Los Dos Patios

Cuadros de la ciudad

Joaquín Díaz Garcés


Cuento


En una apartada calle de Santiago, de ésas que suelen figurar más en los partes de policía que en los planos de la ciudad, existía una especie de conventillo de no mala apariencia, que constaba de dos patios cuadrados y grandes.

En el primer patio, las piezas eran espaciosas y altas y el valor del arrendamiento no estaba al alcance del inquilino pobre y desheredado. Veinte pesos no es cantidad despreciable para un jornalero, que gana el doble o muy poco más; pero sí lo es para el cajista honrado que cobra veinte pesos en la semana, o para la costurera activa que alcanza alrededor de diez, en el mismo tiempo.

El segundo patio ofrecía el aspecto general de nuestros conventillos. Salido el empedrado, no se había tenido cuidado de renovarlo, y el pavimento de tierra apretada había dejado formar charcos en diversos puntos, que ni olían bien ni presentaban un agradable aspecto. La acequia corría a tajo abierto por el medio, arrastrando hojas, desperdicios de cocina, cambuchos de botellas, corchos, papeles y otras materias igualmente putrefactas. Sus bordes tenían cierta vegetación musgosa y mezquina, que ni crecía ni se agotaba, luchando entre las aguas con jabón de las artesas derramadas que le llevaban la muerte, y los numerosos abonos, portadores de fósforo y otras materias azoadas que la comunicaban nuevo vigor y alientos nuevos. Las piezas del segundo patio se llamaban despreciativamente «cuartos» y valían entre cinco y siete pesos, según estuvieran más o menos lejos del pasadizo que comunicaba con el primero. Allí se lavaba al aire libre, se injuriaba en voz alta y se hacían muchísimas otras cosas que no permitían nunca una atmósfera respirable y limpia. Con un poquito de paciencia nos podemos orientar más en los dos patios, y tomar partido en favor del uno o del otro en la reñidísima lucha civil que los mantuvo divididos por largo tiempo.

Entrando al primero, en lo que debiéramos llamar zaguán, si una casa particular se tratase, estaban dos hermanas huérfanas, de veinticinco años una y la otra de edad indefinida, que podría fluctuar muy bien entre los cincuenta y los veinte. Ambas buenas como pan, beatitas de buena ley, hacendosas y honradas, habían sido encargadas por el dueño del conventillo de cobrar los arriendos y reservarse un cinco por ciento de ellos por comisión. Vivían allí con una tía, señora buena de verdad, que se había encontrado en el incendio de la Compañía1, tomaba indefectiblemente un mate por la mañana y otro por la tarde, tan puntuales, que servían para marcar la hora los vecinos, y rezaba en el resto del día sin cesar para que Dios le perdonara los poquísimos e insignificantes pecados que había cometido. Las chicas —llamémoslas así— tenían esas caras que no son ni feas ni agraciadas, tan comunes en la gente humilde, que no cuida de ornamentarlas, sino que cuando mucho las restriega con un jabón barato y el agua potable de la llave.

Seguía por un lado un señor español, carlista furioso y profesor de bandurria, que se pasaba todo el día y noche de por medio, dando clases y acaparando pesos, por consiguiente.

Enseguida estaba el cuarto de una señora de buena cara y mejor ropa. Mirándola por detrás, parecía una fragata acorazada, y por delante, una característica sin contrata. De perfil no estaba todavía mal para galantearla, y aun de frente, pues el profesor de bandurria, todas las noches al acostarse se arrimaba a una puerta que daba al cuarto de su vecina, y le decía con su acento andaluz:

—Vecinita, ¡qué malo es estar solos! El día que usté quiera mirá a este servior, llamamos ar cura que está aquí cerca, y entonces economizamos una pieza.

—¡Que se alivie, señor Fernández! ¡Es mejor estar sola que mal acompañada!

Nuestra amiga tenía un tordo en su correspondiente jaula, colgado al lado afuera de la puerta, y ante él agotaba el Diccionario de los términos amorosos y melifluos, que parecía haber hojeado mucho en su vida.

