Caballería Maleante

Joaquín Dicenta


Cuento



I

Un grito de piedad y angustia alzóse en España ante el feroz crujimiento de la tierra andaluza, que, abriéndose en espantables bocas, devoraba villas, caseríos, aldeas, llevando a los campesinos hogares la miseria y el luto. Pronto aquel grito halló eco en Europa y América; casi tan pronto se tradujo en auxilios que de todas partes llegaban

Suscripciones públicas y privadas, colectas, representaciones teatrales, corridas de toros, periódicos ilustrados que dedicaban íntegro su producto de venta al socorro de la catástrofe... Cuantos recursos pueden utilizar los hombres para socorro de hermanos en desgracia, se emplearon entonces a favor de las víctimas del terremoto

Y, con ser tantos los recursos, apenas bastaban al remedio del mal. El desastre fue enorme

Desde ya largo tiempo, una gran porción de la tierra andaluza venía sufriendo el azote de la sequía. Un sol implacable bajaba desde el cielo, agostando los vegetales; las noches, a cuenta de frescura, traían ráfagas incendiadas. Las mujeres imploraban a Dios en templos y oratorios; los hombres miraban de cara a cara al cielo con actitud desafiante

Y fue al término de uno de esos días, cuando el espectáculo de la Naturaleza cambióse totalmente. Nubecillas cárdenas acompañaban el ocaso del sol. En los límites del espacio rojeaba el relámpago. Las nubecillas se espesaron, avanzaron rápidas y cubrieron lo azul. Un gran trueno sacudió la atmósfera, partiéndola a golpe de centella; anchas gotas de agua golpearon la tierra. Rugió furioso el huracán; brillaron intensos los relámpagos; los reflejos últimos del sol se perdieron entre negruras

Súbito el rayo partió el nublado en dos cortinones monstruosos. Tras ellos se descubrió un cielo incendiado, donde las exhalaciones se perseguían, se embestían, chocando unas con otras en fosforescente pelea. A su lumbre, vióse temblar en las cimas serranas los témpanos de hielo; oyóseles crujir, rodar con espantables ecos. El viento se desencadenó desgarrando los árboles, arrancando los matorrales, arrastrándolos en montón. Un trueno inconcluible se enseñoreó del espacio; la lluvia bajó en catarata de las nubes; rumores siniestros subían de las entrañas de la tierra. Ésta se estremeció; un temblor epiléptico apoderóse de ella, haciéndola oscilar, abrirse, como si fuera otra gran nube que, a cuenta de agua y rayos, escupía chorros de vapor y partículas llameantes. Sus grietas se tornaron abismos. A ellos, caían destrozados, árboles, viviendas, bestias, criaturas humanas... En leguas y leguas de extensión el terremoto asesinaba, aplastaba, engullía los seres y las cosas..

La Naturaleza, colérica, a nadie perdonó

Los ríos, hechos mar por la nieve que se desplomaba de la sierra, rebasaron su cauce, metiéndose en olas embasuradas por la rota campiña, por las maltrechas urbes, por las viviendas que el terremoto perdonara. En las últimas, subía el agua al dintel de las puertas. Por las ventanas hubo la gente de salir

Enseres, bestias, arbustos y troncos eran arrastrados por la corriente. En ella flotaban cadáveres humanos, lívidos, tumefactos, a punto de estallar. Restos de habitaciones, deshechas por la convulsión geológica, asomaban entre las espumas el esqueleto de sus vigas, el escombro de sus techumbres, la ruina de sus muros

Desde los montículos contemplaban las hembras jornaleras sus muertos hogares, acompañando con ojos húmedos e imprecaciones dolorosas el viaje de su disperso ajuar

Los chiquillos jugueteaban con las aguas o construían en sus márgenes casitas de lodo; por sus huecos entraban y salían los insectos zumbando. Los hombres vagaban silenciosos por la campiña. Parecían náufragos explorando el paraje desconocido donde los echó la borrasca

El desastre hizo también presa en los jardines y en los huertos, arrasándolos, sepultándolos, barriendo los planteles de flores, destrozando las hortalizas, socavando las raíces de los frutales. Algunos edificios —casas de ricachones— continuaban en pie, por más sólidos de arquitectura, pero cuarteados, infirmes. Anchas grietas mostraban los interiores cómodos, las cocinas de cok; los vasares atestados de útiles guisanderos; las despensas abarrotadas de comestibles; los comedores, ricos en cristalería y en loza; los salones, con sus mesas de mármol y sus consolas áureas y sus butacones de seda y sus cortinones de encaje; los despachos, con sus pupitres aforrados en gutapercha y sus fuertes cajas de caudales; las alcobas, de lechos blandos, de lascivos cojines, de amplias lunas, estimuladoras del goce. Por todo ello entraban las pupilas de los desposeídos. Al contemplarlo, sus ceños se fruncían, sus dientes se encajaban, sus manos se contraían con rapaz contracción

