacer salpicón. Todos esos encantos de la niña norteamericana se explican resguardados y fortalecidos por el dólar.

Veo cómo usted insiste en que la novia del príncipe de los Abruzzos es zafada, y que prefiere para sus hijas ese fruncimiento y esas amarras del atado de espárragos. Usted es dueña de ellas; pero le diré a usted que la yanqui que mira de frente a un hombre, natural y simplemente, no hace tanto daño como su par de hijitas de usted, que andan generalmente con los ojos bajos, y que, cuando levantan los párpados, casi echan de espaldas. Son como los reflectores: puestos de fijo, pueden mirarse; pero con intermitencias, hacen cerrar los ojos.

Y para terminar, señora, esto que debió ser conversación de estribo y sale artículo de diario, no crea usted que el ser protestante sea defecto grave en la señorita Elkins. El protestantismo de la niña norteamericana es como nuestro liberalismo democrático: puente para la alianza o para la coalición.

Renuncie usted a todo príncipe, mientras yo hago votos porque el cualquiera que la suerte depare a sus chicas, cambie para su mujer el lema de nuestra moneda por la razón o la fuerza en este otro: «por el amor o la persuasión».

De usted M.A. y O.S.Q.B.S.M.

Psicología del intruso

El intruso para mí es el ser más misterioso de la creación. Cuando vi por la primera vez la osamenta gigantesca de un animal antediluviano, cuando leí las revelaciones que sobre los monstruos descubiertos en el fondo del océano por el príncipe de Mónaco hacían las revistas científicas, sufrí una sorpresa natural; pero luego olvidé esa novedad por otras, en la sucesión constante de preocupaciones que la vida nos ofrece. Pero el intruso me ha atraído siempre en forma permanente, y a pesar de los años no deja de preocuparme como en el primer día en que encontré uno. ¿Qué cosa es el intruso a punto fijo? ¿Es un hombre de buena o mala fe? ¿Sabe él mismo que es un intruso? Si lo sabe, ¿cómo insiste? ¿Con qué fin insiste? ¿La intrusión es un fenómeno físico o moral? ¿Es curable? Y, en fin, y para no abusar de las interrogaciones, la intrusión, ¿es consecuencia de excesivo orgullo y confianza en sí mismo o de timidez y desconfianza?

Y me hago esta última pregunta, porque el fenómeno contrario a la intrusión, es decir, el alejamiento de las personas, proviene en unos de orgullo y en otros de timidez. El arisco no va hacia los amigos o porque cree que deben buscarle o porque teme que su compañía no sea codiciable. No sería extraño que hubiera intrusos por soberbia y también por timidez.

Así como ocurre leyendo las memorias de los botánicos célebres, de los entomólogos, de los zoólogos, que cuando el sabio iba preocupado por la explicación de cierta planta extraña, del aguijón de un insecto o de las condiciones del estómago de un mamífero, se ha encontrado precisamente en ese momento con otra planta, con otro insecto u otro animal que le han contestado por inducción todas sus angustiosas interrogaciones; así me pasó con un intruso, hace muy pocos días, mientras viajaba hacia el sur.

Se había colocado frente a mí en el compartimento de cuatro asientos un hombre que aparentaba treinta y cinco años. Vestía con esa elegancia que suele observarse en los jóvenes chilenos y que no se parece a la del joven inglés más de lo que se asemeja una gallina a una garza. Ambos tipos de jóvenes usan pantalones, chaleco, blusa, cuello y corbata, y sin embargo difieren substancialmente.

Todavía más, nuestras sastrerías se jactan de vestir a la inglesa y en realidad siguen la moda inglesa y no la turca; pero, por lo demás, en nada se parece la blusa del inglés a la del chileno. Cuando éste levanta un brazo toda su ropa sufre una violenta perturbación: el cuello sube hasta tapar la nuca, los ojales y los botones libran una lucha cuerpo a cuerpo muy fastidiosa y toda la vestimenta queda haciendo un gesto o mueca de disgusto sumamente ridículo. Esta elegancia chilena es apretada, consiste en llevar las cosas justas, en economizar género. Todo debe estar estirado: los pantalones no deben hacer rodilleras (esta es la gran preocupación del elegante chileno), el chaleco debe apretar la cintura, el cuello ceñir todo lo posible la garganta, la corbata formar un nudo perfecto. En una palabra, se ve a este falso elegante nacional muy incómodo en su traje y se piensa que al llegar la hora de desvestirse debe sentir un placer tan extraordinario como el caballo de posta al ser soltado en la pesebrera. El inglés tiene soltura dentro de su traje y su traje mismo es suelto, forma pliegues donde debe formarlos, es hecho para andar deprisa y con pasos largos y esbeltos, permite la ondulación del cuerpo. El nudo de su corbata no revela trabajo alguno de preparación ante un espejo.

En fin, no quiero distraerme en este episodio. Mi hombre era el tipo del elegante estirado, lo que quiere decir que al sentarse frente a mí se levantó los pantalones hasta dejar ver una cuarta de calcetines del mismo color de su corbata, del pañuelo que llevaba en el bolsillo sobre el corazón y, seguramente, de los suspensores. De esta manera las rodilleras se formarán en un sitio diverso de donde se encuentran las rodillas, lo que nuestro elegante estimará muy refinado.