—¡Ay! —decía muchas veces, suspirando, y a media voz— no me disgusta el señor Fernández. Lo malo está en que él querría informarse de mí, y a mí sólo me conviene quien me tome a fardo cerrado.

Frente a la señorona, un colegial provinciano tenía su aposento, y repasaba en la puerta todas las mañanas su lección de Código. Abrigó ciertas esperanzas de ser correspondido de su vecina en cierta época, y al efecto, le envió un ramo de flores con una tarjeta en que la llamaba «fruta madura», «granada surtida» y «rosa abierta».

A continuación seguía la perla del primer patio... ¡Ya nos decidimos por el primer patio! Pero no; seguimos imparciales y apuntamos sólo, como cronistas de verdad. A continuación seguía una costurera joven y casi, casi bonita. Se daban opiniones: el profesor de bandurria la encontraba francamente hermosa; pero la señorona, su vecina, decía que eran los veinte añitos los que la agraciaban. En cuanto a las hermanas del zaguán, le reconocían una doble belleza: la del cuerpo y la del alma.

—Es buena —decían—, por eso se ve bonita.

Y sin embargo, ellas eran también buenas y de ninguna manera bonitas.

La costurera se llamaba lisa y llanamente Juana, como se llaman tantas otras que ni son costureras, ni buenas ni bonitas. Tenía pelo negro y ojos negros, como la generalidad de las chilenas, una boca sumamente graciosa sin ser pequeña, un cuerpo que, entregado a una corsetera hábil, resultaría ideal. Pero como Juana se peinaba echándose todo su pelo, abundante y sedoso, hacia atrás, y se ponía el manto sin arte ninguno, y se calzaba a la vuelta de la esquina, y no usaba ni siquiera los elementales polvos de arroz en su tocador, se veía poco más o menos como otras, sin llamar sobre sí la atención como la hubiera llamado con un peinado artístico, con un buen manto chino puesto con unos zapatitos de charol delante un espejo por mano maestra, o con unos zapatitos de charol de importación casi europea.

¿Que por qué vivía sola mujer tan acabada? Su madre, a quien acompañaba, tendió un día el vuelo, dejando a su cordera deshecha en llanto. Ella le cerró los ojos y le rezó las letanías de la buena muerte y la amortajó. Su padre, piloto de un buque y tan mal marido como mal padre y buen piloto, no podía o no quería hacerse cargo de ella. En cuanto a su hermano Andrés, sargento del Buin, allí estaba enteramente absorbido por el cuartel y sin poder hacer nada para juntar el antiguo hogar con el par de jirones sueltos que quedaba en el mundo.

—¿Sola estoy? —se dijo Juana—, bueno, entonces, a trabajar, a juntar unos reales y a casarse si la suerte...

No; no decía «si la suerte» Juana, porque era muy buena cristiana y porque si algo le pedía a Dios, era que le enviara un novio de buena estampa, trabajador, honrado y limpio.

Y todavía nos queda otra mujer. Rubia, un tanto desenvuelta, desabrida de cara, con buena voz, corista del Variedades, sin preocupaciones de ninguna clase y con ochenta y tres pesos de sueldo mensual por presentarse tres veces cada noche en las tablas a hacer de aldeana, de chula, de valenciana o de aragonesa, a cantar hoy una jota y mañana un tango, a pescar hoy aplauso y otro día un silbido y hasta alguna papa cruda, si venía al caso.

Los demás vivientes del primer patio eran brevemente y sin retrato, un francés peluquero, un agente de frutos del país, un matrimonio empleado en una casa de comercio y un repórter de un diario de la mañana.

Naturalmente el segundo patio andaba mal en la calidad de los vivientes. El más caracterizado e importante de todos era el señor Vildeter, alemán de origen, pero un incansable aventurero que había estado en la Finlandia de esquimal, en el sur del África de Boer y en el Ecuador de revolucionario y de marido, porque allí contrajo matrimonio. Era gordo como una tinaja de greda, chato, coloradote y corto de vista. Usaba en los días de sol un sombrerito hongo tan chico, tan diminuto, tan insuficiente, que parecía una perilla, y en los de lluvia un sombrerete de tan largas alas que semejaba una tapa. Profesor de idiomas, excitaba la hilaridad de los alumnos, ora con la perilla, ora con la tapa. El señor Vildeter era, además de profesor, un sablista incansable y un bebedor de cognac no menos incansable.

