A Treinta Años Fecha

Joaquín Dicenta


Cuento


Era una chiquilla encantadora, morena y andaluza, con la agravante de ser perchelera y de tener más sal en su cuerpo y en su lenguaje que todos los boquerones de Málaga. Tenía veintidós años; yo veinte.

La primera vez que la vi asomarse al balcón de su casa, una casita frontera a la mía, se me cayeron los palos del sombrajo, como dicen en la tierra de ella. ¡Vaya una moza!… grité, sin enterarme de que gritaba; y me quedé mirándola, con los ojos muy abiertos, la boca más abierta que los ojos y la cara del más perfecto imbécil que puedan mis lectores imaginarse. Claro, que la muchacha se dio cuenta de lo que ocurría; ¡así que las mujeres son tontas!… Guiñó los ojos; soltó la carcajada; dio un retemblío de caderas y se metió en su cuarto balanceando el cuerpo y dejando sin cerrar balcón, para que yo siguiera llenándome de su persona.

Así empezó la cosa, que no se hizo entretener mucho para llegar al apetecido desenlace. Moza ella, mozo yo; la moza sin ser una virtud y el mozo sin pecar de tímido, ¿qué iba a ocurrir?… Pues… nada; es decir, todo.

Anita había venido de Málaga con una apreciable señora, comerciante en carne viva; pero se cansó muy pronto de trabajar por cuenta ajena y se dedicó a hacerlo por la propia. Ni su desparpajo necesitaba andadores, ni su hermosura intermediarios.

Tal fue el principio de su etapa madrileña.

Luego, un señor entrado en años, un purí de clase, como decía la andaluza, gustó de su belleza; le propuso, entre sorbo y sorbo de Jerez, que se arrecogiese, corriendo él, claro está, con los gastos del arrecogimiento; aceptó Anita, y cátenla ustedes, (habla ella) zeñora de un piso con tres barcones a la calle y de un porción de muebles de lujo y de una cama de maera tallá con dosé de razo y de trajes de fantesía, con el aditamento de dos criás pa el servisio y una peinaora que le ponía la cabesa tarmente como parma rizá en domingo de Ramos.

Vivía así la moza cuando tuve, ya que no la honra, el placer infinito de tratarla. Era su arrecogeor, hombre de cincuenta años; limpio y cuidadoso, sin afeites, que no había dado en la flor de emporcarse con tintes y cosméticos el pelo gris de su cabeza; alto, fuerte; debió ser en su juventud un buen mozo, amén de ser hombre de mundo, arrestado y no muy apto para comulgar con ruedas de molino.

Pero no le valieron con mi andaluza —vamos, con mi andaluza y con la de él— ni su mundo, ni su experiencia. Encalabrinose Anita conmigo; metióseme a mí, si no en el alma, en el cuerpo, el querer de aquella morena, y entre los dos nos burlábamos del viejo que era un gusto.

—Mía —me dijo Ana después de nuestras primeras entrevistas, que se verificaron fuera del domicilio extraconyugal—. Mía tú; ¿pa qué mos vamos a desasosegar diendo de un lao pa otro? Er viejo se marcha de casa a las dié de la noche y no güerve diquiá las once de la mañana… con que…

El con que fue que arreglamos de noche nuestras entrevistas; que éstas trascurrían para nosotros con gran contentamiento interior y sin ninguna exterior molestia; que nos eran fieles criadas, portera y peinadora, y que el estudiante de veinte años usufructuaba como dueño absoluto el mobiliario completo del viejo de cincuenta.

Éste vivía en la más dulce de las ignorancias. Algunas veces le encontraba en la calle y, sin saber por qué, bajaba la vista y me ponía colorado, cuando él fijaba en mí sus ojos de color de acero y se sonreía burlonamente. ¡Bah! Aún me daba vergüenza engañar a aquel hombre. Anita se encargó de quitármela poco a poco.


* * *


Una mañana… ¡Pícaro vino!… ¡El maldito vino tuvo la culpa!… Habíamos cenado fuerte, fuera de casa; me ayudó la buena fortuna en la del juego; gané un par de miles de reales y decidí gastarlos con mi Anita; nos fuimos a los altos de Fornos; hubo un poco de toque y baile; su mucho de mostagán; al volver a casa Ana y yo, nos quedamos dormidos como tontos… y llegó la mañana aquella.

—¿Qué hora es? —dijo Anita desperezándose.

Miré el reloj y… De un salto me puse en la alfombra.

—Las once menos cinco —exclamé.

—¡Dios mío —dijo ella—, va a venir! ¡Anda, niño aprisa, date prisa!…

Ningún cómico, al recibir el segundo aviso del traspunte, lo hace más pronto… Una prenda… otra… las botas… sin abrochar… ¡Para abrochaduras estamos! La corbata… Ni nudo, ni lazo… El sombrero… Hasta después…

Gané de un salto los pasillos y abrí la puerta.

Al abrirla… Al abrirla encontré delante de mí al dueño de todo lo que dejaba dentro. Eché a temblar. Él me miraba con sus ojos color de acero, como el acero duro, y me sonreía con su eterna sonrisa irónica.

—No se asuste usted, pollo —me dijo—; aquí no hay más sorpresa que la de usted; yo estaba al cabo de la calle. Cuando los viejos —y señalaba al interior de la casa— queremos tener esas cosas, necesitamos soportar estas otras —añadió cogiéndome por las solapas de la americana—. Pero advierto a usted que son las once y diez minutos; que no me gusta esperar y que si otra vez le encuentro en la puerta o en la escalera le rompo el alma.

Y tras una pausa, exclamó:

—Al fin y al cabo, la cosa no tiene importancia; no se apure usted, que todo se andará. A cada tiempo lo suyo. Hoy las pago yo para que las disfrute usted; ya las pagará usted para que las disfruten otros. Esto es una letra que usted gira a treinta años fecha. Ya habrá quien la cobre…

No es lo malo que él lo dijera, sino que, a medida que voy saliendo de la juventud, voy enterándome de que el viejo tenía razón.


Publicado el 13 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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