La antipatía de este hombre se me comunicó como un pistoletazo. Fingí ignorarlo cuanto pude, a pesar de las sonrisas que divisaba en su rostro al través de mis pestañas cada vez que creía encontrarse con mi mirada. Era una sonrisa, preludio de cariñoso saludo. Por fin, como una señora, la perfecta señora chilena, es decir, gorda y que camina con las piernas abiertas y los pies inclinados hacia afuera, llegara como avalancha a ocupar el asiento inmediato al mío, el señor sonriente dijo en voz alta defendiendo una maleta que había yo colocado allí por precaución:

—Esa maleta es del señor Pino.

—A mí no me importan todos los Pinos del mundo —repuso con voz agria «la mujer chilena»—, porque este asiento está desocupado.

—Tiene razón, señora —dije yo humildemente, tomando mi bulto.

Pero no podía ignorar que el vecino me había llamado por mi nombre y sí le dirigí una mirada, ante la cual se estiró violentamente una mano enguantada y oprimió la mía temblorosa.

—Yo lo conozco a usted muchísimo, don Ángel. Su tía doña María Mercedes vive frente a la casa de mi hermana casada en la calle Compañía y nos vemos continuamente. Cuando mi hermana tuvo su último niñito, su señora tía la cuidó muchísimo y fue de ella la idea de ponerle Ramón, porque, según dijo, había tenido un tío que se llamaba así. Mi hermana, usted sabe, la Rebeca, que creo que su señora de usted conoce mucho porque se han encontrado en unas reuniones de una sociedad de beneficencia en casa de doña Manuela Cifuentes, que anda siempre con su prima la Luzmira Letelier y hacen mucho contraste las dos, porque la Luzmira es morena. Usted habrá oído que la embroman mucho conmigo...

Yo ya no pude tolerar más. En realidad no he tenido ni tengo ni es posible que tenga en el futuro una tía de nombre María Mercedes. No conocía ni a la Rebeca ni a la Luzmira ni al mismo señor que me suponía al tanto de sus amores con la señorita Letelier. Creí conveniente como única reflexión, para no dar lugar a más diálogo, preguntarle fríamente:

—¿Y con quién tengo el gusto de hablar?

—Soy Bernardo Serey, abogado, servidor de usted.

Con tal estreno no pensé haberme encontrado con el intruso siempre misterioso para mí, sino con el famoso tonto de amarra. Pero luego el señor Serey recomenzó una especie de monólogo sobre la guerra europea nada mal hilado y con reflexiones de cierta originalidad. No debía ser pues un tonto, sino simplemente un intruso rudimentario. Porque era completamente candoroso eso de hablarle de una tía supuesta a un ser que revela estar en posesión de sus facultades. Así fue pasando el viaje hasta que llegamos a Rancagua, donde se dijo que había tiempo para descender y almorzar. No soy carnívoro y como en estos restaurantes de estación no hay jamás un pescado fresco ni un huevo transitable, ni una verdura limpia y sacada en el día, resolví quedarme en el vagón. Pero el señor Serey, que había bajado precipitadamente, subía en ese momento de nuevo con gran agitación en el rostro.

—Baje, señor Pino. La mesa está pronta. Yo soy muy amigo de don Salvador Peralta y del conductor y como saben que viene usted van a servirnos especialmente.

—Dispense usted, señor Serey, no almuerzo casi nunca...

—No diga usted tonterías; vamos luego que nos esperan...

Y tuve que bajar en compañía del señor Serey, cuya existencia dos horas antes ignoraba en absoluto y que ahora marchaba a mi lado empujándome ligeramente por la cintura.

En realidad el señor Peralta me hacía inclinaciones y el conductor se me presentaba al mismo tiempo con una sonrisa seductora.

Serey me había presentado en calidad de periodista y tal vez de periodista censurador y temible. Don Salvador estaba empeñado en que gustara la bondad de su cocina para que lo dijera enseguida en El Mercurio, no sé con qué pretexto, y el conductor, según pude entender, deseaba que se publicara una lista de firmas empeñadas en que no fuera removido de ese tren. A causa de la intrusión de Serey, me veía obligado a comer una carne con una salsa atroz, un pollo, una perdiz y otra carne, lo que revelaba en todo caso en el señor Serey escaso gusto culinario.

Yo estaba convencido de que o el almuerzo era gratuito, lo que me iba a hacer reñir con el restaurador, o debía pagarlo yo. Con disgusto y sorpresa vi que Serey se abalanzaba a la caja y manipulaba billetes. Toda mi resistencia fue inútil y habría sido impertinente. Debía resignarme a quedar en manos de este hombre y a aceptar que dijera toda la vida: «Cuando acostumbramos almorzar con Ángel Pino en Rancagua...». Entre tanto era su víctima durante el viaje.

Recuerdo que íbamos cerca de Talca cuando el señor Serey, que se había alejado por diez minutos de mi lado, volvió en compañía de dos señores altos, gruesos, que parecían hermanos gemelos y lo eran en realidad. Según me impuse por las frases enredadas de ambos y por las más claras y terminantes de Serey, se trataba de dos agricultores de la región, que estaban muy quejosos del juez y querían hacer una publicación.

—Qué suerte la de ustedes de haberse encontrado conmigo —les había dicho el abogado—, en el acto van a ser ustedes servidos. Mi amigo Ángel Pino que escribe en El Mercurio y es muy oído, viene viajando conmigo. Somos inseparables y puedo conseguirles una campaña de prensa.