El señor Vildeter estaba unido a casi todos los acontecimientos sudamericanos. Tenía un colegio en Chorrillos y se lo quemaron los chilenos el 79; puso un hotel en Río de Janeiro, y cayó el Imperio; estableció otro colegio en Guayaquil y se incendió junto con un hijo suyo, en el gran incendio que devoró esta ciudad; se vino a Chile y cayó la conversión y el viejo lloraba bajo su descolorida tapa porque le devolvieron en billetes un reducido depósito que el infeliz había hecho pocos días antes en relucientes monedas de oro.

También había allí un par de lavanderas, que se lo pasaban todo el día canta y canta, lava y lava, restriega y restriega. Procaces como pocas, ponían al señor Vildeter de oro y azul cada vez que un poco más bebido que de ordinario, se aventuraba éste a ir a darles un pellizco en los brazos desnudos llenos de lavaza y de agua.

Tres costureras, pero de muy distinta calidad de la perla del primer patio, cosían allí ropa militar que iban a buscar al taller de Justiniano, donde la llevaban después concluida. En el día daban vueltas a la máquina Singer y en la noche le daban a la guitarra, armándose en torno suyo tales zalagardas que ya las hermanas de la puerta se estaban escamando.

Enseguida venía el más tarde celebérrimo caudillo del segundo patio, Benjamín Hernández, oficial de carpintería, soltero, menor de edad, turbulento, enamorado, botarate, tuno y hablador. Se podía ganar, marchando bien y sin San Lunes, cosa de veinte pesos en la semana; pero con esa cabeza de chorlito que tenía, si sacaba dieciséis se daba a santo, y de puro gusto se bebía la mitad con sus amigos y la otra mitad con las costureras, sus vecinas, al son de guitarra. Alto, delgado, de espléndida talla para soldado de caballería, ojos vivos y alegres, Benjamín Hernández tenía más novias que pesos había botado en su vida.

Pero, ¿a qué negarlo? Juana, la hermosa Juana, la seria, modesta y callada costurerita del primer patio, lo trastornaba. La había conocido con su madre cuando él también vivía con su padre, y entonces el viejo le aconsejó más de una vez que se casara con Juana. Pero después, andando el tiempo, Benjamín había cambiado mucho y Juana había quedado igual. El muchacho reconocía ahora la superioridad de su antigua amiga, y se complacía en reconocerse él inferior e indigno de conseguir su amor. Cuando Dios quiso que se encontraran de nuevo Benjamín Hernández tenía ya tratada su pieza en el primer patio; pero al divisar en él a Juana creyó que debía conservar la altura en que la tenía en su corazón, y sin averiguar más, fue a ocupar una modesta pieza del segundo.

En cuanto a Juana, tenía puesta su alma en su almario, y a pesar de lo tímida, sensible y apasionada que era, miraba estas cosas con serenidad y sangre fría. Benjamín había sido su amigo, y en vida de su pobre madre, casi su novio. Pero después, el muchacho buen mozo serio de entonces se había vuelto un truhán sin respeto a nada ni nadie. Es cierto que allá en lo más íntimo de su corazón había algo que le decía que podía ella con sus solas fuerzas volver a Benjamín su vida de antes. Y es cierto también que cada vez que en su sueño pensaba en el matrimonio, única solución de su vida solitaria, se veía casada con Benjamín y no con otro.

Hernández había notado en los primeros días de su llegada, que Juana no lo recibía mal. Muchas veces sentado frente a ella cuando cosía en la máquina en la puerta de su pieza, conversaban largamente sobre el trabajo, sobre los vecinos, sobre el tiempo... Jamás sobre ello mismos, porque Juana pasaba como sobre ascuas por muchas cosas a que intencionadamente la quería atraer Benjamín.

