El Contemplativo

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


Era un niño solitario, de tez pálida y ojos grandes, negros y luminosos como carbunclos. Vivía del otro lado del estero, acompañando a su abuela achacosa, frente al pobre caserío con que remataba el valle en el rincón de cerros de la costa. Como el helechito tierno que aparece entre guijarros y los plumerillos de oro con que el espino se florece, el muchacho era lindo y delicado, y lo parecía más por contraste con el triste pedregal de la comarca. Las manos y los pies marfilados, la cabeza ovalada y la garganta esbelta, que el camisón de percal entreabierto mostraba siempre, hacían pensar en un caballerito robado por una bruja si no fuera que la anciana mostraba en su ajado rostro el modelo primitivo del viril retoño.

Panchito tenía ya dieciocho años cuando mostró un humor melancólico y contemplativo.

—¡Vamos, Panchito! —le decían el cura y el maestro de escuela, que por esos tiempos eran siempre amigos y compadres para bien del vecindario—, sacude esa tristeza y corre por los cerros con tus compañeros.

Sonreía tristemente el muchacho, movía la cabeza con cierto aire de empecinamiento oculto y se marchaba callado, los ojos fijos, embelesado.

—¿En qué piensa? ¿Qué sueña? Porque no es tonto... —reflexionaban los pocos vecinos capaces de reflexionar. Nadie lo sabía, tal vez ni él mismo. Cuando terminaba el trabajo, Panchito se sentaba en una piedra, siempre en la misma cerca del rancho apuntalado de la abuela, escuchando, contemplando, olvidado de comer, de reposar, de dormir.

Nadie decía que fuera perezoso, porque en las faenas igualaba a los más fuertes de su edad; pero era huraño. La Loica, una muchachita alegre y frívola, hija del carnicero, de labios y mejillas rojas come sangre, despierta y mujer para su edad, debía sentir la atracción de ser tan opuesto. Ella era superficie, el otro, fondo; ella era cuerpo, el otro espíritu; ella era bulliciosa, el otro callado; ella era calor y sangre en fin, mientras Panchito parecía pluma de nieve voltejeando sin rumbo. Era inútil que la aficionaran al empleado del telégrafo, tenido por buen joven y que vestía con un terno de casimir azul y camisa almidonada. No; la Loica devoraba con los ojos a este pobrecillo y se enardecía más en la imposible lucha. Hasta en la tarde lo buscaba con la vista al otro lado del estero, para divisar siquiera la silueta del CONTEMPLATIVO cerca del rancho de la abuela.

Más de una vez la chica le dijo bromas, y como Panchito no se enfadaba, fue haciéndolas subir de grado y de intención. Cierto día que lo encontró solo en la carnicería, le tiró de una oreja. Otra vez le apretó el cuello con las dos manos nerviosas y forzudas. El muchacho se ruborizaba tal vez un poco; pero más bien parecía insensible a ese forzado contacto que él no buscaba. No había ciertamente despertado al amor, y quién sabe si la voz del sexo venía retardada.

Y no era la Loica la única ave herida en el contorno, porque la Bernarda, moza casi madura, tenía también inclinación entusiasta por el Contemplativo. Ambas mujeres comenzaban a darse celos, sin que el muchacho se diera cuenta del hecho, pues de seguro se habría marchado.

Pero ésta, como más sabida y menos buena, comenzó a apretar el cerco y a molestar al soñador. Atribuía su melancolía a amor y le contó una historia que amargó a Pancho.

—Estoy convencida —le dijo— que eres el trauco, y así lo contaré si no me vienes a ver a mi casa. Tú sabes que en esta quebrada vive un trauco, y la prueba es que muchas niñas a quienes no se les ha conocido amor ninguno se han desgraciado. Yo sueño contigo y siempre sueño cosas que dan vergüenza. Anoche, puse en la puerta los doce montoncitos con arena, y te vi que los contabas.

—Eso es mentira —dijo el soñador—, yo pasaba por el corral y no iba solo. Benito me acompañaba. Y enseguida, el trauco es brujo y es jorobado y le hace mal a las mujeres; y yo no soy malo, ni me meto con nadie y soy buen cristiano.

Y como Panchito se afligiera y llegara a punto de llorar por la calumnia, la Bernarda lo quiso abrazar para consolarlo. El contemplativo huyó, dejando tras de sí a una enemiga mortal.