Los dos gordos pretendían que yo dijera por mi cuenta que el juez Gándara era un prevaricador, que recibía regalos de los clientes, que estaba vendido a la parte contraria en un juicio de aguas que ellos seguían. Serey, que también se palmoteaba con los gigantones, decía a todas sus afirmaciones:

—A mí me consta.

Gasté vanamente mi lógica en demostrar a estos señores que ellos podían decir todo eso con sus firmas. Pero que ni yo, ni menos el diario asegurarían jamás por su cuenta algo que no nos constara personalmente. Me pidieron por fin que les redactara lo que podrían decir con esperanza de ser oídos, y entre salto y salto del tren les tracé el bosquejo de un remitido.

La carne del restaurante de Rancagua con su salsa picante me saltaba en el estómago para recordarme que ese almuerzo había sido pagado por Serey y que debía tolerar con paciencia las intrusiones de éste.

Como me fui convenciendo de que Serey era más bien pillo que tonto, debí interesarme en estudiarlo más a fondo. No podía tratarse de un intruso vulgar, luego la invención de mi tía no era una simple tontería.

—¿De dónde ha sacado usted, señor Serey, que yo tengo una tía que se llama María Mercedes?

—¡Cómo! ¿Entonces doña María Mercedes Pino no es tía suya?

— Pues no señor, ni tía ni ninguna otra cosa. No la conozco ni la he oído nombrar.

—¡Ah! Entonces dispense; yo creí... ¡lo gracioso es este Ángel Pino que se ha venido tan callado sin protestar que le hubieran atribuido la tía de otra persona! Yo creía que usted era de los Pinos de Limache.

Es evidente que no existe la tal tía; pero Serey necesitaba una introducción y se lanzó audazmente en la mentira para salir después como ha salido, con toda sencillez y sin ponerse colorado siquiera.

Ahora bien, ¿qué pretendía este hombre? Nada; muy poco, no perder tiempo en el viaje. Hacer una nueva amistad a toda costa. La concurrencia del tren era bastante insignificante para que yo pudiera ser una de las personas más interesantes que viajan en él. Serey ha observado que no hay hombre, por impenetrable y adusto que parezca, que no sea susceptible de ser domesticado. Por instinto animal, el intruso descubre un sitio desocupado entre las personas que poseen cierta influencia o notoriedad, o fortuna, o lo que sea, para diferenciarlas del montón, y las que necesitan ayuda, amparo, empeños y no tienen medios directos para solicitarlos. El intruso es, pues, un intermediario. El intruso nace y no se hace. El intruso tiene condiciones especiales y carece de olfato, de oído, de delicadezas demasiado aguzadas. Es un animal constituido especialmente para embestir a unos y ponerlos en relación con sus propias relaciones y otras igualmente ficticias. Como la mosca, volverá tantas veces como sea necesario hasta ser admitido por aquel cuya relación persigue. El intruso es eterno como el mundo y mientras haya tres hombres sobre la tierra, uno de ellos será intruso. El intruso, como el insecto que, sin saberlo, lleva el polen de una flor a otra, establece conocimientos que no están previstos en su programa. El intruso, finalmente, es útil y (admírense mis lectores) es necesario. Además el intruso no es gratuito: saca siempre un provecho.

Hay en estas ciudades-aldeas de nuestros países muchas influencias sueltas. El intruso las caza, las recoge, las ordena, las clasifica, y se sirve de ellas dejándose una pequeña comisión. Perro que husmea por las orillas de las paredes, sabe que Fulano es bien mirado por Zutano y que no tiene ocasión de decírselo. Pues bien, él se presentará como amigo del uno y se introducirá en el ánimo del otro. Esas influencias sueltas, como la semilla de cardo, volarían lejos, muy lejos, si el intruso no se pusiera como el espino a su paso para recogerlas y retenerlas. Aprovechador de fuerzas motrices perdidas, el intruso representa un factor importante en la economía social.

Todo esto lo he pensado antes de conocer a Serey en Santiago. El abogado ha continuado cultivándome. Me llega el rumor de que se dice mi amigo. Debo creerlo a juzgar por la insistencia con que algunos solicitantes de imprenta pronuncian su nombre como medio de destruir mis resistencias a sus publicaciones.

—¡Si es el abogado Serey el que nos manda a hablar con usted!, como esperando que yo abra los brazos y me tome la cabeza con ambas manos y exclame:

—¡Haberlo dicho antes, pues hombre! ¡A Serey yo no le puedo negar nada!

Sin embargo, declararé que he visto a mi intruso en una falla grave. Lo he encontrado con don Juan Luis Sanfuentes en la calle y me ha hecho un saludo protector. Esto no está de acuerdo con el carácter que he atribuido al intruso en general. Debe comprender que este gesto me habrá disgustado sobre su conducta y que ahora seré más severo para sus recomendados. ¿Cómo se le habrá introducido a don Juan Luis? ¿Lo tendrá él también por intruso o lo creerá un valioso contingente para su campaña presidencial?

¡Oh, Serey! ¡Tú eres un hombre fuerte! Tú vas a ser alto empleado público en espera de una diputación por la cual llegarás a un Ministerio. Y entonces tú también encontrarás intrusos en tu camino que te hablarán de tías que no tienes y tratarán de hacer creer que son hermanos de leche contigo.

Los intrusos forman una cadena sin fin, una de esas cadenas de capachos para elevar agua; cada cual recoge, sube y vacía. Se dice, sin embargo, por los Santos Padres que en el valle de Josafat los intrusos no van a encontrar lugar.

Rubia...