Pero llegó un día en que Juana le recibió con visibles muestras de mal humor. A sus preguntas respondió con monosílabos; a sus quejas se calló sin decir esta boca es mía; y concluyó por manifestarle muy cortésmente que la fastidiaba verlo delante de ella.

¿Qué había pasado? Muy poca cosa; pero al mismo tiempo mucho. Una tarde, Juana volvía de su taller con el paso menudito que la agraciaba tanto al andar, cuando de repente se encontró, al doblar una esquina, con un viejo que le tendió la mano pidiéndole limosna. Al instante se detuvo a sacar su portamonedas; pero mientras buscaba en ella algo con que aliviar el hambre del limosnero, le miró fijamente a la cara y casi se fue de espaldas. Era el padre de Benjamín Hernández, el mismo antiguo amigo de su madre, el excelente viejo que tantas veces la sentó sobre sus rodillas para cantarle el:


...duérmete, niñita,
duérmete por Dios...
 

—¡Señor Andrés! —dijo consternada la muchacha— ¿Usted pidiendo limosnas?

—Yo, Juanita, yo mismo.

—¿Teniendo un hijo que gana veinte pesos a la semana?

—¡Qué quieres, niña! ¡No todos son buenos hijos como tú!

Y el viejo suspiró con honda tristeza y apretó la mano que Juana le alargaba con una moneda. Allí oyó cómo Andrés había perdido puesto de portero en el Ministerio de Marina, porque por sus achaques no servía ya para maldita la cosa, y cómo desde entonces vagaba del hospital a la calle, encontrando mucho más felices las horas en que tenían postrado en la cama los dolores reumáticos, que la en que Dios quería dejarlo libre de ellos, pero entregado a todos los vientos del hambre, de la sed y del frío.

Al separarse, Juana le dijo con la voz emocionada:

—Señor Andrés: ahí tiene usted esa miseria; todas las tardes lo encuentre le daré lo mismo. Pero usted en pago, pídale a Dios que me dé un buen marido.

—Sí se lo pediré, ángel —exclamó el viejo—, y mis súplicas ser ayudadas en el cielo por tu madre.

¿Podía, después de este incidente, mirar la impresionable Juana con ojos tranquilos a Benjamín? No; habría sido ella también una ingrata... y no lo era, no.

Desde ese día Juana compartió con don Andrés su escasísima comida, y al acabarse ésta, el vicio salía del conventillo y se iba a dormir en la primera grada que encontraba.

La ruptura de Juana con Benjamín terminó con el último lazo que unía al primero con el segundo patio. El señor Vildeter ponía el grito en el cielo contra la avaricia del propietario que no cerraba la acequia ni empedraba el patio. Las costureras mancomunadas con las lavanderas hablaban pestes de las mujeres del primero, de las que decían eran unas hipócritas que guardaban la seriedad y la honradez para la noche y que por el día tendían el vuelo quién sabe a dónde. Benjamín exceptuando a Juana tenía cada día un incidente con alguno, citándose con escándalo el caso de que Hernández había tomado de la nariz al estudiante y remecídolo en el aire, por un cambio de palabras que había ocurrido entre los dos.

Las hermanas de la puerta eran buenas, pero no enérgicas. Y además la energía les habría costado una pérdida en su comisión porque habrían permanecido los cuartos largo tiempo desocupados. No había, pues, que esperar nada de ellas, y constituido el profesor de bandurria con el estudiante y con el agente de frutos, en comité de salvación pública, resolvieron unánimemente implantar la ley marcial y hacerse justicia por sí mismos.

Un día un chiquitín, hijo de las costureras o de las lavanderas o de todas juntas, levantó su patita frente a la puerta de Juana. Le pescó el señor Hernández de un brazo y le dio una tunda de palmadas, despachándolo en el pasadizo del segundo, con los calzones aún mal amarrados y chillando como un verraco. A la mañana siguiente, desapareció la jaula con el tordo de la señorona, y ésta puso el grito en el cielo y derramó más lágrimas que una Magdalena.