En los grandes almacenes se hacinaban los envases desordenadamente. Arrancados fueron por el sacudimiento estanterías y soportes. Las cajas, desfondadas, metían los puñales de sus astillas en sacos y pellejos; las paredes chorreaban aceite, escupían harina o goteaban el petróleo, formando a ras de piso charcos infectos, churretosos. Por las brechas de las bodegas entraban las desbordadas aguas para salir en sangrientos espumarajos y formar sobre los remansos cuajarones de pus

La campiña, dislocada, desarticulada, se partía en tajos asesinos, en simas de línea irregular y brusca

Los árboles supervivientes se encorvaban ante el desastre. Olivos gigantescos, que soportaron la pesadumbre de los siglos, morían calcinados por la centella. Cachos de montaña, caídos contra el terruño, vegetaciones que arrastrara el alud, brechas que abrieron los torrentes, boquetes sombríos que torneó el fuego subterráneo, cambiaban por completo el dibujo de las llanuras

A la desolación del paisaje se unía el crimen de los hombres

Cuadrillas siniestras acechaban el paso de las aguas y requisaban los despeñaderos para desbalijar a la muerte. Muchos cadáveres aparecían con el lóbulo de las orejas desgarrado; la sangre se coagulaba en el sitio que antes llenaban los pendientes; otros cadáveres mostraban amputados los dedos en que brillaron las sortijas. Casi todos estos cadáveres iban desnudos; los de las hembras tenían las cabezas rapadas

Los animales muertos eran oculta mercancía. Con ellos se entraría por los estómagos la peste. Tampoco los vivos escapaban al bandidaje. Quien a solas se aventurara por los caminos y veredas diera por cierto que tornaba sin bolsa si no dejaba la existencia también

Bandadas de buitres, haciendo competencia a los hombres, pasaban bajo el sol con los corvos picos abiertos y los cuellos tirantes..

El dolor que tales sucesos provocaron fue internacional. Especialmente Francia tuvo iniciativas generosas. Escritores, pintores, dibujantes, ofreciéronse gratuitamente a la confección de un «extraordinario», que lo fue realmente por su artística hechura. Los franceses se arrebataban el periódico de las manos pagando los números al triple, al cuádruple del precio

Era su limosna para socorrer a Andalucía, al país que ellos siempre imaginan como un suelo fantástico, como una leyenda hecha realidad por la Naturaleza

Andalucía es, para los franceses, región novelesca de jardines siempre floridos; de ríos, sobre cuyas ondas navegan barquichuelos donde se abrazan parejas de amadores; de serenatas que comienzan en música y terminan con sangre; de toreros que gozan las preferencias de grandes señoras y la amistad de reyes y príncipes; de bandidos que bajan de los montes potro en piernas y trabuco en mano; de mujeres que asoman a las rejas donde se enroscan jazmines, nardos y claveles, para registrar la calle vecina, con sus apasionados y negrísimos ojos, para ver si en la esquina aparece el amante, envuelto en la capa de embozos granate, caído sobre las cejas el ancho cordobés y apuntando sobre el reborde de la faja el navajón de muelles o el puñal repujado en inscripciones homicidas

¡Triste Andalucía, ahora, la Andalucía legendaria y poética de los franceses!... Sus jardines estaban muertos; sus ríos eran tumbas flotantes; música alguna turbaba la paz mortuoria de sus noches

Las mujeres asomaban a las rejas desvencijadas rostros pálidos, pupilas enrojecidas por el llanto, labios crispados por la angustia. No cuchicheos amorosos, dolientes quejidos brotaban por entre los barrotes; suspiros y ayes venían de la campiña asesinada; ya no las visitaban en planta de conquistadores Melgares y el Bizco del Borge, reyes entonces de la sierra. En la sierra permanecían, repugnando bajar al llano, no queriendo confundirse en él con los rateros de la muerte

Al par de Francia, Italia, Portugal, los países latinos de América mandaban a la capital española donativos cuantiosos

No fue Madrid el último en acudir al socorro de Andalucía. Los estudiantes madrileños organizaron una colecta; fue ella cuantiosa; a miles y miles de pesetas subió. Para repartirlas entre las víctimas del desastre, fueron elegidos por sus compañeros 10 o 12 estudiantes

Figuraba entre ellos Manuel Paso, el granadino que dos años más tarde ganaba con sus Nieblas puesto de honor entre los poetas españoles; el que, mientras vivió, fue mi compañero, mi hermano. A él debo el relato de esta aventura. Mientras la copio en mis cuartillas, creo quo el poeta se halla detrás de mí, repitiendo la historia, dictándomela con su vocecilla ceceosa, accionando en los pasajes culminantes con sus manos flacas, puntiagudas.