Es rubia. Tiene mucho calor en su seno, mucha pasión en su espíritu. Cuando algo la agita, efervesce como un volcán. Los que la aman y se abrazan a ella se incendian como un manojo de espigas acercado a una llama. Es traidora, porque cuando parece que acaricia, perturba la cabeza y sopla al oído la proposición del mal; ella aconseja el amor, pone alas al arrojo, impulsa al trabajo; pero no tarda también en hacer mortífero el trabajo, temerario el arrojo y sangriento el amor. Ha recibido de la madre tierra su savia benéfica; ha purificado su espíritu sobre el fuego; y ha largado su blanca y ondeada cabellera de espuma bajo el sol.

Es ella; la chica, la rubia y tentadora sirena que desde el fondo de la pipa de raulí canta su canción de vida. Al través de las tablas húmedas y unidas con el zuncho de acero, aparecen las burbujas de espuma blanca como la nieve, y parece que la malvada se ríe mostrando por las rendijas sus dientes de marfil.

Amenazadora en el fondo de cobre, cuando el blanco espumarajo se agita en la superficie y arde en el fogón el tronco de espino, se torna tranquila, soñolienta, pacífica, como envuelta en un sopor inconsciente, dentro de la gran pipa metida en el rincón de la bodega oscura. Es la crisálida que comienza a echar alitas impalpables.

La damajuana, encerrada en su cubierta de mimbres, recibe el chorro al través del largo embudo de latón, y al retirarse éste, aparece en la boca el copo de espuma que burbujea y se apaga. Es la mariposa que quiere tender el vuelo.

Más tarde, puesta en el vaso de vidrio, larga un perfume picante que llega a la garganta antes que el líquido. En la superficie, un millar de burbujas se forman y estallan. Es la esencia que vuela.

Barbey d'Aurevilly ha hablado de un loco que estaba enamorado de su espada. El día que se abrazó con ella, fue el último de su amor. También ha habido en Chile millares de locos enamorados de la baya. Y el día que han querido unirse con ella para siempre, han recibido la puñalada por la espalda. Sí; la baya sabe querer; pero es infiel como las mujeres turcas.

La Liga Anti-Alcohólica debe hacer la vista gorda ante las legítimas expansiones que produce la primera damajuana de chicha. Lo mejor de todo, lo más razonable, lo más prudente, sería que se declarara a todos los vientos que la chicha no es alcohol. ¡Que lo desmienten los hechos! ¿Quién le cree a los hechos?

Cerremos por un momento los ojos para abrir los de la fantasía. Todas las viñas han estremecido su follaje de grandes hojas verdes, bajo una plaga exterminadora e incansable. La vendimia ha llegado a todas partes con su chupalla de paja tostada para defenderse del sol, morena la cara, morenas las manos, negros, negrísimos los ojos. Las cortadoras de racimos se han diseminado cantando entre dientes. Y a la tarde, la carreta se acerca al elevado portón de la bodega, y van pasando los canastos, cargados del negro racimo de uva moscatel, de los dorados pámpanos de chaselat y torontel y de los largos y desnudos colgajos de la pequeña pero dulcísima uva del país.

El jugo de toda esa carga, que es azúcar puro, cae al lagar y se filtra lentamente hasta el fondo de cobre que espera el momento de poner en ebullición el líquido y hacer salir del fuego, como el ave fénix, la joven y hermosa amiga de todos.

Más tarde a la luz de dos o tres chonchones de parafina, se proyecta en las murallas de adobes sin enlucir la sombra gigantesca de los trabajadores que alimentan el horno con manojos de sarmientos, y recogen la espuma que hierve y se agita en la superficie, con la gran espumadera de hojalata.

El primer rayo de sol que cae a la bodega alumbra el líquido tibio aún en las enfriaderas, que lo retienen con la suavidad con que se cuida a un convaleciente.

Cerremos los ojos para ver con los de la fantasía cómo por todas las largas alamedas vecinas a Santiago vienen las carretas cargadas de pipas. Parece que un ejército vencedor se acerca a la ciudad vencida. La gente no se descubre ni aclama con barras de triunfo esa larga caravana que avanza y avanza hacia Santiago; pero ensancha su pecho, aspira con fuerza el perfume que se escapa de los recipientes y siente que en sus venas la sangre corre más deprisa, pesan menos los pies y se ve más claro y más luminoso el día.

No necesita el soldado que en la puerta del cuartel lleva la bayoneta al hombro, preguntar a nadie lo que va pasando en esa carreta que golpea trabajosamente sobre el pavimento y produce un ruido de ferretería que se desarma. ¡Pero siente más emoción que si divisara al comandante!

No pregunta tampoco el roto que clava los rieles en el medio de la calle lo que contienen esos barriles con su espiche clavado en la tapa. Le emocionan mucho más que si pasara en la plataforma del carro una conductora buenamoza.

Todos se miran, se sonríen. ¡Ha llegado! ¿Quién? Ella. Ha llegado y la pasearían en triunfo como se ha paseado en París a la belleza en noches de Carnaval. Ha llegado; y hombres, mujeres, niños, soldados, peones, se agrupan a su lado, con el vaso en la mano.

Es la amiga de todos; habla en un lenguaje que todos entienden; llega hasta las venas como si entrara al cuerpo otra alma; dilata las pupilas y las alumbra; pone alas en los pies e ilumina el cerebro.