* * *
 

Yo llegué por motivos de salud a aquel rincón y alojé durante un mes, a lo menos, en la casa del excelente don Emeterio Ruiz, el cura gallego cuyo apostólico espíritu es conocido de todos. Y luego me topé con el Contemplativo; me pareció bien su silencio y lo tomé de compañero para las excursiones que el médico me recomendaba. Era una sombra. No hacía ruido. Esperaba le dirigiera la palabra para responder. Pero, ¡qué atmósfera de serenidad y de pureza difundía en torno suyo! ¿Cómo ese campesino, ese muchacho andrajoso, parecía coronado de estrellas? ¿Era sólo el fulgor y profundidad de los ojos, lo que lo hacía aparecer revestido de tanto interés? Sin quererlo pensé en ese cuento de Andersen: El pato feo, y me parecía ver un día al cisne desplegar sus alas y alejarse majestuosamente hacia el sol. Quise profundizar en ese tipo original, producto y como concentración del rincón de cerros melancólicos en que la tarde y la aurora mueren y nacen con el lastimero balido de las cabras que bajan o suben al faldeo. Aprovechar todas las ocasiones para interrogarlo y sorprenderlo.

Era inteligente, aunque apenas sabía leer y escribir; pero más que inteligente, tenía una sensibilidad asombrosa y natural. Me confesó que hablaba con los pájaros; por lo menos creía hablar con ellos. A sus silbidos respondían siempre, y eso pude comprobarlo. Las cabras se le acercaban sin recelo alguno. Remedaba todos los ruidos del campo, incluso el rumor de una pequeña vertiente que saltaba en las breñas. El zumbido de los abejorros, el canto de las chicharras, todo era reproducido con tan profunda ternura que comencé a adivinar que había algo más que un don imitativo en ese hijo de la tierra. ¡Y lo había, santo Dios! Nos sorprendió la tarde en la quebrada. De pronto el viento trajo la campanita del Ángelus. Pancho iba más adelante guiándome y vi que levantaba los brazos como para atrapar mariposas que yo no podía divisar.

—¿Qué hay? —le dije—, ¿qué insecto pescas? Se calló cohibido; luego me dijo:

—Son las avemarías que pasan. ¿Recemos una más nosotros?

Y rezamos en silencio; se me anudaba la voz en la garganta, como se me anudó cuando hice en el altar el voto de mi primera comunión.

Otra vez se detuvo en el camino y me preguntó con el aire respetuoso de siempre:

—¿No habrá un libro en que se lea lo que dicen los grillos en la noche?

Yo le pregunté entonces si sabía lo que decían los demás seres en la naturaleza y me contestó algo tan profundo que no sé hoy día si fue casual o voluntario:

—Sí, de casi todos; pero no del hombre.

Hablé con don Emeterio y le conté mi descubrimiento.

—Pues, sí, señor; es un artista, es un alma de predilección, un ángel que ha caído en estos cerros y se ha quebrado un ala. Cuando se le componga, volará.


* * *
 

Y entonces el buen gallego me contó lo siguiente:

—Como usted, mi señor don Joaquín, me interesé en saber lo que es este niño. Hoy lo sé, es un artista espontáneo, en el cual la tendencia a lo bello ideal nace como el perfume en una flor. No lo he traído aquí de sacristán, a pesar de que tendría mejor que comer, una ropita más abrigada y estaría cerca de sus santos, porque he creído que moriría cambiando esa su contemplación de la naturaleza, por esta otra del templo. No; es un místico de la luz, de las voces naturales, de las aves. ¿No sería eso mismo Juana de Arco? Bien, óigame usted. Este niño ha sido insensible al amor de la Loica y de Bernarda, no porque no sienta, sino porque es infinitamente superior a ellas. Estuvo aquí el pasado invierno una señorita de origen francés, delgada, alta como una espiga. Panchito fue su sombra; pero una sombra muy lejana, muy lejana, que no se acercó jamás a ella. La niña era enferma, había venido aquí con una anemia profunda y murió con el color de una azucena. No sé si esa criatura tendría una gota de sangre en las venas. Yo creo que el muchacho se enamoró perdidamente de la pobre; se parecían mucho. Un día que fui a ver a la Josefa, la abuela de Panchito, encontré a éste dibujando en la pared con un carbón, a la niña muerta. Se lo juro: me quedé pasmado; estaba tendida como un puentecillo sobre el estero, la cabeza apoyada en una piedra y los talones de los pies descalzos en la de la opuesta orilla.

—¿Qué has querido representar? —le dije—. Conmigo tiene gran confianza, me responde siempre a toda pregunta. Le costó explicarme; pero me lo hizo entender bien: «que así como el estero separaba su casa del pueblo, para salvar él la distancia de sus sueños a la realidad, necesitaba un puente como la realización de ese amor».

—Asombroso, y casi inverosímil.

—Así es; pero allí está en la muralla, un tanto borrado ya, el informe dibujo.

—Lo iremos a ver mañana.

Y fuimos. En efecto, la cabeza regularmente trazada, el perfil era delicado y se veía bien que se trataba de una muerta, porque los párpados estaban caídos a fondo. Para mí su respuesta fue más hermosa:

—¿Este es un puente? —le pregunté.