II

Para hacer más rápida la obra que les encomendaran, resolvieron los comisionados fraccionarse. Así, distribuirían los socorros en plazo brevísimo por los pueblos de la comarca

Correspondiéronle a Manuel Paso en la distribución algunos pueblos de la provincia malagueña. A ellos fue emparejado con un estudiante de farmacia

Era el farmacéutico en ciernes un muchacho formal, parco en el beber, y muy poco amigo de faldas, si se exceptúan las de una su prima con quien tenía formalmente empeñada la palabra de casamiento

A terminar pronto su carrera y a establecerse con las pesetas de su padre, amén de las que trajese como dote su novia, reducíanse las aspiraciones del sujeto. Era un hombre de orden que iba para cacique. Imagínense mis lectores cómo se las llevaría con él Manuel Paso, que iba camino de la gloria por una escala de vapores de alcohol

Sólo estaban conformes en cumplir con absoluta probidad y eficacia la misión quo se les había confiado

Para ello, ni daban a sus cuerpos reposo, ni temían lanzarse por veredas y trochas, en las cuales, si había riesgo de resbalar y caer, dando tumbos, a un despeñadero, no lo había menor de toparse con Melgares y el Bizco del Borge, terror ambos de la comarca, pesadilla de la Guardia civil y dueños de la sierra por obra y gracia de sus rifles

Generalmente, acompañaban a los mozos en sus expediciones individuos de la benemérita institución, y, cuando éstos no, buen golpe de gente que, rindiendo pleitesía a la caridad, servíales de escolta

Al hacer alto en las aldeas (luego, naturalmente, de avistarse con el alcalde y disponer la distribución de socorros), era la primer diligencia del farmacéutico, mientras preparaban el condumio, tumbarse en cualquier cama, para reponer su cuerpo del molimiento del camino. Manuel Paso estiraba los puños de su nunca limpia camisa, ladeaba sobre la oreja izquierda el sombrero flexible, y encarándose con el alcalde, con el secretario o con el cura, si estaba más próximo, les dirigía esta pregunta

—¿Dónde hay una tabernilla en que vendan buen aguardiente

Una vez enterado, sin solicitar compañía, mejor rehuyéndola —el verdadero amante del alcohol quiere gozarlo a solas—, encaminábase a la tasca indicada; asentaba junto a un velador, y despacio, con lentitud ceremoniosa, sacerdotal, mística, iba trasegando copas y más copas de Cazalla o de Rute

Un gran vaso de agua campeaba sobre el velador; de vez en cuando, Paso llevaba a sus labios el vaso; pero apenas el agua tocaba en los bordes del vidrio, apenas unas gotas de ella caían en la boca del bebedor, éste apartaba el vaso con un desdeñoso ademán, y, a manera de enjuagatorio, sorbía una copa íntegra de aguardiente

No descuidaba por ello sus funciones de intermediario entre la miseria y la caridad; celosamente las cumplía, sin perjuicio de hacer paréntesis alcohólicos, si durante el reparto de dádivas topábase con alguna taberna, colmado o bodegón

Tocóles cierta noche al artista y al boticario hacer alto en un pueblo de mayor importancia que los hasta entonces por ellos recorridos

Era el alcalde un ricacho cortés, que de mozo la corriera en Málaga y Madrid. Obsequió a los estudiantes con rumbo y no dejó pipa en su bodega que no fuera catada por sus huéspedes. A los postres ya de la cena, aprovechando un aparte, que los convidados permitieron entre él y el alcalde, dijo a éste Manolo

—Señor Curro (así se llamaba), entre hombres ciertas preguntas no son jamás impertinentes. De ahí que yo, salvando, con todo respeto, los años que entre uno y otro median, me permita..