Se ha logrado llevar a las batallas el charqui y los frejoles condensados. El día en que se pueda llevar toda la producción de chicha de nuestras viñas concretadas en pequeñas tabletas en el bagaje del ejército... ¡amarrarse los pantalones, amigos y vecinos del norte y del este!

Un siglo en una noche

¿Quién no conoce en Chile ese tipo de hacendado solterón que pasa casi todo el año en la soledad de las viejas casas del fundo para sacar a la tierra, en permanente lucha, el dinero con que siempre sueña fundar un hogar para la vejez? Son de esos hombres que no aceptando a la mujer joven y hermosa como compañera, la quieren legar sus achaques y dolencias de la edad como a enfermeras.

El señor X, a quien no nombramos porque vive y es aún hombre de trabajo, posee cerca de Los Andes un regular fundo que explotaba y explota todavía a la antigua. Desparramar el trigo en agosto, salir un poco a caballo y esperar la cosecha haciéndose los peores proyectos sobre su resultado, en eso consistía hasta hace poco el «abrumador» trabajo del campo, como le han llamado con cierta ironía los oficinistas de Santiago que se queman las cejas alineando numeritos litografiados y haciendo sumas y divisiones a granel.

El señor X había heredado, como tantos otros, el fundo, y había sacado de él alrededor de diez cosechas, lo que quería decir que no era hombre de escasos recursos. Su padre, agricultor de los viejos, huaso ladino, entendido en las tareas agrícolas, conocía bien el negocio; y había comprado el fundo a la sucesión de un señor que había desaparecido allí de una manera bien misteriosa.

Por eso la casa vieja, metida en un grupo de olmos viejos y derrengados, al final de la consabida alameda y al lado de los legendarios corrales, tenía historia, o mejor dicho «historias», porque al decir de los inquilinos, por allí penaba el antiguo patrón.

En los aleros disparejos, húmedos, musgosos, «achiguados», anidaban algunas familias de palomas, cuya aristocracia se remontaba a muchos años de la fecha y cuyos vólidos, aleteos y murmullos turbaban el silencio de aquel vasto patio donde permanecía muda y solemne la trilladora Ramson, las carretas inclinadas sobre los pértigos, y el caballo del patrón, ensillado permanentemente, y espantándose las moscas con la cola, debajo de un nogal.

La casa era como todas las de su tiempo: un cañón de piezas al fondo y dos más haciendo ángulo recto con los extremos de aquél; las piezas bajas, con ventanas anchas y pesadas, rejas de hierro forjado a martillo, abiertas hacia el frente y el fondo, largos corredores con ladrillos húmedos y desiguales, y pilares de madera redondos sobre bases de piedra blanca...

El mobiliario lo componían los viejos sofás Imperio de caoba y crin, los sillones de baqueta, y las sillas que hoy persiguen los anticuarios en todas partes; y en cada rincón un rifle viejo, institución tradicional de las casas de campo, revelaba allí que también al señor X se le había ocurrido que le pudieran asaltar por el frente o el fondo de la casa.

Aquella noche, noche de invierno algo brumosa y seguramente bastante fría, estaba el señor X sentado a la mesa, sólo, teniendo por delante un diario del día anterior, nuevo para él, y engullendo lentamente unas costillas de cordero que expedían el más excelente y apetitoso olor. ¡Qué aburridas aquellas horas! Todos los días lo mismo. Ignacio, el sirviente fiel, un ex sargento del Atacama, le servía los platos, unos tras otros, en un silencio imperturbable: se bebía después la inevitable tacita de café, se retiraba al escritorio a recorrer los diarios o arrojándose en una poltrona se entretenía en soñar, siguiendo el humo de su cigarro, con la linda mujercita que podría haber tenido a su lado si esas malditas prevenciones contra el matrimonio, concebidas desde la Universidad, no le hubieran retraído de casarse.

Aquel día la comida había demorado más. Los diarios venían palpitantes con una agitación política; una crisis de ésas que traen cambiado de decoración y en que se siente la voz del director de escena y se ve la maquinaria. De manera que la lectura de esos chispeantes y candentes editoriales, le había hecho alargar más que nunca la sobremesa.

Un golpecito seco, distinto, seguido de un carraspeo al otro lado de la ventana, le sacó de la interesante abstracción, para hacerle dirigir la vista hacia ese punto y decir, como tenía costumbre cuando le golpeaba todas las noches don Simón, el administrador, para pedir órdenes— «¡Empuje la puerta!».

Tres pasos firmes, seguros, pero sin sonido de espuelas, como habrían sido los de don Simón, recorrieron el espacio que separaba la ventana de la puerta, y antes que el señor X e Ignacio hubieran podido fijar en ello la atención, moviéndose suavemente el cerrojo abrióse una hoja y dio paso a un hombre al cual ninguno de los dos conocía. Hizo éste una ligera venia, contestó con otra el caballero, y mientras aquél no hallaba dónde colocar su sombrero de paño negro ni sentarse él mismo, el señor X le preguntó tranquilamente qué asunto le traía hasta allí.

—Si no fuera importuno, señor, respondió, yo le suplicaría me oyera dos palabras sobre un negocio, enteramente privado...

—¿Le molesta a usted la presencia del mozo? —preguntó visiblemente inquieto el dueño de casa.

—Si usted fuera tan bondadoso que me oyera a solas...

Antes de que una seña de su patrón se lo hubiera dado a entender, Ignacio había salido sin hacer ruido, librando así al recién llegado de un inútil testigo.