Ya estaba encendida la lucha civil, y vino a marcar el período álgido de ésta la resolución del propietario de poner el pilón de agua potable en el medio del primer patio, y no en el pasadizo que comunicaba a éste con el segundo. De esta manera, los revoltosos quedaban tributarios del primer patio.

¡Oh!, era de oír en esos días al señor Vildeter, contar a sus alumnos su asendereada existencia.

—¡Qué injusticia! —decía, con su peculiar pronunciación, que suplirán los lectores—; ¡qué injusticia! Todo va al primer patio y nada al segundo patio. Los del primer patio respiran aire, los del segundo respiramos miasmas fétidas. Los del primer patio nadan en agua; nosotros no tenemos agua ni para beber. El día menos pensado, morirán los del segundo patio...

Este era siempre el término de las quejas del señor Vildeter: la muerte en masa de los vivientes del segundo patio.

El plan de batalla de Benjamín era desesperar a los del primero y hacerlos abandonar las piezas, para que el propietario entrara en cuidados y buscara una transacción poniendo el pilón en el pasadizo.

El lado vulnerable del primer patio era la corista, y el lado invulnerable, la costurera. Pero la corista tenía a su servicio no sólo el repertorio de insultos chilenos, que era escogido y abundante, sino también el de insultos españoles aprendidos entre bastidores. Una mañana se vestía ésta para salir, y con la fortísima vergüenza que suele quedar después de presentarse a diario en las tablas a la gente menuda de teatro menudo, se asomaba a la ventana de su pieza un poco más desnuda que lo conveniente. Benjamín charlaba a la orilla de la llave con una de las lavanderas que llenaba un balde de latón, cuando acertó a mirar hacia la ventana. Llenó inmediatamente el tarro que quedaba colgado en la llave para beber, y con una puntería admirable se lo lanzó a la pequeña Patti en el escote, mojándola enteramente.

¡No fueron insultos y gritos los que cayeron solamente sobre Hernández, que reía a carcajadas en el medio del patio!

El profesor de bandurria salió indignado de su pieza, y al enterarse del hecho, le disparó a Benjamín la caja de la bandurria que tenía en la mano. En mala hora lo hizo, porque aunque de dos saltos corrió a refugiarse en su puerta, no alcanzó a cerrarla y Benjamín lo sacó a pescozones del cuarto, lo tumbó debajo del pilón y después de dos o tres sopapos demasiado fuertes para la contextura del profesor, le largó el chorro en la cara. La señorona, entretanto, increpaba a Hernández, llamándolo roto, bandido, asesino, ladrón...

—¿Ladrón yo?

—Sí, tú.

—¡Caramba!, ¡qué costumbre de tutear tiene usté, madama!

—¿Dónde está mi tordo?

—¿Cuál? Porque el grande se lo acabo de remojar debajo del pilón, y el otro, se lo di al gato para que saboreara.

—¡Insolente! —gritó la señorona— ¡Criminal! ¡Ladrón!

Había llegado la lucha civil a un grado intolerable, y el propietario resolvió tomar cartas en el asunto. Avisó a la policía y acompañado de un comisionado, conminó a los del segundo patio con las más enérgicas medidas en caso de que siguieran los desórdenes.

Por el momento, los ánimos se apaciguaron, y Benjamín, satisfecho de todas las barbaridades cometidas, se tranquilizó.

Era un domingo en la tarde y los dos patios estaban sumergidos en la sombra y en el silencio. En el primero, dos voces de mujer perturbaban este silencio cantando a media voz. Una de ellas era la de las hermanas de la puerta, que ensayaban un Tantum ergo Sacramentum, que debía cantarse en la iglesia vecina en una de noches del jubileo Circulante, y la otra era de la corista que tarareaba aquellas coplas de la Revoltosa:


Cuando clava mi moreno
Sus ojazos en los míos,
Too el cuerpo se me enciende,
Y me se pierde el sentío.
 