—¿Qué, amigo? Atrévase a todo, que yo no me asusto de nada

—Verá usté. Son ya ocho los días que llevamos por estos andurriales. De vino no he ido mal; pero... Vamos, yo desearía saber si en el pueblo hay alguna o algunas buenas mozas con quienes pasar un rato alegrando el Sanlúcar

—¿Dónde no habrá de eso? Acá, fuera ya de la villa, como a medio kilómetro, vive la tía Guarnición: malo será que quien llame a su puerta no halle dentro un par de juventudes ni feas, ni ariscas, ni incapaces de cantarse una copla y darse dos pataítas de fandango. Por lo menos, con la Guarnición viven dos sobrinas. La mayor es una gloria de hermosura; la pequeña, de físico no anda muy allá, pero tiene por arrobas la gracia

—¿Podría yo visitar a esas apreciables señoras

—¿Cómo no? Si no fuera porque el cargo me trae más amarrao que un preso, yo mismo le acompañaría; pero en el pueblo no soy baza. Cuando se me antoja echar unas canas al aire, echo para Málaga el rumbo

—¡Qué fastidio

—Gracias por lo que toca a mi compaña. Aunque le falte, no se aburrirá usté. Con toda reserva; y sin que esta gente se entere, cuando llegue la de acostarnos, un criado de mi absoluta confianza acompañará a usté a casa de la Guarnición. Pasa usté allí la noche, y al amanecer vuelve al pueblo. Ahora no madruga el vecindario: los pobres, porque no hay trabajo, y cuanto más duermen más engañan el hambre; los ricos, porque nunca madrugan si no es para ir de caza: al presente la caza se huyó, aventada por los temblores de la tierra. De suerte que, si ello le complace, al avío. Igual digo del compañero

No, señor alcalde, no le hable palabra del asunto. Es la castidad en persona. La noche de bodas, la novia va a parecerlo él.

III

Asomó una vieja por el ventanillo su cara, llena de arrugas y manchones. A los reflejos de la luna parecía silueta de aquelarre. Acercóse el criado, acompañante de Manolo, a platicar con ella, y la puerta se franqueó, cediendo paso al estudiante. El gañán hizo camino al pueblo

—Entre el señor —gangueó la vieja— y la Virgen de las Angustias pague a su mercé la visita. Con estos horrores no hay alma que aporte por mi casa. De mó que se anda malamente. ¡Poco alegres van a ponerse las dos niñas en sabiendo que sepan la visita de su mercé! ¡Frasquita! ¡Mariquilla de la O!... ¡Echar a los ojos el alma, que hay un caballero!..

Era Frasquita rubia, de ojos azules, que llameaban tras las pestañas retorcidas; sus labios, al entreabrirse, mostraban unos dientecillos de nácar; el talle teníalo juncal, el pecho alto, las caderas redondas, menudos y arqueados los pies. Sobre su pelo, ceñido a la cabeza como un casco de oro, gallardeaba una vara de nardos

Mariquita de la O no valía gran cosa; pero en su cara relucían dos ojos negros, acariciadores, bordeados por azules ojeras, y en su boca, grande, de dentadura poco igual, había temblores de pasión. Flaco y anguloso, tenía su cuerpo, al moverse, ondulaciones reptilescas: aquella mujer no debía abrazar; debía enroscarse

—Bien venido sea —dijo Mariquilla a Manolo—. Siéntese, siéntese el forastero y mande lo que guste a este par de esaboriciones

—Por de pronto —exclamó el poeta, encarándose con la vieja y asentado junto a las mozas— sáquese unas botellitas de vino bueno, si es que lo hay, y algo, si lo tiene, que nos vaya ayudando a envasar el mosto

—¿Cómo si lo hay? —repuso la tía Guarnición—. ¡De primera! ¡Mejor no le pisaron hombre! ¿Cómo que si tengo con qué ayuar al mosto? Dos perniles del propio Trevélez toman el aire en mi despensa; un barrilito de aceitunas se rezuma a la vera de ellos, y junto al barril puse esta mañana una cazuela de pestiños que gotean miel y están más suaves que manteca

—Venga todo eso, pues, y si más se cría en la casa pidan las niñas por sus bocas

—¡Pía usté por la suya, rumbón! Las muchachas vistas están, que vistas y deseando de servirle; pero verlas no es tó. Fuera parte otras habilidaes, Frasquita toca la guitarra como los serafines, y esta Mariquilla de la O se canta y se baila como un ángel. De mó, que si se aburre su mercé, no será culpa nuestra

—Ni mía tampoco —respondió Manuel, tirando el sombrero encima de una silla y despuntando un puro, mientras la vieja ponía sobre la mesa botellas, vasos y manjares

Era el cacareado vino de lo peor que envenena cubas: sólo con el picante de las dos mozas se podía tragar; el jamón estaba mohoso; las aceitunas duras; los pestiños ásperos como lija. Del pan no se hable: moreno y de la semana anterior. Menos mal que, según la vieja, lo amasaron sus manos, y ello ayudaba a morderlo con gusto