—El negocio que me trae aquí y a tales horas, —continuó diciendo éste con cierta seguridad en la voz— va a parecer a usted, señor, a primera vista ridículo. Pero una vez que yo le convenza de lo serio y honrado de mi propósito, no tendrá usted inconveniente en aceptarlo. Se trata de un entierro...

—Siéntese usted aquí —interrumpió el señor X, pensando ya más serenamente que el hombre que tenía por delante podía ser un impostor— y acompáñeme con una tacita de café.

Y sin esperar contestación, llamó a Ignacio, que apareció llevando una bandeja de madera negra con unos pajarracos chinos dorados a fuego y en ella una cafetera y dos tazas de loza dibujadas con colores chillones.

De esta manera quería el señor X darse tiempo para reflexionar y tener más advertido a Ignacio. Porque... ¡qué diablos! Un hombre solo en un caserón abandonado, con fama de rico, podría ser buena presa para cualquier desalmado.

De un sorbo se bebió la taza de café el advenedizo, dejándose observar por la mirada rapaz del señor X su físico desleído, que no decía nada, ni nada revelaba. Porque si es cierto que hay rostros delatores y expresivos, no es menos cierto que los hay opacos y completamente mudos.

Por otra parte, el hombre aquel deseaba continuar su frase interrumpida, y así apenas vio al señor X encender su cigarro y apoyarse en el respaldo de la silla en actitud de oírle, siguió adelante.

—Como le decía, señor, se trata de un entierro. Usted creerá probablemente en entierros.

—Poquísimo, caballero.

—Es natural; generalmente los entierros son pretextos para estafas, burlas y engaños. El entierro de que yo vengo a hablarle es algo serio, real, exacto, que le probaré hasta la evidencia. Tuve yo un tío que fue minero, y sin embargo murió bastante pobre, postrado por una tisis que lo fue acabando lentamente. Había sido hombre de negocios y de negocios enredados; no teníamos mucha fe en su honradez. Pero antes de morir llamó a mi padre y a mí, y nos dijo que él conocía el sitio seguro, fijo, de un entierro, hecho entre él y un compañero de negocios. Nos entregó unos planos y nos dejó el convencimiento de que aquello era una cosa seria y digna de crédito. Ahora bien, ¿estaría usted dispuesto a ayudarme, señor X?... Iríamos a partir de utilidades.

—Pero, vea usted, señor, ¿dónde están las pruebas? ¿dónde está ese entierro? Usted no exigiría que le crea bajo su palabra.

—Si yo le mostrara a usted un plano de esta casa, y el sitio donde debe hallarse el entierro, ¿usted me creería?

—Tal vez, casi, casi con seguridad.

—Bueno...

El advenedizo llevó rápidamente la mano al bolsillo interior de la chaqueta, removió pausadamente algunos papeles, sacó uno algo ajado y amarillento, lo desdobló, apartando otro que estaba allí junto, y abriendo el primero lo puso ante los asombrados ojos del señor X que pudieron ver allí perfectamente clasificadas las piezas, los pasillos, las puertas, toda la casa con sus detalles más mínimos...

—¿Y dónde está aquí el entierro? —preguntó ya con intensa curiosidad.

—Usted me permitirá, señor, que —Usted me permitirá, señor, ques..., yo no le conozco. Antes de mostrarle otro plano, yo exijo que usted me facilite esta misma noche el acceso a la pieza señalada y los dos nos pongamos a la obra.

—¿Y por qué ha de ser esta misma noche? —preguntó con energía el señor X...

—Porque habiéndole ya revelado a usted que aquí hay un entierro, usted podría pretender rastrearlo para sí y dejarme a mí a un lado.

Aquello parecía sincero, razonable. El señor X titubeó un momento; pero no quería dar muestras de temor, y sin embargo, todo aquello era raro, extraño, sumamente peligroso.

—Venga el otro plano —exclamó de pronto—, acepto bajo mi palabra de honor las condiciones —mientras recordaba con cierta tranquilidad que llevaba el revólver cargado en el bolsillo del pantalón...

Al instante el hombre repitió su operación de rastreo de papeles y sacó el otro que había vuelto a guardar. Era el mismo plano, pero en una de las piezas más apartadas una crucecita roja llevaba la vista a un letrero con tinta del mismo color, que decía: «aquí está la tinaja».

Un momento se fijaron sus ojos en esos caracteres rojos, letra fina, cuidada... ¡La tinaja! ¿Estaría llena de onzas? ¿Sería aquello verdad? ¿Qué le había metido a aceptar aquel loco y aventurado negocio que podría ser una celada infame? Tuvo miedo, emoción; un sudor frío le corrió por todo el cuerpo, y cuando levantó la vista del plano que lo hipnotizaba con el letrerito rojo, vio que los ojos incoloros del advenedizo le miraban fijos, inmóviles, brillantes como los del gato.

Era necesario que no le viera dudar, y haciendo de tripas corazón, como se dice vulgarmente, devolvió el papel y contestó con la más tranquila entonación:

—Estoy a sus órdenes, caballero.

—Es necesario un chuzo y una pala, y apartar a los criados para que no se den cuenta de qué se trata.

—Lo mejor será que lo vamos a sacar nosotros mismos. Yo tengo la llave de la bodega.