—Es una mujer-puente— replicó.

Desde ese momento mi resolución quedó formada. Me lo traería a Santiago, a la Escuela de Bellas Artes, le haría oír música y le abriría las puertas de la armonía, del color, de la forma. No quería oír de tal viaje; lloró y pretextó la soledad de Josefa. Don Emeterio se la llevaría a la parroquia. Dijo entonces que echaría de menos el lugar; sería un viaje corto, un ensayo. Así se decidió.

El viaje fue muy corto. Una visita al museo el primer día. Panchito, ya convenientemente vestido, sin aire campesino, pero sí de alma en pena, vagó de sala en sala, quemando casi con los ojos, que relampagueaban, cada tela y cada estatua. Pero, cuando menos lo pensaba, se quedó estático cerca de un retrato de señora, quiso arrodillarse como delante de una imagen y rompió a llorar a mares. ¡Qué desconsuelo!

—Nunca, nunca, nunca —repetía entre sollozos.

—¿Qué no será nunca?

—Nunca llegaré a hacer eso, a dejar así la figura que he visto.

Fue inútil consolarlo, inútil contarle la vida de Giotto, ese otro niño contemplativo, inútil hablarle de los genios que lucharon para levantarse desde la altura del gusano hasta el nivel de las estrellas. El contemplativo llegó a casa mudo, sombrío; no quiso comer, no sonrió. Lo llevamos después a un concierto sinfónico y se estuvo en la galería, la cabeza metida entre las dos manos, aplastado, ensordecido. Al día siguiente quiso partir y lo hice acompañar hasta su pueblo.

Me había olvidado del soñador. La vida de la ciudad embriaga, enerva, aun a los que la encuentran demasiado apacible y prosaica. La ciudad invita a la ingratitud. Yo había borrado de mi memoria a don Emeterio, el rincón de cerros, el contemplativo y todo aquello que tan adentro había tocado mis fibras sentimentales. Pero di por enflaquecer, la neurastenia comenzó a acecharme, y un día mi buen amigo el doctor me recordó el pasado.

—¿Por qué no vuelve usted allá? Yo creo que le sentó a usted muy bien ese clima tibio y seco. Anímese y suba cerros y volverá más fuerte.

Y fui. ¡Oh, don Emeterio, querido viejo! Estaba allí a caballo, en la estación, esperándome. Junto con llegar al estero y aspirar el perfume de la ñipa, de la ruda y del paico, revivió en mí el recuerdo de Panchito.

—¿Y qué es del poeta?

—Allí está —me dijo el cura— como siempre; trabaja, vagabundea y sueña. Es un santo, es un místico, tiene el secreto de la naturaleza.

Antes de conversar con él me tocó espiarlo, seguirlo y escrutar de nuevo su alma. Parece que de vuelta de la ciudad había entristecido mucho, andaba inclinado y como alicaído. Lo divisé una noche que se acercaba al estero para cruzarlo, y fui tras él, por el sendero de cabras que seguía. A cada instante se detenía a mirar la luna llena, que iba a asomar en los cerros y coronaba sus crestas con aureola plateada. Otras veces, ponía atento oído para escuchar los grillos. ¿Siempre querría saber lo que cantaban? Caminaba lentamente, embelesado con todo, como viendo, escuchando y aspirando al mismo tiempo todo lo que lucía, sonaba y respiraba en ese suelo del cual era retoño virginal e intangible.

Y hubo un minuto en que yo lo entendí y me lo expliqué. Primer vínculo de la naturaleza con el hombre, su intérprete, ¿no era Panchito el germen del genio? Este campesino incapaz de colorear, incapaz de entender los violines, pero traductor del insecto, de las notas de la campana, de los más finos sentimientos del alma, ¿no era el primer puente entre la realidad y el ideal? El padre de Beethoven, ¿no se detendría a escudriñar lo que decían las abejas en sus zumbidos? El padre de Rafael Sanzio, ¿no sería el embelesado contemplativo de las alboradas y de los crepúsculos de Fíésole? El padre de Caruso, ¿no remedaría a las cigarras de la Torre del Greco y de Sorrento?

—Fantasías, mí señor don Joaquín. Fantasías.

Don Emeterio era gallego y apenas le daba el cutis para entender lo que rebalsaba el alma del campesino prodigio.

Por lo demás, no podemos experimentar. Acabo de recibir una carta del señor cura en que me dice que el soñador ha muerto. Murió en la tarde, tenía fiebre, se hizo sacar a la puerta del rancho, donde recibió el Sacramento. Cuando sonaron los toques del Ángelus se descubrió y miraba pasar en el cielo bandadas de avemarías.

—Yo me voy con ellas —dijo.

Y murió sonriendo. Y entonces pasó el puente que había soñado: el puente que realizaba sus anhelos.


Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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