Vaya que la de la O y Frasquita suplían, con sus arrumacos, la mala condición de los líquidos y los sólidos; y vaya que Manolo, en punto a bebidas, no encontraba mala ninguna. En punto a hembras, fuera injusto poniendo reparos a las que le deparaban los buenos oficios del alcalde

Iban tres botellas consumidas y la guitarra daba al aire sus sones, aguardando la copla, temblante en los labios color púrpura de María de la O, cuando sonaron a la puerta recios y despóticos golpes

—¿Quién será a estas horas? —gruñó la Guarnición

—Vaya a verlo —dijo Manolo—. Interín, prosigue tú, niña, con la copla, y bendita sea tu garganta

Pálida, con los ojos fuera de las órbitas y las manos en cruz, volvió al comedor la tercera

—¿Qué sucé?... —le preguntó Frasquita

—¡Que está ahí

—¿Quién

—¡Melgares!..

Al oír este nombre Manolo, casi cae al suelo. La mano de Frasquita quedó inmóvil sobre la guitarra, y la copla de María de la O paró en seco

¡Melgares!... ¡El compañero del Bizco del Borge! ¡El espanto de Andalucía!... ¡Y Manolo que llevaba tres mil pesetas dentro de su cartera! ¡Pobres pesetas y pobre de él quizás!..

—¡Vamos! —gruñó desde el zaguán una voz ronca y avinada—. ¡Vamos, carroña, alumbra! ¿Quiés que me rompa los jocicos en esta condená escalera, que está de peldaños igual que tu boca de dientes

—¡Allá voy! ¡allá voy! —dijo la Guarnición, empuñando el quinqué y dirigiéndose al pasillo.

IV

Por la puerta de la habitación entró un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, carirredondo, de entrecano bigote. Era su estatura mediana y su actitud tambaleante, como de quien ha convertido en bocoy su estómago. Llevaba caído contra la nuca el ancho sombrero y empuñaba un rifle con la diestra nervuda mano. Vestía a lo hombre acomodado de la clase media campesina y dejaba ver, por entre el chaleco, una camisa de cuello bajo, sin planchar. Polainas de cuero negro le llegaban hasta la media pierna

A no oír su nombre, hubiérale tomado Manolo por un labrador rico, que retornaba de la caza con más vino en el cuerpo que perdices y conejos en el morral

—A la paz de Dios tós —dijo el bandido, saludando

—Servidor —repuso Manolo con voz trémula, levantándose de su asiento

—No hay que molestarse por mí; siga la diversión. Amigo, siéntese, que no soy pa muchos cumplimientos. Vosotras a lo que estábais, niñas. Tú, Guarnisión, bájate al corral, a tó el correr de tus piernas, y amárrame la jaca a un poste y échale una manta por cima, que viene mu sudá

—¡A ver! —añadió, mientras la Guarnición salía a cumplir el encargo—. En un cuarto de hora se ha tragao mi jaca el camino que hay dende el cortijo de los Atacanes acá. Hemos senao en el cortijo, yo y mi señor compare. Buenas magras, buen mosto... pero de hembras, ni la uña del miñique. Cuando el vino empieza a sobrar, empiezan a faltar las mujeres. Conque, yo le pregunté al Bizco. ¿Vienes tú pa ande la Guarnisión? Y él me ha respondío: —Que aproveche. Yo me voy a dormir. Pues entonces jasta mañana. Y he echao las piernas al caballo, y aquí me tenéis, pa serviros

—Pa servirte somos tós los do la casa —zalameó la vieja, que había regresado del patio

Manolo no pronunció palabra. Tragando saliva, apretaba con sus dedos el puro

—Vaya, mosito —continuó el bandolero— asosiéguese osté, que yo no me como a la gente sino cuando es ello de toa neseciá. No me paresco a mi compare, que asesina por gusto. El Bizco es una jiena. Yo mesmo duermo esapartao de él, por si le dá el venate; un mal hombre reondo. De mó, que siga el guateque. Vosotras, pimpoyos, llenar esos dos vasos pa que este joven y mi presona se mojen los gargueros