Tomó el señor X una vela que estaba sobre la mesa y salió del cuarto, teniendo siempre cuidado de echar a su compañero por delante. Llegaron por el corredor a un portón ancho de dos hojas con grosero y tosco candado fue quitado sin dificultad, separándose cerrojo, y abriéndose un lado con el crujido inevitable de los goznes mohosos. Allí estaba el coche, el coche de la hacienda, un viejo carruaje de trompa, que inclinaba su techo lustroso como un lomo de barata; los arneses colgaban de algunos ganchos en la pared enlucida, y en todos los rincones se amontonaban chuzos de varios tamaños, palas, azadones, arados, cultivadoras y echonas gastadas y mohosas. Era el arsenal de la hacienda donde venían los peones todas las mañanas a recibir la herramienta necesaria para trabajar todo el día bajo el sol abrasador.

El advenedizo se dirigió tranquilamente a un rincón, escogió una barreta, se acercó al otro extremo donde tomó una pala, cuyo filo examinó un instante, y esperó al señor X que intencionalmente se quedaba atrás para tenerlo siempre ante su vista.

Salieron, cerróse de nuevo el candado, y volvieron a tomar corredor, entrando por la puerta entreabierta y llena de luz por donde habían salido.

—Ignacio —llamó el señor X, afectando la mayor tranquilidad en la voz—, puedes retirarte.

Pero al mismo tiempo le daba una mirada bien significativa, que quería decir:

—Quédate, no te acuestes, vigila.

El sirviente entendió perfectamente que allí pasaba algo a mal, extraño en la vida de esa casa tranquila, y vio internarse en cañón de piezas con visible inquietud a su patrón, con una vela una mano, llevando por delante al individuo con el chuzo y la pala al hombro.

¿Dónde irán? ¿Qué significaba eso?

—Aquí es —dijeron los dos al llegar a la última pieza del corredor.

—Y este es el rincón preciso en que está la tinaja —agregó el desconocido, dejando caer el chuzo sobre un ladrillo que se trizó en varias direcciones.

La pieza era grande, húmeda, helada. El pavimento de ladrillos viejos estaba muy deteriorado dejando ver en varias partes las manchas negruzcas de la humedad. Dos o tres baratas negras subían por los guardapolvos, con su marcha torpe, indecisa, y una mosca grande y verde volaba trasnochada, zumbando de un modo siniestro alrededor de la vela.

Quedó ésta en el hueco de una ventana; comenzó el desconocido a sacarse la blusa para poder manejar mejor el chuzo; y el señor X se inclinó sobre la pared para poder examinar desde allí todos los movimientos de su compañero.

Sentía un visible malestar; un sentimiento extraño, nuevo, le llenaba enteramente. Cierto ardor en las sienes y unas punzadas neurálgicas le comenzaban a molestar. Sus ojos se encontraban a menudo con los del desconocido, que lucían de una manera extraordinaria. Eran exactamente los ojos de un gato, algo vidriosos, iluminados por dentro, centelleantes e inquietos. ¿Por qué esos ojos que un poco antes eran opacos, esmerilados, por decirlo así, habían tomado ese fulgor? ¿Era que se acercaba el momento de poner en práctica la celada? ¿Cuál podía ser ésa? ¿Vendrían ya acercándose los compañeros que debían asesinar a don Simón y a Ignacio? ¿Se serviría ese desconocido del chuzo para matarle?

Y sin darse bien cuenta de lo que hacía, se apretaba contra la pared para sentir sobre su cintura el contacto del revólver y encontrar en ello seguridad.

Entre tanto, el compañero había dado ya unos cinco golpes vigorosos que habían hecho saltar los ladrillos en un espacio de un metro cuadrado, más o menos. Éstos, partidos o molidos, quedaron amontonados en un rincón. Ahora los golpes del chuzo eran sordos, caían sobre una tierra apretada y traposa, que se deshacía en costras.

¿Por qué el hombre del chuzo le volvía a mirar con esos ojos de gato? ¿Qué quería hacer? El silencio era inmenso, ese silencio de las noches de campo; el mugido de una vaca allá lejos, en la soledad de los potreros, ladridos lejanos de los perros de los inquilinos y uno que otro gemido agudo del Nerón, el perro de la casa, que al sentirse amarrado de un tronco lloraba con su aullido prolongado y lastimero.

Los golpes del chuzo seguían, la tierra saltaba, el sudor bañaba la frente del desconocido. Pero el señor X no se ofreció a seguir: él pensaba que inclinado sobre el suelo, con las manos ocupadas en tomar la herramienta, podía recibir fácilmente una puñalada, sin tener tiempo para defenderse.

¡Qué horas aquéllas! Dejemos hablar al señor X que contaba después este trance, temblando todavía.

«Los golpes del chuzo caían sobre algo fofo y suelto, y, sin embargo, unido y compacto. Me pareció que evidentemente ese suelo podía haber sido removido después de enladrillado todo el piso. Ya no tuve dudas de que en pocos instantes más vería aparecer un extremo de la tinaja, empolvada... Y entonces un nuevo temor, una nueva sospecha hizo correr sobre mi cuerpo un calofrío que me estremeció. La codicia que comenzaba a sentir yo, ¿no la sentiría con mayor fuerza ese hombre que estaba allí, sacando algo que en realidad le pertenecía? Con un solo golpe podía hacerse dueño de toda esa tinaja y reparar el error de haber cedido la mitad de su tesoro. Los ojos de mi compañero ya no brillaban, ardían, giraban dentro de sus órbitas, estaban algo inflamados por el insomnio y adquirían por momentos una inquietud siniestra. Los golpes del chuzo seguían cambiando de sonido y revelaban claramente la existencia de algún objeto duro ya no distante...