Una de las costureras del segundo patio pasaba de vuelta del despacho con una libra de arroz y un frasco de vinagre, cuando creyó sentir voz de hombre en el cuarto de la Juana. Con una sonrisa diabólica se acercó a la puerta en puntillas y pudo, en efecto, constatar que allí dentro había un hombre.

Con eso solo estaba derrotado, miserablemente derrotado, el primer patio. ¡La perla resultaba falsa, indignamente falsa!

Voló más bien que corrió la costurera a llevar la noticia a Benjamín, que estaba entretenido con sus compañeras, dándole al ponche con bastante entusiasmo.

—Hay un hombre en el cuarto de la Juana.

—¡Mentira! —gritó Benjamín, saltando de un piso de totora en que estaba sentado y tirando lejos el vaso en que bebía—. ¡Mentira y requete mentira!

—¡Hombre! —dijo riendo la costurera—, si te quedan brasas escondidas todavía, anda a apagarlas poniendo el oído en la puerta de la Juana.

Ya había salido Benjamín, y de dos saltos estaba con el oído pegado en la puerta.

—¡Pobre diablo yo! —pensó Benjamín—. Me ha echado la Juana y se ha reído de mí. Ese será su novio, joven, honrado, bueno, como ella lo desea y yo seguiré siendo un borracho como soy; pero, ¿es propio de la Juana que esté encerrada a estas horas con su hombre?

Y pálido, tambaleándose como un borracho, llegó al cuarto de la costurera y, dejándose caer sobre su asiento, dijo con voz ronca:

—Es cierto.

—Bueno, pues —saltó una de las lavanderas—, ha llegado el momento de vengarnos de todas las que nos han hecho.

—Sí, ha llegado —contestó Benjamín.

—Vamos todos al primer patio.

—Vamos.

Y fueron. Aun el señor Vildeter con su perilla en la cabeza se mezcló en la turba y llegaron todos ante el cuarto de la Juana.

—¡Aquí está la santa, la hipócrita! —decía en voz alta una de las mujeres.

—¡Vengo a ver a la perla! —decía otra.

Y cada uno de esos gritos era coreado por una carcajada. De repente la llave del cuarto de Juana giró violentamente, se abrió la puerta y apareció la costurerita pálida y temerosa en el umbral.

—¿Qué es esto? ¿A qué han venido ustedes? ¿A qué has venido tú, Benjamín, que nos has quitado a todos la tranquilidad? ¿Vienes a armar otra gorda? ¿La has tomado conmigo?

—Señorita Juana —repuso Benjamín, con sorna, buscando fuerzas en el ponche que había bebido—. ¡Señorita Juana! ¿con que tenía usted novedades? ¿con que se quiere usted con otro y se lo guarda bajo llave?

—¡Que lo muestre! —gritó una de las lavanderas.

—¡Vaya con la santa Filomena del primer patio!

Juana, pálida a ratos, roja a otros, ya quería entrarse, ya se arrepentía y se quedaba en el umbral. Estallaron por fin las cuchufletas y los insultos; alguno más fuerte que otro le arrancó dos lágrimas; los vivientes del primer patio salían todos de sus piezas, y la reputación de Juana estaba en ese momento como si hubiera pasado por la acequia del segundo.

De repente se enrojeció como púrpura, abrió la puerta de un solo golpe, saltó afuera y, pescando a Benjamín de la blusa, lo empujó hacia adentro.

—¿Querías ver? ¡Ve, mal hijo! Ahí está el viejo de tu padre, muerto de hambre, con quien comparto yo la mitad de mi comida, porque el desalmado de Benjamín Hernández no le da ni un pan. ¡Ahí está! Hártate de verlo, hambriento, enfermo y moribundo.

Benjamín estaba desencajado, verde, con la cabeza baja, al viejo que se había puesto de pie al lado de la mesa en que encendida la lámpara de parafina.

De repente una lágrima asomó a sus ojos.

—Perdón, padre —murmuró—, perdón, Juana, yo prometo ser bueno, ser honrado como tú..., pero, ¿por qué no nos juntamos los dos a cuidar a este viejo, para que le cerremos a él sus ojos como tú se los cerraste a tu madre?


Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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