—¡Ahí va

—¡Qué vino es éste! —gritó colérico Melgares, dando un manotón a botellas y copas, que se hicieron, al caer, añicos—. ¿Te has pensao Guarnisión, que tiés derecho a envenenar al prójimo?... ¿Asín te comportas tú con los forasteros? ¡Ni tan siquiera te ha movío el alma saber que este joven es de los que traen socorro pa las vítimas del temblor de tierra! Porque osté es de la comisión —añadió volviéndose a Manolo—. Le he visto cruzando la sierra estos días pasaos. Más cerca de lo que se imagina osté andábamos nosotros. Han hecho bien en venir con limosnas. Hay mucha miseria, mosito. Lo malo es que el reparto no se jase a ley. A veces los más necesitaos se quean peristan. De tós mós, es una güena obra la de ostés. ¡Pero váyanle con güenas obras a esta Marisápalos! ¡Ea! Tráete vino del superior, que en tu cueva lo tiés; y tráete jamón que sea serrano de verdá. Si no lo traes, comeremos cecina, sólo que será de tu cuerpo y la cortaré con este jierro, que no se mella por duros que están los materiales

Así diciendo, sacó Melgaros del interior de su chaqueta un cuchillo de monte y lo paseó por los ojos de la estantigua

—¡Voy! ¡voy!... —balbuceó ella

—De paso, antráncate la puerta. ¡Y no se abre ni a Dios! De aquí a que suba doña Líos —prosiguió Melgares, hablando con Manolo— encenderemos un cigarro. Tire ése, que vuelca del olor a estanco que tié. Éstos —y sacó dos de su petaca— son de la propia Habana. Me los trae un amigo que jase su avío entre Gibraltar y la Línea. Encienda osté y déjese ya de arrechuchos. ¡Cuando digo que estoy de paz!... Si quisiera otra cosa... pues hace un rato que sería. Na más fásil. Con echarme el rifle a la cara y tumbarle patas arriba, estábamos del otro lao. Uno más a mi cuenta, que no es de las más cortas

—Aquí están el vino y el jamón —interrumpió la Celestina, dejando sobre la mesa un pernil y una caja de N. P. U

—¡Arzando! —habló Melgares—. Tú, Frasquita, descorcha, en tan y mientras yo deshueso el pernil. En tomando, que tomemos, un golpetaso y un bocao, tú a darle a la sonata, y tú, la de la O, a bailarme unas alegrías. Dempués veremos qué se jase

Punteó la guitarra, púsose la bailaora en pie y Melgares, llevando el son a cuchillazos, rompió a cantar con voz afinada, aunque ronca. Antes puso junto a él, al pronto alcance de sus manos, el rifle

Rasgueó Frasquita en la guitarra al terminar su primera copla el bandido, y Mariquilla adelantó sobre las baldosas, con la cabeza echada atrás, los brazos en alto, la sonrisa en la boca y la lujuria en las pupilas

Los pies de la hembra herían el piso con rítmico e intermitente pataleo; su cuerpo describía sobre el espacio incitadoras curvas; ondulaban sus caderas con gracioso vaivén, y sus manos, subiendo por encima de la cabeza como si trataran de coger las flores en el moño prendidas, retorcíanse con lentitud, mientras su talle, doblándose en arco, ponía al descubierto los senos menudos y temblantes

Al bandido le chispeaban las pupilas; sus labios crispados se adelantaron hacia Mariquita de la O cuando finó la copla y Frasquita preludió la falseta, ese tiempo del baile, durante el cual enmudece el cantor, y cesa el machaqueo de los acompañantes y sólo se escuchan los acordes de la guitarra y el deslizamiento de los pies de la bailaora

Mariquilla de la O era maestra en este género de baile; pero entonces fue más que maestra; fue un sueño de voluptuosidad encarnando en el cuerpo de una hembra

¡Cómo no lo iba a ser, teniendo delante de sus ojos al bandido, espanto de la sierra, al héroe de mil canallescas hazañas, que la imaginación popular engrandecía hasta el punto de tornarlas legendarias empresas

Para él era su baile; por él quería lucir todas las gracias de su cuerpo. Y ponía asombro en las pupilas y en los nervios sacudidas eléctricas, ver a Mariquilla con el busto echado hacia atrás, los brazos abiertos y la cabeza flexionada contra la nuca, provocando al Melgares con el gesto, con la sonrisa, con los retemblidos de su carne morena, con las sensuales promesas que cada una de sus actitudes traía aparejadas

Unas veces retorcía su cuerpo, doblándolo hasta las baldosas, arañándolas con sus dedos, medio arrastrándose por ellas como gata cariñosa que se despereza y juguetea a los pies del amo; otras se erguía, con ruda y salvaje majestad, dominadora, absorbente, dueña absoluta de todos y de todo; otras, recogía el vestido, ciñéndoselo por delante, para remarcar las líneas del vientre y de los muslos; otras lo ahuecaba, para que aquellas líneas fuesen más adivinadas por el deseo que vistas por los ojos; tan pronto se balanceaba con perezosa lentitud, como agitaba sus caderas con movimientos desapoderados, frenéticos..