Hubo un momento en que una desesperación nerviosa me asaltó. La vela se extinguía ya: la llamita volteaba a todos lados lamiendo el borde de la palmatoria. Los ojos del hombre me seguían mirando de cuando en cuando, hasta que ya la llama de la vela se apagó por completo. Siguió entonces un momento del más absoluto silencio, el chuzo no golpeaba, no podía ver lo que hacía mi compañero, pero sí sentía cerca de mí su respiración fatigosa... ¿Venía a matarme? Instintivamente eché mano a mi revólver y esperé cualquier movimiento para tomar una actitud enérgica.

Aseguro que jamás he tenido sufrimiento moral más espantoso. Esperé así, sin respirar.

—Encendamos otra vela, —dijo el hombre con voz aparentemente tranquila.

Me acerqué entonces a la ventana y encendí otra vela que había traído de repuesto, esperando por momentos que un paso de mi compañero me revelara que había llegado el momento de la lucha...

Era ya la media noche, y volvió a reinar ese silencio religioso de la noche: mugidos, ladridos... El chuzo volvió a golpear con verdadera fiebre la tierra, y ya comenzaba a sentirse duro el suelo de nuevo, cuando sorprendí en mi compañero una mirada diabólica en que se veía concentrada una gran codicia y un destello de desconfianza.

Detuvo los barretazos, me miró fijamente y comenzó a hablar:

—Dígame, señor, la mitad del entierro le pertenece, ¿ah?

—Usted sabrá, amigo. De eso habíamos hablado.

—¿Y si en vez de dinero hubiera objetos de plata u oro?

—¿Qué inconveniente habría en dividirlo?

Volvió el hombre a trabajar, pero menudearon sus miradas; parecía que ahora espiaba una ocasión en que me viera distraído.

De repente el barretazo fue aclarando el sonido de su choque hasta que por último pareció haber tocado en una piedra.

—¡La tinaja! —gritamos los dos con una voz sorda.

Era la voz de la codicia que salía de las almas; nuestras miradas se cruzaron y esa vez las del advenedizo tenían un nuevo destello, el fulgor de la ira...

¡Oh, qué fatiga tan grande la de mi alma! Se siguió cavando a los lados, y la tinaja iba apareciendo en su curva de greda opaca, algo rosada, llena de polvo. Era evidentemente una de esas grandes pipas de barro cocido, que quedan todavía en los graneros y bodegas viejas y de cuyo fondo que resuena a los ruidos exteriores parecen salir las voces de los vendimiadores de antaño.

Sentí entonces un impulso satánico, deseos de arrojarme sobre mi compañero y matarlo. Y si yo sentía esos deseos, yo que jamás había soñado con hacer mal a nadie, ¿qué podría pensar aquel desconocido, que tenía ya su tesoro a la vista?».

Cerca del amanecer, cuando la segunda vela parecía apagarse y por las rendijas de la ventana se filtraba una luz triste, melancólica, escasa, el compañero soltó la barreta y dijo al señor X:

—Es menester levantar la tinaja.

Se inclinó éste con más temor que nunca sobre el borde de la excavación y pensó que quién sabe si ése era el último momento de su vida. Recordó su niñez, su vida entera, sus deudas con Dios, con los hombres, y haciendo un esfuerzo sobrehumano cogió la tinaja del borde, hizo un ademán poderoso para levantarla, pero nada se movió.

La emoción era inmensa, ya imposible de sobrellevar. Esa tinaja tan pesada ¿estaba llena de oro? ¿Eran ya los dos inmensamente ricos? ¿Saldrían de allí con dinero o sería uno víctima de la codicia del otro?

—¡Una idea! —exclamó de pronto el señor X— ¿Por qué no se rompe la tinaja con la barreta?

Un barretazo formidable cayó sobre un costado de la tinaja, otro más fuerte todavía la triza haciendo un ruido como si fuera la protesta de esos avaros que quisieran esconder ese oro que no podían tragarse en la tumba.

Un tercer barretazo partió medio a medio el tosco y gigantesco vaso de greda. Las mitades se desprendieron con la lentitud de una separación dolorosa y cayeron pesadamente sobre los muros de la excavación.

Un grito sordo se les escapó a los dos, medio ahogado, en las gargantas secas y ardientes.

Dentro había un cadáver, que todavía conservaba sobre el cráneo algunos pelos negros y lacios y sobre las costillas y caderas algunos jirones cenicientos...

Se miraron mudos, pálidos, aturdidos esos dos hombres. La vela se apagó, y en medio de la sombra los ojos de gato del desconocido lanzaron una mirada indecisa, interrogadora, llena de zozobras.

Y entonces una luz cayó sobre esas dos almas, haciendo desaparecer la codicia, la desconfianza; y reconstituyendo la escena pasada allí en años anteriores, creyeron ver a esos dos hombres que vaciaron el oro de la tinaja y en que el más fuerte encerró al más débil para gozar a solas del dinero.

Y mientras el desconocido pensaba con mortal ansiedad que su padre era el único poseedor del secreto, el propietario del fundo recordaba el misterioso desaparecimiento de su antecesor.

Y las miradas de esos dos hombres que hasta entonces se habían cruzado como dos hojas de un puñal, se encontraron ahora llenas de indecible angustia y se perdonaron.

Una larga faja de luz amarillenta, la primera del día, cayó al fondo de la lóbrega pieza...


Publicado el 25 de diciembre de 2019 por Edu Robsy.
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