Por los labios del bandolero escapaba el aliento hecho lumbre; su pecho jadeaba y sus manos se adelantaban inconscientemente a la atmósfera, como si quisieran apretujar las curvas que el cuerpo de la bailaora iba en aquélla dibujando

La joven avanzó hacia Melgares con las mejillas encendidas, los ojos entornados, el busto en escorzo; alzóse sobre las puntas de los pies, abrió los brazos en ofrenda de amor, encorvólos hacia dentro después y, colocando las extremidades de los dedos en su boca carnal, mandó un beso al bandido

Éste, haciendo firme, ciñó con sus manos el talle de la moza, la levantó en alto, se dejó caer sobre el sofá, con ella en las rodillas y, empuñando un vaso de vino, acercándolo a los labios calenturientos de María de la O, murmuró con voz cálida

—¡Bebe, sangre, y déjame en la copa un bacada!...

V

Manolo no se enteraba del baile, ni del toque, ni del sabor que tenía el cigarrones de la Habana

—Con decirte —exclamaba, refiriéndome la aventura— que es la primera vez, desde mi nacimiento, en que se me ha atragantado el vino, está dicho todo

Más se le atragantó después; porque, tras el baile, las caricias que Melgares prodigara a María de la O y las muchas copas que, quieras o no quieras, hizo trasegar a Manolo, le dijo

—La verdá que el dinero es goloso; y como que ostés lo traen, pues, cuando tuvimos yo y mi compare la notisia de que iban ostés a enramarse por estos vericuetos, el Bizco me propuso que saliéramos al camino y recogiéramos, de una vez, y pa nosotros solos, la limosna que ha de repartirse entre tantos. Trabajo me costó quitárselo de la caeza. Es mu bruto y, casi tanto como la sangre, le apetece el dinero. Después de tó y bien mirao... A la fin, que me opuse y él se conformó; pero algunas veses me pienso, si habré sío yo un lila y si el Bizco no tendría más razón que Jesús. Bien mirao, las pesetas son las pesetas; ya que sale uno al camino a jugarse la piel, no debiera esperdisiar ni el canto de un séntimo que le pasara por frente de los ojos. ¡Vaya!... Échate la última ronda, rubia, y cá mochuelo a su olivo, que es tarde, y he de picar antes de que amanezga. ¿Con cuál de ellas quié usté quearse, Manolito

—¡Yo!... Con ninguna

—¡Estaría güeno! Con la que más lo guste pué osté estar a solas en su habitación de palique. Osté es el forastero. Lo del escoger, a osté lo toca, amigo

—Muchas gracias; yo..

—La más guapa es Frasquita. ¡Arze osté con ella! Yo entretendré las horas que faltan con María de la O. Digo, si Mariquilla quiere

—¡No he de querer, galán! Asín quisieras tú llevarme contigo por toa la serranía a las ancas del potro

—Eso, niña, es pa los romances de siego. ¿Una jambra a las ancas? Grasias que en muchas ocasiones logre uno escapar solo. ¡Lo menos te afeguras tú, que nosotros podemos ir por esos riscos como ladrón es de pintura, con la mosa sobre el arzón! No tengas guasa, cielo. Yo amarro en este cuarto, joven; me conviene estar a la vista de la escalera. Echo osté por ese pasillo y chóquese la mano por si es caso que no nos volvamos a ver más en este mundo... ni en el otro

Melgares, haciendo un esfuerzo para tenerse derechamente en pie, tendió su mano al estudiante

Tambaleándose más que Melgares, no por influencias del alcohol, por influjo del miedo, siguió Paso a Frasquita. Aún pudo recoger en sus oídos estas palabras que dirigió a la vieja el bandido

—Tía Guarnición, al zaguán, y con las orejas en el campo. Si al clarear estoy durmiendo, sube despasito y me llama. El sol bajo echao no me gusta tomarlo.

VI

—¡Vaya un encuentro! —suspiró Manolo apenas quedó a solas con la mujer en la habitación donde ésta le condujo—. Echa el cerrojo, criatura. Es decir, no; no lo eches. Esa fiera puede oírlo chirriar, y enfadarse y forzar la puerta a balazos. ¡Melgares!... ¡Bien pudo el alcalde advertirme!..

—No viene casi nunca. Pa cuatro meses va, que no aporta por esta casa. Menos mal que ha venío solo. ¡Si llega a acompañarle el del Borge! Pué que a estas horas estuvieses hecho pacayal

—¡Aún es tiempo! Melgares..

—Conforme le da. Hoy parese que trae buen vino

—Haga mi suerte que no se le cambie al fermentar

—¿Tiemblas

—El tropiezo no es para otra cosa. Claro; a vosotras, los hombres de esa condición os encantan

—A mí, no. A Mariquilla, sí. Pero déjate de paseos. Desnúdate y descansa unas miajas

—¿Qué estás diciendo?... ¡Puede que tuvieses valor!... No, hija de mi vida; imposible. Duerme, si puedes, tú. Yo, aquí en esta silla he de estar hasta que amanezca, si quiere la suerte que vuelva para mí a amanecer. Perdóname, rubia. No es desaire; te aseguro que me has gustado como pocas; desde que entré en la casa, sólo tuve ojos para ti; pero..

—El amor —prosiguió Manuel con gesto agridulce— lo primero que requiere es tranquilidad. ¡Cualquiera está tranquilo con el vecinito de abajo!..

—A tu gusto. Yo me tumbaré un rato. Con tanta bebía me da vueltas la alcoba

—¡Ay, si diese una que me pusiera de golpe en casa del alcalde!

VII

El sueño venció al miedo tras largo y empeñado combate, y Manolo se durmió encima de la silla, con los pies sobre los travesaños y las manos oprimiendo nerviosamente la cartera donde guardaba los billetes

Dormido quedó, y ojalá nunca se durmiese. Fue el sueño más angustioso que la vela

Durante el sueño imaginó, ¡qué imaginar!, vio los hechos como si fueran plena realidad; vio que Mariquilla, aprovechando una distracción del poeta, echaba en su copa unos polvos. ¿Narcótico?... ¿Veneno?... Esto lo ignoraba Manolo. Lo cierto era que sus ojos se fueron entornando y sus miembros agarrotando tal como si muerto estuviera

Sólo que oía y escuchaba. Oyó primeramente que Melgares, no el que estaba con Mariquilla, otro Melgares gigantesco que tocaba con su cabezota a las nubes, preguntaba con voz de ogro ayuno a la Guarnición que se había vuelto completamente bruja

—¿Está ése en la puerta

—Sí —respondió la Guarnición

—Dile que suba pa despachar al estudiante

La vieja echó a correr, y a poco volvió con un hombreado rubio que revolvía furiosamente sus verdes ojos bizcos y se los restregaba con dos manos enormes, salpicadas de sangre

—¡Jala! —dijo este hombre a la bruja.Tumbarle encima de la mesa, y haremos con él picaíllo

El Bizco, riendo a carcajadas, fue aproximándose a la mesa donde había puesto a Manolo, y sacando del bolsillo del chaquetón un alfanje moruno, empezó a cortar por la punta la nariz de la víctima

—¡Socorro! —gritó Manolo, despertando despavorido—. ¡Es la muerte! —gritó, viendo una figura huesosa que a la luz pálida del alba se destacaba sobre el fondo obscuro de la alcoba, y avanzaba hacia la cama de Frasquita sobre la punta de los pies

—¡Qué muerte ni qué historias, niño! ¡Abre los ojos! Soy la Guarnisión. ¿Qué haces ahí con los pinreles engarruñaos al palitroque de la silla? ¡Vaya una manera de dormir! Así duermen los loros

—¿Se fue? —preguntó el estudiante

—Hace veinte minutos

Manolo saltó de la silla

—¿De veras

—Y tan de veras, hombre

—Gracias a Dios que respiro ancho

Y el joven, estirando los brazos, abrió de par en par su boca para recoger todo el aire que entraba por la puerta

Francisca, que despertaba entonces, bostezó estrepitosamente, agarrándose con ambas manos a los barrotes de la cama

—¿Quieres tomar algo? —preguntó la vieja obsequiosamente a Manolo

—Sí, señora: la puerta. ¿Qué debo

—Una buena voluntá, hijo mío

—Cuente usted con ella. Pero no hablo de voluntades: hablo de dinero

—¿De dinero?... Ni un sentimito

—¿Cómo

—Como lo oyes. Melgares pagó de largo el gasto de tós y el que pueas tú hacer diquiá una semana. Lo pagó, encargándome que no te cobrase una perra, y jurando cortarme las dos orejas si tenía noticias de que echaba su mandato en olvío

—¿Es posible?... ¿Melgares?..

—El propio. Y es más —añadió la tía Guarnición, arrojando sobre la cama de Frasquita unas monedas de oro—. Tenga usté esas cuatro onzas —me ha dicho, —y déselas de parte mía al estudiante madrileño, pa que las reparta entre los campesinos andaluses que se han quedao sin cobijo y sin pan.


Publicado el 7 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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